CAPÍTULO DIECIOCHO

Sam

Hojas

Conque aquí es donde sucede la magia, ¿eh? —dijo Cole—. ¿Vas a ponerte ya las mallas?

Estábamos junto a la puerta de atrás de The Grooked Shelf, la librería donde pasaba gran parte del tiempo. Con la tormenta había dormido fatal, y después de las noticias de la noche anterior hubiese preferido no ir a trabajar, pero no había manera de cambiar mi turno con tan poca antelación. Así que allí estaba. Tuve que reconocer que la cotidianeidad de estar allí aliviaba un poco mi ansiedad. Bueno, si no hubiera sido por Cole. Todos los días dejaba a Cole en casa para irme a trabajar, sin darle mayor importancia. Pero aquella mañana me había quedado mirándolo al coger mis cosas y, al ver que observaba en silencio cómo me preparaba para irme, le había preguntado si quería venir conmigo. Aún no me arrepentía de habérmelo llevado, pero al día le quedaban muchas horas.

Cole me miró con los ojos entrecerrados desde el pie de la escalera de entrada; agarraba la barandilla con ambas manos y llevaba el pelo cuidadosamente revuelto. La sencilla luz matinal le daba un aspecto tranquilo y encantador. Camuflaje.

—¿Las mallas? —repetí.

—Sí, tu traje de superhéroe —aclaró Cole—. Sam Roth, licántropo de noche, librero de día. ¿No necesitas llevar capa para eso?

—Sí —repuse mientras abría la puerta—. En este país la gente lee poquísimo; se necesita una capa hasta para vender un libro de cocina. Si entra alguien te metes en la trastienda, ¿vale?

—¿Quién va a reconocerme en una librería? Oye, ¿la parte delantera es tan cutre como la trasera?

La parte trasera de todas las tiendas de la calle principal daba a aquel callejón atestado de contenedores pintarrajeados, malas hierbas que parecían árboles enanos y bolsas de plástico que habían escapado de la muerte para enredarse en las barandillas. Por allí solo pasaban los dueños de las tiendas y sus empleados. En el fondo me gustaba aquel deterioro: el caos era tan absoluto que no me sentía obligado a intentar limpiarlo.

—Esta parte no la ve nadie —dije—. Da igual que no sea bonita.

—Es como la sexta canción de un disco —repuso Cole, y sonrió como si aquello le recordara algo—. ¿Cuál es el plan, Stan?

Abrí la puerta trasera de un empujón.

—¿Plan? Tengo que trabajar hasta mediodía. Isabel se pasará un rato antes de que acabe para contarme lo que ha averiguado desde anoche. Quizá luego te ponga una bolsa en la cabeza y vayamos a comer.

La trastienda estaba hecha un desastre, llena de papeles y cajas que había que sacar a la basura. Yo no era un amante del orden, y Karyn, la dueña, tenía un sistema arcano para archivar las cosas que solo ella entendía. Grace se quedó espantada la primera vez que vio aquel desorden. Mientras yo encendía las luces, Colé se puso a examinar pensativamente un cúter y un montón de marcapáginas cogidos con una goma.

—Vuelve a dejarlos en su sitio —dije.

Recorrí la tienda encendiendo luces y abriendo persianas mientras Cole me seguía con las manos a la espalda, como un niño al que le hubieran dicho que no rompiese nada. Estaba totalmente fuera de lugar, como un depredador refinado y agresivo moviéndose entre unas estanterías iluminadas por el sol que, comparadas con él, parecían de lo más sencillas. Me pregunté si daba aquella imagen conscientemente o si era un efecto secundario de su personalidad, y me planteé cómo iba a sobrevivir alguien como él, un sol furioso, en un lugar como Mercy Falls.

Con Cole mirándome fijamente, me sentí cohibido al abrir la puerta, conectar la caja registradora y encender la música. Me hubiese extrañado que le gustase la estética de la tienda, pero me sentí ligeramente orgulloso cuando echó un vistazo a su alrededor. Había mucho de mí en aquel lugar.

A Cole le llamó la atención la escalera enmoquetada que arrancaba de la parte trasera de la tienda.

—¿Qué hay arriba? —preguntó.

—Poesía y ediciones especiales.

Y también recuerdos de Grace y yo demasiado desgarradores para revivirlos en aquel momento.

Cole cogió una novela para chicas de un expositor, la miró distraídamente y la puso de nuevo en su sitio. Solo llevaba allí cinco minutos y ya estaba inquieto. Miré el reloj para ver cuánto faltaba hasta que llegase Karyn para echarme una mano; de pronto, cuatro horas me parecían mucho tiempo, intentó recordar el impulso filantrópico que me había hecho llevar a Colé a la librería.

Y de pronto, cuando me dirigía al mostrador, vi algo por el rabillo del ojo. Fue una de esas visiones fugaces que te sorprenden más tarde, cuando te das cuenta de la cantidad de cosas que has logrado ver durante un segundo. Una de esas visiones borrosas que uno suele olvidar sin más se había convertido en una instantánea: Amy Brisbane, la madre de Grace, pasando por delante del enorme escaparate de la librería de camino a su estudio. Tenía un brazo pegado al pecho para sujetar la correa del bolso, como si fuese a soltarse en cualquier momento. Llevaba un pañuelo de gasa de color crudo y tenía la mirada perdida que pone la gente cuando quiere hacerse invisible. Al verle la cara supe que se había enterado de lo de la chica muerta en el bosque, y que estaría preguntándose si sería Grace.

Tenía que contarle que no era ella.

Ah, pero es que los Brisbane habían cometido unos cuantos pecadillos. Recordé el puñetazo en la cara que me había dado Lewis Brisbane en una habitación de hospital. Y la noche en que me habían echado de su casa. Y los días eternos que me había pasado sin poder ver a Grace porque de pronto habían decidido que querían ejercer de padres. Lo poco que tenía, me lo habían quitado.

Y sin embargo, la cara de Amy Brisbane se me había quedado grabada aunque sus zancadas de marioneta ya la hubiesen alejado del escaparate.

Le habían dicho a Grace que yo no era más que un rollete de adolescencia.

Me golpeé la palma de una mano con el puño una y otra vez, sin saber qué hacer, consciente de que Cole me estaba mirando. Esa mirada perdida… Sabía que era la misma que tenía yo desde hacía un tiempo.

A Grace le habían amargado sus últimos días como humana. Por mi culpa.

Aquello no me gustaba nada. No me gustaba saber que lo que quería hacer y lo que debía hacer no coincidían.

—Cole, por favor, vigila la tienda.

Se giró hacia mí con una ceja levantada. Dios, no quería hacerlo; una parte de mí deseaba que Cole me dijese que no y así decidiese por mí.

—No va a entrar nadie —añadí—. Tardo un segundo, te lo prometo.

Cole se encogió de hombros.

—Lárgate.

Dudé un segundo más, deseando poder fingir que la persona que había atisbado no éra la madre de Grace. Después de todo, solo había distinguido una cara medio tapada por un pañuelo. Pero sabía lo que había visto.

—¡No quemes nada!

Empujé la puerta principal y salí a la calle. Tuve que apartar la mirada, deslumbrado por la repentina luminosidad; en la tienda, el sol únicamente se colaba por el escaparate, pero en el exterior lo bañaba todo de luz. Entrecerré los ojos y vi que la madre de Grace casi había llegado al final de la manzana.

Eché a andar tras ella todo lo deprisa que pude, pero me cortaron el paso dos señoras de mediana edad que cotorreaban con unos vasos de café humeante en la mano; luego, una anciana de piel arrugada que fumaba frente a una tienda de objetos de segunda mano, y por último, una mujer que empujaba una sillita doble que ocupaba toda la acera.

Empecé a correr, consciente de que había dejado a Cole al cuidado de la tienda. La madre de Grace ni siquiera se había parado antes de cruzar la calle. Me detuve sin aliento en la esquina para dejar pasar a una camioneta, antes de alcanzarla en el hueco sombreado que había frente a la fachada lila de su estudio. Vista de cerca, parecía un loro que estuviese mudando las plumas: el pelo crespo se le escapaba de una diadema, llevaba un extremo de la blusa más metido en la falda que el otro y el pañuelo que había visto antes se le había soltado y quedaba mucho más largo de un lado.

—¡Un momento! —jadeé—. Espere.

No estaba seguro de qué expresión esperaba encontrar en su cara cuando me viese. Estaba preparado para la indignación o la rabia, pero se limitó a mirarme como si yo no fuese… nada. Una molestia, quizá

—¿Sam? —dijo tras una pausa, como si hubiese tenido que pensar para recordar mi nombre—. Estoy muy ocupada.

Estaba intentando meter la llave en la cerradura. Pasados unos segundos, desechó la llave que tenía en la mano y buscó otra en su chillón bolso de retales, que parecía lleno de cosas de todo tipo. De haber necesitado alguna prueba de que Grace no era como su madre, aquel bolso habría bastado. La señora Brisbane no me miró mientras rebuscaba. Su desprecio absoluto —como si ya no mereciese su enfado ni sus sospechas—hizo que me arrepintiera de haber salido de la tienda.

Di un paso atrás.

—He pensado que a lo mejor no lo sabía. No es Grace —levantó la vista tan bruscamente que el pañuelo se le acabó de caer del cuello—. Me lo ha dicho Isabel —añadí—. Culpeper. La chica que han encontrado no es Grace.

De pronto, mi buena obra del día me empezó a parecer una idea de lo más estúpida: cualquiera podía echar por tierra mi historia en un momento.

—Sam… —dijo la señora Brisbane en un tono muy bajo, como si estuviese hablando con un niño fantasioso. La mano se le quedó flotando sobre el bolso, con los dedos extendidos e inmóviles como los de un maniquí—. ¿Estás seguro?

—Isabel le dirá lo mismo.

Cerré los ojos, notando una puñalada de satisfacción al comprobar cuánto parecía dolerle la ausencia de Grace, y acto seguido me sentí fatal. Los padres de Grace siempre conseguían hacerme sentir peor persona de lo que era. Incómodo, me agaché rápidamente para recoger su pañuelo.

—Tengo que volver a la tienda —dije mientras se lo devolvía.

—Espera —respondió—. Pasa un momento. ¿Tienes unos minutos? —dudé y ella contestó por mí—: Ah, estás trabajando. Claro. ¿Me… me has seguido?

Me miré los pies.

—Tenía pinta de no saberlo.

—No lo sabía —repuso, e hizo una pausa.

Cuando la miré, vi que tenía los ojos cerrados y se frotaba la barbilla con el borde del pañuelo.

—Lo peor de todo, Sam —susurró—, es que me alegro de que sea la hija de otra madre la que ha muerto.

—Yo también —dije pausadamente—. Si piensa que por eso es mala persona, yo también lo soy, porque me alegro mucho.

La señora Brisbane bajó las manos y me miró fijamente a la cara.

—Debes de pensar que soy mala madre.

No dije nada, porque tenía razón. Suavicé mi respuesta encogiéndome de hombros. Era lo más parecido a mentir de lo que era capaz.

Se quedó mirando un coche que pasaba.

—Seguro que sabes que tuvimos una discusión muy fuerte con Grace antes de que… antes de que se pusiese enferma. Fue sobre ti —me miró para comprobar si era cierto. Como no respondí, se lo tomó como un sí—. Antes de casarme tuve un montón de novios sin importancia. Me encantaba salir con chicos. No me gustaba estar sola. Pensaba que Grace era como yo, pero no se me parece en nada, ¿eh? Vosotros dos vais en serio, ¿verdad?

—Muy en serio.

—¿Seguro que no puedes pasar? No me resulta fácil desahogarme aquí fuera, donde todos pueden verme.

Pensé con inquietud en Cole, solo en la tienda. Pensé en la gente con la que me había cruzado en la acera: dos señoras tomando café, una tendera fumando y una mujer con dos bebés. Las posibilidades de que Cole pudiese meterse en un lío me parecieron ínfimas.

—Solo un momento —repuse.