CAPÍTULO DIECISÉIS

Sam

Hojas

Me desperté.

Parpadeé, momentáneamente perplejo por la intensidad de la luz de mi habitación en plena noche. Poco a poco fui recobrando la memoria y recordé que había dejado la luz encendida pensando que no podría dormirme.

Pero allí estaba, con los ojos vacilantes, recién salidos del sueño, mirando las sombras asimétricas que proyectaba el flexo desde un extremo de la habitación. El cuaderno se me había deslizado del pecho y todas las palabras que había escrito parecían torcidas. Y encima de mí, las grullas de papel giraban en sus hilos describiendo círculos frenéticos y desiguales, mecidas por el chorro de aire que salía de la rejilla del techo. Parecían desesperadas por escapar de su mundo.

Cuando tuve claro que no iba a conciliar el sueño de nuevo, estiré la pierna y con el pie descalzo encendí el reproductor de CD que había sobre la mesa, a los pies de la cama. Por los altavoces sonó un punteo de guitarra; cada nota marcaba el ritmo de mi corazón. Estar tumbado en la cama sin poder dormirme me recordaba a las noches de antes de conocer a Grace, cuando vivía en la casa con Beck y los demás. En aquella época, la población de grullas de papel garabateadas con recuerdos que tenía sobre la cabeza no corría peligro de crecer demasiado para su hábitat, porque yo aún contaba los días que faltaban para mi fecha de caducidad, para el momento en que me perdería a mí mismo en el bosque. Me quedaba despierto hasta altas horas de la noche, corroído por el deseo.

Pero en aquella época el deseo era abstracto. Anhelaba algo que sabía que no podía tener: una vida más allá de septiembre y de los veinte años, una vida en la que pudiese pasar más tiempo siendo Sam que siendo lobo.

Pero lo que anhelaba ahora no era un futuro imaginado, sino un recuerdo concreto: yo repantigado en el sillón de piel del despacho de los Brisbane, con una novela —Hijos de hombres— entre las manos, mientras Grace, sentada a la mesa, mordisqueaba un lápiz y hacía un trabajo para el instituto. Sin decir nada, porque no estábamos obligados; envuelto en el agradable aroma a cuero del sillón, el vago olor a pollo asado que flotaba en el aire, y el sonido de Grace suspirando y haciendo girar la silla. Por la radio sonaban canciones pop, éxitos que solo percibía como ruido de fondo hasta que Grace desafinaba cantando algún estribillo.

Pasado un rato, Grace había dejado de interesarse por su trabajo y había pasado a hacerme compañía en el sillón. «Déjame sitio», me dijo, aunque era imposible. Protesté cuando me pellizcó el muslo al intentar acomodarse a mi lado. «Perdón por hacerte daño», me dijo al oído, pero no era una disculpa de verdad, porque para disculparte con una persona no le mordisqueas la oreja. Yo le di otro pellizco y ella se rió al apretar la cara contra mi clavícula. Una de sus manos se abrió paso entre el sillón y mi espalda para tocarme los omóplatos. Yo hice como que seguía leyendo y ella hizo como que descansaba apoyándose en mí, pero siguió pellizcándome el omóplato y yo seguí haciéndole cosquillas con la mano que me quedaba libre; nos besamos una y otra vez, y ella no paraba de reírse.

No existe mejor sabor que la risa de otra persona en tu boca.

Pasado un rato, Grace se durmió de verdad sobre mi pecho y yo intenté en vano hacer lo mismo. Luego volví a coger el libro y le acaricié el pelo mientras leía, con su respiración como rumor de fondo. Su peso anclaba al suelo mis pensamientos fugaces; nunca había estado tan asentado en el mundo como en aquel momento.

Ahora, mirando cómo las grullas de papel tiraban con urgencia de sus hilos, sabía exactamente lo que quería porque ya lo había tenido.

No pude volver a conciliar el sueño.