De todos los sistemas del cuerpo (el neurológico, el cognitivo, el sensorial…), el aparato cardiológico es el más sensible y el que se altera más fácilmente. El papel de la sociedad debe ser el de proteger estos aparatos de la infección y del deterioro, pues de otro modo el futuro de la raza humana estaría en peligro. Como una fruta de verano a la que se protege de la invasión de los insectos o de los golpes y se evita que se pudra con las técnicas de la agricultura moderna; así se debe proteger al corazón.
«Papel y propósito de la sociedad», Manual de FSS
A mí me pusieron el nombre por María Magdalena, que se podría decir que murió de amor: «Tan infectada de deliria que, violando de forma flagrante los pactos de la sociedad, se enamoró de hombres que no la aceptaban o que no podían mantenerla» (Libro de las lamentaciones, María, 13:1).
Todo esto nos lo enseñan en la clase de Ciencia Bíblica.
Su corazón fue primero para Juan, luego para Mateo, después para Jeremías y Pedro y Judas, y entre medios muchos otros sin nombre. Su último amor, según dicen, fue el más intenso: un hombre llamado José, que llevaba soltero toda su vida y que la encontró en la calle, deshecha, llena de cardenales y medio enloquecida por los deliria. Hay cierto desacuerdo sobre qué tipo de hombre era, si era virtuoso o si alguna vez había sucumbido a la enfermedad, pero en cualquier caso la trató bien. La cuidó hasta que parecía restablecida y trató de llevarle la paz.
Pero era demasiado tarde. Ella estaba atormentada por su pasado, atormentada por los amores perdidos, desperdiciados y heridos, por el mal que había infligido a otros y el que los demás le habían infligido a ella. Apenas podía comer, lloraba todo el día, y se aferró a José rogándole que nunca la dejara; sin embargo, no pudo encontrar consuelo en la bondad de aquel hombre.
Una mañana se despertó y él se había ido, sin decir una palabra ni darle una explicación. Este último abandono quebró su espíritu definitivamente y Magdalena se desplomó, mientras le rogaba a Dios que la librara de aquel tormento.
Él escuchó sus plegarias y, en su infinita misericordia, la liberó de la maldición de los deliria, con la que todos los humanos han tenido que cargar como castigo por el pecado original de Adán y Eva. De alguna forma, María Magdalena fue la primera curada.
«Y así, tras años de dolor y tribulaciones, ella caminó por la senda de la virtud y de la paz hasta el fin de sus días» (Libro de las lamentaciones. María, 13:1).
Siempre he pensado que era extraño que mi madre me pusiera el nombre de Magdalena. Ella ni siquiera creía en la cura. De hecho, ese era su problema. Y el Libro de las lamentaciones trata en su totalidad de los peligros de los deliria. Le he dado muchas vueltas y, finalmente, tengo la impresión de que, a pesar de todo, mi madre era consciente de su equivocación, de que la intervención, la cura, era la mejor solución. Pienso que incluso sabía lo que iba a suceder. Creo que mi nombre fue su último regalo para mí, una especie de mensaje.
De alguna manera me pedía perdón, estaba tratando de decirme: «Algún día te librarán de este dolor».
¿Lo ves? A pesar de lo que todo el mundo dice, a pesar de todo, yo sé que ella no era mala.
Las siguientes dos semanas son las más ajetreadas de mi vida. El verano estalla en Portland. A comienzos de junio, el calor ya estaba aquí, pero no el colorido propio de la estación: los verdes seguían siendo pálidos y provisionales y por las mañanas hacía un fresco cortante. Pero en la última semana de clase todo es una explosión de color: magníficos cielos azules, tormentas moradas, noches color tinta y flores rojas tan intensas como gotas de sangre. Cada día después de clase hay una asamblea, una ceremonia o una fiesta de graduación a la que ir. A Hana la invitan a todas. A mí me invitan a la mayoría, lo que no deja de sorprenderme.
Harlowe Davis, que vive con Hana en el West End y cuyo padre trabaja en algo del gobierno, me invita a una «pequeña fiesta de despedida». Creía que ni siquiera sabía mi nombre; cuando habla con Hana, sus ojos siempre me pasan por encima, como si no valiera la pena detener la mirada sobre mí. De todas formas voy. Siempre he sentido curiosidad por conocer su casa, y resulta ser tan espectacular como la imaginaba. Su familia tiene coche, y electrodomésticos por todas partes que, obviamente, se usan a diario: lavadoras y secadoras, y enormes arañas con docenas y docenas de bombillas. Harlowe ha invitado a casi toda la promoción; somos sesenta y siete en total, y en la fiesta habrá unas cincuenta personas. Me siento menos especial, pero sigue siendo divertido. Nos sentamos en el patio trasero. El ama de llaves entra y sale de la casa con bandejas y más bandejas de comida, ensalada de col y de patata, mientras el padre de Harlowe asa costillas y hamburguesas en la enorme parrilla humeante. Como tanto que estoy a punto de estallar y tengo que tumbarme en la manta que comparto con Hana. Nos quedamos casi hasta el toque de queda, cuando las estrellas comienzan a asomarse por una cortina azul oscuro y todos los mosquitos salen a la vez, y volvemos a casa gritando y riendo, apartándolos a manotazos. Pienso después que es uno de los días más felices que he pasado en mucho tiempo.
Incluso algunas de las chicas que no me caen nada bien, como Shelly Pierson, que me odia desde que en sexto yo gané en la feria de ciencia y ella quedó segunda, ahora se vuelven simpáticas. Supongo que es porque todas sabemos que el final está cerca. La mayoría no volveremos a vernos después de la graduación, y aunque nos veamos será distinto. Nosotras seremos distintas. Seremos adultas, estaremos curadas, numeradas, etiquetadas y emparejadas; identificadas y colocadas pulcramente en nuestro camino vital, canicas bien pulidas a las que se empuja rodando por cuestas uniformes bien trazadas.
A Theresa Grass y a Morgan Dell, que cumplen los dieciocho antes de que termine el curso, les han hecho la operación. Faltan algunos días a clase y vuelven justo antes de la ceremonia final. El cambio es asombroso. Ahora parecen en paz, maduras y de alguna manera distantes, como si estuvieran recubiertas por una fina capa de hielo. Hasta hace dos semanas, el mote de Theresa era Theresa la Basta, y todos se reían de ella por encorvarse, por chuparse el pelo y por ser un desastre total; pero ahora camina derecha con los ojos fijos al frente, los labios apenas curvados en una sonrisa, y la gente se retira un poco por los pasillos para abrirle paso. Lo mismo sucede con Morgan. Es como si toda su ansiedad y su timidez hubieran sido eliminadas junto con la enfermedad. A Morgan ya ni siquiera le tiemblan las piernas cuando tiene que hablar en clase; antes, le temblaba hasta el pupitre. Pero después de la intervención, de golpe se le han quitado todos los nervios. Por supuesto, no son las primeras chicas curadas de nuestra clase: Eleanor Rana y Annie Hahn fueron intervenidas hace bastante, en el otoño, y otra media docena de chicas se han operado este semestre pasado; pero en Theresa y en Morgan, de algún modo, la diferencia es más pronunciada.
Yo sigo con la cuenta atrás. Ochenta y un días, luego ochenta, luego setenta y nueve.
Willow Marks ya no vuelve a clase. Nos llegan rumores: que le hicieron la intervención y resultó bien; que la operaron, que se le ha ido la olla y que hablan de enviarla a las Criptas, el lugar de Portland que combina prisión y manicomio; que ha huido a la Tierra Salvaje… Solo una cosa es segura: en este momento, toda la familia Marks está bajo vigilancia constante. Los reguladores culpan al señor y a la señora Marks, y a toda su familia, por no inculcarle una educación apropiada, y solo unos días después de que supuestamente la encontraran en el parque de Deering Oaks, oigo por casualidad a mis tíos comentar en susurros que tanto el padre como la madre han sido despedidos de sus respectivos empleos. Una semana más tarde, nos enteramos de que han tenido que irse a vivir con un pariente lejano. Al parecer, la gente no hacía más que tirarles piedras a las ventanas, y toda una pared lateral de su casa apareció cubierta con una sola palabra: SIMPATIZANTES. No tiene sentido, porque el señor y la señora Marks insistieron públicamente en que se adelantara la operación de su hija, a pesar de los riesgos; pero, como dice mi tía, la gente actúa así cuando tiene miedo. Todo el mundo está horrorizado ante la idea de que los deliria consigan de alguna manera entrar en Portland e infectarnos en masa. Todos quieren prevenir una epidemia.
Lo siento por la familia Marks, claro, pero así son las cosas. Es como lo de los reguladores. Tal vez no te gusten las patrullas y los controles de identidad, pero como sabes que todo se hace para protegerte, es imposible no cooperar. Y puede que suene horrible, pero tampoco pienso en la familia de Willow mucho rato. Hay demasiados trámites relacionados con el final de la Secundaria: nervios, taquillas que limpiar, exámenes finales que hacer y gente a la que decir adiós.
Hana y yo apenas encontramos tiempo para correr juntas. Cuando lo hacemos, por acuerdo tácito seguimos nuestros recorridos de siempre. Ella nunca vuelve a mencionar la tarde de los laboratorios, para mi sorpresa. Pero su mente tiene tendencia a saltar de un tema a otro, y su nueva obsesión es un derrumbamiento en el extremo norte de la frontera que, según la gente, puede haber sido causado por los inválidos. Yo ni siquiera me planteo volver a bajar a los laboratorios, ni por una milésima de segundo. Me centro en cualquier otra cosa que no sean mis persistentes preguntas sobre Álex, pero no me cuesta tanto, teniendo en cuenta que ahora no puedo creer que me pasara una noche pedaleando arriba y abajo por las calles de Portland, y que mintiera a Carol y a los reguladores, solo para reunirme con él. Al día siguiente me pareció un sueño, o un delirio. Me justifico a mí misma diciéndome que sufrí un ataque de locura transitoria, o que se me chamuscó el cerebro por correr bajo el sol.
El día de la graduación. Hana se sienta tres filas por delante de mí en la ceremonia de entrega de diplomas. Cuando pasa a mi lado para llegar a su asiento, me toma la mano: dos toques largos, dos cortos. Al sentarse, echa hacia atrás la cabeza para que vea que se ha escrito con rotulador encima del birrete: «¡Por fin!». Contengo la risa; ella se vuelve y me mira con una expresión de fingida seriedad. Todas estamos un poco aturdidas, pero nunca me he sentido tan cercana a las chicas de Saint Anne como hoy: todas sudando al sol, que cae sobre nosotras como una sonrisa exagerada, mientras nos abanicamos con los folletos de la ceremonia procurando no bostezar o poner los ojos en blanco. Mientras la directora Mclntosh habla monótonamente sobre la «edad adulta» y nuestra «entrada en el orden comunitario», nos damos codazos unas a otras o tiramos del cierre de nuestras ásperas togas para que entre algo de aire que nos refresque el cuello.
Los familiares están sentados en sillas plegables de plástico, bajo una lona de color crema adornada con banderas: la de la escuela, la del estado, la de Estados Unidos. Aplauden educadamente a medida que cada alumna sube a recibir su diploma. Cuando me toca el turno, recorro el público con la vista buscando a mi tía y a mi hermana. Estoy tan nerviosa ante la posibilidad de tropezar y caerme mientras ocupo mi lugar en el escenario y recibo el diploma de manos de la directora, que no veo más que colores —verde, azul, blanco, una mezcla desordenada de caras rosadas y morenas— y no distingo ningún sonido concreto más allá del ruido de los aplausos. Solo me llega la voz de Hana, alta y clara como una campana:
—¡Aúpa Halena!
Es nuestra consigna para darnos ánimo. Una combinación de los nombres de ambas que solíamos gritar antes de las sesiones en la pista de atletismo y de los exámenes.
Después, esperamos la cola para hacernos los retratos individuales que acompañan a los diplomas. Han contratado un fotógrafo oficial y han puesto un fondo de color azul en mitad del campo de fútbol, donde nos vamos colocando de una en una para posar. Pero estamos demasiado excitadas para tomarnos las fotos en serio. Cada vez que una se pone delante del fotógrafo, se empieza a doblar de la risa y en la foto no sale mucho más que la parte superior de la cabeza.
Cuando me toca a mí, en el último momento. Hana se cuela de un salto y me pasa el brazo por los hombros: el fotógrafo se queda tan sorprendido que aprieta el botón. ¡Clic! Ahí estamos: yo vuelta hacia ella, con la boca abierta, sorprendida a punto de reírme. Hana me está cogiendo la cabeza, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. De verdad pienso que aquel día había algo especial, algo dorado y quizá incluso mágico, porque aunque yo estaba colorada y mi pelo tenía un aspecto pegajoso sobre la frente, es como si se me hubiera contagiado algo de Hana; a pesar de todo, y justo en esa única foto, estoy guapa. Más que guapa. De hecho, estoy preciosa.
La banda de la escuela sigue tocando, casi sin desafinar. La música flota por el campo y los pájaros responden revoloteando por el cielo. Es como si en ese momento algo se elevara, una gran presión o línea pisoria, y antes de que sepa lo que está sucediendo, todas las compañeras de clase nos apretamos en un enorme abrazo, saltando como locas y gritando.
—¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos!
Ni los padres ni los profesores intentan impedírnoslo. Cuando empezamos a separarnos, los veo haciéndonos corro, observando con expresión paciente, las manos juntas. Capto la mirada de mi tía y mi estómago describe un extraño vuelco: y sé que ella, como todos los demás, nos está concediendo este momento, nuestro último momento juntas, antes de que las cosas cambien definitivamente y para siempre.
Todo va a cambiar, está cambiando en ese mismo instante. Cuando el grupo se separa en corrillos de alumnas y los corrillos se separan en chicas solas, noto que Theresa Grass y Morgan Dell se dirigen hacia la calle atravesando el césped. Cada una camina junto a su familia, la cabeza baja, sin mirar atrás ni una sola vez. Me doy cuenta de que no han participado de nuestra celebración, y se me ocurre que tampoco he visto a Eleanor Rana, a Annie Hahn ni a ninguna de las otras curadas. Deben de haberse ido ya a casa. En el fondo de la garganta me late un curioso dolor, aunque, claro, así son las cosas. Todo termina, la gente cambia y no mira atrás. Así debe ser.
Veo a Rachel entre la multitud y me dirijo corriendo hasta ella, repentinamente ansiosa de estar a su lado, deseando que alargue la mano y me revuelva el pelo como solía hacer cuando yo era muy pequeña. Deseo que me diga: «¡Buen trabajo, Luni!», su viejo mote para mí.
—¡Rachel! —me falta el aliento sin motivo, y me cuesta que salgan las palabras. Estoy tan contenta de verla que podría romper a llorar. Pero no lo hago, claro—. ¡Has venido!
—Por supuesto que sí —me sonríe—. Eres mi única hermana, ¿recuerdas? —me pasa un ramo de margaritas que ha traído, envuelto de cualquier manera en papel marrón—. Enhorabuena, Lena.
Acerco la cara a las flores y aspiro, intentando detener la urgencia de abrazarla. Durante un segundo nos quedamos ahí, mirándonos la una a la otra, y luego ella alarga el brazo. Estoy segura de que me va a estrechar en recuerdo de los viejos tiempos, o que al menos me va a pasar un brazo por el hombro.
En lugar de eso, simplemente me aparta un rizo de la frente.
—Qué asco —dice, aún sonriendo—. Estás toda sudada.
Es tonto e inmaduro que me sienta decepcionada, pero así es.
—Esta toga —digo, y me doy cuenta de que sí, de que ese debe de ser el problema. Estas ropas me están ahogando, me están sofocando y hacen que me resulte difícil respirar.
—Venga —dice—. La tía Carol querrá felicitarte.
La tía está de pie en el borde del campo con mi tío, Gracie y Jenny, hablando con la señora Springer, mi profesora de Historia. Echo a andar junto a Rachel. Ella me saca solo algunos centímetros y caminamos al mismo paso, pero separadas por un metro de distancia. Está en silencio. Sé que se está preguntando cuándo podrá irse a casa y seguir con su vida.
Me permito mirar atrás una vez. No puedo remediarlo. Miro a las chicas que circulan con sus togas naranjas como llamas. Todo parece retroceder de repente, como un zoom. Las voces se mezclan y se convierten en un solo sonido, como el ruido continuo del océano que discurre por debajo del ritmo de las calles de Portland, tan constante que casi no se nota. Todo parece descarnado y vivido y congelado en el tiempo, como si estuviera dibujado de forma precisa y delineado en tinta: las sonrisas estáticas de los padres, los cegadores flashes de las cámaras, las bocas abiertas y los dientes brillantes, los relucientes cabellos oscuros, el cielo azul profundo y la luz implacable en la que se hunde todo, tan claro y tan perfecto que estoy segura de que es ya un recuerdo o un sueño.