CAPÍTULO ONCE

Grace

Hojas

La primera vez que me transformé en loba no tenía ni idea de qué hacer para sobrevivir.

Cuando me uní a la manada, las cosas que sabía eran superadas con creces por las que desconocía: cómo cazar, cómo encontrar a los otros lobos cuando me perdía, dónde dormir. No sabía comunicarme con los demás. No entendía el caos de gestos e imágenes que usaban.

Lo que sí sabía era que, si me dejaba llevar por el miedo, moriría.

En primer lugar aprendí a encontrar a la manada. Fue por casualidad. Sola, hambrienta y con una sensación de vacío que no se llenaba por más que comiese, eché la cabeza hacia atrás, desesperada, y me senté en la fría oscuridad. Fue un gemido más que un aullido, puro y solitario, que resonó contra las rocas que me rodeaban.

Unos segundos después oí la respuesta: un breve aullido agudo. Y luego otro. Tardé unos segundos en darme cuenta de que estaban esperando a que respondiese. Aullé de nuevo, y el otro lobo respondió de inmediato. Aún no había acabado cuando un tercero comenzó a aullar, y después otro más. No se oía ningún eco de sus aullidos; debían de estar lejos.

Pero la distancia no era nada para mí. Aquel cuerpo nunca se cansaba.

Aprendí a encontrar a los otros lobos. Tardé unos días en captar el funcionamiento de la manada. Estaba claro que el gran lobo negro era el jefe. Su arma principal eran los ojos: una mirada suya podía hacer que cualquier miembro de la manada se tumbase panza arriba. Cualquiera menos el enorme lobo gris, que era casi igual de respetado; él se limitaba a echar las orejas hacia atrás y meter el rabo entre las patas, en un gesto ligeramente respetuoso.

De ellos aprendí el lenguaje de la dominación: morder al otro lobo en el hocico, enseñar los dientes, erizar el pelo del lomo.

Y de los miembros más débiles de la manada aprendí la sumisión: tumbarse panza arriba, agachar la mirada, encoger el cuerpo para parecer más pequeña.

Al lobo más débil, un animal enfermizo y con un ojo siempre lloroso, le recordaban cada día el lugar que ocupaba en la manada. Le mordían, lo inmovilizaban contra el suelo y le obligaban a comer el último. Durante un tiempo creí que ser el más débil era malo, pero había algo peor: que no te hiciesen caso.

Había una loba blanca que rondaba la manada. Era invisible. No la invitaban a participar en los juegos; ni siquiera lo hacía el lobo pardo, el bromista de la manada, que jugaba hasta con los pájaros pero no con ella. Durante las cacerías no estaba presente; nadie confiaba en ella y todos la ignoraban. Pero el trato que le dispensaba la manada no estaba del todo injustificado: al igual que yo, parecía que no sabía hablar el idioma común. O ni siquiera eso; en realidad, parecía que no se molestaba en usar lo que sabía.

Sus ojos ocultaban secretos.

La única vez que la vi relacionarse con otro lobo fue cuando le gruñó al lobo gris y este la atacó.

Pensé que iba a matarla.

Pero la loba era fuerte y, tras un rato de pelea sobre los helechos, el bromista se interpuso entre los dos. Le gustaba la paz. Aun así, cuando el lobo gris se sacudió y se alejó al trote, el bromista de pelaje pardo se volvió hacia la loba blanca y le enseñó los dientes para recordarle que, aunque había detenido la disputa, no quería verla rondando por allí.

Después de aquel incidente, decidí que no quería ser como ella. Hasta al lobo omega lo trataban mejor. En aquel mundo no había lugar para los intrusos. Me acerqué hasta el lobo negro, el macho alfa. Intenté recordar todo lo que había visto y el instinto me susurró lo demás. Agaché las orejas, giré la cabeza y me encogí para parecer más pequeña. Le lamí la barbilla y le supliqué que me admitiese en la manada. El bromista estaba observando el intercambio; lo miré y esbocé una sonrisa lobuna, rápida pero suficiente para que él la viese. Me concentré y logré enviar una imagen de mí corriendo con la manada, sumándome a sus juegos, ayudándolos a cazar.

La bienvenida fue tan inmediata y bulliciosa como si hubieran estado deseando que me acercase. Entonces comprendí que si rechazaban a la loba blanca era porque ella había decidido que así fuese.

Comenzó mi instrucción. Mientras la primavera explotaba a nuestro alrededor, abriendo flores tan dulces que olían a podrido y humedeciendo el suelo, me convertí en la pupila de la manada. El lobo gris me enseñó a acercarme sigilosamente a las presas, a dar vueltas alrededor de un cien o y aterrarle el hocico con la boca mientras los otros lo rodeaban. El lobo negro alfa me mostró cómo seguir un rastro hasta el límite de nuestro territorio. El bromista me enseñó a enterrar comida y a marcar un escondrijo vacío. Parecían disfrutar con mi ignorancia. Mucho después de haber aprendido las claves para jugar, me provocaban con posturas exageradas de invitación al juego, con las patas delanteras pegadas al suelo y la cola agitándose en alto. Cuando, hambrienta hasta el desconsuelo, lograba cazar un ratón yo sola, hacían cabriolas a mi alrededor y lo celebraban como si hubiese cazado un alce. Si me tomaban la delantera en las cacerías, volvían con un pedazo de la presa igual que hubiesen hecho con un cachorro: durante mucho tiempo, sobreviví gracias a su bondad.

Cuando me hacía un ovillo en el suelo y lloraba en voz baja, con el cuerpo temblándome y las entrañas hechas trizas por culpa de la chica que vivía dentro de mí, los lobos montaban guardia y me protegían, aunque no estaba segura de por qué necesitaban protegerme. Éramos las criaturas más grandes del bosque exceptuando a los ciervos, e incluso estos nos temían tanto que, para alcanzarlos, teníamos que correr durante horas.

Y vaya si corríamos. Nuestro territorio era enorme; al principio me parecía interminable. Pero por lejos que persiguiésemos a nuestra presa, luego dábamos la vuelta y regresábamos a la misma franja de bosque, una larga faja de terreno en pendiente cuajada de árboles de corteza pálida. «Es nuestra casa. ¿Te gusta?».

Por la noche, cuando todos se dormían, yo aullaba. En mi interior crecía un hambre insaciable mientras mi cerebro intentaba atrapar unos recuerdos que no cuadraban en mi cabeza. Mis aullidos desencadenaban los de los demás, y juntos cantábamos para alertar a otros de nuestra presencia y para llamar a los miembros ausentes de la manada.

Yo seguía esperándolo.

Sabía que no vendría, pero aullaba de todos modos, y al hacerlo, los otros lobos me transmitían imágenes de su aspecto: ágil, gris, con ojos amarillos. Yo les transmitía mis imágenes de un lobo junto a la linde del bosque, que me observaba cauto y silencioso. Las imágenes, claras como los árboles de hojas finas que tenía delante, hacían que me resultase urgente encontrarlo, aunque no sabía por dónde empezar a buscar.

Pero sus ojos no eran lo único que me atormentaba. Eran una puerta que se abría a otros recuerdos, imágenes y versiones de mí misma que no podía atrapar, una presa más escurridiza que el más rápido de los ciervos. Estaba convencida de que moriría si me faltaba aquello, fuera lo que fuese.

Casi había aprendido a sobrevivir como una loba, pero no a vivir.