veinticuatro

¿Qué es la belleza? La belleza no es más que un truco, una ilusión; la influencia de partículas y electrones excitados que colisionan en tus ojos, que se empujan en tu cerebro como un puñado de escolares sobreexcitados a punto de salir al recreo. ¿Vas a dejar que te engañen? ¿Vas a permitir que te mientan?

«Sobre la belleza y la falsedad», La nueva filosofía, Ellen Dorpshires

Hana ya está allí cuando llego, apoyada en la valla metálica que rodea la pista, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados para protegerse del sol. El pelo, largo y suelto sobre su espalda, parece casi blanco al sol. Me detengo a unos cinco metros deseando poder recordarla exactamente así, conservar esa imagen en mi mente para siempre.

Entonces abre los ojos y me ve.

—Todavía no hemos empezado a correr —dice apartándose de la verja y mirando el reloj con un gesto teatral—, y ya llegas en segundo lugar.

—¿Me estás retando? —digo salvando la distancia que nos separa.

—Solo constato un hecho —dice sonriendo. Su rostro vacila un poco a medida que me acerco—. Pareces distinta.

—Estoy cansada —digo. Me parece raro que nos saludemos sin un abrazo ni nada, aunque así es como han sido siempre las cosas entre nosotras, como debían ser. Me parece extraño no haberle dicho nunca cuánto significa para mí—. Ha sido un día muy largo.

—¿Te apetece hablar? —me mira con los ojos entrecerrados. Este verano se ha puesto morena, y las pecas de su nariz forman una especie de constelación. Tal vez sea una de las chicas más bellas de Portland, quizá del mundo entero. Noto un dolor agudo detrás de las costillas al pensar que envejecerá y se olvidará de mí. Algún día apenas pensará en todo el tiempo que pasamos juntas y, cuando lo haga, le parecerá lejano y bastante ridículo, como el recuerdo de un sueño cuyos detalles ya han comenzado a desvanecerse.

—Tal vez después de correr —digo. Es todo lo que se me ocurre. Hay que avanzar. Es la única manera. Hay que avanzar, pase lo que pase. Esa es la ley universal.

—O sea, después de que muerdas el polvo —dice, inclinándose hacia delante para estirar los tendones de la corva.

—Te veo muy segura de ti misma para haberte pasado todo el verano sin mover un músculo.

—Mira quién habla —alza la cabeza y me guiña un ojo—. No creo que lo que habéis estado haciendo Álex y tú cuente realmente como ejercicio.

—Ssssh.

—Tranquila, tranquila. No hay nadie. Ya lo he comprobado.

Todo parece tan normal, tan deliciosa y maravillosamente normal, que me lleno de pies a cabeza con una alegría que me marea. Las calles están rayadas de sol dorado y sombra, el aire huele a sal y a frituras y, más débilmente, a las algas que se secan en las playas. Quiero guardar ese momento dentro de mí para siempre, mantenerlo a salvo, como un corazón en la sombra: mi antigua vida, mi secreto.

—A que no me pillas —le digo a Hana dándole una palmadita en el hombro—. ¡Tú la llevas!

Y entonces salgo disparada mientras ella grita e intenta alcanzarme. Damos la vuelta a la pista y nos dirigimos a los embarcaderos sin vacilar ni debatir sobre la ruta. Mis piernas están fuertes, firmes, la mordedura que sufrí la noche de la redada se ha curado por completo, solo me ha quedado una fina marca roja que recorre como una sonrisa la parte posterior de la pantorrilla. El aire fresco entra y sale de mis pulmones; duele, pero es un dolor agradable, ese dolor que te recuerda lo asombroso que es respirar, sufrir, ser capaz de sentir lo que sea. La sal hace que me escuezan los ojos y parpadeo rápidamente, sin saber si estoy sudando o llorando.

No es el día que hemos corrido más rápido, pero es uno de los mejores. Mantenemos exactamente el mismo ritmo, corremos casi hombro con hombro, describiendo una curva desde el puerto viejo hasta Eastern Prom.

Vamos más despacio que al comienzo del verano, eso sin duda. Al acercarnos a la marca de los cinco kilómetros, comenzamos a bajar el ritmo y, sin hablar, atajamos por el césped que baja hacia la playa, donde nos tiramos en la arena y nos echamos a reír.

—Dos minutos —dice Hana jadeando—. Solo necesito dos minutos.

—Das pena —digo, aunque yo me siento igual de agradecida por el descanso.

—Eso te digo yo a ti —dice lanzándome un puñado de arena.

Ambas caemos de espaldas, con los brazos y las piernas abiertos como si estuviéramos a punto de hacer ángeles de nieve. La arena resulta sorprendentemente fresca y hasta un poco húmeda. Debe de haber llovido, quizá cuando Álex y yo estábamos en las Criptas. Al pensar otra vez en esa celda diminuta y en las palabras taladradas en la pared, con el sol que relucía atravesando la O como si fuera un telescopio, algo se contrae de nuevo en mi pecho. Incluso ahora, en este mismo instante, mi madre está ahí fuera, en algún sitio, moviéndose, respirando, siendo.

Bueno, pronto yo también estaré ahí fuera.

Solo hay unas pocas personas en la playa, en su mayor parte familias que pasean, y un anciano que camina trabajosamente por la orilla clavando el bastón en la arena. El sol se va hundiendo más allá de las nubes y la bahía adquiere un tono gris oscuro, apenas teñido de verde.

—No puedo creer que dentro de unas pocas semanas ya no tengamos que preocuparnos más por el toque de queda —dice Hana, y luego gira la cabeza para mirarme—. Para ti, menos de tres semanas. Dieciséis días, ¿verdad?

—Sí.

No me gusta mentirle, así que me siento y me rodeo las rodillas con los brazos.

—Creo que el primer día después de la cura me voy a quedar fuera toda la noche. Solo porque puedo —Hana se alza sobre los codos—. Podemos hacer planes para pasarla juntas, tú y yo.

En su voz hay un tono de ruego. Sé que debería decir: «Claro, por supuesto», o «¡Qué buena idea!». Sé que la haría sentir mejor: a mí también me haría sentir mejor fingir que la vida va a continuar como siempre.

Pero no consigo hacer que las palabras salgan de mi boca. En vez de eso, empiezo a quitarme arena de los muslos con el pulgar.

—Oye, Hana. Tengo que contarte una cosa. Sobre la operación…

—¿Qué pasa con la operación? —me mira con cierta prevención. Está preocupada por la seriedad de mi voz.

—Prométeme que no te vas a enfadar, ¿vale? No seré capaz de… —me detengo antes de decir: «No seré capaz de irme si te enfadas conmigo». Me estoy precipitando.

Hana se sienta, alza una mano, fuerza una risa.

—Déjame que lo adivine. Vas a desertar con Álex, os vais a pirar y os vais a convertir en inválidos y renegados.

Lo dice en tono de broma, pero su voz tiene un filo, un trasfondo de necesidad. Quiere que yo la contradiga.

Pero yo no digo nada. Por un momento nos miramos fijamente hasta que toda la luz y la energía desaparecen de su rostro.

—No lo digo en serio —dice por fin—. No puede ser.

—Tengo que hacerlo, Hana —le digo en voz baja.

—¿Cuándo? —se muerde el labio y aparta la vista.

—Lo hemos decidido hoy. Esta mañana…

—No, quiero decir cuándo. ¿Cuándo os vais?

Dudo solo un momento. Después de esta mañana, siento que no sé demasiado sobre el mundo ni sobre lo que hay en él. Pero lo que sí sé es que Hana no me traicionaría nunca, al menos no ahora, no hasta que le inserten agujas en el cerebro y se lo corten en trozos. Me doy cuenta de que eso es lo que hace la cura, después de todo. Fractura a la gente por medio de esos cortes, los aísla de sí mismos.

Pero para entonces, para cuando lleguen a ella, será demasiado tarde.

—El viernes —digo—. Dentro de una semana.

Suelta bruscamente el aire, que sale con un silbido suave entre sus dientes.

—No puedes estar hablando en serio —repite.

—Este lugar no es para mí —digo.

Entonces se vuelve a mirarme. Tiene los ojos muy abiertos y me doy cuenta de que la he herido.

—Yo estoy aquí.

De repente se me ocurre la solución, sencilla, ridículamente simple. Casi me río a carcajadas.

—Ven con nosotros —suelto. Hana recorre ansiosamente la playa con la vista, pero todo el mundo se ha ido. El anciano ha seguido su camino laboriosamente, y ya está demasiado lejos para oírnos—. Lo digo de verdad. Hana. Podrías venir con nosotros. Te encantaría la Tierra Salvaje. Es increíble. Allí hay asentamientos enteros…

—¿Has estado allí? —me interrumpe con severidad.

Me ruborizo, dándome cuenta de que nunca le he hablado de la noche que pasé con Álex en la Tierra Salvaje. Sé que esto lo va a ver, también, como una traición. Antes se lo contaba todo.

—Solo una vez —digo—. Y un par de horas nada más. Es asombroso, Hana. No es para nada como lo imaginábamos. Y el cruce… El mero hecho de que se pueda cruzar… Muchas cosas son distintas de como nos las han contado. Nos han mentido, Hana.

Me detengo, momentáneamente abrumada. Ella baja la cabeza y empieza a hurgar en la costura de sus pantalones cortos.

—Podríamos conseguirlo —digo más suavemente—. Los tres juntos.

Durante largo rato no dice nada. Mira al océano con los ojos entrecerrados. Por fin mueve la cabeza, un movimiento casi imperceptible, y me lanza una sonrisa triste.

—Te echaré de menos. Lena —dice, y se me rompe el corazón.

—Hana… —comienzo a decir, pero me interrumpe.

—O quizá no te eche de menos —resuelve poniéndose de pie enérgicamente, y se sacude la arena de la ropa—. Esa es una de las promesas de la cura, ¿no? Ya no hay dolor. Al menos, no ese tipo de dolor.

—No tienes por qué seguir adelante con eso —yo también me pongo de pie rápidamente—. Ven a la Tierra Salvaje.

Suelta una risa hueca.

—¿Y dejar todo esto atrás?

Hace un gesto circular con el brazo. Sé que lo dice en broma, pero solo a medias. Al final, después de tanto hablar, de las fiestas clandestinas y la música prohibida, no quiere renunciar a esta vida, a este lugar: el único hogar que hemos conocido. Por supuesto, aquí tiene una vida: una familia, un futuro, un buen partido. Yo no tengo nada.

Le tiemblan las comisuras de los labios. Baja la cabeza y empieza a dar puntapiés a la arena. Quiero hacer que se sienta mejor, pero no se me ocurre qué decirle. Hay un dolor frenético en mi pecho. Mientras estamos aquí, veo desvanecerse toda mi vida con ella, toda nuestra amistad: las noches en que nos quedábamos a dormir juntas, con cuencos prohibidos de palomitas de madrugada; todas las veces que ensayamos para el día de la evaluación, cuando Hana se disfrazaba con unas gafas viejas de su padre y daba golpes en la mesa con una regla cada vez que yo me equivocaba en las respuestas y acabábamos casi ahogándonos de risa; aquella vez que le dio un puñetazo en la cara a Jillian Dawson porque esta dijo que mi sangre estaba contaminada; los helados que compartíamos en el embarcadero mientras soñábamos que estábamos emparejadas y que vivíamos en casas idénticas, una al lado de la otra. Todo esto gira en un remolino hasta desaparecer, como arena barrida por la corriente.

—Sabes que no es por ti —digo. Tengo que forzar las palabras para que atraviesen el nudo que tengo en la garganta—. Gracie y tú sois las únicas personas que me importáis. Nada más… —me interrumpo—. El resto no significa nada.

—Lo sé —dice, pero sigue sin mirarme.

—Ellos… se llevaron a mi madre. Hana.

No había planeado contárselo. No quería hablar de ello. Pero las palabras me salen apresuradamente.

Me mira con dureza.

—¿Qué quieres decir?

Entonces le cuento la historia de las Criptas. Curiosamente, consigo mantener la calma. Simplemente, le cuento todo con detalle. El pabellón 6, la huida, la celda, la palabra de las paredes. Ella escucha en un silencio congelado. Nunca la he visto tan quieta y tan seria. Cuando acabo de hablar, su cara está pálida. Tiene exactamente el mismo aspecto que se le ponía cuando, de pequeñas, nos quedábamos despiertas por la noche y tratábamos de asustarnos la una a la otra contándonos historias de fantasmas. De alguna manera, supongo que la historia de mi madre es una historia de fantasmas.

—Lo siento, Lena —dice; su voz es apenas un suspiro—. No sé qué más decir. Lo siento muchísimo.

Asiento con la cabeza, mirando al océano. Me pregunto si lo que hemos aprendido sobre las otras partes del mundo, las partes incuradas, es verdad: si realmente la gente es tan salvaje y despiadada, si está tan llena de dolor y ha sufrido tanto los estragos de la enfermedad. Tengo bastante claro que eso, también, es una mentira. Aunque, en cierto modo, resulta más creíble que un lugar como Portland, un lugar encerrado por muros y barreras y medias verdades, un lugar donde el amor sigue surgiendo, pero de forma imperfecta.

—Tengo que irme —concluyo. No es una pregunta, pero ella asiente.

—Sí —mueve ligeramente los hombros, como intentando sacudirse el sueño. Luego se vuelve hacia mí. Aunque sus ojos están tristes, consigue sonreír—. Lena Haloway —dice—, tú eres una leyenda.

—Sí, claro —pongo los ojos en blanco. Pero me siento mejor: Hana ha utilizado el apellido de mi madre, así que sé que comprende—. Quizá una historia aleccionadora.

—Lo digo en serio —se aparta el cabello de la cara, mirándome intensamente—. Yo estaba equivocada, ¿sabes? ¿Te acuerdas de lo que te dije al comienzo del verano? Pensaba que tenías miedo. Creía que estabas demasiado asustada para correr riesgos —la sonrisa triste vuelve a sus labios otra vez—. Y resulta que tú eres más valiente que yo.

—Hana…

—No importa —hace un gesto con la mano, cortándome—. Te lo mereces. Tú mereces más.

La verdad es que no sé qué contestar. Quiero abrazarla, pero en lugar de eso me rodeo la cintura con los brazos y aprieto fuerte. El viento del mar es cortante.

—Te voy a echar de menos, Hana —digo un minuto después.

Ella camina un par de pasos hacia el agua y le da un puntapié a la arena, que se levanta formando un arco y parece mantenerse en el aire durante una milésima de segundo antes de esparcirse.

—Bueno, ya sabes dónde estaré.

Nos quedamos ahí durante un rato, escuchando el ruido de las olas en la orilla, el agua que sube y baja arrastrando trocitos de roca: roca tallada a lo largo de miles y miles de años hasta convertirse en arena. Algún día, quizá todo esto sea agua. Algún día, puede que todo esto se convierta en polvo.

Más tarde, Hana se gira y me dice:

—Venga. Te echo una carrera hasta las pistas —y se echa a correr antes de que yo pueda decir: «Vale».

—¡No es justo! —grito. Pero no me esfuerzo mucho por alcanzarla. Dejo que se mantenga unos metros por delante y trato de memorizarla exactamente como es: una chica que corre y ríe, bronceada y feliz y bella y mía, con el pelo rubio resplandeciente a la luz del ocaso como un faro que anunciara la llegada de cosas buenas y de tiempos mejores para las dos.

Amor, la más mortal de las cosas mortales. Te mata tanto cuando la tienes como cuando no la tienes.

Pero no es así exactamente.

Eres el que condena y el condenado. El verdugo, la cuchilla, el indulto de última hora, la respiración jadeante y el cielo tormentoso y el «gracias, gracias, gracias. Dios».

Amor: te mata y te salva a la vez.