CAPÍTULO DIECINUEVE

Cole

Hojas

Una librería no era el lugar más divertido para quedarme tirado. Pasé unos minutos dando vueltas por la tienda, buscando libros que me mencionaran, rozando con el pie la moqueta de la escalera para trazar mi nombre, buscando en la radio algo menos insultante e inofensivo. Aquel lugar olía a Sam… o más bien, él olía a librería. A tinta, a edificio antiguo y a algo más vegetal que el café pero menos interesante que la mana. Todo era muy… erudito. Me sentía rodeado de conversaciones en las que no me interesaba participar.

Al final encontré un libro sobre cómo sobrevivir en situaciones extremas y me senté a hojearlo en el taburete de detrás del mostrador, con los pies apoyados junto a la caja registradora. No venía Cómo ser un Licántropo, ni Cómo recuperarse de una adicción, ni Cómo vivir contigo mismo.

Sonó el timbre de la puerta, pero no levanté la vista; pensé que era Sam que volvía.

—¿Qué haces tú aquí?

Antes de mirarla, ya sabía quién era por el desdén de su voz y el rastro floral de su perfume. Dios, qué buena estaba. Sus labios tenían pinta de saber a barrita de regaliz. Su rímel parecía tan espeso como la pintura al óleo, y llevaba el pelo más largo que antes: podría haberme rodeado la muñeca dos veces con su melena rubia y glacial, aunque no es que estuviese pensando en eso (de verdad que no. Bueno, sí). Mientras dejaba que la puerta se cerrase lentamente a sus espaldas, abrió su boca comestible.

—Bienvenida a The Grooked Shelf —dije levantando una ceja—. ¿Puedo ayudarte a encontrar algo? Nuestra sección de auto-ayuda es enorme.

—Seguro que tú te la conoces a fondo —contestó Isabel.

Llevaba en las manos dos vasos desechables que dejó enérgicamente sobre el mostrador, lejos de mis pies. Me miró a la cara con desprecio o algo parecido, tal vez miedo. ¿Isabel Culpeper era capaz de sentir miedo?

—¿En qué demonios está pensando Sam? —me espetó—. ¿No os dais cuenta de que cualquiera puede verte la cara por el escaparate?

—Así se alegran la vista.

—Qué bien debe de sentar ser tan despreocupado.

—Qué bien debe de sentar preocuparse tanto por los problemas ajenos.

Algo lento y desconocido me corría por las venas. Me sorprendió y me impresionó a partes iguales darme cuenta de que era rabia; no podía recordar la última vez que había estado rabioso, aunque estaba seguro de que había sido por algo relacionado con mi padre, y ya no sabía qué se hacía en aquellos casos.

—No pienso seguirte el rollo —dijo.

Miré los vasos: uno para ella y otro para Sam. Aquel detalle parecía impropio de la Isabel a la que yo conocía.

—¿Y a Sam sí que pensabas seguírselo?

Isabel me miró fijamente durante un segundo y negó con la cabeza.

—Dios, Cole, ¿podrías ser más inseguro?

La respuesta a esa pregunta siempre era afirmativa, pero no me gustó que sacase a relucir mis vicios más íntimos. Me incliné hacia delante para examinar las dos bebidas mientras Isabel me fulminaba lentamente con la mirada. Quité las tapas de los vasos y observé el contenido. En uno había algo que olía sospechosamente sano: té verde, quizá, o posiblemente pus de caballo. En el otro había café. Le di un sorbo. Sabía amargo y difícil, con la cantidad justa de leche y azúcar para resultar bebible.

—Eso era mío —dijo.

Le dediqué una sonrisa de oreja a oreja. No me apetecía sonreír, pero lo disimulé sonriendo aún más.

—Y ahora es mío. Casi estamos en paz.

—¿En paz por qué?

La miré esperando a que hiciese memoria. Cincuenta puntos si lo adivinaba en treinta segundos. Veinte puntos si lo adivinaba en un minuto. Diez puntos si lo adivinaba en… Isabel se cruzó de brazos y miró por la ventana como si esperara que nos sorprendiesen los paparazzi. Increíblemente, estaba tan enfadada que hasta podía oler su ira. Mis sentidos lobunos echaban humo y tenía la piel de gallina. Todos mis instintos me ordenaban reaccionar: «Lucha o huye». Ninguna de las dos cosas parecía factible. Como seguía callada, sacudí la cabeza e hice el gesto de llevarme el teléfono a la oreja.

—Ah —dijo Isabel levantando las cejas—. ¿Lo dices en serio? ¿Todavía? ¿Por las llamadas? Anda ya, Cole. No pensaba seguirte el rollo. Eres nocivo.

—¿Nocivo? —repetí.

Mentiría si dijese que no me halagó aquella palabra; tenía tanta fuerza que resultaba tentadora. «Nocivo».

—Sí, la nocividad es una de mis virtudes —dije—. ¿Te enfadaste porque no me acosté contigo? Qué raro; normalmente, las chicas me gritan precisamente porque sí me las paso por la piedra.

Se rió con ironía y dio la vuelta al mostrador taconeando con fuerza hasta quedarse de pie junto a mí. Noté su aliento caliente en la mejilla; su enfado hablaba más alto que su voz.

—Si pongo esta cara es porque hace dos noches estuve así de cerca de ti, viendo cómo te retorcías y babeabas por culpa de algo que te habías metido en la vena. Ya te saqué una vez de ese agujero. Estoy al borde del abismo, Cole; no quiero tener cerca a alguien que está igual que yo. Quieres arrastrarme en tu caída, y yo lo que quiero es salir.

Así era como Isabel me enredaba en su magia: aquella pequeña demostración de sinceridad —tampoco tanta— acababa de desarmarme. Curiosamente, me costaba mucho seguir enfadado con ella. Bajé las piernas del mostrador lentamente, primero una y luego la otra, y giré en el taburete para ponerme de cara a ella. En lugar de retroceder para dejarme espacio, se quedó donde estaba, de pie entre mis piernas. Un desafío. O quizá una rendición.

—Eso es mentira —dije—. Si me encontraste en esa madriguera fue porque tú ya estabas allí abajo.

Estaba tan cerca de mí que pude oler su pintalabios. Era plenamente consciente de que sus caderas estaban tan solo a un par de centímetros de mis muslos.

—No pienso quedarme a ver cómo te suicidas —dijo Isabel.

Durante un minuto, se hizo un silencio solo roto por el motor de un camión de reparto al pasar por la calle. Isabel me miraba la boca, pero de repente apartó la vista.

—Dios, no puedo quedarme aquí —dijo—. Dile a Sam que ya lo llamaré.

Estiré los brazos y le puse las manos en las caderas antes de que pudiera darse la vuelta.

—Isabel —dije, mientras uno de mis pulgares le rozaba la piel justo encima del talle de los vaqueros—. No estaba intentando suicidarme.

—¿Solo buscabas un buen colocón?

Intentó apartarse, pero no la solté. Ni yo la estaba sujetando con la fuerza suficiente para retenerla, ni ella estaba tirando lo bastante fuerte para soltarse, así que nos quedamos igual que estábamos.

—No intentaba colocarme. Estaba tratando de transformarme en lobo.

—Lo que tú digas. Son matices —respondió Isabel sin mirarme.

La solté y me puse en pie para encararla; hacía mucho tiempo que sabía que una de mis mejores armas era mi capacidad para invadir el espacio vital de los demás. Nuestras miradas se cruzaron y me invadió la sensación de que aquello estaba bien, de que estaba diciendo lo que tenia que decir en el momento justo y a la persona adecuada, esa sensación tan rara de saber lo que tienes que contar y creértelo al mismo tiempo.

—No te lo repetiré, así que más te vale creerme la primera vez. Estoy buscando una cura.