cinco

Si pisas raya, tu madre estalla; si pisas cruz, te quedas sin luz; si pisas un palo, te pasa algo malo. Mira donde pisas, o morirás deprisa.

Canción popular infantil (para comba o palmas)

Esa noche vuelvo a tener el sueño.

Me encuentro al borde de un gran acantilado blanco de arena. El terreno es inestable. El saliente sobre el que estoy comienza a desmoronarse, se desprenden cada vez más pedazos que van cayendo a miles de metros por debajo de mí, hasta el océano que rompe y golpea con tal fuerza que parece un enorme guiso espumoso, todo crestas blancas y oleadas de agua. Me da pánico la idea de caerme, pero por algún motivo no puedo moverme ni alejarme del borde del precipicio, incluso cuando siento que el suelo se desliza debajo de mí, millones de moléculas que se recolocan en el espacio para convertirse en viento. Voy a caer en cualquier momento.

Y justo antes de saber que no tengo nada más que aire bajo los pies, que voy a caer irremediablemente al agua envuelta en el aullido del viento, las olas que baten allá abajo se detienen y se abren por un momento, y veo el rostro de mi madre, pálido, hinchado, con manchas azules, flotando bajo la superficie. Sus ojos están abiertos, y sus labios separados como si estuviera gritando. Tiene los brazos extendidos a los costados, y se mueve con la corriente como si esperara para abrazarme.

Ahí es cuando me despierto. Ahí es cuando me despierto cada vez.

La almohada está húmeda y me pica la garganta. He llorado en sueños. Gracie está acurrucada junto a mí, con una mejilla apretada contra la sábana, mientras su boca se mueve una y otra vez sin emitir ningún sonido. Siempre se mete en la cama conmigo cuando tengo ese sueño. De alguna manera ella lo percibe.

Le aparto el cabello de la cara y retiro de sus hombros las sábanas empapadas en sudor. Me va a doler dejarla cuando me vaya. Nuestros secretos nos han acercado y nos han unido. Ella es la única que sabe de la frialdad, ese sentimiento que me viene a veces cuando estoy en cama, un sentimiento negro y vacío que me quita el aliento y me deja jadeando como si me acabaran de tirar al agua helada. En noches así, aunque está mal y es ilegal, pienso en aquellas palabras extrañas y terribles «Te amo», y me pregunto qué sabor tendrían en mi boca, intento recordar su ritmo cadencioso en la voz de mi madre.

Y por supuesto, guardo el secreto de Gracie. Soy la única que sabe que no es tonta ni retrasada; no le pasa nada en absoluto. Soy la única que la ha oído hablar alguna vez. Una de las noches que vino a dormir a mi cama, me desperté muy temprano, apenas cuando empezaba a clarear. Ella estaba a mi lado. Ahogaba su llanto contra la almohada y repetía lo mismo una y otra vez tapándose la boca con las mantas; apenas podía oírla: «Mamá, mamá, mamá». Era como si estuviera intentando acabar con la palabra a mordiscos, como si la asfixiara en el sueño. La tomé entre mis brazos y apreté y después de lo que me parecieron horas, se agotó de repetirla y volvió a caer dormida, con la cara caliente e hinchada por las lágrimas. Poco a poco, la tensión de su cuerpo se fue relajando.

Esa es la verdadera razón por la que no habla. El resto de sus palabras están acumuladas en esa palabra única y acechante, que sigue despertando un eco en los rincones oscuros de su memoria.

Mamá.

Lo sé. Lo recuerdo.

Me incorporo y observo cómo la luz va adueñándose de las paredes, aguzo el oído para escuchar los gritos de las gaviotas, bebo un trago del vaso de agua que tengo junto a la cama. Estamos a dos de junio. Faltan noventa y dos días.

Deseo por Gracie, que la cura pudiera hacerse antes. Me consuelo pensando que algún día a ella también le harán la operación. Algún día la salvarán, y el pasado y todo su dolor se volverán tan suaves y agradables como la papilla con que alimentamos a nuestros bebés.

Algún día, todos seremos salvados.

Al día siguiente, cuando consigo salir de la cama y bajar a desayunar, siento como si tuviera arena en los ojos. Ya se ha hecho pública la versión oficial del incidente en los laboratorios. Carol mantiene bajo el volumen de nuestra pequeña tele mientras prepara el desayuno, y el murmullo de los presentadores casi me hace dormirme de nuevo. «Ayer, un camión de ganado destinado al matadero se confundió con un cargamento de productos farmacéuticos, dando lugar al inaudito y pertido caos que pueden ver en su pantalla». Lo que se ve en la pantalla: enfermeras que chillan y golpean con tablitas a vacas que mugen.

No tiene ningún sentido, pero mientras nadie mencione a los inválidos, todos contentos. Se supone que no sabemos nada de ellos. Se supone que ni siquiera existen; en teoría, toda la gente que vivía en la Tierra Salvaje fue exterminada hace medio siglo, durante la gran campaña de bombardeo.

Hace cincuenta años, el gobierno cerró las fronteras de Estados Unidos. El país está vigilado constantemente por personal militar. Nadie puede entrar. Nadie sale. Cada comunidad aprobada y sancionada debe estar también rodeada por una frontera, esa es la ley, y todo viaje entre comunidades requiere la aprobación oficial por escrito del gobierno municipal, que debe obtenerse con seis meses de antelación. Es para nuestra protección. Seguridad, inviolabilidad, comunidad. Ese es el lema de nuestro país.

En general, se puede decir que ha sido un éxito. No hemos sufrido ninguna guerra desde que se cerró la frontera y casi no hay delitos, apenas incidentes aislados de vandalismo o hurtos menores. Ya no hay odio en Estados Unidos, al menos entre los curados. Solamente casos esporádicos de desapego, pero toda intervención quirúrgica conlleva un riesgo.

Sin embargo, hasta ahora el gobierno no ha conseguido librar al país de los inválidos, y ellos constituyen el único fallo de la administración pública y del sistema en general. Así que no se habla de ellos. Fingimos que la Tierra Salvaje, y la gente que vive allí, ni siquiera existe. Es raro incluso oír esa palabra, a menos que desaparezca alguien sospechoso de ser simpatizante, o que descubra que una joven pareja contaminada ha huido antes de la intervención.

Pero hay otra noticia buena de verdad: todas las evaluaciones de ayer han sido inválidas. A cada uno de nosotros se le asignará una nueva fecha, lo que significa que tengo una segunda oportunidad. Esta vez, juro que no lo voy a echar a perder. Me siento completamente estúpida por lo tonta que fui en los laboratorios. Sentada a la mesa de desayuno, todo parece tan limpio, brillante y normal —las tazas azules desportilladas llenas de café, el pitido irregular del microondas (uno de los pocos aparatos eléctricos, aparte de las luces, que Carol nos permite usar)— que lo de ayer parece un sueño largo y extraño. Es un milagro, la verdad, que un puñado de inválidos fanáticos decidieran provocar una estampida en el preciso momento en que yo lanzaba por la borda la prueba más importante de toda mi vida. No sé lo que me pasó. Recuerdo a Gafas enseñando los dientes y ese momento en que oigo a mi boca decir: «Gris», y me estremezco. «Estúpida, estúpida».

De pronto me doy cuenta de que Jenny me está hablando.

—¿Qué?

Parpadeo para enfocar y la veo. Me fijo en sus manos mientras corta con precisión la tostada en cuartos.

—Que digo que qué te pasa —adelante y atrás, adelante y atrás…, el cuchillo resuena contra el borde del plato—. Parece como si estuvieras a punto de potar o algo así.

—Jenny —la reprende Carol, que está en el fregadero lavando los platos—. No hables así mientras tu tío desayuna.

—Estoy bien —separo un trozo de tostada, lo deslizo sobre la barra de mantequilla que se funde en mitad de la mesa y me fuerzo a comer. Lo último que necesito es uno de esos interrogatorios familiares—. Solo cansada.

Carol se vuelve hacia mí. Su cara siempre me ha recordado a la de una muñeca. Incluso cuando habla, hasta cuando está irritada o feliz o confundida, su expresión permanece extrañamente inmóvil.

—¿No has podido dormir?;

—Sí, he dormido —contesto—. Solo que he tenido pesadillas, eso es todo.

Al otro extremo de la mesa, el tío alza la cabeza del periódico.

—¡Anda!, ¿sabes qué? Me lo acabas de recordar. Yo también tuve un sueño la noche pasada.

Carol arquea las cejas y hasta Jenny parece interesada. Es extremadamente raro que la gente curada sueñe. La tía me dijo una vez que, en las escasas ocasiones en que le ha ocurrido, sus sueños están llenos de platos: pilas y pilas que se alzan hasta el cielo; ellas las escala, una a una, impulsándose hacia las nubes, intentando alcanzar la cima. Pero nunca terminan, se extienden hasta el infinito. Y, por lo que yo sé, mi hermana Rachel ya no sueña nunca.

William sonríe.

—Soñé que estaba sellando la ventana del baño. Carol, ¿recuerdas que el otro día comenté que entraba corriente? Bueno pues yo colocaba la masilla, pero en cuanto terminaba se caía, como si fuera nieve, así que entraba el aire y me tocaba volver a empezar desde el principio. Y así una vez y otra, durante horas, o eso me parecía.

—¡Qué raro! —comenta la tía sonriendo, mientras trae a la mesa un plato de huevos fritos.

Están muy poco hechos, como le gustan a mí tío, y sus yemas tiemblan como bailarinas de hula-hop, manchadas de aceite. Se me revuelve el estómago.

—Con razón me siento tan cansado esta mañana. Me ha pasado toda la noche haciendo bricolaje —dice William.

Todo el mundo se ríe menos yo. Doy otro bocado a la tostada, preguntándome si soñare alguna vez cuando esté curada.

Espero que no.

Este año es el primero desde sexto en que no comparto ni una sola asignatura con Hana, así que no la veo hasta después de clase, cuando nos juntamos en el vestuario para ir a correr aunque la temporada de cross terminó hace un par de semanas. (Cuando el equipo fue a los campeonatos regionales era solo la tercera vez que yo salía de Portland, y aunque apenas nos alejamos sesenta kilómetros por la desolada y gris autopista municipal, casi no podía tragar, de lo agitadas que estaban las mariposas en mi garganta). Sin embargo, Hana y yo procuramos correr todo lo posible, incluso durante las vacaciones escolares.

Empecé a correr cuando tenía seis años, después del suicidio de mi madre. La primera vez que corrí un kilómetro entero fue el día de su funeral. Me habían dicho que me quedara arriba con mis primas mientras mi tía ordenaba la casa para el velatorio y preparaba toda la comida. Marcia y Rachel tenían que arreglarme a mí, pero mientras me vestían se pusieron a discutir por algo y dejaron de prestarme atención. Así que me fui abajo, con el vestido abrochado solo hasta la mitad de la espalda, a pedirle ayuda a la tía. La señora Eisner, la vecina de mi tía en aquel momento, estaba allí. Cuando entré en la cocina, estaba hablando:

—Es horrible, claro. Pero de todas maneras no había esperanza para ella. Es mucho mejor así. Y mucho mejor para Lena también. ¿Quién quiere una madre como esa?

Se suponía que yo no debía oírlo. La señora Eisner sofocó un grito cuando me vio, su boca se cerró de inmediato, como un corcho que volviera de golpe a la botella. Mi tía se quedó rígida y, en ese instante, fue como si presente y futuro se superpusieran en un solo punto y entendí que esto —la cocina, los impolutos suelos de linóleo color crema, las luces deslumbrantes, la montaña de gelatina verde que reposaba en la encimera— era todo lo que me quedaba ahora que mi madre se había ido.

De pronto quise salir de allí. No soportaba estar en la cocina de mi tía, que ahora iba a ser mi cocina. No podía ver la gelatina. Mi madre odiaba la gelatina. Sentí un horrible picor en todo el cuerpo, como si miles de mosquitos circularan por mi sangre mordiéndome por dentro, urgiéndome a gritar, a saltar, retorcerme.

Salí corriendo.

Cuando entro, Hana está atándose las zapatillas con el pie sobre un barco. Mi horrible secreto es que, en parte, me gusta que quedemos a correr porque, por nimio que parezca, es lo único en lo que algo mejor que ella. Pero eso no lo admitiría en voz alta ni en un millón de años.

Se me acerca y me agarra del brazo sin darme tiempo a soltar la bolsa siquiera.

—¡No te lo vas a creer! —dice mientras hace esfuerzos por no reírse. Sus ojos son ahora un molinillo de colores, azul, verde, oro, que brillan como siempre que está entusiasmada por algo—. Han sido los inválidos, está claro. Al menos, eso es lo que dice todo el mundo.

Estamos solas en el vestuario, pues ha terminado la temporada de los deportes de equipo, pero instintivamente vuelvo la cabeza cuando esa palabra.

—Baja la voz.

Se aparta un poco, colocándose el pelo sobre el hombro.

—Relájate. Lo tengo controlado. He comprobado hasta los cuartos de baño. Todo despejado.

Abro la taquilla que he tenido durante los diez años que llevo en Saint Anne. En el fondo hay una capa de envolturas de chicle, papeles rotos y clips sueltos, y encima de todo eso, mi pequeño montón de ropa de correr, dos pares de zapatillas, la camiseta del equipo de cross, unos cuantos desodorantes a medio usar, suavizante y colonia. En menos de dos semanas, me graduaré y nunca volveré a ver el interior de este armario; por un momento, me invade la tristeza. Suena asqueroso, lo sé, pero la verdad es que siempre me ha gustado el olor de los gimnasios: el desinfectante, el desodorante, los balones de fútbol y hasta el persistente olor a sudor. Me resulta reconfortante. Es raro cómo funciona la vida. Deseas algo y tienes que esperar y esperar, y sientes que no llega nunca. Luego sucede y se va, y todo lo que deseas es acurrucarte una vez más en el instante anterior a que cambiaran las cosas.

—Además, ¿quién es todo el mundo? Las noticias dicen que fue solo un error, un problema con el transporte o algo así.

Siento la necesidad de repetir la versión oficial, aunque estoy tan segura como Hana de que es una bola como un piano.

Ella se sienta a horcajadas en el banco, mirándome. Como de costumbre, pasa totalmente de la vergüenza que me da que me vean medio desnuda.

—No seas tonta. Si lo han dicho en las noticias, no puede ser verdad. Además, ¿quién puede confundir una vaca y una caja de medicinas? No es tan difícil distinguirlas.

Me encojo de hombros. Evidentemente, tiene razón. Sigue mirándome, así que me vuelvo un poco. Nunca me he sentido cómoda con mi cuerpo, a diferencia de Hana y otras chicas de la escuela. Nunca he conseguido superar la desagradable sensación de que estoy hecha de partes que no acaban de encajar en su lugar. Como si fuera un boceto realizado por un artista aficionado. De lejos está bien, pero cuando te acercas y te fijas, se ven muy claramente los borrones y los fallos.

Hana lanza una pierna hacia fuera y empieza a estirar, resistiéndose a dejar el tema. Es la persona más obsesionada con la Tierra Salvaje que conozco.

—Si lo piensas, es realmente asombroso. La planificación y todo eso. Habrán hecho falta por lo menos cuatro a cinco personas quizá más, para organizarlo todo.

Me acuerdo brevemente del chico que vi en la plataforma de observación, de su reluciente cabello dorado, de cómo echaba la cabeza hacia atrás al reírse. No le he hablado a nadie de él, ni siquiera a Hana, y ahora pienso que debería haberlo hecho.

Ella continúa hablando:

—Alguien tenía que tener los códigos de seguridad. Tal vez un simpatizante.

Se oye el ruido de una puerta que golpea en la entrada de los vestuarios; nos sobresaltamos y nos miramos con los ojos muy abiertos. Se oyen pasos rápidos. Tras algunos segundos de vacilación, Hana se lanza sin dificultad a hablar de un tema inofensivo: el color de las togas de la graduación, naranja este año. En ese preciso momento, la señora Johanson, la directora deportiva, aparece por detrás de las taquillas, balanceando el silbato que lleva enrollado en un dedo.

—Por lo menos no son marrones, como las de la Preparatoria Fielston —comento, aunque apenas escucho a Hana.

Me palpita el corazón. Sigo pensando en el chico de ayer y en si la Johanson nos habrá oído mencionar la palabra simpatizante. Hace un gesto de asentimiento cuando pasa a nuestro lado, así que no es probable.

Ha llegado a dárseme muy bien eso de decir una cosa cuando estoy pensando otra, hacer ver que presto atención cuando no lo hago, fingir que estoy tranquila y feliz cuando en realidad estoy desquiciada. Es una de las destrezas que se van perfeccionando a medida que una se hace mayor. Hay que ser consciente de que siempre hay gente escuchando lo que dices. La primera vez que usé el teléfono móvil que comparten mi tía y mi tío, me sorprendió una interferencia irregular que cortaba constantemente mi conversación con Hana. La tía me explicó que era por los sistemas de escucha del gobierno, que rastrean de forma arbitraria conversaciones telefónicas, las graban y las motorizan buscando determinadas palabras como amor, inválidos o simpatizante. No es que haya un objetivo concreto, todo se hace al azar, para que sea justo. Pero es casi peor así. Muy a menudo tengo la sensación de que una enorme mirada giratoria está a punto de posarse sobre mí, congelando mis malos pensamientos en su resplandor blanco.

A veces siento que hay dos yoes, uno situado directamente encima del otro: el yo superficial, que asiente cuando se supone que debe de asentir y dice lo que debe de decir; y otro, más profundo, la parte que se preocupa y sueña y dice: «Gris». Casi siempre funcionan de forma sincronizada y apenas noto la escisión, pero en ocasiones se comportan como dos personas distintas y siento que estoy a punto de romperme. Una vez se lo confesé a Rachel. Ella se limitó a sonreír y me dijo que todo iría mejor tras la operación. Después de la intervención, dijo, todo será como deslizarse suavemente, cada día será tan fácil como coser y cantar.

—Ya estoy lista —digo mientras cierro la taquilla.

Seguimos oyendo a la Señora Johanson, que arrastra los pies en el baño mientras silba. Se oye el ruido de una cisterna que se descarga. Y un grifo que se abre.

—Me toca a mí elegir la ruta —afirma Hana con los ojos brillantes, y antes de que yo pueda abrir la boca para protestar, se lanza hacia adelante y me toca en el hombro—. Tú la llevas —dice. Y así, sin más, se levanta del banco y sale corriendo hacia la puerta entre risas, y tengo que darme prisa para alcanzarla.

Ha llovido y la tormenta lo ha refrescado todo. El agua se evapora de los charcos y deja una capa de neblina brillante sobre la ciudad. Por encima de nosotras, el cielo tiene un tono azul profundo. La bahía, de un suave color plata, está en calma, y la costa parece un cinturón gigante y ceñido que la mantiene en su lugar.

No le pregunto adónde va, pero tampoco me sorprende cuando se encamina callejeando hacia el Puerto Viejo, en la dirección del antiguo sendero que discurre a los largo de Commercial Street y llega hasta los laboratorios. Intentamos mantenernos en las calles más pequeñas para no cruzarnos con mucha gente, pero es casi imposible. Son las tres y media. Acaban de terminar las clases y la ciudad está repleta de estudiantes que vuelven a casa. Vemos algunos autobuses y uno o dos coches. Los coches se consideran amuletos de la suerte. Cuando pasan, la gente extiende la mano para rozar la capota brillante o las relucientes ventanillas, que se cubren constantemente de huellas dactilares.

Hana y yo comemos juntas, comentando los cotilleos del día. No hablamos de la chapuza de las evaluaciones de ayer, ni de los rumores sobre inválidos. Hay demasiada gente alrededor. En vez de eso, ella me cuenta su examen de Ética, y yo le cuento la pelea de Cora Dervish con Minna Wilkinson. Hablamos también de Willow Marks, que no ha venido a clase desde el miércoles pasado. Corre el rumor de los reguladores la encontraron en el parque Deering Oaks después del toque de queda. Con un chico.

Llevamos años oyendo rumores similares sobre ella. Es la típica persona sobre la que la gente hablar. Tiene el pelo rubio, pero siempre se está añadiendo reflejos con rotuladores. Recuerdo que una vez, durante una excursión a un museo en primero de Secundaria, pasamos junto a un grupo de chicos de la Preparatoria Spencer y ella comentó, tan alto que podía haberla oído cualquiera de nuestras monitoras: «Me gustaría besar en la boca a algunos de ellos». Al parecer, en décimo la pillaron con un chico y solo le pusieron una advertencia porque no mostraba síntomas de deliria. De vez en cuando, la gente comete errores, es biológico, es una consecuencia del mismo tipo de desequilibrios químicos y hormonales que a veces conducen al antinaturalismo: chicos que se sienten atraídos por chicos y chicas que se sienten atraídas por chicas. Estos impulsos también se anulan con la cura.

Pero esta vez, al parecer, va en serio, y Hana suelta la bomba justo cuando giramos hacia Center. El señor y la señora Marks han accedido a adelantar la fecha de operación de su hija nada menos que seis meses. ¡Se va a perder el día de la graduación!

—¿Seis meses? —repito.

Llevamos veinte minutos corriendo a buen ritmo, así que no estoy segura de si el pesado de mi corazón es resultado del ejercicio o de la noticia. Siento que me falta el aliento más de lo que debería, como sí tuviera a alguien sentado sobre el pecho.

—¿No es peligroso? —pregunto.

Hana vuelve la cabeza hacía la derecha, señalaron un callejón.

—Ya se ha hecho antes.

—Sí, pero no con éxito. ¿Qué pasa con los efectos secundarios? Problemas mentales, ceguera…

Hay muchas razones por las que los científicos no permiten que nadie menor de dieciocho años sea intervenido, pero la más poderosa es que no parece funcionar igual de bien. En los peores casos, puede causar todo tipo de problemas. Los especialistas manejan la hipótesis de que, antes de esa edad, el cerebro y sus recorridos neurológicos son aún demasiado plásticos; posiblemente estén todavía en proceso de formación. La verdad es que cuanto mayor seas en el momento de ser operado, mejor, pero a la mayoría de la gente se le programa la intervención lo más cerca posible de la fecha de su dieciocho cumpleaños.

—Supongo que habrán pensando que vale la pena correr el riesgo —comenta Hana—. Mejor que la alternativa, ¿sabes?; «Deliria nerviosa de amor. La más mortal de todas las armas mortales».

Este es el slogan que está escrito en todos los folletos de salud mental que se han escrito sobre los deliria. Hana lo repite con voz carente de entonación que me produce un nudo en el estómago. El desastre de ayer me ha hecho olvidar el comentario que hizo antes de la evaluación. Pero en este momento me acuerdo y me viene a la mente el aspecto tan raro que tenía Hana, con los ojos nublados e inescrutables.

—Venga —noto cierta tensión en los pulmones, y se me está formando un calambre en el muslo izquierdo. La única forma de superarlo es correr más rápido—. Vamos a darle un poco más fuerte, Babosa.

—¡Dale caña!

Su rostro se ilumina con una sonrisa y ambas incrementamos la velocidad. El dolor en los pulmones se hincha y florece hasta que se extiende por todas partes, desgarrando cada una de mis células y mis músculos. El calambre de la pierna me hace torcer el gesto cada vez que el talón toca el suelo. Siempre es así en los kilómetros cuatro y cinco, como si todo el estrés, la ansiedad, la irritación y el miedo se transformaran en pequeños pinchazos de aguja; entonces, apenas consigo respirar y no soy capaz de pensar en otra cosa que no sea: «No puedo. No puedo. No puedo».

Y luego, igual de repentinamente, se pasa. Todo el dolor desaparece, el calambre se disipa, el puño libera mi pecho y logro respirar sin dificultad. Al momento me burbujea dentro una sensación de felicidad total, la sensación tangible del suelo bajo mis pies, la sencillez del movimiento, que explota desde mis talones empujando hacia adelante en el tiempo y en el espacio, libre, liberada. Echo un vistazo a Hana. Por su expresión puedo ver que ella también lo siente. Ha conseguido atravesar el muro.

Nota que la miro, vuelve la cabeza con la coleta rubia dibujando un arco brillante, y levanta el pulgar como signo de complicidad.

Es extraño cuando corremos, me siento más cerca que nunca de ella. Incluso cuando no hablamos, es como si hubiera una cuerda invisible que nos mantuviera atadas acompasando nuestros ritmos respectivos, nuestros brazos y piernas, como si respondiéramos al mismo toque de tambor. Cada vez más a menudo pienso que esto, también, cambiará después de la operación. Ella se refugiará en el West End y se hará amiga de sus vecinos, más ricos y sofisticados que yo. Yo me quedaré en algún apartamento cutre de Cumberland, y no la echaré de menos ni recordaré lo que era correr a su lado. Me han advertido de que, después de mi intervención, quizá ni siquiera me guste correr. Otro efecto secundario de la cura. La gente a menudo cambia de hábitos, pierde interés por sus antiguas aficiones y por las cosas que antes les proporcionaban placer.

«Los curados, incapaces de sentir un deseo intenso, se libran así tanto del dolor recordado como del futuro» (Manual de FSS, «Después de la intervención», p. 132).

El mundo gira a nuestro alrededor, la gente y las calles son una larga cinta extendida de color y sonido. Pasamos por Saint Vincent, el colegio de chicos más grande de la ciudad. Media docena de chavales están fuera jugando al baloncesto, pasándose la pelota perezosamente, llamándose unos a otros. No se entiende lo que dicen: es una serie inconexa de gritos, órdenes y breves estallidos de risa; el ruido típico de los grupos de chicos, siempre que se los oye desde detrás de una esquina, desde el otro lado de la calle o desde lejos en la playa. Es como si tuvieran un lenguaje propio, y por milésima vez vuelvo a pensar en lo contenta que estoy de que las políticas de segregación nos mantengan separados la mayor parte del tiempo.

Cuando pasamos por su lado, noto una pausa momentánea, una fracción de segundo en que todos los ojos se alzan y se vuelven en nuestra dirección. Me da demasiada vergüenza mirar. Todo mi cuerpo se pone al rojo vivo, como si me hubiera metido de cabeza en un horno. Pero un instante después, noto que sus miradas pasan por encima de mí para detenerse en Hana. Su cabello rubio resplandece a mi lado como una moneda al sol.

El dolor va volviendo a mis piernas y se concreta en una fuerte sensación de pesadez, pero me obligo a seguir mientras doblamos la esquina de Commercial Street y dejamos atrás el colegio. Noto que Hana hace un esfuerzo por mantenerse a mi altura.

—Te echo una carrera —digo en un jadeo mientras me vuelvo hacia ella.

Pero cuando se abalanza impulsándose con los brazos y casi me adelanta, yo bajo la cabeza y muevo las piernas lo más rápido que puedo tratando de que me entre aire en los pulmones, que luchan contra el grito de los músculos y se encogen hasta hacerse del tamaño de un guisante. La negrura mordisquea los bordes de mi campo de visión y lo único que puedo ver es la alambrada de tela metálica que se alza de pronto ante nosotras bloqueándonos el paso. En ese momento, extiendo la pierna y le doy un golpe tan fuerte que la hago temblar.

—¡He ganado! —grito dándome la vuelta.

Hana llega un segundo después, intentando recuperar el aliento. Ambas nos reímos, nos entra hipo y respiramos a grandes bocanadas mientras caminamos en círculos, intentando recuperarnos.

Cuando por fin puede volver a respirar con normalidad, Hana se endereza riendo.

—Te he dejado ganar —bromea como siempre. Yo le echo grava con el pie, pero ella la esquiva y prosigue—: ¡Que no se te olvide!

El pelo se me ha salido de la coleta y lo saco de la goma, bajando la cabeza para que me dé el viento en el cuello. Me cae el sudor a los ojos. Escuece.

—Te queda bien ese look.

Hana me empuja suavemente y yo tropiezo hacia un lado, al tiempo que levanto la cabeza para devolverle el golpe.

Ella me esquiva. Hay un hueco en la alambrada que marca el comienzo de una estrecha vía de servicio. Está bloqueada con una cancela baja de metal. Hana la salta y me hace un gesto para que la siga. La verdad es que no me había dado cuenta de dónde estábamos. El sendero discurre por un aparcamiento, un bosque de contenedores industriales de basura y naves de almacenamiento: Más allá se ve una fila de edificios cuadrados blancos como dientes gigantes, que me resulta familiar. Esta debe ser una de las entradas laterales al complejo de los laboratorios. Ahora veo que la verja está coronada de alambre con letreros que dicen: PROPIEDAD PRIVADA, PROHIBIDO EL PASO, SOLO PERSONAL AUTORIZADO.

—Me parece que no debemos —empiezo a decir, pero Hana me corta.

—¡Venga! —me grita—. ¡Atrévete!

Hago un rápido recorrido visual por el aparcamiento que está más allá de la puerta y por el camino a nuestra espalda. No hay nadie. En la garita que está justo al otro lado de la entrada tampoco hay guardia. Me inclino y miro dentro: un bocadillo a medio comer apoyado en papel encerado y un montón de libros apilados en desorden sobre una mesa pequeña. Junto a ellos, una vieja radio que interrumpe el silencio con chisporroteos de interferencias y fragmentos de música. No veo cámaras de seguridad, aunque seguro que hay alguna. Todos los edificios gubernamentales están vigilados. Vacilo un segundo más, luego paso por encima de la verja y alcanzo a Hana. Sus ojos brillan de excitación y me doy cuenta de que este era su plan, este era su destino desde el principio.

—Así debieron de entrar los inválidos —comenta jadeando apresuradamente, como si lleváramos todo el rato hablando del drama de ayer—. ¿No crees?

—No parece demasiado difícil.

Intento que mi voz suene natural, pero todo el asunto me inquieta: la vía de servicio y el aparcamiento desiertos brillando al sol, los contenedores azules y los cables eléctricos que zigzaguean por el cielo, los blancos y relucientes tejados inclinados de los laboratorios. Todo está en silencio y muy tranquilo, casi congelado, como están las cosas en un sueño o justo antes de una gran tormenta. No quiero decírselo a Hana, pero daría casi cualquier cosa por volver al Puerto Viejo, al complicado nido de calles y tiendas conocidas.

Aunque no hay nadie, me da la impresión de que nos vigilan. Es peor que la sensación habitual de ser observada en la escuela, en la calle e incluso en casa, midiendo lo que uno dice y hace, esa sensación de ahogo y bloqueo a la que todo el mundo acaba acostumbrándose.

—Sí —Hana le da un puntapié al camino de tierra. Se levanta una columna de polvo que se asienta lentamente—. Bastante cutre la seguridad para una instalación medica.

—Sería bastante cutre hasta para un minizoo.

—Me molesta que digas eso.

La voz viene de atrás, y Hana y yo nos sobresaltamos.

Me vuelvo. El mundo parece detenerse un instante.

A nuestra espalda hay un chico con los brazos cruzados y la cabeza ladeada. Un chico con la piel color caramelo y el pelo castaño dorado, como hojas de otoño que se preparan para caer del árbol.

Es él. Es el chico de ayer, el de la terraza de observación. El inválido.

Solo que no es uno de los inválidos, evidentemente. Lleva una camisa azul de manga corta con vaqueros, y una identificación gubernamental plastificada sujeta al cuello de la camisa.

—Me voy dos minutos para rellenarla —señala la botella de agua que lleva—, vuelvo y me encuentro un allanamiento en toda regla.

Me siento tan confundida que no puedo moverme, ni hablar ni hacer nada. Hana debe de pensar que estoy asustada, porque interviene rápidamente:

—No es un allanamiento. No estábamos haciendo nada. Solo estábamos corriendo y… eh, nos hemos perdido.

El chico cruza los brazos sobre el pecho, balanceándose sobre los talones.

—No habéis visto los letreros de fuera, ¿no? ¿Los que dicen «Prohibido el paso», «Solo Personal Autorizado»?

Hana aparta la mirada. Ella también está nerviosa. Lo noto. Tiene mil veces más confianza en sí misma de la que tengo yo, pero ninguna de las dos está acostumbrada a entrar en un lugar prohibido, donde cualquiera pueda vernos, ni a hablar con un chico, un chico que encima es guardia. Incluso Hana se da cuenta de que el guardia en cuestión tiene elementos más que suficientes para detenernos.

—Debe de ser que no los hemos visto —musita.

—Ajá —dice él arqueando las cejas. Está claro que no nos cree, pero al menos no parece enfadado—. Pasan bastante desapercibidos. Solo hay unas cuantas docenas. Está claro que es fácil no darse cuenta.

Aparta la vista por un segundo, entrecerrando los ojos y me da la sensación de que está haciendo esfuerzos para no reírse. No se parece a ningún otro guardia, al menos no a los típicos que se ven en la frontera y por toda la ciudad: gordos, viejos y ceñudos. Pienso en lo segura que estaba ayer de que venía de la Tierra Salvaje, la certeza tangible que sentí en el fondo de mi corazón.

Obviamente estaba equivocada. Cuando vuelve la cabeza veo la señal inconfundible de un curado: la marca de la operación, una cicatriz con tres patas justo detrás del oído izquierdo. Los científicos insertan ahí una aguja especial de tres puntas que se usa exclusivamente para inmovilizar al paciente de modo que se le pueda efectuar la cura. La gente presume de sus cicatrices como si fueran medallas al valor: casi no se ven personas curadas con el pelo largo, y las mujeres que no se lo cortan del todo, procuran llevarlo recogido.

Se me quita el miedo. Hablar con un curado no es ilegal. No se aplican las reglas de segregación.

No estoy segura de si me ha reconocido o no. Si lo ha hecho, no lo manifiesta. No puedo soportarlo más.

—Tú… yo te vi a ti —exploto, pero no soy capaz de completar la frase: «Yo te vi ayer».

«Tú me guiñaste el ojo».

Hana parece sorprendida.

—¿Ya os conocéis?

Me mira sorprendida. Sabe que yo jamás he intercambiado más de dos palabras con un chico: un escueto «disculpa» por la calle o un breve «perdón por haberte pisado» cuando tropiezo con alguien. Se supone que las chicas no debemos tener más que un mínimo contacto con chicos incurados que no sean de nuestra familia. Incluso cuando están curados, casi no hay necesidad o excusa para ello, a menos que se trate de un médico, un maestro o alguien así.

Él se vuelve a mirarme. Su rostro tiene un aspecto totalmente sereno y profesional, pero podría jurar que veo un destello en sus ojos, una mirada de diversión o de placer.

—No —contesta suavemente—. Nunca nos hemos visto. Estoy seguro de que me acordaría.

Vuelve ese brillo a sus ojos. ¿Se está riendo de mí?

—Yo me llamo Hana —dice Hana—. Y ella es Lena.

Me da un codazo. Sé que debo de parecer un pez, ahí de pie con la boca abierta, pero me siento demasiado indignada para hablar. Está mintiendo. Sé que es el chico que vi ayer, me apuesto el cuello.

—Yo soy Álex. Encantado —mantiene sus ojos en mí mientras Hana y él se estrechan la mano; luego me la ofrece—. Lena —comenta pensativamente—, nunca había oído ese nombre.

Yo vacilo. Estrechar la mano de alguien siempre me hace sentir torpe, como si estuviera jugando a disfrazarme con ropas de adulto que me quedan demasiado grandes. Además, nunca he tocado a un desconocido. Pero él sigue ahí con la mano extendida, así que un segundo después alargo la mía y se la estrecho. En el momento en que nos tocamos, siento una descarga eléctrica y me retiro rápidamente.

—Es una abreviación de Magdalena —explico.

—Magdalena —Álex inclina levemente la cabeza hacia atrás, mirándome con los ojos entrecerrados—. Bonito nombre.

Me distrae por un momento la forma en que pronuncia mi nombre. En sus labios suena musical, no desmañado y anguloso como siempre lo han hecho sonar los maestros. Sus ojos son de un color ambarino cálido, y cuando le miro me llega el recuerdo repentino y centelleante de mi madre echando sirope sobre un montón de tortitas. Aparto la mirada: me siento avergonzada, como si de algún modo él fuera el responsable de desenterrar ese recuerdo, como si hubiera extendido su mano hasta mi interior y me lo hubiera arrancado. La vergüenza me hace sentir enfadada y continúo:

—Yo sí te conozco. Ayer te vi en los laboratorios. Estabas en la plataforma de observación, mirando, mirándolo todo.

De nuevo, me falta el valor y no puntualizo: «Mirándome a mí».

Noto que Hana clava los ojos en mí, pero la ignoro. Debe de estar furiosa porque no le he contado nada de todo esto.

La expresión de Álex sigue inmutable. No pestañea y no deja de sonreír ni siquiera durante una fracción de segundo.

—Supongo que me has confundido con otra persona. A los guardias no se les permite la entrada en los laboratorios durante las evaluaciones. Y menos a los que trabajamos a tiempo parcial.

Durante un segundo más nos quedamos así, mirándonos el uno al otro. Ahora sé que está mintiendo, y esa sonrisa espontánea y perezosa me da ganas de extender la mano y darle una bofetada. Aprieto los puños y respiro hondo, obligándome a mantener la calma. No soy una persona violenta. No sé por qué estoy tan indignada.

Hana interviene, rompiendo la tensión:

—¿Así que eso es todo? ¿Un guardia a tiempo parcial y algunos letreros de «Prohibido el paso»?

Álex sigue mirándome medio segundo más. Luego se vuelve hacia Hana como si la viera por primera vez.;

—¿A qué te refieres?

—Yo pensaba que los laboratorios estarían mejor protegidos, eso es todo. Da la sensación de que no sería demasiado difícil allanar este lugar.

Álex arquea las cejas.

—¿Estás pensando en intentarlo?

Hana se queda inmóvil y a mí se me hiela la sangre. Ha ido demasiado lejos. Si Álex nos denuncia como posibles simpatizantes o como alborotadoras, o como lo que sea, nos esperan meses y meses de ser vigiladas e investigadas. Y ya nos podemos despedir de nuestra oportunidad de aprobar la evaluación con notas decentes. Visualizo una vida entera sintiendo náuseas al observar cómo Andrew Marcus se saca mocos de la nariz con la uña del pulgar.

Álex debe de notar nuestro miedo, porque alza las manos.

—Tranquilas, estaba bromeando. No parecéis precisamente terroristas.

Entonces me doy cuenta de lo ridículas que debemos de estar con los pantalones cortos de correr, las camisetas sudadas y las zapatillas neón. Bueno, por lo menos yo; Hana parece una modelo de ropa deportiva. Una vez más, noto que me voy a sonrojar y siento una ataque de irritación. No me extraña que los reguladores decidieran que había que mantener separados a chicos y chicas. Habría sido una pesadilla esta mezcla permanente de sentimientos: enfadada y cohibida, confusa e irritada.

—En cualquier caso, esta es solo la zona de descarga para mercancías y esas cosas —Álex señala más allá de la línea de naves de almacenamiento—. La seguridad de verdad empieza más cerca de las instalaciones. Guardias a tiempo completo, cámaras, vallas electrificadas. De todo.

Hana no me mira, pero cuando habla puedo oír la excitación en su voz.

—¿La zona de descarga? O sea, ¿dónde llegan los pedidos?

Empiezo a rezar mentalmente: «No menciones a los inválidos».

—Eso es.

Hana baila en el sitio, desplazando el peso desde atrás hacia delante. Yo intento lanzarle una mirada de advertencia, pero ella evita mis ojos.

—Entonces, ¿aquí es donde llegan los camiones? ¿Con equipo médico y… otras cosas?

—Exactamente.

Una vez más tengo la sensación de que hay un destello en lo profundo de sus ojos, aunque el resto de su cara permanece totalmente natural. No confío en él, pienso, y de nuevo me pregunto por qué habrá mentido sobre su presencia ayer en los laboratorios. Quizá es solo porque está prohibido, como ha dicho. Tal vez se estaba riendo en lugar de intentar ayudar.

Y, por otro lado, puede que realmente no me recuerde. Solo nos miramos unos segundos, y estoy segura de que para él yo no fui más que una cara indistinta, del montón, fácil de olvidar. No tengo una cara bonita. Ni fea tampoco. Simplemente normal, como otras mil caras que puedes ver por la calle.

Él, por el contrario, no es en absoluto del montón. Es una locura que yo esté hablando abiertamente con un muchacho desconocido, aunque esté curado. La cabeza me da vueltas, pero mi vista adquiere una agudeza extraordinaria, así que me fijo en todo con gran detalle. Observo la forma en que un mechón de pelo se riza en torno a su cicatriz, como si fuera un marco; noto sus manos anchas y morenas, la blancura de sus dientes y la perfecta simetría de su rostro. Sus vaqueros están gastados y los lleva por las caderas, sujetos con un cinturón; los cordones de sus zapatillas son de color azul tinta, muy raros, como si los hubiera pintado con rotulador.

¿Cuántos años tendrá? Parece de mí edad, pero debe de ser algo mayor, quizá diecinueve. Me pregunto también —un pensamiento breve, pasajero— si ya habrá sido emparejado. Por supuesto que lo habrán emparejado.

Me he quedado mirándolo sin querer y de repente él se vuelve hacia mí. Yo bajo los ojos, sintiendo un terror rápido e irracional a que haya leído el pensamiento.

—Me encantaría echar un vistazo —suelta Hana sin demasiada sutileza. Yo le doy un pellizco cuando Álex se vuelve y ella pega un respingo y me mira con aire culpable. Al menos no le está sometiendo a un cuestionario de tercer grado sobre lo que sucedió ayer; eso sí que nos llevaría directas a la cárcel o, al menos a un interrogatorio exhaustivo.

Álex lanza la botella de agua al aire y la recoge con la misma mano.

—No hay nada que ver, creedme. A menos que os guste los desechos industriales. De eso si hay bastantes por aquí —hace un signo con la cabeza indicando los contenedores—. Ah, y la mejor vista de la bahía que se puede encontrar en toda la ciudad. Eso también lo tenemos.

—¿De veras? —Hana arruga la nariz, distraída por un momento de su misión detectivesca.

Álex asiente, lanza la botella de nuevo y la recoge. Cuando el recipiente recorre el aire formando un arco, el sol parpadea a través del agua como el destello de una joya.

—Eso sí os lo puedo enseñar —dice—. Venid.

Todo lo que quiero es salir de aquí, pero Hana se me adelanta.

—¡Claro! —dice.

La sigo con desgana, maldiciendo en silencio su curiosidad y su obsesión por todo lo relativo a los inválidos, prometiéndome no dejar que elija la ruta para correr nunca más. Álex y ella van delante, y me llegan fragmentos aislados de su conversación; él cuenta que va a la universidad, pero no pillo lo que estudia; Hana le responde que nosotras estamos a punto de terminar el instituto. Él comenta que tiene diecinueve años; ella que las dos cumpliremos dieciocho dentro de unos meses. Por suerte, evita hablar del altercado en las evaluaciones de ayer.

La vía de servicio conecta con otro sendero más estrecho que discurre paralelo a la calle Fore, pero cortando por la empinada colina hacia el paseo marítimo. Pasamos junto a largas naves metálicas de almacenamiento. El sol está alto y cae de plano, sin misericordia. Tengo una sed enorme, pero cuando Álex se vuelve y me ofrece un trago de su botella le digo que no, aunque demasiado rápido y demasiado alto. La idea de poner mi boca donde ha estado la suya me hace sentir ansiedad otra vez.

Cuando llegamos a la cima de la colina, jadeando un poco por el ascenso, la bahía se despliega a nuestra derecha como un mapa gigantesco, un mundo brillante y reluciente de azules y verdes. Hana sofoca un grito. Es realmente una vista muy hermosa, perfecta y sin obstáculos. El cielo está lleno de orondas nubes blancas que me recuerdan a almohadas de plumas. Las gaviotas describen arcos perezosos sobre el agua, trayectorias de pájaros que se forman y se deshacen en el cielo.

Hana se adelanta unos metros.

—Es sensacional. Precioso, ¿no? A pesar del tiempo que llevo viviendo aquí, sigo sin acostumbrarme —se vuelve a mirarme—. Creo que esta es mi vista favorita del océano; en mitad de la tarde, un día soleado y luminoso. Es como una fotografía, ¿no te parece, Lena?

Estoy absolutamente relajada, disfrutando del viento que sopla en lo alto de la colina, ese viento que me roza los brazos y las piernas y me produce una sensación fresca y agradable.

La bahía está preciosa y el sol parpadea como un ojo en lo alto. Casi se me ha olvidado que Álex está aquí. Se ha quedado rezagado justo detrás de nosotras; desde que hemos llegado a la cima, no ha dicho ni una palabra. Por eso, casi salgo volando del susto cuando se inclina hacia delante y me susurra una sola palabra al oído: «Gris».

—¿Cómo?

Me doy la vuelta, con el corazón en un puño. Hana se ha vuelto a mirar el agua y sigue diciendo que le gustaría tener aquí su cámara y que nunca se tiene lo que se necesita de verdad. Álex está inclinado hacia mí, tan cerca que puedo ver cada una de sus pestañas, como pinceladas perfectas en un retrato sobre lienzo; en este momento, sus ojos bailan literalmente con la luz, resplandeciendo como si estuvieran en llamas.

—¿Qué has dicho? —repito en una especia de graznido susurrado.

Se acerca un poco más y es como si las llamas saltaran de sus ojos y le prendieran fuego a todo mi cuerpo. Nunca antes había estado tan cerca de un chico. Siento como si me quisiera desmayar y echar a correr al mismo tiempo. Pero no puedo moverme.

—He dicho que prefiero el océano cuando está gris. No exactamente gris. Un color pálido, indefinido. Lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.

Se acuerda. Estaba allí. El suelo desaparece bajo mis pies, como lo hace en el sueño sobre mi madre. Lo único que puedo ver son sus ojos, las formas cambiantes de sombra y luz que giran en ellos.

—Has mentido —consigo decir—. ¿Por qué has mentido?

No me contesta. Se aparta un poco y continúa hablando.

—Claro que es incluso más bello al atardecer. Sobre las ocho y media es como si el sol estuviera ardiendo, especialmente en la ensenada de Back Cove. Deberías verlo —hace una pausa y, aunque habla bajo y con tono natural, me parece que quiere decirme algo importante—. Esta noche, probablemente va a ser alucinante.

Mi cerebro se pone en marcha con dificultad, procesa lentamente sus palabras, la forma en que hace hincapié en ciertos detalles. Luego, todo encaja: me ha dado un lugar y una hora. Me está diciendo que me reúna con él.

—¿Me estás pidiendo que…? —empiezo a decir, pero justo en ese momento, Hana se vuelve hacia mí y me coge del brazo.

—¡Se hace tarde! —exclama riendo—. Son más de las cinco. Tenemos que irnos.

Me arrastra hacia atrás sin darme tiempo a responder ni a protestar. Cuando consigo mirar por encima de su hombro para ver si Álex me hace algún tipo de señal, ya no se le ve.