veintiséis

He aquí el más profundo secreto que nadie conoce (la raíz de la raíz, el brote del brote, el cielo del cielo de un árbol llamado tierra, que crece más de lo que puede esperar un alma o puede ocultar una mente), y este es el prodigio que mantiene a las estrellas en su lugar llevo tu corazón (lo llevo en mi corazón).

De «Llevo tu corazón conmigo», poema prohibido de C. C. Cummings, incluido en la Compilación exhaustiva de palabras e ideas peligrosas, www.cepip.gob.org

Me despierto al oír que alguien repite mi nombre. Mientras lucho por recuperar la conciencia, veo mechones de pelo rubio, como un halo, y durante un instante de confusión pienso que quizá haya muerto. Tal vez los científicos estén equivocados y el cielo no sea solo para los curados.

Luego se concretan los rasgos de Hana y me doy cuenta de que está inclinada sobre mí.

—¿Estás despierta? —dice—. ¿Puedes oírme?

Gimo y ella retrocede un poco, soltando aire.

—Gracias a Dios —dice. Habla muy bajito y parece asustada—. Estabas tan quieta que por un minuto pensé que tú… que ellos… —se interrumpe—. ¿Cómo te encuentras?

—Fatal —grazno, y ella hace una mueca y mira por encima de su hombro.

Noto que hay una sombra revoloteando justo fuera de la puerta del dormitorio. Por supuesto: quieren enterarse de lo que nos decimos. O eso, o me han puesto alguien de guardia las veinticuatro horas. Probablemente, las dos cosas.

Por lo menos se me va pasando el dolor de cabeza, aunque ahora noto un fuego abrasador en los hombros. Me siento todavía bastante grogui y trato de buscar otra postura antes de acordarme de Carol. Rachel y la cuerda de nailon. Constato que tengo los brazos extendidos por encima de la cabeza y atados al cabecero, como una prisionera en toda regla. Me vuelve el enfado en oleadas, seguido del pánico cuando me acuerdo de lo que ha dicho Carol. Han adelantado mi intervención para el domingo por la mañana.

Giro la cabeza hacia un lado. Por las finas persianas de plástico, que están echadas, entra un haz de luz que ilumina motas de polvo en suspensión.

—¿Qué hora es? —intento incorporarme y grito de dolor cuando las cuerdas se me clavan aún más en las muñecas—. ¿Qué día es hoy?

—Ssssh —Hana me empuja para que vuelva a tumbarme y me obliga a quedarme en esa posición—. Estamos a sábado. Son las tres.

—No lo entiendes —cada palabra me raspa en la garganta—. Mañana me van a llevar a los laboratorios. Han adelantado la operación…

—Lo sé. Me lo han dicho —Hana me mira atentamente como si intentara comunicarme algo importante—. He venido en cuanto he podido.

Incluso esa pequeña lucha me ha dejado agotada. Caigo de nuevo sobre las almohadas. El brazo izquierdo se me ha quedado totalmente dormido por haberlo tenido en alto toda la noche, y la sensación de aturdimiento se va extendiendo en mi interior haciendo que mis entrañas se vuelvan hielo. No hay esperanza. Todo esto no tiene remedio. He perdido a Álex para siempre.

—¿Cómo te has enterado? —le pregunto a Hana.

—Todo el mundo habla de ello —se levanta, va hasta su bolso y rebusca dentro hasta encontrar una botella de agua. Luego vuelve y se arrodilla junto a la cama para quedar a mi altura—. Bebe esto —dice—. Te sentará bien…

Tiene que sostener la botella cerca de mis labios como si yo fuera una niña. Me da un poco de vergüenza, pero a estas alturas ya no me importa.

El agua apaga parte del fuego de la garganta. Tiene razón, el agua me ha hecho sentir algo mejor.

—¿La gente sabe…? ¿Están diciendo…? —me humedezco los labios y lanzo una mirada por encima de su hombro. La sombra sigue ahí; cuando se mueve un poco, distingo un delantal de rayas rojas y blancas. Bajo la voz hasta que es apenas un susurro—. ¿Hablan de quién…?

Hana dice, demasiado alto:

—No seas cabezota, Lena. Más pronto o más tarde, averiguarán quién te ha infectado. Más vale que nos digas de una vez quién ha sido.

Este pequeño discurso es para Carol, obviamente. Mientras habla, Hana me guiña un ojo y mueve un poco la cabeza en sentido negativo. Así que Álex está a salvo. Quizá haya alguna esperanza, después de todo.

Articulo con la boca para que Hana me lea los labios: «Álex». Luego le hago un gesto con la barbilla, esperando que entienda que quiero que ella lo encuentre y le explique lo que ha pasado.

Sus ojos parpadean y la pequeña sonrisa que había esbozado desaparece de sus labios. Sé que me va a dar malas noticias. Aun así, pronunciando en voz alta y clara, dice:

—No es solo cabezonería. Lena. Es egoísmo. Si se lo dices, tal vez se den cuenta de que yo no he tenido nada que ver. No quiero que alguien me esté cuidando las veinticuatro horas del día.

Se me cae el alma a los pies. Por supuesto, Hana también está vigilada. Deben de sospechar que está implicada de algún modo, o por lo menos que sabe algo.

Quizá sea egoísta, pero en este momento no lamento en absoluto los problemas que le he causado. Solo puedo sentirme tremendamente desilusionada. No hay forma de hacerle llegar un mensaje a Álex sin que toda la fuerza de policía de Portland caiga sobre él. Y si se enteran de que se ha hecho pasar por curado y que ha ayudado a la resistencia… Bueno, dudo que se molestaran en juzgarlo. Directamente, sería ejecutado.

Hana debe de leer la desesperación en mi rostro.

—Lo siento, Lena —dice, esta vez en un susurro—. Sabes que te ayudaría si pudiera.

—Ya, pero no puedes.

En cuanto las palabras salen de mi boca, me arrepiento. Hana tiene un aspecto terrible; probablemente se sienta tan mal como yo. Tiene los ojos hinchados y la nariz roja, como si hubiera estado llorando, y está claro que ha venido corriendo en cuanto se ha enterado. Lleva las zapatillas de correr, una falda plisada y la camiseta grande que normalmente usa para dormir, como si se hubiera vestido con lo primero que ha cogido del suelo.

—Lo siento —le digo con menos dureza—. No quería ser tan brusca.

—No importa.

Se aparta de la cama y se pone a dar vueltas, como hace cuando está pensando. Por un instante, por una mínima fracción de segundo, casi desearía no haber conocido nunca a Álex. Ojalá pudiera rebobinar hasta el comienzo mismo del verano, cuando todo era tan claro, sencillo y fácil, o incluso más atrás, hasta el otoño pasado, cuando Hana y yo dábamos vueltas alrededor del Gobernador y estudiábamos para los exámenes de cálculo en el suelo de su habitación, y los días que faltaban para mi operación iban cayendo hacia delante como una hilera de piezas de dominó.

El Gobernador. Donde Álex me vio por primera vez, donde me dejó una nota.

Y entonces, así de repente, se me ocurre una idea.

Me esfuerzo por adoptar un tono despreocupado.

—¿Y qué ha sido de Allison Doveney? —digo—. ¿No ha querido despedirse?

Hana se vuelve y me mira fijamente. Allison Doveney fue siempre nuestro nombre en código para Álex cuando teníamos que hablar de él por teléfono o en mensajes electrónicos. Junta las cejas.

—No he podido ponerme en contacto con ella —dice cuidadosamente. Su mirada dice: «Esto ya te lo he explicado».

Arqueo las cejas, esperando que entienda lo que quiero decirle: «Confía en mí».

—Sería agradable verla antes de la operación de mañana —espero que Carol esté escuchando y acepte esto como una señal de que me he resignado al cambio de planes—. Las cosas serán distintas después de la cura.

Hana se encoge de hombros y abre los brazos. «¿Qué quieres que haga?».

Yo suspiro y cambio de tema:

—¿Te acuerdas de cuando nos daba clase el señor Raider, en quinto? ¿Cómo nos pasábamos notas todo el día?

—Sí —contesta Hana cautelosamente.

Aún sigue confundida. Veo que empieza a preocuparse porque el golpe en la cabeza haya podido afectar a mi capacidad para pensar con claridad.

Vuelvo a suspirar exageradamente, como si el recordar lo bien que lo pasábamos juntas me estuviera llenando de nostalgia.

—¿Te acuerdas de cuando nos pilló y nos hizo sentarnos separadas? Cada vez que nos queríamos decir algo, nos levantábamos a afilar el lápiz y dejábamos una notita en el florero vacío del fondo de la clase —me obligo a reír—. Un día creo que afilé el lápiz diecisiete veces. Y el bueno de Raider nunca llegó a enterarse…

Una lucecita se enciende en sus ojos y se queda muy quieta, en estado de alerta, como un ciervo justo antes de saltar para escapar de un depredador. Aun así, se echa a reír.

—Sí, ya me acuerdo. Pobre señor Raider, no se enteraba de nada —dice.

A pesar de su tono despreocupado. Hana se sienta en la cama de Gracie y se inclina hacia delante con los codos en las rodillas y los ojos clavados en mí. Y entonces sé que se ha dado cuenta de adónde quiero ir a parar con todas estas tonterías sobre Allison Doveney y la clase del señor Raider. Tiene que llevarle una nota a Álex.

Vuelvo a cambiar de tema.

—¿Y te acuerdas de la primera vez que hicimos una ruta larga corriendo? Yo al final tenía las piernas como gelatina. ¿Y la primera vez que fuimos desde el West End hasta el Gobernador? Yo salté y le toqué la mano como si le estuviera chocando los cinco.

Hana entrecierra los ojos.

—Llevamos años haciendo bobadas cuando pasamos por allí —dice con cuidado, y sé que todavía no ha comprendido del todo.

Hago un esfuerzo para mantener la voz en calma.

—¿Sabes? Alguien me dijo que antes tenía algo en la mano. Me refiero al Gobernador. Una antorcha o un rollo de pergamino o algo así. Ahora solo le queda un hueco en el puño —eso es, ya lo he dicho. Hana inspira bruscamente y sé que ahora comprende—. ¿Me harías un favor? ¿Correrías esa ruta por mí hoy? ¿Una última vez? —añado por si acaso.

—No seas melodramática, Lena. La cura afecta al cerebro, no a las piernas. Pasado mañana podrás volver a correr —me da una respuesta frívola, como tiene que hacer, pero ahora sonríe y asiente con la cabeza. «Sí. Lo haré. Y esconderé allí una nota». La esperanza late en mi interior, un resplandor cálido que consume parte del dolor.

—Sí. pero será distinto —me quejo. La cara de Carol aparece un momento en la puerta, apenas entreabierta. Parece satisfecha, pues debe de pensar que me he resignado a hacerme la operación, después de todo—. Además, algo podría salir mal.

—Nada va a salir mal —Hana se pone de pie y me mira un momento—. Te prometo —dice lentamente, dándole peso a cada palabra— que todo va a salir perfectamente.

Mi corazón se salta un latido. Esta vez, es ella quien me está pasando un mensaje. Y sé que no se refiere a la intervención.

—Debería irme —dice dirigiéndose a la puerta con paso ligero.

Me doy cuenta de que si esto funciona, si logra de algún modo hacerle llegar un mensaje a Álex y si él consigue sacarme de esta casa convertida en prisión, esta será la última vez que la veo.

—Espera —grito cuando está a punto de salir.

—¿Qué?

Se da la vuelta. Sus ojos brillan: está emocionada, lista para ponerse en acción. Por un momento, a la luz difusa que entra por las persianas, parece relucir como si estuviera iluminada por una llama interior. Y en ese momento sé por qué inventaron palabras para nombrar el amor, por qué tuvieron que hacerlo. Es lo único que sirve para describir lo que siento ahora, esta mezcla desconcertante de dolor y placer, de miedo y alegría, que me recorre apresuradamente.

—¿Qué pasa? —repite con impaciencia, dando saltitos sin moverse del sitio.

Sé que está inquieta por irse y poner el plan en marcha. «Te quiero», pienso.

—Que disfrutes de la carrera —digo sin embargo, jadeando un poco.

—Tenlo por seguro —dice, y luego, sin más, desaparece.