CAPÍTULO DOCE

Grace

Hojas

Me transformé un día a primera hora de la tarde. Un día cualquiera, porque había perdido la noción del tiempo. No tenía ni idea de cuánto había pasado desde la última vez que recordaba haber sido yo, en La Tienda de Aparejos de Ben. Lo único que sabía era que, al recobrar el conocimiento, estaba en el jardincito lleno de maleza que había cerca de la casa de Isabel. Tenía la cara apoyada en el mosaico que había visto por primera vez unos meses antes. Debía de llevar allí bastante tiempo, porque el contorno de las teselas se me había quedado marcado en la mejilla. Un poco más abajo, los patos del estanque mantenían una lacónica conversación. Me puse en pie para poner a prueba mis piernas y me sacudí casi toda la tierra y las hojas húmedas que se me habían pegado.

Dije: «Grace», y los patos dejaron de graznar.

Estaba muy contenta de haber sido capaz de recordar mi nombre. Ser una loba había reducido drásticamente mi nivel de exigencia para con los milagros. Decirlo en voz alta también demostraba que era completamente humana y que podía arriesgarme a subir hasta la casa de los Culpeper. El sol se colaba por el ramaje y me calentaba la espalda mientras avanzaba entre los árboles. Tras comprobar que el camino de entrada estaba vacío —después de todo, estaba desnuda—, atravesé el jardín corriendo hasta llegar a la puerta de atrás.

La última vez que había acompañado a Isabel, aquella puerta estaba abierta; recordaba haber hecho un comentario al respecto, a lo que Isabel había respondido: «Siempre se me olvida cerrarla con llave».

Aquel día se le había vuelto a olvidar.

Entré con cautela y encontré el teléfono en la impecable cocina de acero inoxidable. El olor a comida era tan tentador que, durante unos segundos, me quedé allí de pie con el teléfono en la mano, sin decidirme a marcar.

Isabel lo cogió enseguida.

—Hola —dije—. Soy yo. Estoy en tu casa. Aquí no hay nadie.

Me sonaron las tripas. Vi una panera de la que sobresalía el envoltorio de un bollo.

—No te muevas —contestó Isabel—. Ya voy.

Media hora después, Isabel me encontró en la sala de los animales de su padre, comiéndome un bollo y vestida con ropa suya. La sala resultaba fascinante y horripilante al mismo tiempo. Para empezar, era enorme: ocupaba dos plantas, su iluminación era tenue, como la de un museo, y era tan larga como ancha era la casa de mis padres. También estaba llena de docenas de animales disecados. Supuse que Tom Culpeper los habría cazado a todos. ¿Era legal cazar alces? ¿Había alces tu Minnesota? Si alguien podía haberlos visto, esa era yo. Quizá los hubiera comprado. Me imaginé a unos hombres vestidos con mono descargando animales con poliestireno pegado a los cuernos.

La puerta se cerró tras Isabel, sonora y retumbante como la de una iglesia, y sus tacones repiquetearon en el suelo. La resonancia de sus pasos en el silencio de la casa hizo que aquello me recordara aún más a una iglesia.

—Pareces muy contenta —dijo Isabel al ver que le sonreía al alce—. He venido tan rápido como he podido. Veo que has encontrado mi armario.

—Sí —repuse—. Gracias.

Cogió la manga de la camiseta que me había puesto, una vieja en cuyo pecho ponía «Santa María Academy».

—Esta camiseta me trae unos recuerdos horribles. En aquella época me llamaban Isabel C., porque mi mejor amiga también se llamaba Isabel. Isabel D. Menuda zorra estaba hecha.

—No quería ponerme nada bonito por si acaso me vuelvo a transformar.

La miré; me alegraba muchísimo de verla. Cualquiera de mis otras amigas me habría abrazado después de haber estado desaparecida tanto tiempo, pero no creía que Isabel abrazara a nadie bajo ningún concepto. El estómago me dio un vuelco para avisarme de que quizá no siguiese siendo Grace durante tanto tiempo como deseaba.

—¿Tu padre los cazó a todos? —pregunté.

Isabel hizo una mueca.

—No. A algunos debió de matarlos de una bronca.

Avanzamos unos pasos y me detuve frente a un lobo con ojos de vidrio. Pensé que verlo me horrorizaría, pero no me afectó. Unos pequeños ojos de buey dejaban pasar rayos de luz que dibujaban círculos luminosos en las patas del lobo disecado. Estaba encogido, lleno de polvo, apolillado, y parecía que nunca hubiese estado vivo. Sus ojos los habían hecho en alguna fábrica y no me decían quién podía haber sido, ni como animal ni como humano.

—Canadá —dijo Isabel—. Se lo pregunté. No es uno de los lobos de Mercy Falls. No hace falta que te quedes mirándolo.

No estaba segura de creérmelo.

—¿Echas de menos California? —pregunté—. ¿Y a Isabel D.?

—Sí —repuso Isabel sin entrar en detalles—. ¿Has hablado con Sam?

—No lo he localizado.

Al llamarlo había saltado directamente el buzón de voz; seguramente se había vuelto a quedar sin batería. Y en la casa nadie me había cogido el teléfono. Intenté que mi cara no reflejase mi desilusión; Isabel no lo entendería, y no me apetecía compartir mi tristeza más de lo que Isabel compartía la suya.

—Yo tampoco —dijo—. Le he dejado un mensaje en el trabajo.

—Gracias.

Pero la verdad era que no me sentía Grace del todo. Últimamente me había transformado en humana más a menudo, y había aparecido perdida en zonas del bosque que me resultaban desconocidas, pero era incapaz de ser humana más de una hora seguida. A veces, ni siquiera lo era durante el tiempo suficiente para que mi cerebro registrase la transformación. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. Los días desfilaban junto a mí y pasaban de largo…

Acaricié el hocico del lobo. Estaba tan duro y polvoriento que era como acariciar una estantería. Deseé estar en casa de Beck, durmiendo en la cama de Sam. O incluso en mi propia casa, a punto de terminar el curso. Pero la amenaza de transformarme en loba eclipsaba cualquier otra preocupación.

—Grace, mi padre está intentando que un amigo suyo congresista le ayude a retirar la protección a los lobos. Quiere organizar una cacería aérea.

El estómago volvió a darme un vuelco. Caminé sobre el suelo de madera hasta el siguiente animal, una liebre enorme congelada para siempre en pleno salto. Tenía una telaraña entre las patas traseras. Tom Culpeper… ¿Por qué se empeñaba en seguir persiguiendo a los lobos? ¿Es que no pensaba parar nunca? En el fondo sabía que no. Para él no se trataba de venganza sino de prevención, de blandir la espada de la justicia, de evitar que otras personas corriesen la misma suerte que su hijo. Si me esforzaba mucho, podía llegar a verlo desde su punto de vista y dejar de considerarlo un monstruo durante dos segundos, aunque solo fuese por Isabel.

—¡Sam y tú sois iguales! —me espetó Isabel—. Ni siquiera pareces preocupada. ¿Es que no me crees?

—Te creo —repuse.

Contemplé nuestros reflejos en la madera brillante; me resultaba increíblemente agradable ver la figura borrosa y ondulada de mi forma humana. De repente eché de menos mis vaqueros favoritos.

—Lo que pasa es que estoy un poco cansada de todo —suspiré—. Tengo que solucionar muchas cosas al mismo tiempo.

—Pero esto hay que solucionarlo de todos modos, te guste o no. Y Sam tiene menos sentido práctico que un… —dijo Isabel, y se calló. Al parecer, no se le ocurría nada menos práctico que Sam.

—Ya sé que hay que solucionarlo —dije con cansancio, y volví a notar un vuelco en el estómago—. Tenemos que llevarlos a otra parte, pero ahora mismo no se me ocurre cómo.

—¿A otra parte?

Caminé lentamente hacia el siguiente animal, una especie de ganso que corría con las alas abiertas como si estuviera aterrizando. A la luz vespertina que entraba por la ventana, parecía guiñar uno de sus ojos negros.

—Está claro que tenemos que alejarlos de tu padre. El no va a rendirse. Tiene que haber algún lugar más seguro.

Isabel dejó escapar una risa sin humor, casi un bufido.

—Me encanta que se te haya ocurrido una idea en dos segundos cuando a Sam y a Colé no se les ha ocurrido ninguna en dos meses.

La miré y ella me sostuvo la mirada con aire de suficiencia, levantando una ceja. Supuse que intentaba transmitirme su admiración.

—Podría salir mal —dije—. Trasladar una manada entera de animales salvajes…

—Ya, pero al menos es una idea. Me alegra ver que alguien usa el cerebro.

Hice una mueca y miré al ganso, pero no volvió a pestañear.

—¿Te duele? —preguntó Isabel.

Me di cuenta de que me estaba mirando la mano izquierda, que por su cuenta había comenzado a presionarme un costado.

—Solo un poco —mentí, y ella lo dejó pasar.

Las dos dimos un respingo cuando sonó su teléfono.

—Es para ti —dijo Isabel antes de sacarlo. Miró la pantalla y me lo pasó.

El estómago me dio otro vuelco; no sabía si era la loba que llevaba dentro o si se debía a mi nerviosismo repentino.

Isabel me dio una palmada en el brazo y se me puso la piel de gallina.

—Di algo.

—Hola —murmuré con voz ronca.

—Hola —contestó Sam, apenas audible—. ¿Cómo estás?

Era consciente de que Isabel estaba a mi lado. Me giré hacia el ganso, que volvió a guiñarme un ojo. Mi propia piel me resultaba ajena.

—Mejor.

No sabía qué decir en una conversación de dos minutos, después de dos meses separados. No quería hablar, quería acurrucarme contra él y dormirme. Más que ninguna otra cosa, quería volver a verlo, ver en sus ojos que lo que había pasado entre nosotros había sido real, que no era un desconocido. No quería un gesto grandilocuente ni una conversación rebuscada; solo quería saber que había algo que permanecía inalterable aunque todo lo demás hubiese cambiado. De pronto me enfadé con el teléfono, con mi cuerpo inestable, con los lobos que habían dado sentido a mi vida y me la habían destrozado.

—Ya voy —dijo—. Tardo diez minutos.

Ocho minutos más de la cuenta: habían empezado a dolerme los huesos.

—Me gustaría…

Me callé para apretar los dientes y hacer frente al estremecimiento. Aquella era la peor parte: cuando empezaba a doler pero sabía que después dolería más.

—… Me gustaría tomarme un chocolate cuando vuelva. Lo echo de menos.

Sam hizo un ruidito. Había notado que iba a transformarme, y más que la transformación, me dolió que lo hubiese notado.

—Ya sé que es difícil. Piensa en el verano, Grace. Recuerda que todo acabará.

Me quemaban los ojos. Me encogí de hombros para protegerme de la mirada de Isabel.

—Quiero que acabe ya —susurré, y me sentí fatal por reconocerlo.

—Quieres… —contestó Sam.

—¡Grace! —dijo Isabel entre dientes mientras me quitaba el teléfono—. ¡Tienes que salir de aquí, han llegado mis padres!

Cerró el móvil. Se oían voces procedentes de otra habitación.

—¡Isabel! —gritó Tom Culpeper a lo lejos.

Mi cuerpo estaba estirándose y desgarrándome por dentro. Solo quería hacerme un ovillo.

Isabel me empujó hacia una puerta y entré a trompicones en otra habitación.

—Quédate ahí. ¡Y no hagas ruido! Ya me ocupo yo.

—Isabel —dije entrecortadamente—. No puedo…

Al otro lado de la sala, la enorme cerradura antigua sonó como un disparo al abrirse, y justo en ese momento Isabel me cerró la puerta en las narices.