tres

Señor, ancla nuestros pies en la tierra y nuestros ojos en el camino, y no nos dejes olvidar a los ángeles caídos que, queriendo elevarse, se quemaron con el sol y perecieron en el mar con las alas derretidas. Señor, ancla mis pies en la tierra y mantén mis ojos en el camino para que nunca tropiece.

Salmo 42

La tía insiste en acompañarme a los laboratorios, que, como todas las oficinas de la Administración, están dispuestos en línea a lo largo de los muelles: una fila de edificios blancos que brillan como dientes sobre la boca ruidosa del océano.

Cuando era pequeña y acababa de mudarme a casa de Carol, ella me llevaba a la escuela todos los días. Mi madre, mi hermana y yo habíamos vivido más cerca de la frontera, y yo me moría de miedo en aquellas calles enrevesadas y oscuras donde olía a basura y a pescado rancio. Siempre deseé que la tía me tomara de la mano, pero ella nunca lo hizo; yo apretaba los puños y seguía el hipnótico frufrú de sus pantalones de pana, temiendo el momento en que la Academia Femenina Saint Anne se alzara en lo alto de la última colina: aquel edificio oscuro de piedra, cubierto de grietas y fisuras como el rostro curtido de los pescadores que trabajaban en los muelles.

Es asombroso cómo cambian las cosas. Entonces me daban pánico las calles de Portland y era reacia a alejarme de mi tía. Ahora las conozco tan bien que podría seguir sus curvas y pendientes con los ojos cerrados; de hecho, en este momento desearía quedarme sola. Aunque el océano está oculto por las tortuosas ondulaciones de las calles, su olor me relaja. La sal del mar vuelve el aire granuloso y cargado.

—Recuerda —me está diciendo la tía por enésima vez—. Quieren saber cosas de tu personalidad, pero cuanto más generales sean tus respuestas, más posibilidades tendrás de que te tengan en cuenta para distintos puestos.

Mi tía siempre habla del matrimonio con palabras sacadas directamente del Manual de FSS, palabras como deber, responsabilidad y perseverancia.

—Vale —respondo.

A nuestro lado pasa veloz un autobús. Lleva el emblema de la Academia Saint Anne pintado en un lateral; rápidamente bajo la cabeza, imaginándome a Cara McNamara o Hillary Packer al otro lado de las ventanas cubiertas de polvo, riéndose y apuntándome con el dedo. Todo el mundo sabe que hoy me van a evaluar. Solo se hace cuatro veces a lo largo del año y los turnos se asignan con mucha antelación.

El maquillaje que la tía me ha obligado a ponerme hace que sienta la piel pastosa y resbaladiza. Al mirarme en el espejo del baño parecía un pez, sobre todo por el pelo, completamente recogido con horquillas y pinzas; un pez con un montón de ganchitos de metal que sobresalen de la cabeza.

No me gusta el maquillaje, nunca me han interesado la ropa ni los cosméticos. Mi mejor amiga, Hana, cree que estoy loca. Claro, ella es guapísima: incluso cuando no hace más que enrollarse el pelo rubio con un descuidado moño en lo alto de la cabeza, parece como si acabara de peinarla el mejor estilista. Yo no soy fea, pero tampoco guapa; soy del montón. Mis ojos no son ni verdes ni castaños, sino de algún color a medio camino entre los dos. No soy delgada, pero tampoco gorda. Lo único claro que se puede decir sobre mí es que soy baja.

—Si te preguntaran, Dios no lo quiera, por tu prima, acuérdate de decir que no la conocías muy bien…

—Va-a-le.

Solo la escucho a medias. Hace calor, demasiado teniendo en cuenta que aún estamos en junio. El sudor empieza ya a picarme en las axilas y en la parte baja de la espalda, a pesar de que esta mañana me embadurné de desodorante. A la derecha queda la bahía de Casco Bay, encajonada entre Peaks Island y Great Diamond Island, donde se alzan las torres de vigilancia. Más allá está el océano abierto, y más lejos aún, todos los países y ciudades que se vendrán abajo destruidos por la enfermedad.

—¿Lena? ¿Pero me estás escuchando?

Carol me agarra el brazo y me da la vuelta para que la mire.

—Azul —recito de memoria—. El azul es mi color favorito. O el verde —el negro resulta demasiado morboso, el rojo los pondrá nerviosos, el rosa es demasiado aniñado, el naranja queda raro.

—¿Y las cosas que te gusta hacer en tu tiempo libre?

Suavemente, me desprendo de su apretón.

—Eso ya lo hemos repasado.

—Lena, esto es importante. Puede que sea el día más importante de toda tu vida.

Suspiro. Ante mí, las puertas que bloquean los laboratorios estatales se abren lentamente con un gemido mecanizado. Ya se está formando una doble cola: en un lado, las chicas, y unos veinte metros más allá, frente a otra entrada, los chicos. Entrecierro los ojos para evitar el sol, tratando de localizar a alguien conocido, pero el océano me ha deslumbrado y mi visión está nublada por puntos negros.

—¿Lena? —insiste la tía.

Inspiro profundamente y me lanzo a soltar la retahíla que hemos ensayado hasta la saciedad:

—Me gusta trabajar en el periódico escolar. Me interesa la fotografía porque me gusta el modo en que captura y preserva un momento concreto de tiempo. Me gusta pasar tiempo con mis amigos e ir a conciertos en el parque de Deering Oaks. Disfruto corriendo y fui cocapitana del equipo de cross durante dos años. Tengo el récord escolar en los 5.000 metros lisos. Y a menudo cuido de los pequeños de mi familia: me encantan los niños.

—Estás poniendo un gesto muy raro —comenta mi tía.

—Me encantan los niños —repito, forzando una sonrisa.

La verdad es que en realidad no me gustan, excepto Gracie. Son trastos y chillan todo el tiempo; siempre están cogiendo cosas, babeando y haciéndose pis. Pero sé que tendré que tener mis propios hijos en algún momento.

—Mejor así —aprueba Carol—. Continúa.

—Mis asignaturas favoritas son Matemáticas e Historia —remato, y ella asiente, satisfecha.

—¡Lena!

Me vuelvo. Hana baja del coche de sus padres; el pelo rubio le cae alrededor de la cara en mechones ondulados, y lleva una túnica semitransparente sujeta sobre un hombro bronceado. Todos los chicos y chicas que están haciendo cola para entrar en los laboratorios se vuelven a mirarla. Ese es el efecto que suele tener Hana en la gente.

—¡Lena! ¡Espera!

Hana sigue acercándose a toda velocidad, haciéndome señales como una loca. Detrás de ella, el vehículo comienza a maniobrar en el estrecho sendero, atrás y adelante, atrás y adelante, hasta que se coloca en sentido contrario. El coche de sus padres es tan elegante y oscuro como una pantera. Las pocas veces que hemos montado juntas en él, me he sentido como una princesa. Ya casi nadie tiene coches, y menos todavía vehículos que puedan circular. El petróleo está rigurosamente racionado y es muy caro. Algunas personas de clase media tienen coches inmóviles delante de su casa, como estatuas frías e inservibles, con los neumáticos sin estrenar.

—Hola, Carol —dice Hana sin aliento cuando nos alcanza. De su bolso medio abierto sobresale una revista, y se inclina para sacarla. Es una de las publicaciones gubernamentales, Hogar y Familia, y en respuesta a mis cejas arqueadas, hace una mueca.

—Mi madre me ha obligado a traerla. Me ha dicho que debo leerla mientras espero a la evaluación para causar buena impresión.

Se mete los dedos en la boca como si fuera a vomitar.

—¡Hana! —susurra mi tía enérgicamente.

La ansiedad de su tono hace que me dé un vuelco el corazón. Carol raramente pierde la compostura. Gira la cabeza con brusquedad en ambas direcciones, como si esperara encontrar reguladores o evaluadores merodeando por la calle en esta clara mañana.

—No te preocupes. No nos están espiando —Hana le vuelve la espalda a mí tía y vocaliza sin emitir ningún sonido: «… todavía». Luego sonríe.

Ante nosotras, la doble cola de chicas y chicos se va haciendo más larga. Se extiende por la calle, incluso cuando las puertas de cristal de los laboratorios se abren con un zumbido para dar paso a varias enfermeras con papeles en la mano, que empiezan a conducir a la gente hacia las salas de espera. La tía me posa una mano suavemente en el codo, rápida como un pájaro.

—Más vale que te pongas a la cola —dice, de nuevo en su tono normal. Ojalá se me pegara parte de su serenidad—. ¿Lena?

—¿Sí?

No me siento muy bien. Los laboratorios me parecen lejanos, tan blancos que apenas puedo mirarlos, y el suelo resulta también demasiado brillante. Las palabras que escuché por la mañana, «puede que sea el día más importante de tu vida», resuenan en mi cabeza. El sol parece un enorme foco.

—Buena suerte —mi tía me ofrece su sonrisa fugaz.

—Gracias.

Deseo que Carol diga algo más, algo como «estoy segura de que lo vas a hacer muy bien», o «intenta no preocuparte», pero se limita a quedarse allí, parpadeando, tan serena e impenetrable como siempre.

—No se preocupe, señora Tiddle —dice Hana guiñándome un ojo—. Me aseguraré de que no meta la pata demasiado. Lo prometo.

Ahora sí se disuelve todo mi nerviosismo. Hana está completamente relajada, despreocupada y normal.

Caminamos juntas hacia los laboratorios. Ella mide casi un metro ochenta. Cuando voy a su lado, tengo que dar medio saltito cada dos pasos para mantener el ritmo, y acabo sintiéndome como un pato que cabecea en el agua. Hoy, sin embargo, no me importa. Me alegra que esté conmigo. Si estuviera sola, me sentiría totalmente perdida.

—Tu tía se toma todo esto demasiado en serio, ¿no? —comenta mientras nos acercamos a las colas.

—Bueno, es que es serio.

Nos ponemos al final de la fila. Veo a algunas personas conocidas: varias chicas que recuerdo vagamente de la escuela, chicos a los que he visto jugando al fútbol detrás de la Preparatoria Spencer. Por un momento, mi mirada se cruza con la de uno que se da cuenta de que lo estaba observando. Arquea las cejas y yo bajo la vista rápidamente; me pongo toda colorada y se me concentran los nervios en el estómago. «En menos de tres meses estarás emparejada», me digo, pero la frase suena ridícula, no significa nada; es como aquellas frases absurdas que nos salían cuando éramos niñas y jugábamos a los disparates: «Quiero banana para lancha motora» o «Dale mi zapato borracho a tu bizcocho abrasador».

—Sí, lo sé. Confía en mí, he leído el Manual de FSS, como todos —Hana se sube las gafas de sol hasta la frente y me mira moviendo las pestañas, edulcorando la voz—. «El día de la evaluación es el emocionante rito iniciático que te prepara para un futuro de felicidad, estabilidad y vida en pareja».

Se vuelve a bajar las gafas y hace una mueca.

—¿Tú no lo crees? —bajo la voz todo lo que puedo.

Hana lleva una temporada un poco rara. Siempre ha sido distinta de las demás, más franca, más independiente, más intrépida. Esa es una de las razones por las que al principio quise ser amiga suya. Yo soy tímida y siempre me da miedo meter la pata. Ella es todo lo contrario.

Pero últimamente hay algo más. Para empezar, ha dejado de preocuparse por la escuela, y ya la han llamado varias veces a la oficina del director por contestar a los profesores. A veces, en mitad de una conversación, se calla de pronto y cierra la boca, como si hubiera encontrado una barrera. Y en varias ocasiones la he sorprendido escrutando el océano como si pensara huir a nado.

Al mirarla en este momento, con sus claros ojos grises y la boca fina y tensa como un arco, siento una punzada de temor. Me imagino a mi madre debatiéndose confusa en el aire durante un segundo antes de caer al océano como una piedra. Me acuerdo de la cara de aquella chica que se tiró de la azotea del laboratorio hace años, de su mejilla apoyada en el pavimento. Aparto de mi mente con un esfuerzo cualquier pensamiento negativo: Hana no está enferma. No puede estarlo. Yo lo sabría.

—Si de veras quisieran que fuéramos felices, nos dejarían elegir a nosotras —refunfuña.

—Hana —le digo cortante, criticar el sistema es el peor delito que existe—. Retira lo que has dicho.

—Vale, vale. Lo retiro —dice levantando las manos.

—Ya sabes que no funciona. Mira lo que pasaba antes. Caos, peleas y guerra. La gente no era feliz.

—He dicho que lo retiro.

Me sonríe, pero yo sigo enfadada y aparto la mirada.

—Además —continúo—, nos dan la posibilidad de elegir.

Normalmente, los evaluadores elaboran una lista de cuatro o cinco candidatos aprobados y se nos permite escoger entre ellos. De esta forma, todo el mundo se queda contento. En todos los años que se lleva efectuando la intervención y se conciertan los matrimonios, no ha habido más de diez porcios en el estado de Maine, y menos de mil en Estados Unidos. En casi todos los casos, el marido o la esposa eran sospechosos de ser simpatizantes, así que el porcio era inevitable y contó con la aprobación del estado.

—Con muy pocas opciones —puntualiza—. Solo podemos elegir entre los chicos que nos han asignado.

—Las opciones son siempre limitadas —replico brusca—. Así es la vida.

Hana abre la boca como si fuera a hablar pero simplemente se echa a reír. Luego me coge la mano y me da dos apretones cortos y dos largos. Es nuestra señal, una costumbre que empezamos en segundo cuando una de las dos tenía miedo o estaba disgustada. Era una manera de decir: «Estoy aquí, no te preocupes».

—Vale, vale, no te pongas a la defensiva. Me encantan las evaluaciones, ¿vale? ¡Viva el día de la evaluación!

—Más vale así —digo, pero sigo preocupada e inquieta.

La cola avanza lentamente. Pasamos las puertas de hierro, con su intrincado remate de alambre de espino, y entramos en el largo sendero que nos lleva a los diferentes pabellones. Nos dirigimos al edificio 6-C. Los chicos van al 6-B, y las colas comienzan a alejarse la una de la otra describiendo una curva.

A medida que nos acercamos a la parte delantera, nos llega una ráfaga de aire acondicionado cada vez que las puertas correderas de cristal zumban para abrirse y cerrarse. Es una sensación asombrosa, como sumergirse de pronto de pies a cabeza en una fina capa de hielo polar. Me vuelvo y me aparto la coleta del cuello, deseando que no haga tanto calor En casa no tenemos aire acondicionado, solo ventiladores de pie que se oyen demasiado por las noches. Y la mayor parte del tiempo, Carol ni siquiera nos deja usarlos; chupan demasiada electricidad, dice, y no podemos desperdiciarla.

Al menos ya solo quedan unas pocas chicas delante de nosotras. Sale una enfermera del edificio, con un montón de papeles apoyados en tablillas y un puñado de bolis que empieza a distribuir a lo largo de la fila.

—Por favor aseguraos de que rellenáis toda la información que se os pide —explica—, incluyendo vuestro historial médico y familiar.

El corazón me sube hasta la garganta. Las casillas claramente organizadas en el papel, Apellidos, Nombres, Dirección actual, Edad, se mezclan y se confunden. Me alegro de que Hana esté delante de mí. Ella se pone enseguida a rellenar el formulario, apoyando la tablilla en el antebrazo mientras el boli se desliza ágilmente sobre el documento.

—Siguiente.

La puerta vuelve a abrirse con un zumbido y aparece una segunda enfermera, que le hace un gesto a Hana para que entre. En la penumbra fresca a su espalda, distingo una sala de espera de un blanco reluciente con moqueta verde.

—Buena suerte —le digo a Hana.

Se vuelve y me dedica una rápida sonrisa. Pero me doy cuenta de que está nerviosa. Por fin. Entre sus cejas hay un fino pliegue y se está mordiendo la comisura de los labios.

Hace ademán de entrar en el edificio, pero luego se gira de repente y se vuelve hasta mí. Acerca su rostro salvaje y extraño, me agarra por los hombros y me susurra algo al oído. Me quedo tan sorprendida que dejo caer la tablilla.

—Ya sabes que no puedes ser feliz a menos que seas desgraciada alguna vez, ¿verdad? —me dice susurrando, y su voz es áspera como si acabara de llorar.

—¿Cómo?

Me está clavando las uñas en los hombros y en ese momento me da un miedo terrible.

—Que no puedes ser verdaderamente feliz a menos que seas desgraciada alguna vez. Lo sabes, ¿no?

Me suelta antes de que yo pueda responder, y al separarse, veo su cara tan serena, bella y tranquila como siempre. Se inclina para recoger mi tablilla y me la pasa sonriendo. Luego se vuelve y desaparece tras las puertas de cristal, que se abren y se cierran a sus espaldas con la misma suavidad con que la superficie del agua se cierra sobre algo que se hunde.