veinticinco

Debo irme y vivir, o quedarme y morir.

De la historia aleccionadora Romeo y Julieta, de William Shakespeare, recogido en 100 citas esenciales para los exámenes de reválida, Princeton Review

Hace frío. Mientras camino hacia Brooks 37 poco después de medianoche, tengo que subirme hasta arriba la cremallera de la cazadora de nailon. Las calles están más oscuras y desiertas que nunca. No se percibe ningún movimiento: ni cortinas que se agiten en las ventanas, ni sombras que pasen rozando las paredes y me hagan saltar del susto, ni ojos brillantes de gatos callejeros, ni patitas de rata que escarben, ni el golpeteo distante de pasos en el pavimento cuando los reguladores hacen sus rondas. Es como si todo el mundo se hubiera preparado ya para el invierno, como si la ciudad entera estuviera en mitad de una gran helada. Resulta un poco raro, la verdad. Me viene a la mente otra vez la casa que sobrevivió a los bombardeos y que ahora se alza ahí fuera en la Tierra Salvaje, perfectamente conservada pero deshabitada por completo, con flores silvestres que crecen en todos los cuartos.

Me siento aliviada cuando doblo la esquina y veo la verja herrumbrosa que marca el perímetro de Brooks 37. Siento una oleada de felicidad al pensar en Álex, que estará en alguno de los cuartos en penumbra, llenando solemnemente una mochila con mantas y latas de comida. No me había dado cuenta hasta ahora de que en algún momento del verano he empezado a considerar esta casa como mi hogar. Me ajusto los tirantes de la mochila y me dirijo corriendo hacia la cancela.

Pero sucede algo extraño: aunque la empujo varias veces, no se abre. Al principio me parece que se ha quedado atascada. Luego me doy cuenta de que alguien le ha puesto un candado. Además, parece nuevo. Cuando lo muevo reluce nítidamente a la luz de la luna.

Alguien ha clausurado Brooks 37.

Me quedo tan sorprendida que ni siquiera siento miedo ni recelo. Solo pienso en Álex, en dónde estará y en si será él quien lo ha puesto. Tal vez, se me ocurre, haya cerrado la cancela para proteger nuestras cosas. O quizá yo haya llegado pronto, o tal vez tarde. Estoy a punto de saltar por encima de la verja cuando él emerge silenciosamente de la oscuridad a mi derecha.

—¡Álex!

Aunque solo hemos estado separados unas horas, me siento feliz de verlo. Pronto será mío total y abiertamente, y esa idea hace que se me olvide bajar la voz mientras me acerco a él corriendo.

—Ssssh —silba, envolviéndome entre sus brazos para frenar mi impulso, que le ha hecho trastabillar. Pero cuando alzo la cabeza para mirarle, sonríe y veo que está tan contento como yo. Me besa en la punta de la nariz—. Aún no estamos a salvo.

—No, pero pronto lo estaremos —me pongo de puntillas y le beso suavemente. Como siempre, la presión de sus labios en los míos parece emborronar todo lo malo del mundo. Tengo que hacer un esfuerzo para soltarme, al tiempo que le doy una palmada juguetona en la mano—. Por cierto, gracias por darme una llave.

—¿Una llave? —Álex me mira con los ojos entrecerrados, confuso.

—Para el candado.

Intento abrazarle fuerte, pero se aparta de mí sacudiendo la cabeza, su cara de repente palidísima y aterrada; y en ese momento lo capto, los dos lo captamos, y Álex abre la boca pero de ella no sale ningún sonido. Y en ese instante preciso en que me doy cuenta de por qué de pronto le veo con tanta claridad, enmarcado por la luz, inmóvil como un ciervo atrapado por los faros de un camión (los reguladores están usando reflectores esta noche), en ese mismo momento resuena una voz en la noche.

—¡Alto! ¡Las manos en la cabeza!

Y justo después, por fin me llega la voz de Álex, urgente:

—¡Corre, Lena, corre!

Él retrocede ya por la oscuridad, pero a mis pies les cuesta un poco más ponerse en movimiento, y para cuando lo hago, cuando me pongo a correr ciegamente y sin rumbo por la primera calle que veo, la noche ha cobrado vida y se ha poblado de sombras vociferantes que me intentan agarrar del cuerpo y el pelo, cientos de ellas que bajan por la colina, salen del suelo y descienden de los árboles, hasta del aire.

—¡Cogedla! ¡Cogedla!

Me retumba el corazón en el pecho y no puedo respirar. En mi vida he tenido tanto miedo, nunca he estado tan despavorida.

Cada vez más sombras se convierten en personas, y todas tratan de aferrarme, me gritan, llevan armas de metal reluciente, pistolas y palos, botes de espray. Me agacho y corro esquivando manos ásperas en dirección a la colina que corta hacia Brandon Road, pero no sirve de nada. Un regulador me coge violentamente desde atrás. Apenas consigo soltarme cuando reboto contra alguien que lleva uniforme de guardia y siento otro par de manos que me agarran. El miedo ya es una sombra, una manta que me asfixia y me impide respirar.

Aparece a mi lado un coche patrulla y las luces giratorias lo iluminan todo con un resplandor descarnado durante un segundo y el mundo a mi alrededor se vuelve blanco, negro, blanco, negro, y se mueve hacia delante en ráfagas, como a cámara lenta.

Una cara contorsionada en un grito terrible, un perro que salta desde la izquierda enseñando los dientes, alguien que chilla:

—¡Derribadla! ¡Derribadla!

«No puedo respirar. No puedo respirar. No puedo respirar».

Un sonido agudo de silbato, un grito, una porra que se detiene momentáneamente en el aire.

Luego cae. El perro salta gruñendo, me atraviesa un dolor ardiente, despiadado, como una llama.

Por último, oscuridad.

Cuando abro los ojos, el mundo parece haberse descompuesto en miles de piezas. Solo veo fragmentos borrosos de luz que forman un remolino, como si acabara de agitar un caleidoscopio. Parpadeo varias veces y poco a poco los fragmentos se reorganizan hasta formar una lámpara acampanada y un techo color crema, atravesado por una amplia mancha de humedad con forma de búho. Mi cuarto. Mi casa. Estoy en casa.

Por un momento, me siento aliviada. Me pica el cuerpo como si me hubieran pinchado con agujas por toda la piel, y lo único que quiero es tenderme sobre la suavidad de las sábanas y hundirme en la oscuridad y el olvido del sueño, esperando que se disipe el dolor agudo de cabeza. Luego me acuerdo: el candado, el ataque, el enjambre de sombras. Y Álex.

No sé qué le ha sucedido a Álex.

Me debato intentando sentarme, pero un dolor atroz me baja desde la cabeza hasta el cuello y me obliga a reclinarme de nuevo en las almohadas, jadeando. Cierro los ojos y oigo que la puerta del cuarto se abre con un crujido. De repente llegan voces del piso de abajo. Mi tía habla con alguien en la cocina, un hombre cuya voz no reconozco. Probablemente un regulador.

Unos pasos cruzan la habitación. Cierro los ojos con fuerza fingiendo que duermo, mientras alguien se inclina sobre mí. Noto un aliento cálido que me hace cosquillas a un lado del cuello.

Luego, más pasos que suben por las escaleras y la voz de Jenny, como un bufido, en la puerta:

—¿Qué estás haciendo tú aquí? La tía Carol te dijo que te quitaras del medio. Baja antes de que se lo cuente.

Se alza un peso de la cama y los pasos ligeros se alejan, de vuelta al pasillo. Abro los ojos un poquito, lo mínimo, lo suficiente para ver a Gracie que se agacha al pasar junto a Jenny, de pie en el umbral. Ha debido de venir a ver cómo estaba. Cierro los ojos de nuevo cuando Jenny da algunos pasos indecisos hacia la cama.

Luego se gira abruptamente, como si tuviera mucha prisa por irse. La oigo gritar:

—¡Sigue dormida!

La puerta vuelve a cerrarse. Pero antes de hacerlo, oigo muy claramente a alguien que pregunta en la cocina:

—¿Quién habrá sido? ¿Quién la habrá infectado?

Esta vez me obligo a sentarme, a pesar del dolor que me atraviesa la cabeza y el cuello como un cuchillo y de la terrible sensación de mareo que acompaña cada movimiento que hago. Intento ponerme de pie, pero las piernas no me sostienen y caigo al suelo. Aun así, voy hasta la puerta a gatas. Incluso avanzar a cuatro patas requiere un esfuerzo agotador, y al llegar a mi destino me tumbo en el suelo, temblando, mientras el cuarto se mueve hacia atrás y hacia delante como un balancín diabólico.

Por suerte, al posar la cabeza en el suelo puedo escuchar la conversación de abajo. Capto las palabras de mi tía:

—Pero al menos ustedes le habrán visto.

Nunca la había oído hablar con un tono tan histérico.

—No se preocupe —dice el regulador—. Le encontraremos.

Esto, al menos, es un alivio. Álex debe de haber escapado. Si los reguladores supieran quién estaba conmigo en la calle, si tuvieran siquiera una sospecha, ya le habrían detenido. Rezo en silencio una oración de gratitud porque, milagrosamente, Álex ha conseguido salvarse.

—No teníamos ni idea —dice Carol, aún con esa voz temblorosa, urgente, tan distinta de su mesurado tono habitual. Y en ese momento lo comprendo: no es que esté histérica, es que está aterrada—. Tiene usted que creer que no teníamos ni idea de que se hubiera infectado. No mostraba síntomas. Su apetito era el de siempre. Iba puntual al trabajo. No tenía cambios de humor…

—Probablemente se esforzaba al máximo por ocultarlos —interrumpe el regulador—. Es lo que hacen a menudo los infectados.

Prácticamente puedo oír el asco en su voz cuando pronuncia la palabra infectado, como si en realidad estuviera diciendo «cucaracha» o «terrorista».

—¿Y ahora qué hacemos?

La voz de Carol suena más tenue en ese momento. El regulador y ella deben de estar dirigiéndose a la sala de estar.

—Hemos movilizado a todo el mundo con la máxima urgencia —replica la voz de hombre—. Con un poco de suerte, antes de que acabe la semana…

Sus voces se hacen ininteligibles, un zumbido bajo. Apoyo la cabeza en la puerta durante un minuto, me concentro en inspirar y soltar aire, intentando superar el dolor con respiraciones. Luego me pongo de pie con mucho cuidado. El mareo sigue siendo intenso y tengo que apoyarme en la pared en cuanto me incorporo. Trato de valorar mis opciones. Tengo que averiguar qué ha pasado exactamente. Necesito saber cuánto tiempo llevaban los reguladores vigilando la casa de Brooks 37, y tengo que asegurarme más allá de toda duda de que Álex está a salvo. Tengo que hablar con Hana. Ella me ayudará. Ella sabrá qué hacer. Tiro de la puerta antes de darme cuenta de que la han cerrado con llave.

Claro, ahora estoy prisionera.

Todavía tengo agarrado el pestillo cuando la puerta comienza a abrirse. Me vuelvo tan rápido como puedo y me lanzo de vuelta a la cama —hasta eso me duele— justo en el momento en que la puerta se abre completamente para dar paso a Jenny.

No cierro los ojos lo bastante rápido. Ella se gira hacia el pasillo.

—Ya está despierta —grita.

Trae un vaso de agua, pero parece reacia a acercarse. Se queda mirándome junto a la puerta.

No es que me apetezca demasiado hablar con ella, pero necesito desesperadamente beber algo. Tengo la garganta como papel de lija.

—¿Es para mí? —digo señalando el vaso. Mi voz es un graznido.

Jenny asiente en silencio, con los labios estirados en una fina línea blanca. Por una vez, no sabe qué decir. De pronto se lanza hacia delante, coloca el vaso en la mesilla desvencijada que hay junto a la cama y retrocede con la misma velocidad.

—Tía Carol dijo que podría sentarte bien. —¿Sentarme bien para qué?

Bebo un largo trago y el ardor de la garganta y la cabeza parece reducirse.

Jenny se encoge de hombros.

—Para la infección, supongo.

Eso explica por qué se mantiene junto a la puerta y no quiere acercarse a mí. Estoy enferma, infectada, sucia. Le preocupa la posibilidad de contagiarse.

—No puedes ponerte enferma solo por estar cerca de mí, ¿sabes? —le digo.

—Lo sé —responde rápidamente, a la defensiva, pero se queda donde está, mirándome con recelo.

Me siento cansadísima.

—¿Qué hora es? —le pregunto a Jenny.

—Las dos y media.

Eso me sorprende. Ha pasado relativamente poco tiempo desde que fui a mi cita con Álex.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

Se vuelve a encoger de hombros.

—Estabas inconsciente cuando te trajeron a casa.

Lo dice con tono práctico, como si esto fuera un hecho natural de la vida, algo que yo he hecho, y no el resultado de los golpes en la nuca de un grupo de reguladores. Qué ironía: me mira como si yo fuera la loca, la peligrosa. Mientras tanto, el tipo de abajo que casi me fractura el cráneo y me esparce los sesos por toda la calle es el salvador.

No soporto mirarla, así que me vuelvo hacia la pared.

—¿Dónde está Gracie?

—Abajo —dice. Parte del tono quejica habitual vuelve a su voz—. Hemos tenido que poner sacos de dormir en el salón.

Por supuesto, quieren mantener a Gracie alejada de mí: la pequeña e impresionable Gracie, protegida de su prima enferma y enloquecida. Realmente me siento enferma, de ansiedad y de asco. Me acuerdo de que antes he fantaseado con prenderle fuego a la casa. Es una suerte para la tía Carol que yo no tenga cerillas. Si no, tal vez lo haría.

—Bueno, ¿y quién ha sido? —la voz de Jenny desciende hasta ser un susurro sinuoso, como una pequeña serpiente que lanza su lengua bífida hacia mi oído—. ¿Quién ha sido el que te ha infectado?

—Jenny.

Vuelvo la cabeza, sorprendida al oír la voz de Rachel. Está de pie en el umbral, observándonos con una expresión totalmente indescifrable.

—La tía Carol quiere que bajes —le dice a Jenny, y esta sale disparada hacia la puerta, no sin lanzarme una última mirada por encima del hombro con un gesto que mezcla el miedo y la fascinación.

Me pregunto si yo tendría el mismo aspecto hace años, cuando Rachel contrajo los deliria y tuvo que ser inmovilizada por cuatro reguladores antes de que pudieran llevarla por la fuerza a los laboratorios.

Rachel se acerca a la cama, observándome con esa expresión que no muestra nada.

—¿Cómo te sientes? —pregunta.

—De fábula —respondo sarcástica, pero ella se limita a parpadear.

—Tómate esto.

Deja dos pastillas blancas en la mesita.

—¿Qué son? ¿Tranquilizantes?

Ella pestañea de nuevo.

—Ibuprofeno.

Su voz suena irritada, y me alegro por ello. No me gusta verla así, serena e indiferente, evaluándome como si yo fuera un espécimen de taxidermia.

—O sea que… ¿te ha llamado Carol?

Me pregunto si debo confiar en ella con lo del ibuprofeno, pero decido arriesgarme. El dolor de cabeza me está matando, y a estas alturas no creo que haya nada que me pueda hacer sentir aún peor. En cualquier caso, por más empeño que le ponga, no puedo escapar corriendo de la casa en este estado. Me tomo las dos pastillas con un buen sorbo de agua.

—Sí, vine en cuanto me avisó —se sienta en la cama—. Estaba durmiendo, claro.

—Perdón por las molestias. No es que yo pidiera que me dejaran sin sentido y me trajeran aquí a la fuerza.

Nunca le he hablado de esta forma, y veo que le sorprende. Se frota la frente con aire cansado y por un segundo entreveo a la Rachel que yo conocía, mi hermana mayor, la que me torturaba con cosquillas y me trenzaba el pelo y se quejaba de que siempre me tocaba el helado más grande.

Luego, la indiferencia vuelve a cubrir su rostro como un velo. Es asombroso que nunca me haya llamado la atención la forma en que la mayor parte de los curados pasan por el mundo, como envueltos en una gruesa capa de sueño. Quizá sea porque también yo estaba dormida. Hasta que Álex me despertó, no pude ver las cosas con claridad.

Durante un rato, Rachel no dice nada más. Yo tampoco tengo nada que decirle, así que las dos nos quedamos ahí sentadas. Yo cierro los ojos esperando que se me pase el dolor, intentando distinguir palabras en el barullo de abajo —las voces, los sonidos de pasos, las exclamaciones amortiguadas, la televisión que está enchufada en la cocina—, pero no puedo captar ninguna conversación en concreto.

Por fin, Rachel pregunta:

—¿Qué ha sucedido esta noche, Lena?

Cuando abro los ojos, veo que vuelve a mirarme fijamente.

—¿Crees que te lo voy a contar?

Ella menea levemente la cabeza.

—Soy tu hermana.

—Como si eso significara algo para ti.

Retrocede ligeramente, apenas una fracción de centímetro. Cuando me vuelve a hablar, su voz es dura.

—¿Quién ha sido? ¿Quién te ha infectado?

—Esa es la pregunta de la noche, ¿verdad? —me doy la vuelta para no verla hasta quedar de cara a la pared; siento frío—. Si has venido aquí a interrogarme, estás perdiendo el tiempo. Más vale que te vuelvas a casa.

—He venido porque estaba preocupada —dice.

—¿Por qué? ¿Por la familia? ¿Por nuestra reputación? —sigo mirando a la pared obstinadamente, mientras me subo la fina manta de verano hasta el cuello—. ¿O quizá te preocupa que todo el mundo crea que tú lo sabías? ¿Es que piensas que te van a tildar de simpatizante?

—Sé razonable, anda —suspira—. Estoy preocupada por ti. Me importas, Lena. Quiero que estés a salvo. Quiero que seas feliz.

Vuelvo la cabeza para mirarla, sintiendo una oleada de cólera y, por debajo de eso, odio. La odio, la odio por mentirme. La odio por fingir que le importo, hasta por usar esa palabra en mi presencia.

—Eres una mentirosa —suelto—. Tú sabías lo de mamá.

Esta vez, el velo cae. Se mueve agitadamente.

—¿De qué estás hablando?

—Tú sabías que ella no… que en realidad no se suicidó. Sabías que se la llevaron.

Me mira con ojos entrecerrados.

—La verdad es que no sé de qué estás hablando, Lena.

Y en ese momento me doy cuenta de que, al menos en esto, estoy equivocada. Ella no lo sabe. Nunca lo ha sabido. Siento que me inundan el alivio y el arrepentimiento a partes iguales.

—Rachel —le digo con más delicadeza—. Ella estaba en las Criptas. Ha estado en las Criptas todo este tiempo.

Se me queda mirando durante un rato, con la boca abierta. Luego se pone de pie y se alisa las perneras de los pantalones como si sacudiera migas invisibles.

—Escucha, Lena… Has recibido un golpe bastante fuerte en la cabeza —de nuevo habla como si me lo hubiera hecho yo sola—. Estás cansada. Estás confusa.

No la corrijo; no tiene sentido. En cualquier caso, para ella es demasiado tarde. Está condenada a existir detrás del muro. Siempre estará dormida.

—Deberías dormir un poco —dice—. Te traeré más agua.

Coge el vaso, se va hacia la puerta y apaga la luz del cuarto. Se detiene un momento en el umbral, de espaldas a mí. La luz del pasillo difumina su contorno y emborrona sus rasgos; parece una persona-sombra, una silueta.

—¿Sabes, Lena? —dice por fin, volviéndose para mirarme—. Las cosas van a ir mejor. Sé que estás enfadada. Sé que crees que no te entendemos. Pero yo sí te entiendo —se interrumpe, mirando al vaso vacío—. Yo era como tú. Yo recuerdo aquellos sentimientos, aquella ira y aquella pasión, la sensación de que no puedes vivir sin eso, de que preferirías morir —suspira—. Pero créeme, Lena. Todo eso es parte del trastorno. Es una enfermedad. Ya verás dentro de unos días. Todo esto te parecerá un sueño. A mí me lo parece.

—¿Y ahora eres más feliz? ¿Te alegras de haberlo hecho? —le pregunto.

Quizá interpreta mi pregunta como una señal de que estoy escuchando y prestando atención. En cualquier caso, sonríe.

—Mucho —dice.

—Entonces, tú no eres como yo —susurro furiosamente—. No eres como yo en absoluto.

Abre la boca para decir algo más, pero en ese momento Carol se acerca a la puerta. Su cara está colorada y tiene el pelo revuelto, pero cuando habla el tono es tranquilo:

—Todo va bien —le dice a Rachel en voz baja—. Ya está todo arreglado.

—Gracias a Dios —contesta Rachel—. Pero no va a ir de buena gana —añade en tono grave.

—¿Alguna vez van de buena gana? —repone con sequedad.

Luego vuelve a desaparecer.

El tono de Carol me ha asustado. Intento sentarme apoyándome en los codos, pero es como si los brazos se me hubieran convertido en gelatina.

—¿Qué es lo que está arreglado? —pregunto, sorprendida al ver que arrastro las palabras.

Rachel me mira por un instante.

—Te lo he dicho: solo queremos que estés a salvo —responde de manera inexpresiva.

—¿Qué habéis arreglado?

Me invade el pánico, empeorado por la pesadez que parece estar apoderándose de mí. Tengo que hacer un esfuerzo para mantener los ojos abiertos.

—Tu intervención —esa es Carol, que acaba de entrar de nuevo en el cuarto—. Hemos conseguido que te adelanten la cita. Te harán la operación el domingo, a primera hora de la mañana. Una vez realizada, tenemos la esperanza de que te pongas bien.

—Imposible —me ahogo. Para el domingo por la mañana faltan menos de cuarenta y ocho horas. No hay tiempo para alertar a Álex, no hay tiempo para planear nuestra huida. No hay tiempo para hacer nada—. No lo haré.

En este momento, mi voz ni siquiera se parece a mi voz. Es un largo gemido.

—Algún día lo entenderás —dice Carol. Tanto ella como Rachel avanzan hacia mí, y entonces veo que cada una sujeta un extremo de una larga cuerda de nailon—. Algún día nos lo agradecerás.

Intento retorcerme, pero mi cuerpo parece pesar toneladas y lo veo todo borroso. Una sucesión de nubes desfila por mi mente, el mundo se vuelve confuso. «Así que me ha mentido sobre el ibuprofeno», pienso. Algo puntiagudo se clava en mis muñecas. «Eso duele», pienso luego. Y después ya no pienso nada en absoluto.