CAPÍTULO DIECISIETE

Grace

Hojas

No podía correr más que un lobo.

Ninguna de las dos veía bien en la oscuridad, pero Shelby podía orientarse por el olfato y el oído. Yo iba descalza, me enredaba en los espinos, tenía uñas romas y demasiado cortas para atacar, y resollaba como si mis pulmones no fueran capaces de coger suficiente aire. Me sentía impotente en aquel bosque, bajo aquella tormenta. Solo era capaz de pensar en el recuerdo de unos dientes clavados en mi clavícula, en un aliento cálido en la cara y en mi sangre filtrándose en la nieve.

Volvió a sonar otro trueno, aún más fuerte que los rápidos y dolorosos latidos de mi corazón.

El pánico no iba a ayudarme.

Tranquilízate, Grace.

Corría a ciegas entre relámpago y relámpago con los brazos estirados al frente, en parte para evitar chocar contra algo y en parte con la esperanza de encontrar un árbol que tuviera las ramas lo bastante bajas para subirme a él. Esa era la única ventaja de que disponía frente a Shelby: mis dedos. Pero allí todos los árboles eran pinos jóvenes o robles enormes, sin ramas hasta los diez o quince metros de altura.

Y detrás de mí, en alguna parte, estaba Shelby.

Sabía que la había visto, así que no se molestó en guardar silencio. La oía a ratos a mi espalda, siguiéndome el rastro, guiada por su olfato y por su oído.

Me daba aún más miedo no oírla.

Brilló otro relámpago. Me pareció ver…

Me quedé inmóvil, en silencio, a la espera. Contuve la respiración. Tenía el cabello pegado a la cara y a los hombros, pero un pelo mojado se me había adherido a la comisura de los labios. Me costaba menos contener la respiración que resistir la tentación de apartarme ese pelo. Allí de pie, inmóvil, solo podía pensar en mis pequeñas desgracias: me dolían los pies, la lluvia me escocía en las piernas manchadas de barro —debía de haberme cortado con algún espino que no había visto—, tenía el estómago completamente vacío.

Intenté no pensar en Shelby y fijar la mirada en el punto donde me había parecido ver mi posible salvación, para poder trazar un camino cuando un relámpago volviese a iluminarlo todo.

El cielo volvió a centellear y vi con claridad lo que me había parecido distinguir antes. Apenas era visible, pero allí estaba: el contorno oscuro de la cabaña donde la manada guardaba sus cosas. Estaba a varias decenas de metros a mi derecha, por encima de mí, como sobre un montículo. Si lograba llegar hasta allí, podría cerrarle la puerta en el hocico a Shelby.

El bosque se oscureció y un trueno quebró el silencio. Sonó tan fuerte que, durante unos segundos, se tragó cualquier otro sonido.

En aquella oscuridad muda arranqué de un salto, con las manos por delante, e intenté no desviarme del camino hacia la cabaña. Pronto oí a Shelby a mis espaldas, cerca, partiendo una ramita al abalanzarse sobre mí. Más que oír su cercanía, la sentí. Su pelaje me rozó la mano. La esquivé a duras penas y luego

comprendí

que estaba

cayendo

intenté agarrarme a algo

oscuridad interminable

cayendo

No me di cuenta de que gritaba hasta que me quedé sin aliento y cesó el sonido. Di contra algo frío y sólido y al mismo tiempo se me vaciaron los pulmones. Solo tuve un segundo para darme cuenta de que había caído al agua antes de que esta me llenase la boca.

No había ni arriba ni abajo, solo oscuridad y agua colándose en mi boca y cubriéndome la piel. Estaba fría, muy fría. Mis ojos veían explosiones de color, pero no era más que un síntoma: mi cerebro gritaba pidiendo aire.

Subí como pude hasta la superficie, jadeé y escupí una bocanada de barro líquido. Notaba cómo me caía del pelo y me corría por las mejillas.

Por encima de mí retumbó un trueno, y el sonido pareció llegar de muy lejos; era como si estuviese en el centro de la Tierra. Traté de dominar los estremecimientos y estiré las piernas en busca del fondo. Cuando logré hacer pie, el agua me llegaba hasta la barbilla. Estaba helada y muy sucia, pero al menos podía mantener la cabeza fuera del agua sin cansarme. Tenía tanto frío que los hombros me temblaban.

Y allí de pie en el agua helada, lo sentí: una náusea lenta que empezaba en el estómago y me subía por la garganta. El frío tiraba de mí y le ordenaba a mi cuerpo que se transformase.

Pero no podía transformarme. Siendo loba, tendría que nadar para mantener la cabeza fuera del agua, y no podía nadar eternamente.

Quizá pudiese salir de un salto. Avancé por el agua helada medio nadando, medio andando a trompicones, con los brazos extendidos hacia arriba. Debía de haber un modo de salir de allí. Mis manos tropezaron contra una pared de tierra completamente vertical cuyo límite superior quedaba fuera de mi alcance. Noté que se me retorcía el estómago.

No, pensé. No, ahora no puedes transformarte.

Intenté rodear la pared tanteando en busca de una posible escapatoria, pero se extendía interminable hacia arriba. Intenté agarrarme, pero no lograba clavar los dedos en la tierra apelmazada, y las raíces cedían bajo mi peso y me devolvían al barro. Me temblaba la piel por culpa del frío y de la inminente transformación. Me mordí el labio inferior para intentar calmarme.

Podía pedir ayuda a gritos, pero no había nadie para oírme.

Y sin embargo, ¿qué otra opción tenía? Si me transformaba en loba, moriría. Solo podría nadar durante un rato. De repente me pareció una horrible forma de morir: sola, en un cuerpo que nadie reconocería.

El frío tiró de mí, me corrió por las venas y dio vía libre a la enfermedad que me corroía por dentro. No, no, no. Pero ya no podía resistirlo más; sentí que los dedos me latían mientras la piel me burbujeaba y cambiaba de forma.

El agua se agitó a mi alrededor cuando mi cuerpo comenzó a desgarrarse.

Grité el nombre de Sam en la noche oscura hasta que ya no recordé cómo hablar.