ocho

H de hidrógeno que pesa uno: fusión ardiente cual sol caliente.

He de helio, que pesa dos: el noble gas que eleva más.

Li de litio, que pesa tres: pira funeral, sueño mortal.

Be de berilio, que pesa cuatro

Oraciones sencillas («Plegaría y estudio» Manual de FSS)

Durante los veranos tengo que ayudar a mi tío en el Stop-N-Save los lunes, miércoles y sábados. Me ocupo sobre todo de reponer y atender el mostrador de delicatessen: a veces, ayudo con los papeles y con la contabilidad en una pequeña oficina que hay detrás del pasillo de los cereales y los artículos no perecederos. Por suerte, a finales de junio, Andrew Marcus será curado y le asignarán un puesto permanente en otra tienda de comestibles.

El cuatro de julio por la mañana voy a casa de Hana. Todos los años quedamos para ir a ver los fuegos artificiales en el paseo marítimo. Siempre hay una banda que toca y gente que monta carritos para vender pinchos morunos, mazorcas de maíz y pastel de manzana en un charco de helado, todo servido en pequeños barcos de papel. El cuatro de julio, el día de nuestra independencia, el día en que conmemoramos el cierre definitivo de la frontera de nuestra nación, es una de mis fiestas preferidas. Me encanta la música que resuena por las calles, me encanta la forma en que el vapor que sube de los asadores hace que las calles parezcan nubladas, y la gente difusa y poco clara. Y sobre todo, me encanta el retraso excepcional del toque de queda. En lugar de tener que estar en casa a las nueve en punto, a todos los incurados se nos permite estar fuera hasta las once. En los últimos años. Hana y yo hemos convertido en una especie de juego lo de quedarnos fuera de casa hasta el último segundo, arriesgándonos más cada vez. El año pasado entré en casa a las 10:58, con el corazón latiendo a mil por hora y temblando por el esfuerzo; había tenido que ir a casa corriendo a toda velocidad. Pero cuando me tumbé en la cama, no podía dejar de sonreír. Me sentía como sí hubiera conseguido salirme con la mía.

Introduzco el código de cuatro dígitos de Hana para poder entrar; me lo dio en octavo, como «prueba de confianza», diciendo que me rajaba «de pies a cabeza» si se lo decía a alguien más. Paso de llamar al timbre. Sus padres casi nunca están en casa, y ella nunca sale a abrir. Y yo soy prácticamente la única persona que viene a verla. Es extraño. Hana siempre ha sido muy popular en la escuela, la gente siempre la ha admirado y ha querido ser como ella, pero aunque era muy simpática con todos, nunca ha intimado con nadie más que conmigo.

A veces me pregunto si ella hubiera preferido tener otra compañera de pupitre cuando estábamos en segundo con la señora Jablonski; ahí empezamos a hacernos amigas. Hana se apellida Tate y nos juntaron por orden alfabético (para entonces yo ya usaba el apellido de mi tía. Tiddle). Quizá hubiera preferido estar con Rebecca Tralawny o Katie Scarp o incluso Melissa Portofino. A veces siento que se merece una amiga que sea un poquito más especial. Una vez me dijo que yo le gustaba porque soy real, porque siento las cosas de verdad. Pero ese es el problema: lo mucho que siento las cosas.

—¿Hola? —grito en cuanto entro en la casa.

El recibidor está fresco y oscuro como siempre. Se me pone la carne de gallina. Por muchas veces que venga, siempre me asombra la potencia del aire acondicionado, que emite un ruidoso zumbido desde el interior de las paredes. Por un momento me quedo ahí, inhalando el abrillantador de muebles, el limpiador de suelos y el olor a flores frescas. Se oye la música que tiene puesta Hana en su cuarto del piso de arriba. Intento identificar la canción, pero no reconozco la letra; solo distingo el bajo, cuya vibración atraviesa las tablas del suelo.

Me detengo en lo alto de las escaleras. La puerta de su dormitorio está cerrada. Definitivamente, no reconozco lo que está escuchando, a un volumen tan atronador que tengo que recordarme que la casa está totalmente rodeada de árboles y césped, y que nadie la va a denunciar a los reguladores. La canción no se parece a ninguna otra que yo haya oído antes. Es una música chillona, estridente, intensa. Ni siquiera se distingue si quien canta es hombre o mujer. Unas suaves descargas eléctricas me suben por la columna; es como la sensación que tenía de pequeña cuando me metía a hurtadillas en la cocina para coger una galleta extra de la despensa, ese ardor que notaba justo antes de que los pasos de mi madre crujieran a mi espalda en el momento en que yo me daba la vuelta, con migas en las manos y en la cara, ineludiblemente culpable.

Dejo a un lado el recuerdo y abro de par en par la puerta de su cuarto. Está sentada delante del ordenador, con los pies apoyados en la mesa, moviendo la cabeza arriba y abajo mientras sigue el ritmo golpeándose los muslos. Cuando me ve, se echa hacia delante y aprieta una tecla. La música se corta al instante. Curiosamente, el silencio que se produce a continuación parece igual de estridente.

Se echa el pelo sobre un hombro y se levanta. Algo destella en su cara, una expresión que pasa demasiado rápido para que pueda identificarla.

—Hola —gorjea, con una alegría un poco excesiva—. No te he oído entrar.

—Dudo que me hubieras oído ni aunque hubiera tirado todos los muebles.

Llego hasta su cama y me dejo caer en ella. Tiene una cama grande, con tres almohadas de plumas. Es como el paraíso.

—¿Qué era eso? —pregunto.

—¿Qué era qué?

Alza las rodillas hasta el pecho y describe un círculo completo con la silla. Me incorporo apoyándome en los codos y la miro. Hana solo se hace la tonta de esta manera cuando está ocultando algo.

—La música —sigue mirándome sin dar señales de entender lo que estoy diciendo—. La canción que estabas oyendo a todo volumen cuando he entrado. La que casi me revienta los tímpanos.

—Ah, eso —se aparta los rizos de la cara con un soplido. Esta es otra de las señales que la delatan: siempre que se tira un farol jugando al póquer, no para de hacer cosas con el pelo—. Es un grupo nuevo que he encontrado en la red.

—¿En BMPA? —pregunto.

Hana está obsesionada por la música; cuando estábamos en Preparatoria pasaba horas buscando en la BMPA, la Biblioteca de Música y Películas Autorizadas.

Aparta la vista.

—No exactamente.

—¿Qué quieres decir con «no exactamente»?

El acceso a internet, como todo en Estados Unidos, está controlado y monitorizado para nuestra protección. Todas las páginas web, todo el contenido, está redactado por agencias gubernamentales, incluyendo la Lista de Entretenimientos Autorizados, que se actualiza cada dos años. Los libros electrónicos están en la BLA, la Biblioteca de Libros Autorizados; las películas y la música, en la BMPA, y por una pequeña cuota se pueden descargar en el ordenador. Si tienes uno, claro. Yo no tengo.

Hana suspira sin fijar la vista en mí. Por fin me mira.

—¿Eres capaz de guardar un secreto?

En ese momento, me incorporo totalmente y me siento en el borde de la cama. No me gusta la forma en que me mira. No me inspira confianza.

—¿De qué se trata, Hana?

—¿Eres capaz de guardar un secreto? —insiste.

Me viene a la memoria la forma en que Hana, el día de la evaluación, cuando estábamos juntas delante de los laboratorios bajo aquel sol abrasador, acercó su boca a mi oído y me susurró algo sobre la felicidad y la infelicidad. De repente, tengo miedo por ella, de ella. Pero asiento y respondo:

—Claro, por supuesto.

—Vale —baja la mirada, juguetea un momento con el dobladillo de sus pantalones cortos, respira hondo—. Bueno, la semana pasada conocí a un chico…

—¿Cómo?

Casi me caigo de la cama.

—Tranquila —alza una mano—. Está curado, ¿vale? Trabaja para el ayuntamiento. La verdad es que es censor.

Se me calma el corazón y me acomodo de nuevo contra las almohadas.

—Vale. ¿Y qué?

—Resulta queee… —dice Hana estirando la palabra—, bueno, que coincidí con él en la sala de espera del médico. Cuando fui a que me hicieran la fisioterapia, ¿sabes? —Hana se hizo un esguince de tobillo en el otoño y desde entonces le han tenido que dar sesiones de fisioterapia una vez a la semana, para fortalecerlo—. Y nos pusimos a hablar.

Se interrumpe. Yo no veo adonde quiere llegar con la historia o qué relación tiene con la música que estaba escuchando, así que espero a que continúe.

—Entonces, le hablé sobre los exámenes de reválida y le conté que realmente quiero ir a la USM, y él me habló de su trabajo, de lo que hace cada día, ya sabes. Se dedica a codificar las restricciones de acceso a la red, para que la gente no pueda escribir cualquier cosa, colgar un post, escribir información falsa o expresar «opiniones incendiarias» —hace un gesto para entrecomillarlo, poniendo los ojos en blanco—, y cosas por el estilo. Es una especie de guardia de seguridad de la red.

—Vale —vuelvo a decir.

Quiero que Hana vaya al grano. Ya sé que hay restricciones de acceso por motivos de seguridad, todo el mundo lo sabe, pero si se lo digo, se cerrará en banda.

Aspira hondo.

—Pero no se dedica solo a codificar la seguridad. También comprueba fallos y busca gente que se cuela en el sistema. Básicamente, son hackers que se saltan todas las medidas de seguridad y consiguen colgar su propia información. El gobierno habla de «flotadores»: páginas que están colgadas tan solo una hora, o un día, o dos, antes de ser descubiertas. Webs llenas de contenido no autorizado, foros de opinión, videoclips y música.

—Y tú encontraste una.

Me entran náuseas. Una ristra de palabras se pone a parpadear en mi cerebro con letras de neón: ilegal, interrogatorio, vigilancia. Hana.

No parece darse cuenta de que me he quedado totalmente paralizada. De pronto, su cara se anima, se vuelve viva y tan llena de energía como no la he visto nunca; se inclina hacia delante apoyándose en las rodillas y habla apresuradamente.

—No solo una. Docenas. Hay un montón por ahí, si sabes cómo buscar. Y si sabes dónde buscar. Es increíble, Lena. Debe de haber gente de esa por todo el país, colándose por los agujeros y fallas de los sistemas de seguridad. Tendrías que ver algunas de las cosas que escriben sobre… sobre la cura. No son solo los inválidos quienes no creen en ella. Hay gente aquí, y por todas partes, que no cree… —me quedo mirándola con tal expresión de dureza que baja los ojos y cambia de tema—. Y tendrías que oír la música. Una música increíble, asombrosa, que no se parece a nada que hayas oído antes, una música que te hace alucinar, ¿sabes? Que te da ganas de gritar y saltar y romper cosas y llorar…

El cuarto de Hana es grande, casi el doble que el mío, pero siento como si las paredes me presionaran. Si el aire acondicionado sigue funcionando, yo no lo noto. El ambiente parece bochornoso, como una bocanada de aliento húmedo; me pongo de pie y me acerco a la ventana. Hana se interrumpe por fin. Intento abrir la ventana de un empellón, pero no se mueve. Sigo empujando y haciendo presión contra el marco.

—Lena —dice Hana tímidamente, después de un minuto.

—No se abre.

Lo único que puedo pensar es: «Necesito aire». El resto de mi mente es un revoltijo de ruido de estática y luces fluorescentes y batas de laboratorio y mesas de operaciones y bisturíes; veo a Willow Marks arrastrada hasta los laboratorios contra su voluntad, gritando, con la cara pintarrajeada con rotuladores y otras pinturas.

—Lena —repite, más alto esta vez—. Anda, venga.

—Está atascada. La madera se ha debido de combar por el calor. ¿Por qué no se abre?

Tiro fuerte y por fin la ventana se levanta. Se oye un sonido agudo y el pestillo que la mantenía en su sitio se desprende y sale volando para aterrizar en mitad de la habitación. Por un momento, las dos nos quedamos mirándolo. El aire que entra por la ventana abierta no me hace sentir mejor. Afuera hace aún más calor.

—Lo siento —musito. No soy capaz de mirarla—. No tenía intención de… No sabía que estaba cerrada con pestillo. Las ventanas de mi casa no cierran así.

—No te preocupes por la ventana. No me importa para nada la puñetera ventana.

—Una vez, Gracie se salió de la cuna cuando era pequeña y casi llega hasta el tejado. Simplemente abrió la ventana, que era corredera, y empezó a subir.

—Lena —Hana extiende los brazos y me agarra por los hombros.

No sé si tengo fiebre o qué, siento que me sube y me baja la temperatura cada cinco segundos, pero el contacto con ella hace que me recorra un escalofrío y me aparto rápidamente.

—¿Estás enfadada conmigo? —pregunta.

—No estoy enfadada. Estoy preocupada por ti.

No es verdad del todo. Estoy enfadada; es más, estoy furiosa. Todo este tiempo me he dejado llevar a ciegas, la cómplice tonta, pensando en nuestro último verano juntas, preocupándome por los candidatos que me asignarán para el emparejamiento, por las evaluaciones y los exámenes de reválida y otras cosas normales. Y ella me ha seguido la corriente, diciendo: «Sí. sí, yo también» y «Estoy segura de que todo va a salir bien», y mientras tanto, a mis espaldas, se ha ido convirtiendo en alguien a quien no conozco, alguien con secretos y costumbres increíbles y opiniones sobre cosas que no deberíamos ni plantearnos. Ahora sé por qué me sorprendí tanto el día de la evaluación cuando se volvió y me susurró con los ojos brillantes y muy abiertos. Era como si se hubiera ido por un segundo mi mejor amiga, mi única amiga verdadera, y en su lugar hubiera una extraña.

Eso es lo que ha estado sucediendo todo este tiempo. Hana se ha ido metamorfoseando hasta convertirse en una desconocida.

Me vuelvo hacia la ventana.

Me atraviesa un filo agudo de tristeza, veloz y profundo. Supongo que tenía que suceder en un momento u otro. Siempre supe que ocurriría. Todas las personas en quienes confías, todas aquellas con las que crees que puedes contar, te acaban decepcionando. Cuando la gente actúa a su libre albedrío, miente y guarda secretos, cambia y desaparece; algunos, tras una cara o una personalidad distintas; otros, tras una densa niebla o tirándose por un acantilado. Por eso la cura es tan importante. Por eso la necesitamos.

—Mira, no me van a arrestar solo por entrar en algunas páginas web. O por escuchar música, o lo que sea.

—Podrían. A otros los han detenido por menos.

Ella también lo sabe. Lo sabe y no le importa.

—Ya, bueno, pues yo estoy harta.

Le tiembla un poco la voz, y eso me desconcierta. Nunca he oído más que certeza en su tono.

—No deberíamos ni hablar de esto. Alguien podría estar…

—¿Alguien podría estar escuchando? —me interrumpe para terminar la frase por mí—. Ay, Lena, estoy harta también de eso. ¿Tú no? Estoy harta de vigilar siempre lo que pasa detrás, mirando a mi espalda, midiendo lo que digo, lo que pienso, lo que hago. No puedo… no puedo respirar, no puedo dormir, no puedo moverme. Me siento como si hubiera muros por todas partes. Por donde quiera que voy… ¡plaf!, me topo con un muro. Cada cosa que deseo… ¡plaf!, otro muro.

Se pasa la mano por el pelo. Por una vez no parece tan guapa ni mantiene la calma. Está pálida y se la nota infeliz. Su expresión me recuerda a algo, pero no lo puedo identificar en ese momento.

—Es por nuestro propio bien —digo deseando que mi voz suene más segura. Nunca se me han dado bien las peleas—. Todo será mejor una vez nos hayan…

De nuevo me corta la frase:

—¿Una vez que estemos curadas? —se ríe; un breve sonido como un ladrido, sin alegría, pero al menos no me contradice directamente—. Claro. Eso es lo que todo el mundo dice.

De repente caigo en la cuenta. Me recuerda a los animales que vimos una vez en una excursión al matadero. Todas las vacas estaban en fila, agrupadas en sus compartimentos, mirándonos silenciosas mientras pasábamos, con esa misma mirada en los ojos: miedo, resignación y algo más. Desesperación. En ese momento me entra miedo de verdad, estoy realmente aterrada por ella.

Pero cuando habla de nuevo, parece más calmada.

—Tal vez funcione. Tal vez mejore, quiero decir, cuando estemos curadas. Pero hasta entonces… Esta es nuestra última oportunidad, Lena. Nuestra última oportunidad de hacer algo. Nuestra última oportunidad para elegir.

Esa es la palabra del día de la evaluación: elegir. Pero asiento porque no quiero que estalle de nuevo.

—¿Y qué vas a hacer entonces?

Aparta la vista mordiéndose el labio, y noto que está pensando si confiar o no en mí.

—Hay una fiesta esta noche…

—¿Cómo? —el miedo vuelve a inundarme.

Ella se apresura a contestar.

—Lo encontré en una de las páginas flotantes, es un concierto: unos cuantos grupos que van a tocar cerca de la frontera en Stroudwater, en una de las granjas.

—No puedes hablar en serio. No… no vas a ir, ¿verdad? No puedo creer que te lo plantees siquiera.

—No hay peligro, ¿vale? Te lo prometo. Esas páginas… Es alucinante. Lena, estoy segura de que te gustarían si entraras. Están escondidas. Hay enlaces, normalmente ocultos en páginas normales, de esas que tienen contenido aprobado por el gobierno, pero no sé. De alguna forma se nota que hay algo que no encaja, ¿sabes? Se ve que no pertenecen a ese sitio.

Me agarro a una sola palabra.

—¿Que no hay peligro? ¿Cómo puede no haber peligro? Ese tipo al que has conocido, el censor. Su trabajo consiste en rastrear a gente lo bastante estúpida como para colgar esas cosas.

—No son estúpidos, la verdad es que son muy inteligentes.

—Por no hablar de los reguladores, y las patrullas, y la guardia de la juventud, y el toque de queda, y la segregación, y todo lo demás que hace que esta sea una de las peores ideas…

—Vale —Hana alza los brazos y los baja hasta golpearse los muslos. El ruido es tan fuerte que me sobresalta—. Vale. Así que es una mala idea. Así que es peligrosa. ¿Pues sabes qué? Que no me importa.

Durante un instante reina el silencio. Nos quedamos mirándonos y el aire se vuelve cargado y peligroso, un fino resorte eléctrico, listo para saltar.

—¿Y qué pasa conmigo? —digo por fin, haciendo un esfuerzo para que no me tiemble la voz.

—Tú estás invitada a venir. A las diez y media, en la granja Roaring Brook, en Stroudwater. Habrá música y baile. Ya sabes, diversión. El tipo de cosas que tenemos que disfrutar antes de que nos corten la mitad del cerebro.

Ignoro la última parte del comentario.

—No creo que vaya. Hana. Por si te has olvidado, tenemos otros planes para esta noche. Hemos tenido planes para esta noche desde hace quince años.

—Ya lo sé, pero las cosas cambian.

Me vuelve la espalda, pero yo me siento como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago.

—Vale —respondo con la garganta encogida.

Esta vez sé que es de verdad, que estoy a punto de llorar. Me acerco a su cama y me pongo a recoger mis cosas. Por supuesto, se ha salido todo de la bolsa y en ese momento la colcha está cubierta de trocitos de papel, envolturas de chicle, monedas y bolis. Lo empiezo a meter todo de nuevo, luchando contra las lágrimas.

—Adelante. Haz lo que quieras, Hana. No me importa.

Tal vez se siente mal, porque su voz se suaviza un poco.

—En serio. Lena. Deberías pensarte lo de venir. No nos vamos a meter en ningún lio, te lo prometo.

—Eso no me lo puedes prometer —aspiro hondo deseando que deje de temblarme la voz—. Eso no lo sabes. No puedes tener ninguna seguridad de que no nos van a pillar.

—Y tú no puedes seguir con tanto miedo todo el tiempo.

Eso es. Se acabó. Me doy la vuelta rápidamente, furiosa. En mi interior se eleva algo profundo, negro y antiguo.

—Por supuesto que estoy asustada. Y tengo razones de sobra para estarlo. Y si tú no lo estás es solo porque tienes una vida perfecta y una familia perfecta y para ti todo es perfecto, perfecto, perfecto. Tú no ves nada. Tú no sabes nada.

—¿Perfecto? ¿Eso es lo que crees? ¿Que mi vida es perfecta?

No levanta la voz, pero está muy enfadada.

Me dan tentaciones de alejarme de ella, pero me obligo a quedarme donde estoy.

—Sí, eso creo.

De nuevo suelta una carcajada que parece un ladrido, una rápida explosión.

—Así que tú crees que esto es lo máximo que podemos esperar de la vida, ¿no? —se gira completamente, con los brazos abiertos, como abarcando la habitación, la casa, el barrio.

Su pregunta me sorprende.

—¿Qué más hay?

—Todo, Lena —sacude la cabeza—. Mira, no voy a pedir disculpas. Ya sé que tú tienes tus razones para estar asustada. Lo que le pasó a tu madre fue terrible…

—No metas a mi madre en esto.

El cuerpo se me pone tenso.

—Es que no puedes seguir haciéndola responsable de todo lo que sientes. Murió hace más de diez años.

La ira se apodera de mí como una niebla espesa que me traga. Mi mente se precipita sin control como si se deslizara sobre hielo, tropezando con palabras al azar. Miedo. Culpa. No olvidar. Mamá. Te amo. Y ahora me doy cuenta de que Hana es una serpiente: ha esperado mucho tiempo para decirme esto, ha esperado para introducirse reptando en lo más profundo y doloroso de mí ser y morderme.

—Que te den —al final, esas son las únicas palabras que me salen.

Alza los brazos.

—Lena, escucha, solo te digo que tienes que olvidarte de eso. Tú no te pareces en nada a ella. Y no vas a terminar como ella. No lo llevas dentro.

—Que te den.

Está intentando ser amable, pero se me ha cerrado la mente y las palabras salen solas, atropellándose como una cascada. Me gustaría que cada una fuera un puño para poder golpearla en la cara. Bam, bam, bam, bam.

—Tú no sabes nada sobre ella. Ni sabes nada sobre mí. Tú no sabes nada de nada.

—¡Lena! —intenta agarrarme.

—No me toques.

Retrocedo tambaleándome, agarro la bolsa, me golpeo contra la mesa mientras me dirijo hacia la puerta. Tengo la vista nublada. Apenas puedo distinguir la barandilla. Bajo las escaleras tropezándome, casi me caigo, encuentro la puerta principal al tacto. Puede que Hana me esté llamando, pero todo se pierde en un estruendo que se acelera en mis oídos, en el interior de mi cabeza. La luz del sol, brillante, brillante luz blanca; el fresco acero áspero bajo mis dedos, la cancela; los olores del océano, la gasolina. Un gemido que se hace más intenso. Un chillido periódico: bip, bip, bip.

Se me aclara la mente de golpe y salgo de la calzada justo antes de que me atropelle un coche de policía que pasa a toda velocidad, con la bocina todavía sonando y las luces encendidas, mientras yo me quedo tosiendo por el polvo y el humo. Me duele tanto la garganta que parece que me voy a ahogar, y cuando finalmente dejo que caigan las lágrimas, el alivio es enorme, como cuando sueltas algo pesado después de haberlo cargado durante mucho tiempo. Una vez que empiezo a llorar, no puedo parar, y durante todo el camino tengo que apretarme los ojos con la palma de la mano cada pocos segundos para poder ver por dónde voy. Me consuelo pensando que en menos de dos meses todo esto no será nada para mí. Todo esto se desvanecerá y yo me alzaré renovada y libre, como un pájaro que se eleva en el aire.

Eso es lo que Hana no comprende, lo que nunca ha comprendido: para algunas personas no se trata solo de los deliria. Algunos de nosotros, los afortunados, tendremos la oportunidad de nacer otra vez renovados, más frescos, mejores. Estaremos sanados y completos y perfectos de nuevo, como una placa de acero deforme que sale de la fragua incandescente y afilada como una navaja.

Eso es todo lo que quiero, es lo que siempre he querido. Esa es la promesa de la cura.