CAPÍTULO CATORCE
Sam
Había vuelto a perderla.
Después de la llamada de teléfono, me pasé horas haciendo… nada. Totalmente absorto en el sonido de la voz de Grace, encadenaba unos pensamientos con otros y me cuestionaba las mismas cosas una y otra vez. Me preguntaba si podría haber visto a Grace de haber recibido su mensaje antes: si no hubiese salido a buscar señales de vida en el cobertizo, si no me hubiese adentrado en el bosque para gritar mirando al cielo a través de las hojas de los abedules, frustrado por el ataque de Cole, por la ausencia de Grace y por el peso de ser yo.
Me ahogué en todas esas preguntas hasta que se hizo de noche. Aquellas horas habían desaparecido igual que si me hubiese transformado, solo que no había abandonado mi pellejo. Hacía años que no perdía así el tiempo.
Muchos años antes, mi vida había sido así. Me pasaba las horas muertas mirando por la ventana hasta que se me dormían las piernas. Fue cuando llegué a casa de Beck: debía de tener unos ocho años, poco después de que mis padres me hiciesen las cicatrices. A veces, Ulrik me cogía por las axilas y me llevaba a la cocina, a una vida ocupada por otras personas, pero yo era un participante tembloroso y callado. Horas, días, meses perdidos, pensando en otro lugar donde no admitían ni a Sam ni al lobo. Finalmente, fue Beck quien rompió el hechizo.
Me había ofrecido un pañuelo de papel, un extraño regalo que me devolvía al presente. Beck volvió a agitarlo delante de mí.
—Sam. tu cara.
Me toqué las mejillas; más que húmedas, estaban pegajosas por el recuerdo de tantas lágrimas.
—No estaba llorando —le dije.
—Ya lo sé —repuso él.
Mientras me secaba la cara con el pañuelo, añadió:
—¿Puedo decirte una cosa? En tu cabeza hay muchas cajas vacías. Sam —lo miré perplejo: era una idea lo bastante rara para llamarme la atención—. Ahí dentro hay muchas cajas vacías, y puedes meter cosas dentro.
Beck me dio un segundo pañuelo para secarme el otro lado de la cara.
En aquella época yo aún no confiaba plenamente en él; recuerdo haber pensado que debía de estar contándome un chiste muy malo que yo no acababa de comprender.
—¿Qué clase de cosas? —mi voz sonó recelosa incluso a mis oídos.
—Cosas tristes —contestó Beck—. ¿Tienes muchas cosas tristes en la cabeza?
—No.
Beck se mordió el labio inferior y lo soltó lentamente.
—Pues yo sí.
No me lo podía creer. No le pregunté nada, pero ladeé la cabeza.
—Y esas cosas me hacían llorar —prosiguió Beck—. Hacían que me pasase el día llorando.
Recordé haber pensado que seguramente era mentira. No podía imaginarme a Beck llorando: era sólido como una piedra. Incluso en aquel momento, con los dedos apoyados en el suelo, parecía inalterable y seguro de sí mismo.
—¿No me crees? Pregúntaselo a Ulrik. A él le tocó aguantarme —añadió Beck—. ¿Y sabes lo que hice con esas cosas tristes? Las metí en cajas. Metí las cosas tristes en las cajas de mi cabeza, las cerré con cinta de embalar, las apilé en un rincón y las tapé con una manta.
—¿Cinta de embalar mental? —pregunté con una sonrisilla; después de todo, tenía ocho años.
Beck me dedicó una curiosa sonrisa cómplice que en aquel momento no entendí. Ahora sabía que era una sonrisa de alivio por haber logrado que hiciese una broma, aunque fuese tan mala.
—Sí, cinta de embalar mental. Y una manta mental por encima. Ahora ya no tengo que seguir viendo esas cosas tristes. Supongo que, si quisiera, podría abrir esas cajas de vez en cuando, pero prefiero dejarlas cerradas.
—¿Cómo usaste la cinta mental?
—Tienes que imaginártela. Figúrate que metes esas cosas tristes en las cajas y que las cierras con cinta mental. Luego las empujas hasta un rincón de tu cerebro para no tropezarte con ellas al pensar y luego las cubres con una manta. ¿Tienes cosas tristes, Sam?
Vi el rincón polvoriento de mi cerebro donde estaban las cajas. Decidí que serían cajas grandes, porque siempre me habían parecido las más interesantes —se podían hacer casitas con ellas—, y había rollos y más rollos de cinta mental apilados en lo alto. Al lado había cuchillas, listas para abrir las cajas y para abrirme a mí.
—Mamá —susurré.
No estaba mirando a Beck, pero por el rabillo del ojo lo vi tragar saliva.
—¿Qué más? —preguntó, tan bajo que apenas lo oí.
—El agua —dije. Cerré los ojos. Podía verla allí mismo, y tuve que obligarme a pronunciar la siguiente palabra—. Mi…
Tenía los dedos sobre las cicatrices.
Indeciso, Beck me puso una mano sobre el hombro. Como yo no me aparté, me rodeó con un brazo y me estrechó contra su pecho; me sentí menudo, destrozado. Tenía ocho años.
—Yo —dije.
Beck se quedó callado durante un rato y se limitó a abrazarme. Yo tenía los ojos cerrados y me parecía que los latidos que oía a través de su jersey de lana eran lo único que me quedaba en el mundo.
—Mételo todo en cajas. Todo menos tú, Sam. A ti queremos conservarte. Prométeme que seguirás aquí fuera con nosotros —dijo.
Nos quedamos así sentados durante un buen rato y, cuando nos levantamos, todas mis cosas tristes estaban metidas en cajas y Beck era mi padre.
Salí al jardín y fui hasta mi tocón favorito, viejo y enorme, para tumbarme boca arriba a ver las estrellas. Luego cerré los ojos y poco a poco metí mis preocupaciones en cajas y las cerré una tras otra. El carácter autodestructivo de Cole en una. Tom Culpeper en otra. Hasta la voz de Isabel tuvo cabida en una caja, porque en aquel momento no sabía qué hacer con ella.
Con cada caja me sentía un poco más ligero, un poco más capaz de respirar.
Lo único que no pude guardar fue la tristeza por haber perdido a Grace. Eso lo conservaba. Me lo merecía. Me lo había ganado.
Luego me quedé tumbado en el tocón.
Por la mañana tenía que trabajar, así que debería haber estado durmiendo, pero sabía que eso era imposible: cada vez que cerraba los ojos, las piernas me dolían como si hubiese estado corriendo, los párpados me temblaban como si tuviesen que estar abiertos, recordaba que tenía que añadir algunos nombres a los contactos de mis móviles y pensaba que algún día tendría que doblar la ropa que había lavado una semana antes.
También pensaba en cómo podía hablar con Cole.
El tocón era lo bastante grande para que mis piernas solo sobresaliesen unos treinta centímetros; el árbol —en realidad eran dos que habían crecido juntos— debía de haber sido enorme cuando aún estaba en pie. Tenía unas cicatrices negras de cuando Paul y Ulrik lo habían usado como base para lanzar fuegos artificiales. De niño me dedicaba a contar los anillos que indicaban su edad. Había vivido más que cualquiera de nosotros.
En el cielo brillaban las estrellas, infinitas, como un complicado móvil fabricado por gigantes. Me atraían hacia ellas, hacia el espacio y los recuerdos. Estar allí tumbado me recordaba a cuando me habían atacado los lobos muchos años antes, cuando era otra persona. Un segundo antes estaba solo, con la mañana y la vida por delante como fotogramas de una película en los que cada segundo solo era ligeramente diferente al anterior. Un milagro de metamorfosis perfecta e imperceptible. Y un segundo después, allí estaban los lobos.
Suspiré. En el cielo, los satélites y los aviones se movían con elegancia entre las estrellas; una masa de nubes donde se gestaban unos relámpagos fue acercándose lentamente desde el noroeste. Mi cabeza saltaba continuamente entre el presente —el viejo tocón clavándoseme en los omóplatos— y el pasado —la mochila aplastada bajo mi peso mientras los lobos me empujaban a un montón de nieve que había dejado a su paso la máquina quitanieves. Mi madre me había puesto un anorak azul con rayas blancas en los puños y unas manoplas que no me dejaban mover los dedos.
En mi recuerdo no oía nada. Solo veía mi boca moverse, los brazos de mi yo de siete años golpeando los hocicos de los lobos. Me veía desde fuera: un abrigo azul y blanco atrapado bajo un lobo negro. Bajo sus patas abiertas, el abrigo parecía inconsistente y vacío, como si ya me hubiese esfumado dejando atrás los restos de mi vida humana.
—Escucha esto, Ringo.
Abrí los ojos de par en par pero tardé unos segundos en identificar a Cole, sentado a mi lado, cruzado de piernas sobre el tocón. Era una silueta negra sobre un cielo gris en comparación, y sostenía mi guitarra tan cuidadosamente como si estuviera cubierta de púas.
Tocó un acorde en Re mayor, fatal, con mucha vibración, y cantó con su voz grave y descarnada:
—Chica de verano… —un extraño cambio de acorde y un tono melodramático—, me enamoré de una chica de verano.
Se me pusieron las orejas rojas al reconocer mi propia letra.
—Encontré el CD mientras buscaba en tu coche.
Colé se quedó mirando el mástil de la guitarra durante un buen rato antes de colocar los dedos para tocar otro acorde. Tenía los dedos pegados a los trastes, así que el sonido era más percusivo que melódico. Dejó escapar un resoplido de consternación y me miró.
Negué con la cabeza.
—Todo está en sus lorzas, sol y grasa de verano —dijo Cole con otro vibrante acorde en Re, y añadió en tono agradable—: Creo que podría haber acabado igual que tú. Ringo, si mi madre me hubiese dado de mamar café con hielo y hubiese tenido a unos cuantos licántropos leyéndome poesía victoriana antes de dormirme. Eh, no te pongas tonto —añadió al ver mi expresión.
—No me pongo de ninguna manera. ¿Has estado bebiendo?
—Creo que me he bebido todo lo que había en la casa. Así que… no.
—¿Y qué hacías en mi coche?
—Pues estar cuando no estabas tú —repuso Cole, y rasgueó el mismo acorde—. ¿Te habías dado cuenta de lo pegadiza que es? Chica de verano, soy un tipo chungo para un lagarto varano…
Vi las luces parpadeantes de un avión que cruzaba el cielo. Aún recordaba el momento en que había escrito esa canción, el verano antes de conocer a Grace en persona. Era la típica que componía de un tirón, todo a la vez, encorvado sobre la guitarra a los pies de la cama, intentando encontrar el acorde preciso para la letra antes de que la melodía se me fuera de la cabeza. Cantándola en la ducha para memorizarla, tararean dola mientras doblaba la ropa limpia en el piso de abajo, porque no quería que Beck me oyese cantar una canción sobre una chica. Y deseando todo el tiempo lo imposible, lo que todos deseábamos: sobrevivir al verano.
Cole dejó de canturrear y dijo:
—La preferiría en tono menor, pero no me sale.
Intentó un acorde diferente, pero la guitarra vibró.
—Las guitarras solo obedecen a su dueño —dije.
—Ya —reconoció Cole—, pero Grace no está aquí —me sonrió con picardía y volvió a rasguear el mismo acorde en Re—. Es el único que sé tocar. ¿Qué te parece? Diez años de clases de piano, Ringo, y si me pones una guitarra en las manos soy como un niño de teta.
Aunque lo había oído tocar el teclado en el disco de NARKOTIKA, me resultó extremadamente difícil imaginarme a Cole recibiendo clases de piano. Para aprender a tocar un instrumento debes tener una cierta tolerancia al tedio y al fracaso. También ayuda ser capaz de aguantar sentado.
Vi unos cuantos relámpagos saltar de una nube a otra; el ambiente plomizo presagiaba una tormenta.
—Pones los dedos demasiado cerca de los trastes. Por eso vibra. Sepáralos de los trastes y aprieta más fuerte. Solo con la punta, no con toda la yema.
Me pareció que no se lo había explicado demasiado bien, pero Cole movió los dedos y tocó un acorde a la perfección, sin vibración ni cuerdas a medio pisar.
Mirando el cielo con ojos soñadores, entonó:
—Soy un tipo guapo en un tocón sentado… —me miró y añadió—: El siguiente verso tienes que cantarlo tú.
Paul y yo también jugábamos a eso. Me pregunté si estaba demasiado enfadado con Cole por haberse burlado de mi música como para seguirle el rollo. Tras una pausa excesivamente larga, añadí en el mismo tono desganado:
—Viendo las estrellas que brillan en el cielo.
—No está mal, chico emo —dijo Cole. A lo lejos se oyeron truenos. Tocó otro acorde en Re y cantó—: Con un billete de ida a esta mierda de condado…
Me apoyé en los codos y me incorporé. Cole siguió rasgueando la guitarra.
—Porque cada noche me transformo en perro —canté, y añadí—: ¿Vas a tocar el mismo acorde para todos los versos?
—Es posible. Es el mejor que tengo. Soy un tipo de un solo éxito.
Estiré el brazo para coger la guitarra y, al hacerlo, me sentí un cobarde. Jugar con él era como aprobar lo que había sucedido la noche anterior, lo que le hacía a la casa cada semana, lo que se hacía a sí mismo todos los minutos del día. Pero al quitarle la guitarra y rasguear las cuerdas para comprobar si estaba afinada, aquel me pareció un lenguaje mucho más familiar que cualquier otro que pudiese usar para mantener una conversación seria con Cole.
Toqué un acorde en Fa mayor.
—Esto ya es otra cosa —dijo Cole, pero no siguió con el juego.
Ahora que yo estaba sentado tocando la guitarra, él ocupó mi lugar, tumbado en el tocón mirando al cielo. Parecía guapo y seguro de si mismo, como si lo hubiese puesto allí un fotógrafo. El ataque epiléptico de la noche anterior no le había hecho mella.
—Toca la que está en tono menor —pidió.
—¿Cuál?
—La del adiós.
Miré el bosque sumido en la oscuridad y toqué un acorde en La menor. Durante unos segundos, lo único que se oyó fue el chirrido de algún insecto en el bosque.
—No, canta la canción de verdad —dijo Cole.
Pensé en su tono burlón al transformar mi letra sobre la chica de verano.
—No, ni hablar —contesté—. No.
Cole suspiró como si se esperase aquella decepción. En el cielo se oyeron truenos; parecían anticiparse al nubarrón, que se ahuecaba alrededor de las copas de los árboles como una mano que escondiese un secreto. Mientras rasgueaba distraídamente la guitarra para calmarme, miré hacia arriba. Me resultaba fascinante que la nube, incluso entre relámpago y relámpago, pareciese iluminada desde dentro, como si hubiese absorbido la luz que reflejaban todas las casas y ciudades sobre las que pasaba. Resultaba artificial contra el cielo negro, con su color gris amoratado y sus bordes marcados. Parecía imposible que algo así existiese en la naturaleza.
—Pobres desgraciadas —dijo Cole con la mirada fija en las estrellas—. Deben de estar hartas de vernos cometer los mismos errores una y otra vez.
De repente me sentí increíblemente afortunado por estar esperando. Por más que me corroyese por dentro, me exigiese estar despierto y me impidiese pensar en otra cosa, al final de aquella espera interminable estaba Grace. ¿Qué esperaba Cole?
—¿Ahora? —preguntó.
Dejé de tocar la guitarra.
—¿Ahora qué?
Colé se incorporó, se apoyó en las manos sin dejar de mirar al cielo y se puso a cantar con toda la naturalidad del mundo. ¿Por qué no, si estaba acostumbrado a un público dos mil veces más numeroso que yo?
—Mil maneras de decir adiós, mil maneras de llorar…
Rasgueé el acorde en La menor con el que comenzaba la canción y Cole me dedicó una sonrisa burlona al darse cuenta de que estaba desentonando al cantar. Volví a tocar el acorde, pero esta vez canté sin sentirme nada cohibido, ya que Cole me había oído por los altavoces del coche y no iba a llevarse ningún desengaño:
Mil maneras de decir adiós,
mil maneras de llorar.
Mil maneras de colgar el sombrero
y salir al exterior.
Digo adiós, adiós, adiós,
no lo dejo de gritar.
No sé si me acordaré
cuando vuelva a oír mi voz.
Mientras yo cantaba «adiós, adiós, adiós», Cole se puso a hacer los coros que yo había grabado en la maqueta. La guitarra estaba ligeramente desafinada —solo la segunda cuerda, siempre la misma— y nosotros también desafinábamos un poco al cantar, pero nos sentíamos cómodos y a gusto.
Era una cuerda deshilachada tendida en el abismo que nos separaba. No bastaba para entendernos, pero quizá sí para comprobar que ese abismo no era tan grande como yo pensaba al principio.
Al final, Cole imitó los silbidos del público. De pronto se calló, me miró con la cabeza ladeada y entornó los ojos.
Y entonces yo también los oí.
Los lobos estaban aullando. A lo lejos se oían sus voces rítmicas y melódicas, discordantes durante un momento antes de recuperar la armonía. Sus aullidos sonaban inquietos pero hermosos; a la espera, como todos los demás, de algo que no alcanzábamos a nombrar.
Cole seguía mirándome.
—Es su versión de la canción —dije.
—Tienen que pulirla un poco —repuso Cole, y miró mi guitarra—. Pero no está mal.
Nos quedamos sentados en silencio, escuchando el aullido de los lobos entre trueno y trueno. Intenté en vano distinguir a Grace, pero solo oía las voces con las que había crecido. Traté de recordar su voz real en el teléfono, esa misma tarde. No significaba nada que en aquel momento su voz de loba estuviese ausente.
—No me apetece mojarme —dijo Cole.
Lo miré con el ceño fruncido.
—¿Nos ponemos a cubierto? —propuso, dándose un manotazo en el brazo y retirando a continuación un insecto invisible con sus hábiles dedos. Se puso en pie, metió los pulgares en los bolsillos de atrás de los pantalones y miró hacia el bosque—. En Nueva York, Victor…
Se calló. El teléfono había empezado a sonar dentro de la casa. Me hubiera gustado preguntarle qué había pasado en Nueva York, pero cuando entré y cogí el teléfono, resultó ser Isabel. Llamaba para decir que los lobos habían matado a una chica. Que no era Grace, pero que hiciera el favor de encender el dichoso televisor.
Lo encendí y Cole y yo nos quedamos de pie delante del sofá. El se cruzó de brazos mientras yo pasaba de un canal a otro.
Los lobos volvían a salir en las noticias. Hacía diez años, la manada de Mercy Falls había atacado a una chica. La cobertura informativa había sido breve y especulativa y había manejado la palabra «accidente».
Ahora, una década más tarde, había muerto otra chica y la cobertura era interminable.
La palabra que más se oía era «exterminio».