nueve

Señor, fija nuestros corazones como fijaste los planetas en sus órbitas y ordenaste el caos emergente. Igual que la gravedad de tu voluntad impide que las estrellas se derrumben, que los océanos se vuelvan tierra y que la tierra se convierta en agua, que los planetas colisionen y que les soles exploten, así, Señor, fija nuestros corazones en una órbita estable y ayúdalos a mantener su trayectoria.

Salmo 21 («Plegaria y estudios», Manual de FSS)

Esa noche, incluso después de meterme en la cama, las palabras de Hana me vuelven sin cesar a la mente: «Tú no vas a terminar como tu madre. No lo llevas dentro». Solo lo ha dicho para consolarme, y debería tranquilizarme, pero por alguna razón no surte ese efecto. Por algún motivo me disgusta, me produce un profundo dolor en el pecho, como si tuviera dentro una gran piedra, afilada y fría.

Hana no lo comprende: pensar en la enfermedad, preocuparme por ella y agobiarme sobre si he heredado cierta disposición hacia los deliria es todo lo que tengo de mi madre. La enfermedad es lo único que sé de ella. Es nuestro vínculo.

No me queda nada más.

No es que no tenga recuerdos de mi madre. Los tengo, y muchos, sobre todo si consideramos lo pequeña que yo era cuando murió. Me acuerdo de que cuando había nevado me mandaba fuera a llenar de nieve las cazuelas. Una vez dentro, echábamos chorros de sirope de arce en los recipientes y veíamos cómo se endurecía casi al momento hasta formar un dulce de color ámbar. Era una filigrana azucarada de frágiles curvas, como encaje comestible. Recuerdo cuánto le gustaba cantar para nosotras mientras se bañaba conmigo en la playa de Eastern Prom. En aquel momento, yo no sabía lo raro que era aquello. Otras madres enseñan a sus hijos a nadar. Otras madres se bañan con sus bebés, les dan cremas protectoras para que no se quemen y hacen todas las cosas que se supone que una madre debe hacer, como se expone en la sección de «Paternidad» del Manual de FSS.

Pero no cantan.

Recuerdo que cuando estaba enferma me traía bandejas de tostadas con mantequilla, y cuando me hacía daño me besaba los arañazos. Recuerdo que una vez, cuando me caí de la bici, me levantó y empezó a mecerme entre sus brazos, y una mujer le dijo sofocada: «Tendría que darle vergüenza». Yo no comprendí por qué lo decía, pero me hizo llorar aún más. Desde ese día, me consoló solo en privado. En público se limitaba a fruncir el ceño y a decir: «No pasa nada, Lena. Levántate».

Además, ensayábamos bailes. Mi madre los llamaba «calcetinadas» porque enrollábamos las alfombras del salón para apartarlas a un lado, nos poníamos los calcetines más gordos que teníamos y nos deslizábamos arriba y abajo por los pasillos de madera. Hasta Rachel participaba, aunque siempre decía que era demasiado mayor para juegos de niños. Mi madre corría las cortinas, apretaba cojines contra las puertas delantera y trasera y subía el volumen de la música. Nos reíamos tanto que siempre me iba a la cama con dolor de estómago.

Luego me di cuenta de que, en nuestras calcetinadas, ella corría las cortinas para impedir que nos vieran las patrullas, y que taponaba los resquicios de las puertas con cojines para que los vecinos no nos denunciaran por escuchar música y reír en exceso, síntomas en potencia de los deliria. Comprendí por qué ocultaba una insignia militar de mi padre, una daga de plata que él a su vez había heredado de su padre y que ella se metía por dentro de la blusa cada vez que salíamos, para que nadie la viera y sospechara. Comprendí que los momentos más felices de mi infancia eran una mentira. Estaban mal y eran peligrosos e ilegales. Eran propios de gente extravagante. Mi madre era una persona extravagante, y probablemente yo había heredado esa rareza.

Por primera vez, me pregunto realmente qué debió de pensar y sentir la noche en que fue caminando hasta los acantilados y siguió dando pasos, con los pies pedaleando en el aire. Me pregunto si tendría miedo. Me pregunto si pensaría en mí o en Rachel. Me pregunto si lamentaría dejarnos atrás.

También pienso en mi padre. No le recuerdo en absoluto, aunque tengo una impresión antigua, borrosa, de unas manos cálidas y ásperas, y de un rostro ancho que aparecía flotando por encima del mío, pero creo que eso es solo porque mi madre tenía en su habitación un retrato enmarcado de mi padre y de mí. Yo solo tenía unos meses y él me sostenía, sonriendo mientras miraba a la cámara. Pero no hay forma de que yo recuerde nada de verdad. Ni siquiera tenía un año cuando él murió. Cáncer.

El calor es pesado, horrible, parece cuajar en las paredes. Jenny está tumbada de espaldas, con los brazos y las piernas extendidos sobre la colcha, respirando en silencio con la boca totalmente abierta. Hasta Gracie está profundamente dormida, murmurando sin sonido contra la almohada. Todo el cuarto huele a aliento húmedo, a piel y a leche caliente.

Salgo de la cama sin hacer ruido, ya vestida con vaqueros negros y camiseta. Ni siquiera me he molestado en ponerme el pijama. Sabía que esta noche no iba a ser capaz de dormir. Y durante la velada he tomado una decisión. Estaba sentada a la mesa de la cena con Carol, el tío William, Jenny y Gracie. Todos masticaban y tragaban en silencio, mirándose unos a otros sin expresión, y yo sentía que el aire me presionaba hacia abajo dificultándome la respiración, como dos puños que apretaran más y más un globo lleno de agua. Entonces me di cuenta de algo.

Hana había dicho que yo no lo llevaba dentro, pero se equivocaba.

Me late el corazón tan fuerte que puedo oírlo y tengo la certeza de que los demás lo van a oír también, que mi tía se va a incorporar de repente en la cama, lista para atraparme y acusarme de intentar huir a escondidas. Que por otra parte es, exactamente, lo que me propongo hacer. Ni siquiera sabía que un corazón pudiera latir tan fuerte, y eso me recuerda un relato de Edgar Allan Poe que tuvimos que leer para una de nuestras clases de Estudios Sociales: un tipo mata a otro, y luego se entrega a la policía porque está convencido de que puede oír los latidos del corazón del muerto, enterrado bajo las tablas del suelo. Se supone que es un cuento sobre la culpa y los peligros de la desobediencia civil, pero cuando lo leí por primera vez me pareció que era melodramático y cutre. Ahora, sin embargo, lo entiendo. Poe debió de escabullirse de su casa un montón de veces cuando era joven.

Abro suavemente la puerta del dormitorio, conteniendo el aliento mientras rezo para que no chirríe. En cierto momento, Jenny suelta un grito y se me para el corazón. Pero luego se da la vuelta pasando un brazo por encima de la almohada, y me relajo lentamente al darme cuenta de que simplemente se ha alborotado en sueños.

El pasillo está totalmente oscuro. La habitación que comparten los tíos también está en tinieblas, y lo único que se oye es el susurro de los árboles en el exterior y los gemidos y crujidos de las paredes: los ruidos artríticos normales en una casa vieja. Por fin, reúno el coraje para salir al pasillo y cerrar la puerta del cuarto a mi espalda. Me muevo tan despacio que casi parece que no me desplazo en absoluto. Orientándome por los bultos y las arrugas del papel de la pared, llego hasta las escaleras; luego deslizo la mano centímetro a centímetro por la barandilla y camino de puntillas. Incluso así parece que la casa se rebelara contra mí, como si estuviera gritando para que me pillaran. Cada paso parece crujir, o chillar, o gemir. Cada tabla del suelo tiembla y se estremece bajo mis pies, y empiezo a negociar mentalmente con la casa: «Si consigo llegar hasta la puerta principal sin que se despierte tía Carol, juro por Dios que nunca volveré a cerrar de golpe ninguna puerta. Nunca te volveré a llamar vieja casucha de mierda, ni siquiera en mi cabeza; nunca volveré a maldecir al sótano cuando se inunde, y nunca, nunca jamás cerraré de un puntapié la puerta del cuarto cuando me enfade con Jenny».

Tal vez la casa me oiga, porque, milagrosamente, consigo llegar a la puerta principal. Me detengo un minuto más, tratando de distinguir sonidos de pasos en el piso de arriba, voces susurradas, cualquier cosa, pero aparte de mi corazón, que sigue latiendo fuerte y sólido, todo está en silencio. Hasta la casa parece vacilar y tomarse un descanso, porque la puerta principal se abre sin apenas ruido y en el último momento, antes de salir a la noche, las habitaciones que dejo atrás están oscuras e inmóviles como tumbas.

Una vez fuera, me detengo en los peldaños delanteros. Los fuegos artificiales han terminado hace una hora —he oído el tartamudeo de las últimas explosiones, como disparos lejanos, cuando me estaba preparando para acostarme— y ahora las calles están extrañamente silenciosas, vacías por completo. Son más de las once. Quizá queden algunos curados en el paseo marítimo. El resto ya estará en casa. No hay ni una sola luz en la calle. Todas las farolas dejaron de funcionar hace años, excepto en las zonas más acomodadas de la ciudad, y me miran como ojos ciegos. Por suerte, la luna ilumina bastante.

Me esfuerzo por detectar los sonidos de las patrullas o los grupos de reguladores; casi tengo la esperanza de oírlos, porque entonces tendría que volver adentro, a mi cama, a la seguridad. El pánico comienza a acosarme de nuevo. Pero reinan la quietud y el silencio, como si la ciudad se hubiera congelado. Mi parte racional, correcta y sensata me grita que vuelva atrás y suba las escaleras, pero un núcleo de tozudez me hace avanzar.

Bajo por el sendero y en la cancela le quito el candado a la bicicleta.

Si comienzo a pedalear haré demasiado ruido, así que camino un trecho calle abajo. Las ruedas producen un sonido tranquilizador sobre el pavimento. Nunca en toda mi vida he estado sola tan tarde. Nunca he violado el toque de queda. Pero junto al miedo —que está siempre ahí, por supuesto, ese peso constante que me aplasta— parpadea una pequeña excitación que se eleva y desciende por debajo del miedo, haciéndolo retroceder un poco. Una especie de «vale, estoy bien, soy capaz de hacerlo». Solo soy una chica, una chica del montón, metro sesenta, nada especial, pero puedo hacer esto y no me va a parar ningún toque de queda ni ninguna patrulla del mundo. Es asombroso cómo me reconforta esta idea. Es increíble cómo consigue disolver el miedo, como una velita en mitad de la noche, que ilumina el entorno y quema la oscuridad.

Cuando alcanzo el final de la calle, me subo a la bici y noto que la marcha se coloca en su sitio. La brisa resulta agradable cuando empiezo a pedalear. Avanzo con cuidado para no ir demasiado deprisa, alerta por si hay reguladores cerca. Por suerte, Stroudwater y la granja Roaring Brook están en dirección opuesta a las celebraciones del cuatro de julio de Eastern Prom. Una vez que alcance la amplia franja de terreno agrícola que rodea la ciudad como un cinturón, todo debería ir bien. Por las granjas y los mataderos casi no hay patrullas. Pero primero tengo que pasar por el West End, donde vive gente rica como Hana, atravesar Libbytown y cruzar el río Fore por el puente de la calle Congress. Afortunadamente, las calles están desiertas.

Stroudwater queda a media hora larga, incluso yendo deprisa. A medida que dejo la península, alejándome de los edificios y negocios del centro en dirección a los barrios residenciales, las casas se van haciendo más pequeñas y hay más distancia entre ellas. Las rodean patios con poco césped y muchos hierbajos. Esto no es todavía la parte rural de Portland, pero ya hay señales de que el campo se va acercando: plantas que crecen entre las tablas medio podridas de los porches, un búho que ulula lastimero en la oscuridad, una guadaña negra de murciélagos que corta el cielo de repente. Casi todas estas casas tienen coches delante, como las mansiones acomodadas del West End, pero estos han sido, a todas luces, rescatados de la chatarra. Muchos están apoyados sobre bloques de hormigón en vez de ruedas. Veo uno cuyo techo corredizo está atravesado por un árbol, como si el vehículo acabara de caer del cielo y se hubiera empalado allí; hay otro, con el capó abierto, al que le falta el motor. Cuando paso, de esa cavidad negra sale de repente un gato que maúlla y me mira.

Una vez que cruzo el río Fore, desaparecen las casas y hay solo campo, granjas con nombres como Meadow Lane, Sheepsbay o Willow Creek, lo que les da un toque agradable y acogedor. Lugares donde alguien podría estar horneando magdalenas y separando la nata fresca para hacer mantequilla. Pero casi todas las granjas pertenecen a grandes empresas, están repletas de ganado y a menudo explotan a huérfanos.

Siempre me ha gustado esta zona, pero en la oscuridad me produce una sensación extraña; es un lugar abierto y totalmente vacío, y no puedo evitar pensar que si me encontrara con una patrulla no tendría recodo donde esconderme, ni callejuela por la que escabullirme. Más allá de los campos, veo las siluetas bajas y oscuras de graneros y silos, algunos nuevos y otros que apenas se tienen en pie y se aferran a la tierra como si le clavaran los dientes. El aire huele ligeramente dulce, como a plantas que crecen y a estiércol de vaca.

La granja Roaring Brook está justo al lado de la frontera sudoeste. Lleva años abandonada, desde que la mitad del edificio principal y los dos silos de grano fueron destruidos en un incendio. Unos cinco minutos antes de llegar, me parece escuchar un ritmo de tambor que resulta casi imperceptible tras el canto de los grillos, pero durante un rato no sé si me lo estoy imaginando o solo escucho mi corazón, que se ha puesto a latir con fuerza de nuevo. Un poco más adelante, sin embargo, ya estoy segura. Incluso antes de llegar al camino de tierra que lleva al granero, o al menos a la parte de este que todavía se mantiene en pie, me llegan sonidos de música, que cristalizan en el aire nocturno como lluvia que de repente se convirtiera en nieve y cayera lentamente hasta la tierra.

Me entra otra vez el miedo. Lo único que puedo pensar es: «Esto está mal. Está mal, está mal, está mal». La tía Carol me mataría si supiera lo que estoy haciendo. Me mataría o haría que me encerraran en las Criptas o que me llevaran a los laboratorios para una intervención anticipada, como a Willow Marks.

Me bajo de la bici cuando veo el cruce hacia Roaring Brook y el gran letrero de metal clavado en el suelo donde se lee PROPIEDAD DE PORTLAND, PROHIBIDO EL PASO. Me interno un poco en el bosque que hay junto al camino para dejar la bici. La casa de la granja y el viejo granero quedan todavía a unos doscientos metros hacia abajo, pero no me apetece llevar la bici más allá. No le pongo el candado, eso sí. No quiero ni pensar en lo que pasaría si hubiera una redada, pero si la hay, no quiero tener que estar peleándome con el candado en la penumbra. Necesitaré velocidad.

Paso junto al letrero de PROHIBIDO EL PASO. Me viene a la cabeza cómo saltamos Hana y yo la valla de los laboratorios, y me doy cuenta de que me estoy haciendo toda una experta en ignorar esos carteles. Es la primera vez en mucho tiempo que me acuerdo de aquella tarde y justo en ese momento me viene la imagen de Álex. Lo recuerdo en la plataforma de observación, riéndose con la cabeza echada hacia atrás.

Tengo que centrarme en el camino que estoy siguiendo, el brillo de la luna, las flores silvestres. Eso me ayuda a vencer la sensación de que voy a vomitar en cualquier momento. La verdad es que no sé qué es lo que me ha hecho salir de casa, por qué he sentido que tenía que demostrarle a Hana que estaba equivocada. Trato de ignorar la idea, mucho más perturbadora que todo lo demás, de que la discusión con ella no ha sido más que una excusa. Quizá, en lo más profundo de mí, simplemente sentía curiosidad.

Ya no siento curiosidad. Tengo miedo. Y me siento muy, muy tonta.

La granja y el viejo granero están situados en una hondonada entre dos colinas, un pequeño valle, como si los edificios estuvieran colocados justo en medio de unos labios fruncidos. Por la forma en que está orientado el terreno, aún no puedo ver la granja, pero a medida que me acerco a lo alto de la colina la música se oye más fuerte, más nítida. No se parece a nada que haya escuchado antes. Desde luego, no es como la música autorizada que se puede descargar en la BMPA: correcta, armoniosa, estructurada, el tipo de música que toca la banda en el kiosco del parque de Deering Oaks durante los conciertos oficiales de verano.

Alguien canta. Es una voz bella. Tan espesa y con tanto cuerpo como la miel caliente. Sube y baja por las escalas a tal velocidad que me marea escucharla. La música que suena por debajo de la voz es extraña y chocante y salvaje, pero no se parece en absoluto a los aullidos y chirridos que Hana escuchaba hoy en su ordenador. Veo ciertas similitudes, ciertos patrones de melodía y ritmo. Pero aquella música era metálica y horrible, y por los altavoces sonaba medio confusa. Esta fluye irregular, triste. Es como contemplar el mar durante una tempestad, las olas que golpean y rompen, la espuma del mar chocando contra los muelles. Esta música, como el océano inmenso y poderoso, te deja sin aliento.

Así me voy sintiendo a medida que llego a la última cresta de la colina y se extienden ante mí el granero medio derruido y la granja maltrecha, justo cuando la música se alza como una ola a punto de romper. Mi cuerpo se queda sin aire de golpe, me quedo muda y llena de asombro por su belleza. Por un momento, me parece que estoy realmente mirando al océano: un mar de gente se revuelve y baila a la luz que se derrama desde el silo, como sombras que giran en torno a una llama.

El granero está vacío, partido por el centro y ennegrecido por el fuego, expuesto a los elementos. Solo queda en pie la mitad, fragmentos de tres paredes, una parte del tejado y unos metros de plataforma elevada que alguna vez debió de usarse para almacenar el heno. Ahí es donde toca el grupo. En los campos han empezado a brotar arbolillos delgados que no tienen más que tronco. Los árboles más viejos, calcinados por el fuego hasta quedar blancos y totalmente desprovistos de hojas y ramas, apuntan al cielo como dedos espectrales.

Veinte metros más allá del granero, veo el borde de negrura donde comienza la tierra no regulada. La Tierra Salvaje. A esta distancia no distingo la alambrada fronteriza, pero de algún modo puedo sentirla, puedo sentir la electricidad que zumba en el aire. Solo he estado cerca de esa valla unas pocas veces. Una con mi madre hace años, cuando me hizo escuchar el siseo de la electricidad, una corriente tan fuerte que el aire parece zumbar con ella. Puede dar calambre aun estando a más de un metro. Mi madre me hizo prometer que nunca, nunca jamás la tocaría. Me dijo que cuando la cura se hizo obligatoria, algunas personas intentaron escapar cruzando la frontera. No llegaron a poner más que una mano en la alambrada antes de freírse como beicon; recuerdo que eso es exactamente lo que dijo: «como beicon». Desde entonces he corrido a lo largo de la frontera algunas veces con Hana, siempre con cuidado de mantenernos al menos a tres metros de distancia.

En el granero, alguien ha montado altavoces y amplificadores, e incluso dos enormes focos de tamaño industrial que iluminan a los que están cerca del escenario con un blanco descarnado e hiperreal, y al resto los hacen parecer oscuros e indistintos, borrosos. Termina una canción y la multitud ruge al unísono, un sonido oceánico. Se me ocurre que deben de haber puenteado la electricidad de una red en alguna de las otras granjas. Pienso que todo esto es una tontería, que nunca encontraré a Hana: hay demasiada gente. Entonces comienza un nuevo tema, igual de bello y salvaje. Es como si la música atravesara todo ese espacio oscuro y tocara algo en lo más profundo de mí, punteándome como un instrumento de cuerda. Bajo la colina hacia el granero. Lo raro es que no lo hago por voluntad propia. Mis pies se mueven por sí mismos, como si hubieran encontrado un sendero invisible y se dejaran llevar hacia abajo, hacia abajo.

Por un momento me olvido de que se supone que estoy buscando a Hana. Me siento como en un sueño donde suceden cosas extrañas, pero que no parecen extrañas. Todo es confuso, todo está envuelto en la niebla, y yo noto, desde la cabeza a los pies, el deseo único y ardiente de acercarme a la música, de oír mejor la música, de que la música siga, siga y siga.

—¡Lena, has venido! ¡Lena!

Escuchar mi nombre hace que salga del aturdimiento, y de repente me doy cuenta de que estoy en medio de una aglomeración enorme de gente.

No. No es solo gente. Son chicos. Y chicas. Incurados todos, sin rastro de marcas en el cuello, al menos por lo que puedo ver desde aquí. Chicos y chicas que hablan. Chicos y chicas que ríen. Chicos y chicas que beben de los mismos vasos. De repente siento que voy a desmayarme.

Hana viene hacia mí a toda velocidad, abriéndose paso a codazos, y antes de que yo pueda abrir la boca, se me echa encima como hizo en la graduación y me da un abrazo apretado.

Me quedo tan sorprendida que retrocedo tambaleándome y casi me caigo.

—¡Estás aquí! —se aparta y me mira, manteniendo sus manos en mis hombros—. ¡Estás aquí de verdad!

Termina otra canción y la vocalista, una chica menuda con el pelo negro y largo, grita algo sobre un descanso. A medida que mi cerebro se reinicia lentamente, se me ocurre una idea completamente absurda: «Esa chica es más baja que yo y está cantando ante quinientas personas».

Y luego pienso: «Quinientas personas, quinientas personas, ¿qué estoy haciendo yo aquí con quinientas personas?».

—No puedo quedarme —digo rápidamente.

En cuanto las palabras salen de mi boca me siento aliviada. Lo que había venido a demostrar está demostrado; ya me puedo ir. Tengo que salir de esta multitud, del estruendo de voces, es como un muro en movimiento: codos y hombros que me sacuden. Antes estaba demasiado absorta en la música para mirar a mí alrededor, pero ahora percibo colores, perfumes y manos que giran y dan vueltas cerca de nosotras.

Hana abre la boca, quizá para oponerse, pero en ese momento nos interrumpen. Un chico con un flequillo rubio apagado que le cae sobre los ojos se abre paso hasta nosotras, con dos vasos grandes de plástico en la mano.

El chico del pelo rubio le da un vaso a Hana. Ella lo acepta, le da las gracias y luego se vuelve hacia mí.

—Lena —dice—, este es mi amigo Drew.

Percibo en ella, por un momento, una sombra de culpabilidad, pero luego la sonrisa vuelve a su rostro, tan ancha como siempre, como si estuviéramos en mitad del colegio hablando de un control de Biología.

Abro la boca, pero no me salen las palabras; probablemente es mejor, teniendo en cuenta que acaba de sonar en mi cabeza una alarma gigante de incendios. Puede parecer tonto e ingenuo, pero ni una sola vez cuando venía hacia las granjas se me ha ocurrido siquiera la posibilidad de que la fiesta fuera mixta, que Hana estuviera con un chico. No me lo había planteado.

Violar el toque de queda es una cosa; escuchar música no autorizada es incluso peor. Pero violar las leyes de la segregación es uno de los peores delitos que existen. De ahí el adelanto de la intervención de Willow Marks y las pintadas en la pared de su casa, de ahí que Chelsea Bronson fuera expulsada de la escuela tras haber sido, supuestamente, encontrada más allá del toque de queda con un chico de Spencer, de ahí que sus padres fueran despedidos misteriosamente del trabajo, y que toda su familia se viera obligada a abandonar su casa. Y, al menos en el caso de Chelsea Bronson, no había ni una sola prueba. Tan solo rumores.

Drew me hace un pequeño saludo con la mano.

—¿Qué hay, Lena? —mi boca se abre y se cierra. Aún no hay sonido. Por un momento nos quedamos allí en un silencio incómodo—. ¿Whisky? —me ofrece un vaso con un gesto repentino, espasmódico.

—¿Whisky? —respondo con voz aguda.

He bebido alcohol muy pocas veces. En Navidad, cuando la tía Carol me sirve un poco de vino, y una vez en casa de Hana, cuando robamos un licor de zarzamora del minibar de sus padres y estuvimos bebiendo hasta que el techo empezó a dar vueltas sobre nuestras cabezas. Ella se reía a carcajadas, pero a mí no me gustó, no me gustó aquel sabor dulzón y asqueroso en la boca, ni la forma en que mis pensamientos se desvanecían como la neblina al sol. Fuera de control, así me sentía, y lo odiaba.

Drew se encoge de hombros.

—No quedaba nada más. El vodka es lo primero que se acaba en estas cosas.

Supongo que la expresión «estas cosas» quiere decir que ocurren a menudo.

—No —intento devolverle el vaso—. Toma.

Me hace un gesto, se ve que no me ha entendido.

—No pasa nada. Ya pillo otro.

Drew sonríe rápidamente a Hana antes de desaparecer entre la multitud. Me gusta su sonrisa, la forma en que se alza medio torcida hacia su oreja izquierda, pero al darme cuenta de que estoy pensando en que me gusta su sonrisa, siento el pánico que me recorre, que late en mi sangre, toda una vida de susurros y acusaciones.

Control. Todo tiene que ver con el control.

—Tengo que irme —consigo decirle a Hana. Algo es algo.

—¿Irte? —arruga la frente—. ¿Has venido hasta aquí a pie?

—He venido en bici.

—Da igual. ¿Has venido hasta aquí en bici y te vas a ir ya?

Busca mi mano, pero me cruzo de brazos rápidamente para evitarla. Por un momento parece dolida. Yo finjo que tiemblo para que no se sienta mal, preguntándome por qué me cuesta tanto hablar con ella. Es mi mejor amiga, la chica que conozco desde segundo, la que compartía sus galletas conmigo a la hora de la comida y la que una vez le dio un puñetazo en la cara a Julian Dawson cuando dijo que mi familia estaba contaminada.

—Estoy cansada —digo—. Y no debería estar aquí.

Lo que quiero decir es: «Tú tampoco deberías estar aquí», pero me detengo.

—¿Has escuchado al grupo? Son espectaculares, ¿verdad?

Está siendo demasiado formal, no le pega nada, y eso me produce un dolor agudo y profundo bajo las costillas. Está intentando ser amable. Se comporta como si fuéramos extrañas. Ella también nota la incomodidad entre nosotras.

—Yo… yo no estaba escuchando.

Por alguna razón no quiero que Hana sepa que sí, que lo he escuchado y que me han parecido increíbles, más que espectaculares. Es algo demasiado personal, incluso embarazoso, algo de lo que me avergüenzo. Y a pesar de que he recorrido todo el camino hasta la granja Roaring Brook y he violado el toque de queda solo para verla y pedirle disculpas, vuelvo a sentir lo que sentí antes. Ya no la conozco y ella realmente no me conoce a mí.

Estoy acostumbrada a la sensación de doblez, a pensar una cosa y hacer otra, a un continuo tira y afloja. Pero, de algún modo, ella ha caído limpiamente en la otra mitad, el otro mundo, el mundo de pensamientos, cosas y personas innombrables.

¿Es posible que durante todo este tiempo yo haya estado viviendo mi vida, estudiando para los exámenes, corriendo con Hana, mientras este otro mundo también existía, en paralelo y por debajo del mío, vivo, listo para salir a escondidas de las sombras y de los callejones en cuanto se pone el sol? Fiestas ilegales, música no aprobada, gente que se roza sin miedo a la enfermedad, sin miedo a sí mismos.

Un mundo sin miedo. Imposible.

Y aunque me encuentro en medio de la mayor multitud que he visto en mi vida, me siento completamente sola.

—Quédate —dice Hana suavemente. Aunque es una orden, hay cierta vacilación en su voz, como si estuviera haciendo una pregunta—. Aún puedes ver la segunda parte.

Muevo la cabeza. Ojalá no hubiera venido. Ojalá no hubiera visto nada de esto. Ojalá no supiera lo que sé en este momento, ojalá pudiera levantarme mañana y coger la bici hasta su casa, tumbarnos juntas en Eastern Prom y quejarnos de lo aburridos que son los veranos, como hacemos siempre. Ojalá pudiera creer que nada ha cambiado.

—Me voy —digo deseando que no me tiemble la voz—. Pero no importa. Tú puedes quedarte.

En cuanto lo digo me doy cuenta de que ella no se había ofrecido a volver conmigo. Me mira con la más extraña mezcla de compasión y arrepentimiento.

—Puedo volver contigo si quieres —dice, pero sé que solo lo dice para hacerme sentir mejor.

—No, no. Estoy bien.

Me arden las mejillas y doy un paso atrás, desesperada por irme de allí. Me choco con alguien, un chico, que se vuelve y me sonríe. Me aparto de él rápidamente.

—¡Lena, espera!

Hana hace ademán de cogerme otra vez. Aunque ya tiene una bebida, le pongo mi vaso en la mano libre para detenerla. Frunce el ceño por un momento mientras trata de equilibrar los dos vasos en el hueco del codo, pero en ese momento me sitúo fuera de su alcance.

—Estaré bien, te lo prometo. Mañana te llamo.

Luego me deslizo por un estrecho hueco entre dos personas; es la única ventaja de medir un metro sesenta, que se tiene un punto de vista privilegiado de todos los espacios intermedios, y antes de que me dé cuenta, ella ha quedado atrás, engullida por la multitud. Esquivo la gente alejándome del granero, con los ojos bajos y esperando impaciente a que se me enfríen las mejillas.

Las imágenes giran en espiral, confusas, haciéndome creer que estoy soñando otra vez. Chico. Chica. Chico. Chica. Se ríen, se empujan, se tocan el pelo unos a otros. Nunca, ni una sola vez en toda mi vida, me he sentido tan distinta y tan fuera de lugar. Se oye un aullido agudo y metálico y el grupo comienza a tocar de nuevo, pero esta vez la música no me llega en absoluto. Ni siquiera me detengo. Simplemente, continúo caminando en dirección a la colina, imaginando el silencio fresco de los campos iluminados por las estrellas, las oscuras calles conocidas de Portland, el ritmo regular de las patrullas que marchan silenciosamente en sincronía, los comentarios de los walkie-talkies de los reguladores. Cosas uniformes, familiares, normales, mías.

Por fin, la muchedumbre empieza a aclarar. Me moría de calor encajonada entre tanta gente, y la brisa me azota la piel y me refresca las mejillas. He empezado a calmarme y, en el borde de la aglomeración, me permito una mirada hacia el escenario. El granero, abierto al cielo y a la noche, me hace pensar en una mano que sostuviera una pequeña llama.

—¡Lena!

Es extraño cómo reconozco la voz al instante aunque, antes de hoy, solo la he oído una vez y durante apenas diez minutos, quince a lo sumo. Es como una alegría contenida, como si alguien se inclinara a contarte un secreto interesantísimo en mitad de la clase más aburrida del mundo. Todo se queda inmóvil. La sangre deja de fluir por mis venas. Me quedo sin aliento.

Por un segundo, hasta la música desaparece y todo lo que oigo es algo firme, sereno y bello, como el toque lejano de un tambor, y pienso: «Estoy escuchando mi corazón», pero sé que eso es imposible, porque mi corazón también se ha detenido. Mi visión hace un zoom de cámara otra vez y lo único que veo es a Álex. Que viene hacia mí usando los hombros para abrirse paso entre la gente.

—¡Lena! ¡Espera!

Me recorre un breve ramalazo de terror. Durante un segundo desesperado, pienso que debe de formar parte de una patrulla, de un grupo de redadas o algo así, pero luego veo que está vestido con ropa informal: los vaqueros, sus zapatillas gastadas con los cordones azul tinta y una camiseta desteñida.

—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le pregunto tartamudeando mientras se acerca a mí.

Sonríe.

—Yo también me alegro de verte.

Ha dejado un metro de distancia entre nosotros, y se lo agradezco. En la semipenumbra, no puedo distinguir el color de sus ojos y no puedo permitirme distracciones en este momento, no quiero sentirme como me sentí en los laboratorios cuando se inclinó para susurrarme, aquella conciencia total de la distancia infinitesimal que separaba su boca de mi oído: terror, culpa y excitación, todo a la vez.

—Lo digo en serio.

Hago todo lo que puedo por mirarle con el ceño fruncido.

Su sonrisa pierde intensidad, aunque no desaparece del todo. Suelta aire por la boca.

—He venido a escuchar la música —dice—. Como todo el mundo.

—Pero no puedes… —lucho por encontrar las palabras, no estoy segura de cómo decir lo que quiero expresar—. Pero esto es…

—¿Ilegal? —se encoge de hombros. Un mechón de cabello cae sobre su ojo izquierdo y, cuando se vuelve a observar la fiesta, su pelo capta la luz del escenario y refleja su extraño color castaño dorado—. No pasa nada —añade en voz tan baja que tengo que inclinarme hacia delante para oírle por encima de la música—. Nadie hace daño a nadie.

«Eso no lo sabes», estoy a punto de decir, pero la forma en que sus palabras rezuman tristeza me detiene. Se pasa una mano por el pelo y distingo detrás de su oído izquierdo la pequeña cicatriz oscura de tres patas perfectamente simétricas. Quizá solo lamenta lo que ha perdido tras la cura. La música no emociona a la gente del mismo modo, por ejemplo, y aunque también debería estar curado de cualquier sentimiento de arrepentimiento, la operación funciona de modo distinto para cada persona y no siempre es perfecta. Por eso es por lo que mi tía y mi tío aún sueñan algunas veces. Por eso es por lo que la prima Marcia estallaba de pronto en un llanto histérico, sin previo aviso ni causa aparente.

—¿Y tú qué? —se gira hacia mí y vuelven su sonrisa y el tono travieso y juguetón de su voz—. ¿Qué excusa tienes tú?

—Yo no quería venir —respondo rápidamente—. He tenido que hacerlo… —me interrumpo, dándome cuenta de que no sé a ciencia cierta por qué debía venir—. Tenía que darle algo a alguien —digo por fin.

Arquea las cejas. Evidentemente, no le convence mucho mi respuesta. Yo me apresuro a continuar.

—A Hana. Mi amiga. La que conociste el otro día.

—Ya me acuerdo —dice. Nunca he visto a nadie que mantenga la sonrisa durante tanto tiempo. Parece como si su cara estuviera moldeada así de forma natural—. Por cierto, todavía no has dicho que lo sentías.

—¿El qué?

La muchedumbre ha seguido presionando para acercarse al escenario, así que ya no estamos rodeados de gente. A veces pasa alguien por nuestro lado, jugueteando con una botella o cantando al ritmo de la música, aunque un poco desafinado, pero por lo demás estamos solos.

—Por dejarme plantado —un lado de su boca se alza más, y de nuevo tengo la sensación de que está compartiendo conmigo un secreto delicioso, que está intentando decirme algo—. No te dignaste aparecer aquel día en Back Cove.

Siento un estallido de triunfo: «¡Me estuvo esperando en la ensenada! ¡Realmente quería que yo me reuniera con él!». Al mismo tiempo, la ansiedad florece en mi interior. Quiere algo de mí. No estoy segura de lo que es, pero puedo sentirlo, y eso me hace tener miedo.

—Bueno, entonces, ¿qué? —se cruza de brazos y se balancea sobre los talones, siempre sonriendo—. ¿Me vas a pedir disculpas o qué?

Su naturalidad y confianza en sí mismo me exasperan, como me pasó en los laboratorios. Es tan injusto…, tan distinto de como me siento yo, que parece que me va a dar un infarto, o que me voy a derretir hasta convertirme en un charco.

—Yo no me disculpo con los mentirosos —digo, sorprendida de la firmeza de mi voz.

Él da un respingo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—¡Venga ya! —pongo los ojos en blanco, sintiéndome a cada instante más segura de mi misma—. Mentiste al decir que no me habías visto en la evaluación. Mentiste cuando afirmaste que no me conocías —voy haciendo un recuento de sus mentiras con los dedos—. Incluso mentiste al negar que estabas dentro de los laboratorios el día de la evaluación.

—Vale, vale —alza los brazos—. Lo siento, ¿de acuerdo? Mira, soy yo quien debería pedir disculpas —se me queda mirando por un instante y luego suspira—. Te lo dije: al personal no se le permite entrar en los laboratorios durante las evaluaciones. Para mantener la pureza del proceso o algo así, no sé. Pero yo necesitaba una taza de café y hay una máquina en el primer piso del complejo C que tiene café del bueno, con leche de verdad incluso, así que usé mi código para entrar. Eso es todo. Fin de la historia. Y luego tuve que mentir al respecto. Podría perder mi empleo. Además, yo solo trabajo en los puñeteros laboratorios para pagarme la universidad…

Deja de hablar. Por una vez no parece tan seguro de sí mismo. Se le nota preocupado, como si de verdad tuviera miedo de que lo denunciara.

—Entonces, ¿por qué estabas en la plataforma de observación? —insisto—. ¿Por qué me mirabas?

—Ni siquiera llegué al primer piso —aclara. Me mira atentamente, como calibrando mi reacción—. Entró y… y justo en aquel momento oí un ruido extraño. Un ruido como un bramido o un rugido. Y algo más, también. Como gritos o algo así.

Cierro los ojos brevemente, recordando la sensación de calor que me daban las luces blancas, la impresión de oír el océano golpeando en el exterior de los laboratorios, de oír los gritos de mi madre desde la distancia de una década. Cuando los abro, Álex sigue mirándome.

—Bueno, yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Pensé, no sé, te parecerá una tontería, pero pensé que quizá los laboratorios estuvieran siendo atacados. Y ahí estaba yo, y de repente había como cien vacas que venían contra mí… —se encoge de hombros—. Había una escalera a mi izquierda. Me entró pánico y subí a toda pastilla. Pensé que las vacas no podían subir escaleras —aparece de nuevo una sonrisa, esta vez fugaz, tentativa—. Y acabé en la plataforma de observación.

Una explicación perfectamente natural y razonable. Me siento aliviada y ya me da menos miedo. Al mismo tiempo, hay algo que se mueve bajo mi pecho, un sentimiento apagado, una decepción. Y una cierta cabezonería, una parte de mí que sigue dudando de él. Recuerdo el aspecto que tenía en la plataforma de observación, con la cabeza echada hacia atrás, riendo, la forma en que me guiñó un ojo. La expresión que tenía, pertida, segura, feliz. Sin miedo en absoluto.

Un mundo sin miedo.

—Entonces, ¿no sabes nada de cómo… cómo sucedió?

No puedo creer que yo esté siendo tan audaz. Hago una bola con las manos y aprieto los puños; espero que no note el tono repentinamente estrangulado de mi voz.

—¿Te refieres a la confusión con las entregas? —lo dice con toda naturalidad, sin hacer pausas y sin que se le quiebre la voz, y mis últimas dudas se desvanecen. Como cualquier curado, no cuestiona la versión oficial—. Yo no estaba encargado de firmar las entregas aquel día. El responsable. Sal, fue despedido. Se supone que hay que comprobar la carga. Supongo que se saltó ese paso —ladea la cabeza, extiende las manos—. ¿Satisfecha?

—Sí —digo.

Pero la presión de mi pecho sigue ahí. Antes estaba desesperada por salir de casa, pero ahora todo lo que deseo es poder volver allí con un parpadeo, estar sentada en la cama, apartar las mantas de mis piernas, darme cuenta de que todo, la fiesta, Álex, todo, ha sido un sueño.

—¿Entonces…? —hace una señal con la cabeza hacia el granero. El grupo toca algo fuerte y con ritmo vivo. No sé por qué la música me ha afectado tanto al llegar. En este momento me parece simplemente ruido, un ruido acelerado—. ¿Crees que podemos acercarnos sin que nos aplasten?

Ignoro el hecho de que acaba de referirse a «nosotros», una palabra que por alguna razón suena asombrosamente atractiva cuando la pronuncia con su acento cadencioso, risueño.

—Bueno, yo me iba a casa.

Me doy cuenta de que estoy enfadada con él sin saber por qué. Por no ser lo que yo creía que era, supongo, aunque debería estar agradecida porque sea una persona normal, curada e inofensiva

—¿Que te vas a casa? —repite con incredulidad—. No te puedes ir a casa.

Siempre he tenido mucho cuidado de no ceder a sentimientos de enfado o de irritación. En casa de Carol no me lo puedo permitir. Le debo demasiado y además, después de algunas rabietas que agarró cuando era niña, odiaba la forma en que me miraba de reojo durante días, como si me estuviera analizando, como si me estuviera midiendo. Sabía que estaba pensando: «Es igual que su madre». Pero en este momento me dejo llevar, dejo que salga el enfado. Estoy harta de que la gente actúe como si este mundo, este otro mundo, fuera el normal, mientras que yo soy la rara. No es justo: todas las reglas han cambiado de repente y alguien se ha olvidado de contármelo.

—Puedo y lo voy a hacer.

Me doy la vuelta y camino hacia la colina, suponiendo que se irá de nuevo hacia la muchedumbre. Pero, para mi sorpresa, no lo hace.

—¡Espera!

Viene corriendo colina arriba detrás de mí.

—¿Qué haces?

Me doy la vuelta para enfrentarme a él, sorprendida una vez más por lo seguro de mi tono de voz, sobre todo teniendo en cuenta que mi corazón da volteretas, apresurado. Quizá este sea el secreto para poder hablar con un chico, quizá solo haya que estar todo el tiempo enfadada.

—¿Qué quieres decir? —estamos casi sin aliento por la carrera, pero aun así él consigue sonreír—. Solo quiero hablar contigo.

—Me estás siguiendo —me cruzo de brazos, y eso me ayuda a sentir que estoy bloqueando el espacio entre nosotros—. Me estás siguiendo otra vez.

Ahí está. Se sorprende, da un paso atrás y yo recibo una punzada fugaz y enfermiza de placer por haber sido capaz de desconcertarlo.

—¿Otra vez? —repite.

Me alegro de no ser yo por una vez quien tartamudea o no encuentra las palabras. Las mías salen volando.

—Me resulta un poco extraño que haya vivido toda mi vida sin verte y de repente aparezcas por todas partes.

No tenía planeado decir esto, la verdad es que no me había parecido raro, pero en cuanto me escucho hablar me doy cuenta de que es cierto.

Me parece que se va a enfadar, pero, para mi sorpresa, echa la cabeza hacia atrás y se ríe: una risa fuerte y sostenida. La luz de la luna vuelve plateada la curva de sus mejillas, la barbilla y la nariz. Me asombra tanto su reacción que, simplemente, me quedo quieta observándolo. Por fin me mira. Aunque todavía no distingo sus ojos —la luna lo dibuja todo de forma descarnada, resaltando unas cosas con una luz de plata brillante y cristalina y dejando otras en la oscuridad—, percibo calor, luz…, la misma sensación que tuve aquel día en los laboratorios.

—Quizá es que simplemente no has prestado atención —dice en voz baja, balanceándose ligeramente hacia delante sobre sus talones.

Inconscientemente, doy medio paso hacia atrás arrastrando los pies. Me asusta su cercanía, el hecho de que aunque nuestros cuerpos estén separados por varios centímetros, es como si nos estuviéramos tocando.

—¿Qué… qué quieres decir?

—Quiero decir que te equivocas —se detiene mirándome y yo lucho por mantener una expresión serena, aunque noto que mi ojo izquierdo palpita por la tensión. Espero que en la oscuridad no lo perciba—. Nos hemos visto muchas veces.

—Si nos hubiéramos conocido antes, me acordaría.

—Yo no he dicho que nos hayamos conocido —no intenta salvar la nueva distancia que nos separa y yo se lo agradezco. Se muerde un extremo de la boca, un gesto que le hace parecer más joven—. Deja que te haga una pregunta —continúa—. ¿Por qué ya no corres nunca por el Gobernador?

Sin querer, sofoco un pequeño grito.

—¿Cómo sabes tú lo del Gobernador?

—Estudio en la UP —dice.

Universidad de Portland. Ahora me acuerdo: esa tarde que subimos para ver el océano desde la parte trasera del complejo de los laboratorios, cuando escuchó fragmentos de conversación que me llegaban con el viento, él dijo que era estudiante.

—El semestre pasado trabajé en el café Grind, en Monument Square. Solía verte cada dos por tres.

Mi boca se abre y se cierra. No me salen las palabras, el cerebro se me bloquea como siempre que lo necesito desesperadamente. Claro que conozco ese café. Hana y yo pasábamos corriendo por allí dos, quizá tres veces por semana, veíamos a los universitarios que entraban y salían como copos de nieve errantes, soplando el vapor de su café. El Grind da a una placita adoquinada, llamada Monument Square, que marca el punto medio de una de las rutas de cuatro kilómetros que hacíamos con frecuencia.

En el centro está la estatua de un hombre, medio erosionada por la nieve y el tiempo y garabateada con unos grafitis. La figura está dando un paso hacia delante, y con una mano se sujeta el sombrero en la cabeza como si estuviera atravesando una terrible tormenta o el viento la azotara de cara. La otra mano está extendida. Está claro que en el pasado sostenía algo, probablemente una antorcha, pero en algún momento esa parte de la estatua se rompió o fue robada. Así que ahora el Gobernador da un paso adelante con el puño vacío y tiene un agujero circular en la mano, un escondite perfecto para notas u objetos secretos. Hana y yo mirábamos allí a veces para ver si había algo dentro. Pero no había nada, si acaso algún chicle masticado y unas pocas monedas.

La verdad es que no sé cuándo ni por qué empezamos a llamarlo «el Gobernador». El viento y la lluvia han hecho que la placa que hay en la base de la estatua resulte indescifrable. Nadie más le llama así. Todo el mundo se refiere a él como «la estatua de Monument Square». Álex debió de oírnos hablar de él en algún momento.

Sigue mirándome y me doy cuenta de que no le he contestado.

—Tengo que cambiar de ruta de vez en cuando —digo; llevo sin correr por allí desde marzo o abril—. Aburre correr siempre por el mismo sitio —y luego, como no lo puedo remediar, se lo pregunto—. ¿Tú te acuerdas de mí?

Se ríe.

—Es difícil no fijarse en ti. Solías girar alrededor de la estatua, dabas un salto y soltabas un grito de alegría.

Me sube el calor por el cuello y las mejillas. Me debo de estar poniendo colorada otra vez, y doy gracias a Dios de que nos hayamos alejado de las luces del escenario. Se me había olvidado por completo: siempre daba un salto para chocar los cinco con el Gobernador cuando Hana y yo pasábamos corriendo; era una forma de darnos ánimos para el recorrido de vuelta hasta el colegio. A veces incluso gritábamos: «¡Halena!». Supongo que parecíamos un par de locas.

—Yo no… —me humedezco los labios, buscando a tientas una explicación que no suene ridícula—. Cuando se corre, a veces se hacen cosas raras. Por las endorfinas y todo eso. Es como una droga, ¿sabes? Te afecta al cerebro.

—A mí me gustaba —dice—. Parecías… —se interrumpe por un momento. Su rostro se contrae ligeramente, un cambio minúsculo que apenas puedo detectar en la oscuridad, pero en ese momento está tan quieto y parece tan triste que casi me deja sin aliento, como si fuera una estatua, o una persona distinta. Temo que no va a terminar la frase, pero luego la remata—. Parecías feliz.

Por un momento nos quedamos ahí en silencio. Luego, de golpe. Álex vuelve, relajado y sonriente.

—Una vez te dejé una nota. En el puño del Gobernador, ¿sabes?

«Una vez te dejé una nota». Es imposible, resulta absurdo siquiera pensarlo, y me oigo repetir a mí misma:

—¿Que me dejaste una nota? ¿A mí?

—Alguna tontería. Quizá un «hola», un emoticono y mi nombre. Pero entonces tú dejaste de venir —se encoge de hombros—. Probablemente siga allí. La nota, quiero decir. Aunque seguramente a estas alturas será solo una bola de papel.

Me dejó una nota. Me dejó una nota a mí. A mí. La idea, la certeza, el hecho de que me vio y pensó en mí durante más de un segundo, es abrumador hace que sienta un hormigueo en las piernas y que parezca que se me han dormido las manos.

Y luego me entra el miedo. Así es como empieza. Aunque él esté curado, incluso aunque él esté a salvo, el hecho es que yo no lo estoy, y así es como empieza. Fase 1: Preocupación, dificultad de concentración, sequedad de boca, transpiración, palmas sudorosas, mareos y desorientación. Siento una mezcla atropellada de alivio y náusea; es como enterarte de que todos conocen tu peor secreto, que lo han sabido desde siempre.

Todo este tiempo, la tía Carol tenía razón, los profesores tenían razón, mis primas tenían razón. Soy como mi madre, después de todo. Y esa cosa, la enfermedad, está dentro de mí, lista para salir a flote en cualquier momento, para activarse en mis entrañas, para empezar a envenenarme.

—Tengo que irme.

Echo a andar colina arriba, casi corriendo, pero de nuevo camina detrás de mí.

—No te vayas tan rápido —en la cima de la colina, me agarra por la muñeca para detenerme. Su contacto me quema y salto hacia atrás rápidamente—. Lena. Espera un minuto.

Aunque sé que no debería, me detengo. Es por la forma en que pronuncia mi nombre, como si fuera música.

—No tienes por qué preocuparte, ¿vale? No tienes por qué tener miedo —su voz brilla otra vez—. No estoy intentando coquetear contigo.

La vergüenza me invade. Coquetear. Una palabra sucia. Él cree que yo creo que estaba coqueteando.

—Yo no… yo no creo que tú estuvieras… yo nunca pensaría que tú…

Las palabras colisionan en mi boca y en ese momento sé que no hay oscuridad que pueda cubrir mi turbación.

Ladea la cabeza.

—Entonces, ¿tú sí que estabas coqueteando conmigo?

—¿Cómo? ¡No! —farfullo.

Mi mente gira ciegamente por el pánico y me doy cuenta de que ni siquiera sé lo que es coquetear. Solo sé lo que he leído en los libros. Solo sé que es malo. ¿Se puede coquetear sin saber que lo estás haciendo? ¿Está coqueteando él? Mi ojo izquierdo palpita enloquecido.

—Tranquila —dice alzando las manos, como diciendo: «No te enfades conmigo»—. Estaba bromeando —se vuelve ligeramente hacia la izquierda, sin dejar de mirarme. La luna ilumina claramente su cicatriz de tres patas: un triángulo blanco perfecto, una cicatriz que te hace pensar en el orden y la seguridad—. No supongo ningún riesgo, ¿te acuerdas? No puedo hacerte daño.

Lo dice en voz baja, sin alterar el tono, y yo le creo. Y, sin embargo, mi corazón no puede detener este frenético aleteo en mi pecho que se acelera cada vez más, hasta que estoy segura de que me va a arrastrar lejos. Me siento como cuando llego a la cima de la colina y veo abajo Congress Street y todo Portland a mis espaldas —sus calles, a la vez bellas y desconocidas, son un resplandor de verdes y grises—, me siento como cuando llego allí, justo antes de abrir los brazos y dejarme ir, bajar la colina saltando y tropezando, con el sol en la cara, sin siquiera tratar de moverme, solo dejando que la gravedad tire de mí.

Emocionada, sin aliento, esperando la caída.

De repente me doy cuenta del silencio que nos rodea. La banda ha dejado de tocar y la gente se ha quedado callada. Solo se oye el viento que sisea entre la hierba. Desde donde estamos, unos quince metros más allá de la cima de la colina, ya no se ve el granero ni la fiesta. Por un momento, imagino que somos las únicas personas que hay en la oscuridad, que somos las dos únicas personas despiertas y vivas en la ciudad, en el mundo.

Poco después, ligeras hebras de música comienzan a entretejerse y a ascender en el aire, suavemente, como un suspiro.

Al principio tan bajo que parece una brisa. Este tema es totalmente distinto del que han tocado antes; este es delicado y frágil, como si cada nota fuera cristal hilado, o una hebra de seda que serpentea en el aire nocturno.

De nuevo me sorprende lo absolutamente bello que es. Cómo surge de la nada. Me sobrecoge el deseo de reír y de llorar a un tiempo.

—Esta canción es mi favorita —una nube se desliza a través de la luna y las sombras bailan en su rostro. Sigue mirándome fijamente; me gustaría saber en qué está pensando—. ¿Has bailado alguna vez?

—No —contesto, quizá demasiado enérgicamente.

Se ríe con suavidad.

—No importa. No se lo diré a nadie.

Me vienen a la cabeza imágenes de mi madre: el tacto leve de sus manos mientras me hacía girar sobre los suelos de madera pulida de nuestra casa, como si fuéramos patinadoras: la calidad aflautada de su voz mientras acompañaba las canciones que salían de los altavoces, riendo.

—A mi madre le gustaba bailar —digo. Se me escapan las palabras y me arrepiento casi al instante.

Pero Álex no se ríe ni me pregunta. Sigue mirándome tranquilamente. Por un momento parece que va a decir algo. Pero luego, simplemente, alarga una mano hacia mí a través del espacio, a través de la oscuridad.

—¿Te gustaría? —pregunta. Su voz es apenas audible por encima del viento; es tan baja que parece casi un suspiro.

—¿Que si me gustaría qué?

Mi corazón ruge, apresurándose en mis oídos, y aunque todavía hay varios centímetros entre su mano y la mía, siento una energía que palpita conectándonos, y por el calor que inunda mi cuerpo se podría pensar que estamos completamente abrazados, palma con palma, rostro con rostro.

—Bailar —dice, y al mismo tiempo salva esos pocos centímetros que nos separan, encuentra mi mano y me acerca, y en ese momento la canción llega a una nota aguda y confundo las dos sensaciones, la de su mano y la de la elevación, el ascenso de la música.

Bailamos.

Casi todas las cosas, incluso los mayores movimientos de la Tierra, tienen su comienzo en algo pequeño. Un terremoto que destruye una ciudad puede comenzar con un temblor, con un estremecimiento, con una respiración. La música comienza con una vibración. Las inundaciones que asolaron Portland hace veinte años tras casi dos meses de lluvia ininterrumpida, que se precipitaron hasta más allá de los laboratorios y dañaron más de mil viviendas; las inundaciones que sacaron de los rincones neumáticos, bolsas de basura y viejos zapatos malolientes y los llevaron flotando por las calles como trofeos: las inundaciones que dejaron detrás una fina capa de moho verde y un olor a podrido que tardó meses en quitarse; esas inundaciones comenzaron con un hilillo de agua, no más ancho que un dedo, que lamia los muelles.

Y Dios creó todo el universo de un átomo no mayor que un pensamiento.

La vida de Gracie se hizo añicos por una sola palabra: simpatizante. Y mi mundo estalló por otra palabra: suicidio.

Mejor dicho: aquella fue la primera vez que estalló mi mundo.

La segunda vez que estalló mi mundo fue también por una palabra. Una palabra que fue saliendo de mi garganta y llegó bailando hasta mis labios y brotó antes de que yo pudiera pensar en ello, o detenerla.

La pregunta era: «¿Quieres quedar conmigo mañana?».

La palabra: «Sí».