veintisiete

Quien trata de alcanzar el cielo de un salto puede caerse, es cierto. Pero también puede que vuele.

Dicho Antiguo, de procedencia desconocida, incluido en la Compilación exhaustiva de palabras e ideas peligrosas, www.cepip.gob.org

En mi vida ha habido días en los que el tiempo parecía extenderse lentamente como ondas concéntricas en el agua, y otros en los que parecía correr a tanta velocidad que me mareaba. Pero hasta ahora no sabía que pudiera hacer las dos cosas a la vez. Los minutos parecen hincharse a mi alrededor para sofocarme con su desidia. Miro cómo la luz se mueve centímetro a centímetro en el techo. Lucho contra el dolor de cabeza y el que me azota los omóplatos. Después del izquierdo, se me queda dormido el brazo derecho. Una mosca vuela zumbando por la habitación y se golpea contra las persianas una y otra vez. Al final cae agotada y choca contra el suelo con un pequeño chasquido.

«Lo siento, colega. Te entiendo muy bien».

Al mismo tiempo me asusta ver cuántas horas han pasado desde la visita de Hana. Cada instante me acerca a la intervención y me aleja de Álex, y a pesar de que cada minuto parece durar una hora, al mismo tiempo cada hora parece disolverse en un minuto. Ojalá tuviera alguna forma de saber si Hana ha conseguido ocultar una nota en el Gobernador.

Aunque lo haya hecho, hay muy pocas esperanzas de que a él se le ocurra mirar allí para tener noticias mías. Queda tan solo la esperanza más diminuta, el filo del filo.

Pero sigue siendo una esperanza.

Ni siquiera he pensado en los otros obstáculos que me dificultan la huida, como el hecho de que estoy atada como un salchichón o el que Carol, el tío William, Rachel o Jenny estén siempre de guardia en el pasillo junto a la puerta. Tal vez pueda considerarse simple obstinación o locura, pero tengo que seguir creyendo que Álex vendrá y me ayudará a liberarme como en uno de los cuentos de hadas que me contó en el camino de regreso de la Tierra Salvaje, uno de esos en los que el príncipe rescata a la princesa de una torre cerrada con siete llaves, y los dos matan dragones y atraviesan bosques de espinos venenosos solo para estar juntos.

A última hora de la tarde, Rachel vuelve con un cuenco de sopa humeante y se sienta en mi cama sin decir nada.

—¿Más ibuprofeno? —le pregunto sarcásticamente cuando me ofrece una cucharada.

—¿No te sientes mejor ahora que has dormido? —me rebate.

—Me sentiría mejor si no estuviera atada.

—Es por tu propio bien —dice aproximando de nuevo la cuchara a mi boca.

Lo último que quiero es aceptar comida de Rachel, pero si Álex viene a buscarme (y vendrá; tengo que seguir creyendo), necesitaré estar fuerte. Además, si Carol y Rachel se convencen de que he renunciado a la idea de huir, tal vez me aflojen las ataduras o dejen de hacer guardia frente a la puerta del dormitorio. Al menos así tendría una oportunidad de escapar.

Así que trago la cucharada de sopa, fuerzo una sonrisa tensa y digo:

—No está mal.

Ella me lanza una sonrisa radiante.

—Puedes tomar toda la que quieras —dice—. Tienes que estar en forma para mañana.

«Amén, hermana», pienso, y me tomo todo el cuenco antes de pedir más.

Más minutos: se arrastran lentamente, como un peso que tirara de mi hacia abajo. Pero luego, de repente, la luz del dormitorio se vuelve del color cálido de la miel, y luego del blanco temblón de la nata fresca, y luego empieza a girar alejándose de las paredes como el agua que se va por el sumidero. No es que esperara que Álex apareciera antes de la noche —eso sería un suicidio—, pero en cualquier caso, el dolor palpita en mi pecho. Casi no queda tiempo.

La cena consiste en más sopa, con trozos de pan empapados en ella. Esta vez es Carol quien me la trae mientras Rachel se queda fuera. Carol me desata las manos brevemente cuando le ruego que me deje ir al baño, pero insiste en acompañarme y se queda ahí mientras hago pis, lo que resulta más que humillante. Siento las piernas poco firmes y la cabeza me duele más cuando me pongo de pie. Tengo marcas profundas en las muñecas, cortesía de la cuerda de nailon, y mis brazos sondos pesos muertos que cuelgan sin vida de los hombros. Cuando Carol se dispone a atarme de nuevo, me planteo resistirme. Aunque ella es más alta que yo, yo soy claramente más fuerte, pero me lo pienso mejor. La casa está llena de gente, incluido mi tío, y creo que sigue habiendo algún regulador en el piso de abajo. Me tendrían atada y sedada en pocos minutos, y no puedo permitirme estar inconsciente de nuevo. Esta noche tengo que encontrarme despierta y bien alerta. Si Álex no viene, habré de pensar un plan alternativo.

Una cosa es cierta: mañana no me van a operar. Antes prefiero morir.

Me centro en tensar los músculos todo lo que puedo mientras Carol me ata. Cuando me vuelvo a relajar, queda un poco de espacio, apenas unos centímetros, entre la cuerda y la carne. Quizá sea suficiente para zafarme de esposas improvisadas, si me empeño en ello. Más buenas noticias: a medida que pasa el día, todo el mundo va aflojando un poco la vigilancia constante de mi dormitorio, como yo esperaba. Rachel abandona su puesto cinco minutos para ir al baño. Jenny se pasa la mayor parte del tiempo sermoneando a Gracie sobre las reglas de algún juego que se ha inventado. Carol deja su puesto durante media hora cuando se va a lavar los platos. Después de la cena, llega el turno del tío William. Eso me alegra. Tiene encendida su pequeña radio portátil; espero que se quede dormido, como hace normalmente después de la cena.

Y después, tal vez —solo tal vez— pueda largarme de aquí.

Para las nueve, toda la luz del cuarto ha desaparecido y me quedo a oscuras, con las sombras extendidas como tapices sobre las paredes. La luna está brillante; se filtra por las persianas y delinea apenas los objetos con un difuso resplandor plateado. El tío William sigue fuera, escuchando la radio con el volumen bajo, un ruido indescifrable. Los sonidos suben flotando a través del suelo: agua que corre en la cocina y en el baño de abajo, voces que murmuran y pasos amortiguados, las últimas toses y movimientos antes de que la casa quede en silencio para la noche, como los últimos estertores de un moribundo. A Jenny y a Gracie aún no les permiten dormir en el cuarto conmigo. Supongo que se están instalando para dormir en el salón.

Rachel entra con un vaso de agua. Es difícil ver en la penumbra, pero el líquido parece sospechosamente turbio, como si hubieran disuelto algo en él.

—No tengo sed —digo.

—Solo algunos sorbitos.

—De veras, Rachel, no tengo sed.

—No seas tozuda, Lena —se sienta en la cama y me acerca el agua a los labios a la fuerza—. Te has portado muy bien todo el día.

No me queda otra opción. Noto el sabor acre de las medicinas. Sin duda, el agua estaba mezclada con más pastillas para dormir. Retengo el agua en la boca y, en cuanto Rachel se pone de pie y se vuelve hacia la puerta, giro la cabeza y dejo que el líquido caiga en la almohada. Da un poco de asco, pero es mejor que tragármela. La humedad empapa la almohada y me alivia temporalmente el dolor de los hombros.

Rachel vacila en la puerta como si estuviera buscando algo significativo que decir. Pero todo lo que se le ocurre es:

—Te veré por la mañana.

«No, si puedo evitarlo», pienso, pero no digo nada. Luego se va y cierra la puerta tras de sí.

Y entonces me quedo en la oscuridad total, acompañada solo por el transcurso de las horas, los minutos que pasan. Y mientras estoy ahí tumbada sin nada que hacer más que pensar, a medida que la casa se asienta y va quedando en silencio en torno a mí, vuelve el miedo, una niebla terrible. Me digo a mí misma que él va a venir, tiene que venir, pero el reloj sigue avanzando, burlándose de mí. Fuera, las calles están silenciosas: solo se oye el ladrido ocasional de algún perro.

Para impedir que mi mente siga dándole vueltas a la misma pregunta («¿Vendrá Álex o no?»), intento pensar en todas las maneras en que puedo matarme de camino a los laboratorios. Si hay tráfico en la calle Congress, me puedo tirar delante de algún camión. O quizá pueda salir corriendo en dirección a los muelles; no debería ser muy difícil ahogarse, en especial si tengo aún las manos atadas. Y en el peor de los casos, puedo intentar subir hasta la azotea de los laboratorios, como hizo aquella chica hace tantos años, y lanzarme al vacío como una piedra, partiendo las nubes.

Me acuerdo de las imágenes que mostraron las televisiones una y otra vez a lo largo de aquel día: el hilillo de sangre, la extraña expresión de paz en su cara.

Ahora lo comprendo. Parece un poco morboso, pero la verdad es que tramar esos planes me hace sentir mejor, acaba con el miedo y la ansiedad que se agitan dentro de mí. Prefiero morir a mi manera que vivir a la suya. Prefiero morir amando a Álex que vivir sin él.

«Por favor, Dios, haz que venga a por mí. Nunca te volveré a pedir nada. Renunciaré a todo lo que tengo. Tan solo, por favor, haz que venga».

Hacia medianoche, el miedo se convierte en desesperación. Si él no viene, tendré que salir de aquí yo sola.

Muevo las manos en las ataduras, intentando hacer palanca con ese centímetro extra de espacio. La cuerda me corta profundamente la piel y tengo que morderme los labios para no gritar en la oscuridad. Por mucho que tire y afloje y retuerza las muñecas, la cuerda se niega a ceder más, pero aun así sigo intentándolo hasta que me cae el sudor por la línea del pelo. Me da miedo hacer ruido y que venga alguien al cuarto. Algo húmedo me baja por el brazo y, cuando giro la cabeza hacia atrás, veo una gruesa línea de sangre que me recorre la piel, como una horrible serpiente negra. De tanto forcejear, he terminado haciéndome una herida.

Las calles siguen tan tranquilas como siempre, y en ese momento me doy cuenta de que no hay esperanza. No podré escapar yo sola. Mañana me despertaré y mi tía y Rachel y los reguladores me escoltarán hasta el centro, y la única vía de escape que me quedará será lanzarme al océano o arrojarme al vacío desde la azotea de los laboratorios.

Pienso en los ojos de miel fundida de Álex, en la suavidad de su tacto y en dormir bajo un dosel de estrellas, extendidas ahí arriba como si las hubieran colocado solo para nosotros.

Ahora, tantos años después, comprendo lo que era la frialdad, y de dónde venía aquella sensación de que todo se había perdido y ya nada valía la pena ni tenía ningún significado. Por fin, el frío y la desesperación se vuelven clementes y caen sobre mi mente como un velo oscuro y, milagro de milagros, consigo dormir.

Me despierto poco después en la penumbra violácea del cuarto, con la sensación de que hay alguien conmigo y de que se están aflojando las ataduras de mis muñecas. Por un segundo, mi corazón se eleva y pienso: «Álex», pero a continuación levanto la vista y veo a Gracie, sentada en la cama, manipulando las cuerdas que me atan al cabecero. Tira y retuerce y se inclina a veces para tirar del nailon con los dientes. Me recuerda a un animal callado y laborioso que rompe una valla royéndola.

Y de pronto, la cuerda se rompe y estoy libre. El dolor en los hombros es atroz, y siento pinchazos en los brazos. Pero, con todo, en ese momento de liberación sería capaz de gritar y saltar de alegría. Así debió de sentirse mi madre cuando vio el primer rayo de sol penetrar por la fisura en los muros de piedra de su cárcel.

Me siento frotándome las muñecas. Gracie se acurruca junto al cabecero mirándome. Me inclino hacia delante y la envuelvo en un gran abrazo. Huele a jabón de manzana y un poco a sudor. Tiene la piel caliente, y no puedo imaginar lo nerviosa que se habrá puesto al subir a escondidas a mi cuarto. Me sorprende lo delgada y frágil que parece mientras tiembla ligeramente entre mis brazos.

Pero no es frágil en absoluto. Gracie es fuerte, y me doy cuenta de que quizá sea más fuerte que ninguno de nosotros. Se me ocurre que durante mucho tiempo ella ha mantenido su propia versión de la resistencia, y el hecho de que sea una resistente nata me hace sonreír mientras la abrazo. Le va a ir bien. Le va a ir mejor que bien.

Me aparto solo un poquito para susurrarle al oído:

—¿El tío William sigue ahí fuera?

Gracie asiente en silencio, y luego se pone las manos a un lado de la cabeza para indicar que William está durmiendo.

Me inclino de nuevo hacia delante.

—¿Hay reguladores en la casa?

Gracie asiente de nuevo y muestra dos dedos. Se me hunde el estómago. No solo uno, sino dos reguladores.

Me pongo de pie para probar las piernas; tengo calambres después de dos días inmovilizada. Camino de puntillas hasta la ventana y abro la persiana tan silenciosamente como puedo, consciente de que el tío William dormita a pocos metros. En el exterior, el cielo muestra un tono púrpura oscuro, profundo, del color de las berenjenas, y la calle está envuelta en sombras como si la hubieran cubierto con terciopelo. Todo está inmóvil y silencioso, pero en el horizonte se percibe un tenue rubor, una claridad gradual. No falta mucho para el amanecer.

Abro cuidadosamente la ventana, con un deseo repentino de oler el mar. Ahí está: ese olor a espuma salada y a neblina que siempre me trae a la mente la idea de una revolución constante, de una marea eterna. En ese momento siento una oleada de tristeza abrumadora. Sé que no hay forma de encontrar a Álex en esta enorme ciudad durmiente, y es imposible que yo alcance sola la frontera. Mi mejor opción es intentar llegar a los acantilados, al océano, y meterme en el agua hasta que esta se cierre sobre mi cabeza. Me pregunto si dolerá. Me pregunto si Álex estará pensando en mí.

En algún lugar de la ciudad se oye un motor en marcha, un rugido lejano como el jadeo de un animal. Dentro de pocas horas, el rubor brillante de la mañana se abrirá paso entre toda esa oscuridad y las formas volverán a afirmarse; la gente se despertará y bostezará y hará café y se preparará para ir a trabajar, como de costumbre. La vida seguirá. Algo me duele en lo más profundo, algo antiguo y más fuerte que las palabras: ese filamento que nos une a la raíz de la existencia, esa cosa antigua que se despliega y resiste y forcejea desesperadamente buscando un punto de apoyo, una forma de seguir aquí, de respirar, de continuar viviendo. Pero hago que se vaya, lo obligo a acurrucarse de nuevo, a marcharse.

Prefiero morir a mi manera que vivir a la vuestra.

El ruido del motor se va haciendo más fuerte, se aproxima.

Y veo entonces una solitaria motocicleta, un punto negro que se acerca por la calle. Por un momento la observo, fascinada.

Solo he visto una motocicleta en marcha dos veces en mi vida y, a pesar de todo, me parece bella la forma en que sube por la calle, como un leve resplandor atravesando la oscuridad, como la lustrosa cabeza negra de una nutria que corta el agua. Observo también al motorista, una silueta oscura en la parte trasera del vehículo, como una sombra inclinada hacia delante de la que solo se distingue la parte alta de la cabeza. Se va acercando y adquiere forma y detalle.

La parte alta de la cabeza como las hojas en otoño, un color que arde. Arde.

Álex.

Ahogo a duras penas un grito.

Fuera del dormitorio se oye un sonido seco, como de algo que golpeara contra la pared. Oigo al tío William.

—Mierda —masculla.

Álex entra en el pequeño jardín que separa nuestra propiedad de la siguiente, y que consiste en una franja de hierba, un solo árbol anémico y una verja metálica que llega hasta la cintura. Le hago señas desesperadamente. Apaga el motor y vuelve la cara hacia arriba, hacia la casa. Aún está muy oscuro, no estoy segura de que pueda verme.

Me arriesgo a gritar su nombre suavemente:

—¡Álex!

Vuelve la cabeza hacia mi voz, con la cara cruzada por una sonrisa, y abre los brazos como diciendo: «Sabías que vendría, ¿verdad?». Me recuerda el aspecto que tenía la primera vez que lo vi en la plataforma de los laboratorios, resplandeciente como una estrella que parpadeara en la oscuridad solo para mí.

En ese instante, me siento tan llena de amor que es como si mi cuerpo se transformara en un único rayo de luz llameante que se alza hacia arriba más y más. Más allá de la habitación y las paredes y la ciudad, como si todo hubiera quedado atrás y Álex y yo estuviéramos en el aire solos y totalmente libres.

Entonces se abre de par en par la puerta del cuarto y William se pone a gritar.

De repente, la casa es ruido y luz, pasos y gritos. El tío William se ha quedado en la puerta, llamando a gritos a Carol; es como una de esas películas de miedo en las que se despierta una bestia dormida, solo que aquí la bestia es mi propia casa. Se oyen pasos pesados que suben las escaleras —los reguladores, imagino—, y al final del pasillo Carol sale corriendo de su habitación, con el camisón ondeando tras ella como una capa y la boca torcida en un largo grito indescifrable.

Yo empujo la mosquitera con todas mis fuerzas, pero está atascada. Álex también grita algo, pero el ruido del motor al arrancar de nuevo me impide entenderlo.

—¡Detenla! —grita Carol. y William sale de su parálisis y se lanza al interior del cuarto. Le doy otro empujón a la mosquitera y un latigazo de dolor me recorre el hombro; parece que va a ceder, pero acaba aguantando. No hay tiempo, no hay tiempo, no hay tiempo. En cualquier momento. William me agarrará y todo habrá terminado.

Entonces, Gracie chilla:

—¡Esperad!

Todo el mundo se detiene por un momento. Es la primera y única vez que Gracie les ha hablado. William tropieza y se queda mirando a su nieta, con la boca abierta. Carol se detiene en el umbral y, tras ella, Jenny se frota los ojos, convencida de que está soñando. Hasta los reguladores, los dos, se quedan inmóviles en lo alto de las escaleras.

Ese segundo es todo lo que necesito. Le doy otro empellón a la mosquitera, que se estremece y cae a la calle con un sonido metálico. Antes de pensar en lo que estoy haciendo —en la caída o el golpe que me voy a dar—, me encaramo al alféizar y me tiro. El aire me envuelve como en un abrazo, y por un momento mi corazón canta de nuevo y pienso: «Estoy volando».

Golpeo el suelo con tal fuerza que mis piernas ceden y me quedo sin aire. Se me tuerce el tobillo izquierdo y el dolor me atraviesa todo el cuerpo. Derrapo hacia delante con las manos y las rodillas, rodando en dirección a la verja. Arriba se han reanudado los gritos y un instante después la puerta principal se abre de par en par y los dos hombres salen al porche.

—¡Lena!

Es la voz de Álex. Alzo la vista. Se inclina sobre la valla metálica con la mano extendida. Subo un brazo, y él me agarra por el codo y de un tirón me ayuda a pasar sobre la verja; un alambre suelto me engancha la camiseta y la desgarra, arañándome la piel. No queda tiempo para tener miedo. En el porche hay una explosión de interferencias de radio. Uno de los reguladores habla a gritos por el walkie-talkie. El otro está cargando una pistola. En medio del caos, se me ocurre una idea tonta: «No sabía que a los reguladores se les permitiera llevar pistolas».

—¡Venga! —grita Álex.

Me subo como puedo a la moto detrás de él y me agarro fuerte a su cintura.

La primera bala rebota en la verja a nuestra derecha. La segunda golpea la acera.

—¡Vamos! —grito, y Álex acelera justo en el momento en que una tercera bala pasa silbando junto a nosotros, tan cerca que siento el aire vibrar a su paso.

Nos dirigimos a toda velocidad al fondo del callejón. Álex gira la rueda violentamente a la derecha y salimos a la calle, tan inclinados que mi pelo roza la calzada. Mi estómago pega una vuelta de campana y pienso: «Se ha acabado». Pero, milagrosamente, la moto se endereza sola y nos abalanzamos por la calle oscura, mientras los gritos y las detonaciones van quedando atrás.

Pero la tranquilidad no dura. Cuando giramos para entrar en la calle Congress, oigo el sonido de las sirenas: se hace más y más fuerte, como un aullido. Quiero decirle a Álex que acelere, pero el corazón me late tan intensamente que no puedo pronunciar las palabras. Además, mi voz se perdería en el furioso aleteo del viento a nuestro alrededor, y de todas formas sé que no podemos ir más rápido. Los edificios son un borrón gris e informe, como una masa de metal fundido. La ciudad nunca me ha parecido tan ajena, tan horrible y deformada. Las sirenas suenan tan alto que son como cuchillas que me atraviesan con su furiosa vibración. Las luces comienzan a parpadear en los edificios de alrededor a medida que la gente despierta. El horizonte está teñido de rojo: el sol está saliendo con un color herrumbroso, el color de la sangre vieja. Tengo tanto miedo que me siento morir; es un sentimiento desgarrador, peor que cualquier pesadilla que haya tenido nunca.

Entonces, al final de la calle surgen de la nada dos coches patrulla que bloquean nuestro avance. Los reguladores y la policía —docenas de ellos, todo cabezas y brazos y bocas que gritan— llenan la calle. Las voces retumban amplificadas, distorsionadas por las radios y los megáfonos.

—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto o empezaremos a disparar!

—¡Agárrate! —grita Álex. y noto que sus músculos se tensan bajo mis brazos.

En el último momento, gira el manillar bruscamente a la izquierda y derrapamos de costado hasta entrar en un callejón tan estrecho que pasamos rozando la pared de ladrillo. Grito cuando mi pierna derecha golpea la pared. Doblamos una esquina, todavía tan pegados al edificio que los ladrillos me raspan la espinilla, hasta que al fin Álex recupera el control del vehículo y salimos disparados hacia delante. En cuanto salimos por el otro extremo del callejón, vemos dos coches patrulla que se lanzan detrás de nosotros.

Vamos tan rápido que me tiemblan los brazos mientras intento agarrarme. En ese momento tengo un destello de lucidez y me doy cuenta de que nunca lo conseguiremos. Hoy vamos a morir los dos, a tiros o aplastados o en una explosión, en un instante terrible de fuego y metal retorcido. Y cuando nos vayan a enterrar, estaremos tan entremezclados y fundidos que no podrán separar los cuerpos; partes de él irán conmigo y partes mías irán con él. Curiosamente, esa idea no me altera, estoy casi lista para darme por vencida y abandonar, lista para exhalar mi último aliento mientras estoy abrazada a su espalda, sintiendo sus costillas y sus pulmones y su pecho que se mueven con mi cuerpo por última vez.

Pero Álex, obviamente, no está dispuesto a darse por vencido. Se mete por el callejón más estrecho que puede encontrar y dos de los coches que nos persiguen frenan con un chirrido antes de chocar. La entrada queda bloqueada y los otros coches tienen que parar también. El olor acre a humo y a neumáticos quemados hace que me lloren los ojos, pero enseguida nos alejamos, siguiendo a toda velocidad por Franklyn Arterial.

Más sirenas, ahora a lo lejos: llegan los refuerzos.

Pero la ensenada aparece ante nosotros, desplegándose gris y tranquila como si fuera de cristal o metal. El cielo arde por los bordes, un incendio creciente de rosas y amarillos. Álex gira por Marginal Way y me castañetean los dientes al abalanzarnos por su calzada llena de baches; cada vez que nos metemos en otro socavón, mi estómago sube y baja como un yoyó. Nos estamos acercando. El gemido de las sirenas se acerca, como un enjambre de avispones. Si pudiéramos alcanzar la frontera antes de que lleguen más coches patrulla… Si de algún modo consiguiéramos pasar más allá de los guardias, si pudiéramos escalar la alambrada…

Luego, como un insecto enorme que acabara de echar a volar, un helicóptero se alza delante de nosotros iluminando con sus focos el camino oscurecido. El ruido de las hélices resulta atronador, produce turbulencias en el aire, lo desgarra en jirones.

Resuena una voz:

—En nombre del gobierno de los Estados Unidos de América, les ordeno que se detengan y se rindan.

Matas de hierba alta quemada por el sol aparecen a nuestra derecha. Hemos conseguido llegar a la cala. Álex saca la moto bruscamente del camino y se interna en la hierba; a medias acelerando y a medias resbalando, nos dirigimos hacia las marismas, cortando en diagonal hacia la frontera. El barro me salpica en la boca y en los ojos hasta ahogarme, y toso en la espalda de Álex mientras lo siento jadear. El sol es ya un semicírculo, como un párpado a medio abrir.

El puente de Tukey se vislumbra a nuestra derecha, negro y espectral en la penumbra. Delante de nosotros, las luces de las garitas están aún encendidas. Incluso desde esta distancia parecen tan apacibles como farolillos de papel, como algo frágil y provisional. Más allá están la valla, los árboles, la seguridad. Tan cerca. Si tuviéramos tiempo… Tiempo…

Algo estalla, una explosión en la oscuridad, y el barro salta hacia arriba formando un arco. Nos están disparando de nuevo, desde el helicóptero.

—¡Alto! ¡Desmonten y pongan las manos sobre la cabeza!

Los coches patrulla han llegado hasta el camino que bordea la ensenada, más y más vehículos que frenan con un chirrido. Los policías comienzan a invadir la hierba que rodea la marisma; hay cientos, más de los que he visto en ninguna otra ocasión, oscuros y de aspecto inhumano, como una multitud de cucarachas.

Ahora subimos otra vez; estamos en la delgada franja de hierba que separa el agua de la carretera vieja y de las garitas, serpenteando entre la maleza a tal velocidad que las matas me azotan la piel.

Y en ese momento, de pronto. Álex se detiene. Choco contra su espalda y me muerdo la lengua tan fuerte que el sabor de la sangre me inunda la boca. Por encima de nosotros, la luz del helicóptero parece vacilar mientras intenta localizarnos, hasta que nos congela en su resplandor. Álex levanta los brazos por encima de la cabeza, se baja de la moto y se vuelve a mirarme. A la sólida luz blanca, su expresión es indescifrable, como si se hubiera transformado en piedra.

—¿Qué haces? —chillo. El ruido es ensordecedor: hélices, gritos, sirenas y, por debajo de todo, el gemido infinito del agua a medida que la marea sube por la ensenada, siempre allí, siempre llevándoselo todo, desgastándolo hasta convertirlo en polvo—. ¡Aún podemos conseguirlo!

—Escúchame —no está gritando, pero de algún modo consigo oírle; es como si me hablara directamente al oído, aunque está ahí de pie con los brazos en alto—. Cuando yo te diga que te muevas, tú te mueves. Tienes que conducir esto, ¿vale?

—¿Cómo? Yo no sé…

—Ciudadana 914-238-6193216, desmonte y ponga las manos sobre la cabeza. Si no desmonta inmediatamente, nos veremos obligados a disparar.

—Lena —la forma en que dice mi nombre me hace callar—. Han electrificado la valla. Ahora tiene corriente.

—¿Cómo lo sabes?

—Tú escúchame —se perciben la desesperación y el terror en su voz—. Cuando yo te lo diga, tú conduces. Y cuando te diga que saltes de la moto, salta. Podrás trepar por encima de la valla, pero solo tendrás treinta segundos antes de que la electricidad vuelva a conectarse, a lo sumo un minuto. Tendrás que escalar lo más rápido posible. Y después corre, ¿vale?

Todo mi cuerpo se queda frío como el hielo.

—¿Yo? ¿Y tú qué?

Su expresión no cambia.

—Yo estaré justo detrás de ti —dice.

—Disponen de diez segundos… nueve… ocho…

—Álex…

Dedos de hielo se alzan desde mi estómago.

Él sonríe solo un segundo, el más breve aleteo de sonrisa, como si ya estuviéramos a salvo, como si se inclinara a apartarme el pelo de los ojos o a besarme la mejilla.

—Te prometo que estaré justo detrás de ti —su expresión se endurece de nuevo—. Pero tienes que prometerme que no mirarás atrás. Ni siquiera por un segundo, ¿vale?

—Seis… cinco…

—Álex, no puedo…

—Júralo, Lena.

—Tres… dos…

—De acuerdo —digo, casi ahogándome al decirlo. Las lágrimas me impiden ver. Es imposible. No tenemos ninguna posibilidad—. Lo juro.

—Uno…

En ese momento comienzan las explosiones a nuestro alrededor, estallidos de fuego y de sonido. Al mismo tiempo Álex grita: «¡Ahora!» y yo me inclino hacia delante y giro el acelerador como le he visto hacer a él. Siento que sus brazos me abrazan en el último momento, tan fuerte que me habrían tirado de la moto si no estuviera aferrada al manillar.

Más disparos. Álex grita y uno de sus brazos se suelta. Miro atrás un momento y veo que lo tiene doblado contra el pecho. Aterrizamos con un salto en la carretera vieja: allí nos espera una fila de guardias que nos apuntan con los fusiles. Todos gritan, pero no puedo oírlos. Lo único que oigo es un rumor, el rumor apresurado del viento y el zumbido de la electricidad que circula por la valla, como Álex ha dicho. Lo único que puedo ver son los árboles de la Tierra Salvaje, que se están volviendo verdes a la luz de la mañana, sus hojas anchas y planas como manos que se extienden hacia nosotros.

Los guardias están ya tan cerca que distingo caras individuales, gestos concretos: dientes amarillos en uno, una gran verruga en la nariz de otro. Pero aun así no me detengo. Subidos en la moto, nos lanzamos contra ellos, y se dispersan para que no los atropellemos.

La alambrada se yergue por encima de nosotros: cuatro metros, tres metros, dos metros. Pienso: «Vamos a morir».

Entonces suena la voz de Álex, clara y fuerte y curiosamente serena, tanto que no sé si le oigo o solo imagino que me dice las palabras al oído: «Salta… Ahora… Conmigo».

Suelto el manillar y me dejo caer hacia un lado mientras la moto sigue resbalando hacia delante hasta chocar con la valla. El dolor me alcanza todas las partes del cuerpo —siento que los huesos se separan de los músculos, que los músculos se separan de la piel— mientras ruedo sobre piedras afiladas, escupiendo polvo, tosiendo, intentando respirar. Durante un segundo entero, todo se vuelve negro.

Y luego, todo es color y explosión y fuego. La moto choca contra la alambrada y se produce un estruendo ensordecedor que retumba por el aire. El fuego se alza en el cielo, lenguas enormes que lamen un firmamento cada vez más claro. Por un momento la valla suelta un quejido agudo, estridente, y luego queda muerta de nuevo, en silencio. Sin duda, la descarga ha producido un cortocircuito.

Esta es mi oportunidad para escalarla, como ha dicho Álex.

No sé cómo encuentro la fuerza para arrastrarme a cuatro patas, sacudida por las arcadas. Oigo gritos a mis espaldas, pero todo suena distante, como si estuviera bajo el agua. Llego a la alambrada cojeando y empiezo a trepar centímetro a centímetro. Voy lo más rápido posible, pero aun así parece como si no avanzara. Álex debe de estar detrás de mí, porque le oigo gritar.

—¡Vamos, Lena! ¡Vamos!

Me centro en su voz. Es lo único que me hace seguir. De alguna forma, milagrosamente, consigo llegar arriba y paso al otro lado entre las curvas de alambre de espino, como él me enseñó, y entonces me doy la vuelta y me dejo caer hasta golpearme duro contra la hierba. Estoy medio inconsciente, soy incapaz de sentir ya más dolor. Solo unos metros más y la Tierra Salvaje me absorberá, me protegerá con su escudo impenetrable de árboles entrelazados, sombra y vegetación. Espero a que Álex caiga a mi lado.

Pero no lo hace.

Entonces hago lo único que juré que no haría. De repente me vuelve toda la fuerza, espoleada por el miedo. Me pongo de pie justo en el momento en que la alambrada vuelve a zumbar.

Y miro atrás.

Álex sigue de pie en el otro lado, más allá de un muro de fuego y humo. No se ha movido un centímetro desde que saltamos de la moto. Ni siquiera lo ha intentado.

Extrañamente, en ese momento recuerdo lo que contesté hace meses en mi primera evaluación, cuando me preguntaron por Romeo y Julieta y lo único que se me ocurrió decir fue que me parecía «bello». Entonces no pude explicarlo, pero quise decir algo sobre el sacrificio.

La camiseta de Álex es roja y por un momento me parece una ilusión óptica, pero luego me doy cuenta de que está mojada, empapada en sangre, sangre que le cubre el pecho, roja como la mancha que se extiende por el cielo trayendo otro día al mundo. Y más allá está ese ejército humano de insectos que corren hacia él con las pistolas empuñadas. Los guardias llegan hasta él y tratan de agarrarle desde ambos lados como si le quisieran descuartizar. El helicóptero le ilumina con su foco. Está de pie, inmóvil y blanco, petrificado en el rayo de luz, y creo que nunca, en toda mi vida, he visto nada más bello que él.

Me mira a través del fuego, a través de la valla. No aparta los ojos de mí ni por un segundo. Su pelo es una corona de hojas, de espinas, de llamas. Sus ojos resplandecen con una luz que ilumina más que todas las luces de todas las ciudades del mundo entero, más de la que podríamos inventar en diez mil millones de años.

Y en ese momento abre la boca y sus labios forman la última palabra que me dice.

La palabra es: «¡Huye!».

Después de eso, los hombres insecto caen sobre él y desaparece bajo todos esos brazos y bocas que chasquean y desgarran, como un animal presa de los buitres, engullido por la oscuridad.

No sé durante cuánto tiempo corro. Horas, quizá, o días. Álex me dijo que huyera. Así que yo huyo.

Tienes que comprenderlo: yo no soy nadie especial. Soy solo una chica normal. Mido uno sesenta y soy del montón en muchas cosas.

Pero tengo un secreto. Aunque construyan murallas que lleguen hasta el cielo, yo encontraré la forma de volar sobre ellas. Aunque intenten atraparme con cientos de armas, yo encontraré un modo de resistir. Y hay muchos como yo ahí fuera, más de los que crees. Gente que se niega a dejar de creer. Gente que se niega a volver a tierra. Gente que ama en un mundo sin murallas, gente que ama frente al odio, frente al rechazo, sin miedo y contra toda esperanza.

Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo.