Mamá, mamá, llévame a casa. Estoy en el bosque y nadie me acompaña. Me encontré un hombre lobo, una bestia malvada, me enseñó los dientes y fue directo a mis entrañas.
Mamá, mamá, llévame a casa. Estoy en el bosque y nadie me acompaña. Me asaltó un vampiro, con su pálida cara, me enseñó los dientes y fue directo a mi garganta.
Mama, mamá, llévame a la cama. Estoy medio muerta y lejos de casa. Conocía un inválido y me cantó una canción, me mostró su sonrisa y me arrancó el corazón.
«Una niña camina hacia casa», Canciones infantiles y cuentos tradicionales (edición de Cory Levinson)
Esa noche no puedo concentrarme. Al poner la mesa para la cena, sin querer sirvo vino en la taza de zumo de Gracie y echo el zumo en la copa de vino de mi tío y cuando estoy rallando queso, me raspo los nudillos tantas veces que al final mi tía me echa de la cocina, diciendo que preferiría no comer piel como aderezo de los raviolis. No puedo dejar de pensar en las palabras de Álex, en los dibujos cambiantes de sus ojos, en la extraña complicidad de su cara invitándome a quedar con él. «Sobre las ocho y media, el cielo parece estar en llamas, especialmente en Back Cove. Deberías verlo…».
¿Es concebible, incluso remotamente posible, que me estuviera enviando un mensaje? ¿Realmente me estaba pidiendo que quedara con él?
La idea me da vértigo.
No hago más que pensar, además, en esa única palabra, pronunciada en voz baja y tranquila, directamente en mi oído: «Gris». Estuvo allí, me vio, me recordaba. Se me acumulan tantas preguntas en el cerebro, que parece que una de las famosas nieblas de Portland hubiera subido desde el océano y se hubiera instalado en mi cabeza; me resulta imposible tener pensamientos normales o, al menos, prácticos.
Al final, mi tía nota que me pasa algo. Justo antes de la cena, ayudo a Jenny con sus deberes, como siempre, y le pregunto la tabla de multiplicar. Estamos sentadas en el suelo del salón, que está pegado al «comedor» (un hueco en el que a duras penas cabe una mesa y seis sillas); yo tengo su cuaderno en las rodillas mientras le tomo la lección, pero mi mente está en piloto automático y mis pensamientos se encuentran a miles de kilómetros de distancia. Para ser más exactos, a cinco kilómetros, en el borde pantanoso de Back Cove. Conozco la distancia exacta porque es un buen trayecto para hacer corriendo desde casa. En este momento estoy calculando el tiempo que me llevaría llegar allí con la bici, e inmediatamente me reprocho incluso el pensar en ello.
—¿Siete por ocho?
Jenny aprieta los labios.
—Cincuenta y seis.
—¿Nueve por seis?
—Cincuenta y dos.
Por otro lado, no hay ninguna ley que prohíba hablar con un curado. Los curados son seguros. Pueden actuar como mentores o guías de los incurados. Aunque Álex solo tiene un año más que yo, estamos separados, de forma total e irrevocable, por la operación. Daría igual que fuera mi abuelo.
—¿Siete por once?
—Setenta y siete.
—Lena —mi tía ha salido de la cocina y está de pie detrás de Jenny. Parpadeo dos veces, intentando concentrarme. Su cara está tensa de preocupación—. ¿Te pasa algo?
—No —bajo la mirada rápidamente.
Odio que la tía me mire así, como si pudiera leer los peores recovecos de mi alma. Me siento culpable solo por pensar en un chico, aunque esté curado. Si se enterara, me advertiría: «Lena, ten cuidado. Acuérdate de lo que le sucedió a tu madre». Diría: «Estas enfermedades pueden ser genéticas».
—¿Por qué? —pregunto.
Mantengo los ojos fijos en la moqueta gastada. Carol se inclina hacia delante y coge el cuaderno de Jenny de mi regazo.
—Nueve por seis son cincuenta y cuatro —dice con su voz aguda y clara mientras cierra el cuaderno de golpe—. No cincuenta y dos. Lena. Supongo que te sabes las tablas de multiplicar.
Jenny me saca la lengua.
Me pongo colorada al darme cuenta del error.
—Perdón. Supongo que estoy un poco… distraída.
Hay una breve pausa. Los ojos de Carol no se apartan de mi nuca. Noto cómo me queman. Siento que voy a gritar, o a llorar, o a confesar, si sigue clavándome la mirada así.
Por fin suspira.
—Sigues pensando en las evaluaciones, ¿verdad?
Expulso el aire que he estado conteniendo y me desaparece del pecho la carga de ansiedad.
—Sí, supongo que sí.
Me arriesgo a mirarla y ella me concede una sonrisa huidiza.
—Sé que estás disgustada por tener que volver a hacerla. Pero míralo de esta manera: la próxima vez estarás aún mejor preparada.
Muevo la cabeza arriba y abajo e intento aparentar entusiasmo, a pesar de que empieza a roerme un molesto sentimiento de culpa. No había pensado en las evaluaciones desde esta mañana. Ni una sola vez.
—Sí, tienes razón.
—Venga, vamos. Hora de cenar.
La tía alarga el brazo y me pasa un dedo por la frente. Está fresco y me resulta tranquilizador, pero es tan pasajero como una levísima brisa. Hace que la culpa estalle con toda su fuerza, y en ese momento no puedo creer que se me haya pasado por la cabeza ir a Back Cove. Sería un error garrafal, un completo disparate. Me pongo de pie para ir a cenar sintiéndome limpia, liviana y feliz, como la primera vez que te encuentras bien después de pasar varios días con fiebre.
Pero durante la cena regresa mi curiosidad y, con ella, mis dudas. Apenas puedo seguir la conversación. Todo lo que puedo pensar es: «¿Voy? ¿No voy? ¿Voy? ¿No voy?». En cierto momento, mi tío cuenta una historia sobre uno de sus clientes y noto que todos ríen, así que me río yo también, pero es una risa excesivamente aguda y dura demasiado. Todos se vuelven a mirarme, hasta Gracie, que arruga la nariz e inclina la cabeza como un perro que ha olfateado algo nuevo.
—¿Estás bien, Lena? —pregunta el tío, ajustándose las gafas como si intentara enfocarme mejor—. Te noto un poco rara.
—Estoy bien —revuelvo los raviolis del plato. Normalmente me como medio paquete yo sola (y me sobra sitio para el postre), sobre todo después haber corrido un buen rato, pero hoy apenas he conseguido tragar unos bocados—. Un poco estresada.
—Déjala en paz —dice la tía—. Está disgustada por lo de las evaluaciones. No es que salieran exactamente como esperábamos.
Alza la vista hacia el tío e intercambian una rápida mirada. Siento una corriente de nerviosismo. Es raro que se miren de esa forma, sin palabras pero diciéndose tantas cosas. Normalmente, sus interacciones se limitan al intercambio de historias sobre el trabajo en el caso del tío, o sobre los vecinos en el caso de la tía, y a algún «¿qué hay para cenar?», «hay una gotera en el tejado», «bla, bla, bla». Creo que por primera vez van a decir algo sobre la Tierra Salvaje y los inválidos. Pero inmediatamente, el tío sacude la cabeza.
—Es frecuente que haya ese tipo de confusiones —comenta pinchando raviolis con el tenedor—. El otro día, sin ir más lejos, le pedí a Andrew que recolocara tres cajas de zumo de naranja Vik’s, pero se equivocó con los códigos y ¿sabéis lo que había? ¡Tres cajas de leche para bebés! Así que le dije: «Andrew…».
Desconecto otra vez, agradeciendo que el tío sea tan charlatán, y satisfecha de que la tía se haya puesto de mi lado. Lo único bueno de ser un poco tímida es que nadie te molesta cuando quieres que te dejen en paz. Me inclino hacia delante y echo una ojeada al reloj de la cocina. La siete y media, y aún no hemos terminado de cenar. Luego tendré que ayudar a recoger y a lavar los platos, que siempre se hace eterno. Como el lavaplatos consume demasiada electricidad, hay que fregarlos a mano.
Fuera, el sol está veteado de oro y rosa. Parece el algodón dulce que hilan en el puesto Sugar Shack del centro: todo brillo, hilos y color. Se avecina una puesta de sol preciosa. En ese momento, la urgencia por irme es tan fuerte que tengo que aferrarme a la silla para no salir corriendo.
Finalmente, decido dejar de agobiarme y que sea la suerte quien decida, o la casualidad, o como queramos llamarlo. Si terminamos de comer y consigo fregar los cacharros a tiempo para ir a la ensenada, iré. Si no, me quedaré. En cuanto tomo la decisión, me siento mil veces mejor e incluso consigo tragar otros pocos bocados de pasta antes de que a Jenny (milagro de milagros) le dé un súbito ataque de velocidad y vacíe su plato. Entonces, mi tía dice que puedo recoger la mesa cuando quiera.
Me pongo de pie y empiezo a apilar los platos. Son casi las ocho. Incluso si pudiera lavarlos todos en un cuarto de hora, y eso es mucho decir, resultaría difícil llegar a la playa a las ocho y media. Y, en todo caso, imposible volver antes de las nueve, hora del toque de queda obligatorio para incurados.
Y si me pillan por la calle después del toque de queda…
La verdad es que no sé lo que pasaría. Nunca he violado el toque de queda.
Justo cuando por fin he aceptado que no hay forma de llegar a la cala y volver a tiempo, mi tía hace algo inesperado: según estoy haciendo ademán de coger su plato, me detiene.
—Hoy friego yo, Lena —dice poniéndome una mano en el brazo. Igual que antes, el contacto es fugaz y fresco como el viento.
Y sin pensar en las implicaciones de lo que voy a decir a continuación, lo digo:
—La verdad es que tengo que pasarme un momento por casa de Hana.
—¿Ahora? —una expresión de alarma, ¿o de sospecha?, atraviesa su rostro—. Son casi las ocho.
—Lo sé. Nosotras… Ella… ella tiene una guía de estudio que me iba a dejar. Acabo de acordarme.
En ese momento, la expresión de sospecha —es claramente de sospecha— se instala con franqueza en su rostro, haciendo que frunza las cejas y apriete los labios.
—Pero si no compartís ninguna clase. Y, además, ya habéis acabado los exámenes de reválida. ¿Cómo es que es tan importante?
—No es para clase —pongo los ojos en blanco intentando evocar la despreocupación de Hana, aunque me sudan las manos y el corazón me salta agitadamente en el pecho—. Es una guía con sugerencias para las evaluaciones. Sabe que necesito prepararme más; ayer estuve a punto de fastidiarla.
De nuevo, la tía dirige una mirada breve al tío.
—El toque de queda comienza dentro de una hora —me dice—. Si te encuentran por la calle después de las nueve…
Los nervios hacen que me salga el temperamento.
—Ya sé lo que es el toque de queda —estallo—. Me he pasado toda la vida oyendo hablar del toque de queda.
En el momento en que las palabras salen de mi boca, me siento culpable y bajo la vista para evitar la mirada de Carol. Nunca le he respondido mal, siempre he intentado ser paciente, obediente y dispuesta. Trato de ser lo más invisible que puedo, una niña buena que ayuda con los platos y con los niños pequeños y hace sus deberes y escucha y mantiene la cabeza baja. Sé que tengo una deuda con ella por habernos acogido a Rachel y a mí cuando murió mi madre. Si no hubiera sido por ella, me estaría consumiendo en algún orfanato, olvidada, sin instrucción, destinada probablemente a trabajar en algún matadero limpiando entrañas de oveja, mierda de vaca o algo parecido. Como máximo, y con mucha suerte, conseguiría trabajo en un servicio de limpieza.
Ninguna familia de acogida quiere adoptar a un niño cuyo pasado está manchado por la enfermedad.
Ojalá pudiera leerle la mente. No tengo ni idea de lo que está pensando, pero parece que me estudia, que analiza mi expresión. Pienso una y otra vez: «No voy a hacer nada malo, es inofensivo. Estoy bien», y me limpio las manos en la parte de atrás de los vaqueros, segura de que estoy dejando una marca de sudor.
—No te entretengas —dice finalmente.
En cuanto termina de hablar, me doy la vuelta, subo las escaleras volando y me cambio las sandalias por deportivas. Bajo a la misma velocidad y salgo escopetada por la puerta. La tía apenas ha tenido tiempo de llevar los platos a la cocina. Me grita algo cuando paso, pero yo ya estoy saliendo por la puerta de la calle y no entiendo lo que dice. El reloj antiguo del cuarto de estar empieza a dar la hora en cuanto la mosquitera se cierra a mis espaldas. Las ocho en punto.
Le quito el candado a la bici y pedaleo por el sendero delantero hasta la calle. Los pedales chirrean, gimen y se estremecen. Esta bici perteneció a Marcia antes de ser mía y tiene al menos quince años; dejarla fuera todo el año no ayuda a conservarla en muy buen estado.
Me dirijo rápidamente hacia la ensenada que, por suerte, queda colina abajo. Las calles suelen estar bastante desiertas a estas horas. En general, los curados están sentándose a cenar, o limpiando, o preparándose para acostarse y dormir otra noche sin sueños; y todos los incurados están en casa o de camino a ella, mirando nerviosamente cómo pasan los minutos hasta el toque de queda de las nueve.
Las piernas me siguen doliendo por la carrera de hoy. Si consigo llegar a tiempo a Back Cove y Álex está allí, me va a ver hecha un desastre, toda sudorosa y sucia. Pero no dejo de avanzar. Ahora que estoy fuera de la casa, aparto de mi mente todas las dudas y preguntas y me concentro en ir tan rápido como me permiten los calambres de las piernas, pedaleando por las calles vacías hacia la cala, tomando todos los atajos que se me ocurren. Mientras tanto, contemplo cómo el sol desciende sin pausa hacia la línea dorada del horizonte. Es como si el cielo, que tiene un brillante color azul eléctrico en este momento, fuera agua, y la luz simplemente se estuviera hundiendo en su interior.
Casi nunca salgo sola a estas horas, y me siento rara: me asusta y me excita al mismo tiempo, como lo de hablar con Álex esta tarde. Es como si el ojo giratorio que sé que está siempre vigilando se hubiera quedado ciego por una fracción de segundo, como si la mano que te ha guiado toda tu vida desapareciera de repente y te dejara libre para moverte en cualquier dirección.
Las luces chisporrotean en las ventanas a mí alrededor, casi todas velas o farolillos. Este es un barrio pobre y todo está racionado, especialmente el gas y la electricidad. A ratos, el sol queda oculto por las casas de cuatro o cinco pisos, que se van haciendo más abundantes cuando giro hacia la calle Preble: son edificios altos, oscuros, esbeltos, apretados unos con otros como si ya se estuvieran preparando para el invierno, acurrucándose para conservar el calor. La verdad es que no he pensado en lo que le voy a decir a Álex, y la idea de estar a solas con él me abre de pronto un agujero en el estómago. Tengo que aparcar la bici, detenerme y recobrar el aliento. El corazón me late aceleradamente. Descanso un minuto y vuelvo a pedalear, pero ahora más despacio. Me falta como kilómetro y medio, pero ya se ve la cala, centelleando por la derecha. El sol vacila en el horizonte por encima de la masa oscura de árboles. Quedan diez, quince minutos como máximo, para que se haga completamente de noche.
Entonces, otra idea me golpea como un puño y me hace parar de nuevo: él no va a estar allí. Llegaré demasiado tarde y se habrá ido. O quizá todo sea solo una broma, o una trampa.
Me paso el brazo por el estómago, haciendo un esfuerzo para que los raviolis se queden donde están, y vuelvo a coger velocidad.
Estoy tan concentrada en pedalear con un pie después del otro —derecho, izquierdo, derecho, izquierdo— y en el tira y afloja mental con mi tracto digestivo, que no oigo acercarse a los reguladores.
El semáforo de Baxter lleva siglos sin funcionar, y estoy a punto de acelerar cuando de repente me deslumbra un muro de luz intensa: los haces de una docena de linternas están centrados en mis ojos, así que me detengo bruscamente derrapando un poco, alzo una mano para taparme la cara y casi salto por delante del manillar, lo que, por cierto, habría sido un verdadero desastre porque, con las prisas por salir de casa, se me ha olvidado coger el casco.
—Alto —grita uno de los reguladores, supongo que el jefe de la patrulla—. Control de identidad.
Hay grupos de reguladores, tanto ciudadanos voluntarios como empleados del gobierno, que patrullan la ciudad cada noche buscando a incurados que violen el toque de queda, inspeccionando las calles y (si las cortinas están descorridas) también las casas, para erradicar cualquier tipo de actividad no aprobada: dos incurados que se estén tocando, o que paseen juntos por la noche, o incluso dos curados dedicados a «actividades que puedan provocar la reaparición de los deliria después de la intervención», como darse demasiados besos y abrazos. Esto sucede raramente, pero sucede.
Los reguladores informan al gobierno y trabajan directamente con los científicos de los laboratorios. Los reguladores fueron los que mandaron a mi madre a su tercera operación: una noche, una patrulla que pasaba la vio llorando delante de una foto, después de su segunda intervención fallida. Miraba un retrato de mi padre, y se le había olvidado cerrar las cortinas del todo. A los pocos días, estaba de vuelta en los laboratorios.
Suele ser fácil evitarlos. Habitualmente, se les puede oír a kilómetros de distancia. Llevan walkie-talkies para coordinarse con otras patrullas, y la interferencia de las radios al encenderse y apagarse hace que suenen como si se acercara un enjambre gigante de abejorros. Pero yo tenía la cabeza en otra cosa. Maldiciéndome mentalmente por ser tan estúpida, saco la cartera del bolsillo de atrás. Al menos me he acordado de cogerla. Es ilegal circular sin identificación en Portland. Lo último que me apetecería es pasar la noche en la cárcel mientras las autoridades competentes intentan comprobar mi identidad.
—Magdalena Ella Haloway —respondo, intentando mantener firme la voz, mientras le paso mi identificación al regulador responsable.
Apenas puedo distinguir su cara tras la linterna, que me enfoca directamente a los ojos obligándome a entrecerrarlos. Sé que es grande, pero es todo lo que puedo distinguir. Alto, delgado, anguloso.
—Magdalena Ella Haloway —repite.
Coge mi carné y le da la vuelta para mirar mi código, el número que se asigna a cada ciudadano de Estados Unidos. Los primeros tres dígitos corresponden al estado; los tres siguientes, a la ciudad; los tres posteriores, al grupo familiar; los cuatro últimos, a la persona.
—¿Y qué estás haciendo, Magdalena? El toque de queda comienza en menos de cuarenta minutos.
Menos de cuarenta minutos. Eso quiere decir que son casi las ocho y media. Muevo los pies, intentando por todos los medios no dejar traslucir mi impaciencia. Muchos reguladores, en especial los voluntarios, son técnicos urbanos mal pagados: limpiaventanas, lectores de contadores de gas o guardias de seguridad.
Respiro hondo y procuro parecer lo más inocente posible.
—Quería hacer una carrera rápida hasta Back Cove —hago todo lo que puedo por sonreír y por parecer medio tonta—. Me sentía hinchada después de cenar.
No tiene sentido mentir más de lo necesario. Solo conseguiría meterme en líos.
El regulador jefe me examina, con la linterna alumbrándome directamente a la cara y con mi identificación en la mano. Por un momento parece titubear y estoy convencida de que me va a dejar ir, pero luego le pasa el carné a otro regulador.
—Pásalo por el SVS, ¿vale? Asegúrate de que es válido.
Se me cae el alma a los pies. El SVS es el sistema de validación segura, una red informática en la que se almacenan los datos de todos los ciudadanos válidos, de todas y cada una de las personas del país. El sistema puede tardar entre veinte y treinta minutos en encontrar la correspondencia del código de identificación, según el número de personas que estén usando la red en ese momento. No puede pensar en serio que he falsificado un carné de identidad, pero me va a hacer perder un montón de tiempo mientras alguien lo comprueba.
Y entonces, milagrosamente, se alza una voz desde la parte de atrás del grupo.
—Es válida, Gerry. La reconozco. Es cliente de la tienda. Vive en el 172 de Cumberland.
Gerry se da la vuelta, bajando la linterna al hacerlo. Yo parpadeo hasta que mis ojos se acostumbran de nuevo a ver con nitidez. Reconozco vagamente algunas caras: la mujer que se ocupa de la tintorería del barrio y pasa las tardes apoyada en la jamba de la puerta, comiendo chicle y escupiendo de vez en cuando hacia la calle; el policía de tráfico que trabaja en el centro, cerca de Franklin Arterial, uno de los pocos barrios de Portland que tiene coches suficientes como para justificar la presencia de un agente; uno de los tipos que recogen nuestra basura, y al fondo, Dev Howard, el dueño de la tienda Quikmart que está poco más abajo de mi casa.
Normalmente, el tío trae a casa la mayor parte de los alimentos que consumimos (las latas, la pasta y los embutidos) de su Stop-N-Save, una mezcla de ultramarinos y delicatessen situado en Munjoy Hill. Pero de vez en cuando, si necesitamos desesperadamente papel higiénico o leche, yo me acerco corriendo al Quikmart. El señor Howard siempre me ha producido escalofríos. Es muy flaco y tiene unos ojos negros de párpados caídos que me recuerdan los de una rata. Pero esta noche me entran ganas de darle un abrazo. Ni siquiera imaginaba que supiera mi nombre. Nunca me ha dirigido la palabra, excepto para decir: «¿Eso es todo por hoy?», después de anotarme las compras en la caja, mirándome desde debajo de la sombra espesa de sus cejas. Tomo nota mentalmente para darle las gracias la próxima vez que lo vea.
Gerry vacila durante una fracción de segundo más, pero me doy cuenta de que los otros reguladores están empezando a impacientarse y mueven los pies, ansiosos por continuar patrullando para encontrar a alguien a quien trincar.
Gerry lo debe de notar también, porque mueve la cabeza abruptamente hacia mí.
—Pásale el carné.
El alivio hace que me den ganas de reír, y tengo que esforzarme por mostrar un aspecto serio cuando cojo el documento y lo devuelvo a su lugar. Me tiemblan las manos ligeramente. Estar cerca de los reguladores produce ese efecto en la gente. Es extraño. Incluso cuando se muestran relativamente simpáticos, es inevitable pensar en todas las historias que circulan por ahí sobre las redadas, las palizas y las emboscadas.
—Ten cuidado. Magdalena —dice Gerry mientras monto de nuevo en la bici—. Asegúrate de volver a casa antes del toque de queda —me vuelve a enfocar con la linterna. Yo me llevo el brazo a los ojos para protegerlos—. Más vale que no te metas en ningún jaleo.
Lo dice en tono ligero, aunque por un momento me parece oír algo duro por debajo de sus palabras, un trasfondo de enfado o agresividad. Pero luego me digo a mí misma que soy una paranoica. Hagan lo que hagan los reguladores, existen para nuestra protección, por nuestro propio bien.
La patrulla se mueve en bloque en torno a mí, y durante unos segundos me veo atrapada en una marea de hombros duros y chaquetas de algodón, colonia extraña y olor a sudor. El sonido de los walkie-talkie se desvanece a mí alrededor. Capto fragmentos de palabras y de avisos: «Calle Market, una chica y un chico, posiblemente infectados, música no aprobada en St Lawrence, parece que hay gente bailando…». Me empujan a un lado y a otro contra brazos, pechos y codos, hasta que por fin el grupo pasa y quedo libre de nuevo. Me quedo sola en la calle, escuchando cómo los pasos de los reguladores se hacen más distantes a mis espaldas. Espero hasta que ya no me llega el rumor de las radios ni el ruido de sus botas golpeando el pavimento.
Luego salgo disparada, notando de nuevo la excitación en mi pecho, esa mezcla de alegría y libertad. No puedo creer lo fácil que ha sido salir de casa. Nunca había intentado mentirle a mi tía, nunca supe que fuera capaz de mentir en general, y cuando pienso en lo cerca que he estado de ser interrogada por los reguladores durante horas, deseo dar saltos en el aire con los puños en alto. Esta noche, el mundo entero está de mi parte. Y me faltan solo unos minutos para llegar a Back Cove. Mi corazón recupera su ritmo mientras me imagino deslizándome por la colina cubierta de hierba, frente a un Álex enmarcado por los últimos rayos de sol. Se me viene a la cabeza esa única palabra susurrada en mi oído: «Gris».
Bajo a toda pastilla por Baxter, que desciende en curva durante el último kilómetro y pico antes de llegar a la ensenada. Luego me detengo de repente. Los edificios han ido quedando atrás para dar paso a casetas destartaladas, dispersas a ambos lados del camino abandonado y lleno de grietas. Más allá, una breve franja de malas hierbas desciende hacia la cala. El agua es un espejo enorme, bordeado del rosa y oro del cielo. En ese único momento resplandeciente en que doy la vuelta a la curva, el sol, sobre el borde del horizonte como un sólido arco dorado, lanza sus últimos rayos de luz titilantes, haciendo añicos la oscuridad del agua, y lo vuelve todo blanco durante una milésima de segundo. Luego cae, se hunde, arrastrando consigo el rosa y el rojo y el morado. El color se desangra en un instante y todo se queda oscuro.
Álex tiene razón. Ha sido bellísimo, una de las mejores puestas de sol que he visto nunca.
Por un instante, no puedo hacer otra cosa que no sea quedarme quieta respirando con dificultad, con la mirada perdida. Luego se apodera de mí una especie de insensibilidad. He llegado demasiado tarde. Los reguladores debían de llevar el reloj atrasado. Deben de ser las ocho y media en este momento. Incluso si Álex decide esperarme en algún punto del largo bucle de la ensenada, no tengo ninguna posibilidad de encontrarlo y volver a casa antes del toque de queda.
Me pican los ojos y el mundo se vuelve acuoso, los colores y las formas se mezclan y se confunden. Durante un segundo me parece que estoy llorando y me sorprende tanto que me olvido de todo, me olvido de mi decepción y de mi frustración, me olvido de Álex de pie en la playa, y del brillo cobrizo de su pelo cuando capta los últimos rayos del sol. No puedo recordar la última vez que lloré. Hace años. Me limpio los ojos con el dorso de la mano y la vista se me agudiza de nuevo. Es solo sudor, me doy cuenta aliviada, estoy sudando, y se me ha metido en los ojos. De todos modos, ese sentimiento plomizo de agobio no encuentra la forma de salir de mi estómago.
Me quedo en ese lugar durante algunos minutos, subida a la bici, apretando fuerte el manillar hasta que me noto más calmada. Por un lado me gustaría decir: «A la mierda», y largarme, tirar colina abajo con las piernas extendidas, volar hacia el agua con el viento revolviéndome el cabello. «A la mierda el toque de queda, a la mierda los reguladores, a la mierda todo». Pero no puedo, no podría, no podría jamás. No tengo elección. Tengo que volver a casa.
Doy la vuelta con la bici torpemente y comienzo el regreso calle arriba. Ahora que se han disipado la adrenalina y el nerviosismo, siento como si mis piernas fueran de acero, y me encuentro jadeando antes de recorrer el primer medio kilómetro. Esta vez tengo cuidado de mantenerme alerta para eludir a los reguladores, a la policía y a las patrullas.
De camino a casa, me doy cuenta de que quizá sea lo mejor. Debo de estar loca, dando vueltas a toda pastilla en la semioscuridad solo para reunirme con no sé qué chico en la playa. Además, todo ha quedado explicado: trabaja en los laboratorios, probablemente se coló el día de la evaluación por alguna razón completamente inocente, para usar el baño o rellenar su botella de agua.
De hecho, lo más probable es que yo me lo haya imaginado todo: el mensaje, la cita… Seguro que él está en su apartamento estudiando para sus clases. Seguro que ya se ha olvidado de las dos chicas a las que ha conocido hoy en el complejo de los laboratorios. Seguro que solo estaba siendo amable, manteniendo una conversación sin importancia.
«Es mejor así». Pero por muchas veces que me lo repita, el extraño sentimiento de vacío en el estómago no se va. Y por ridículo que sea, no puedo quitarme de la cabeza la sensación persistente e incómoda de que algo se me escapa, o se me ha olvidado, o quizá lo he perdido para siempre…