Para el cuerpo comida, para los huesos calcio, para los golpes hielo y en la tripa un guijarro.
Bendición tradicional.
Incluso una vez que las puertas se cierran con un sonido metálico y las Criptas se van haciendo pequeñas a nuestras espaldas, no se me pasa la sensación de estar completamente enjaulada. Sigo sintiendo una presión terrible que me aprieta el pecho, y tengo que luchar para conseguir llenar de aire los pulmones.
Un viejo autobús de prisioneros con un motor asmático nos transporta alejándonos de la frontera, hasta Deering. Desde ahí, Álex y yo volvemos caminando hacia el centro de Portland. Vamos por la misma acera pero procuramos separarnos tanto como podemos. Cada pocos pasos, él gira la cabeza para mirarme y abre y cierra la boca, como si estuviera pronunciando una serie de palabras inaudibles. Sé que está preocupado por mí, y probablemente teme que me dé un ataque, pero no puedo mirarle a los ojos ni hablarle. Mantengo la vista al frente y mis piernas dan un paso detrás de otro sin pedir permiso a mi cerebro. Aparte de un terrible dolor en el pecho y en el estómago, mi cuerpo parece entumecido. No noto siquiera el suelo bajo mis pies, ni el viento que corre entre los árboles y me roza la cara; no puedo sentir la calidez del sol que, contra todo pronóstico, ha conseguido romper las nubes negras e ilumina el mundo con un extraño color verduzco, como si todo estuviera sumergido en el mar.
Cuando yo era pequeña y mi madre murió —cuando pensé que había muerto—, recuerdo que salí por primera vez a correr y me perdí irremisiblemente al final de la calle Congress, un sitio en el que había jugado durante toda mi vida. Doblé una esquina y me encontré delante de Limpiezas Bubble & Soap, y de pronto fui incapaz de recordar dónde estaba, o si mi casa quedaba hacia la derecha o hacia la izquierda. Nada era igual. Todo parecía una copia de sí mismo, frágil y distorsionada, como si me hubiera quedado atrapada en la galería de los espejos de la «casa de la risa» y viera allí reflejado mi antiguo mundo.
Así es como me siento en este momento: he perdido algo, lo he encontrado y lo he vuelto a perder, todo al mismo tiempo. Y ahora sé que en algún lugar de este mundo, en la tierra agreste del otro lado de la alambrada, mi madre está viva y respira y suda y se mueve y piensa. Me pregunto si pensará en mí y el dolor se hace más profundo, me deja sin aliento hasta tal punto que me detengo y me doblo en dos con una mano en el estomago.
Seguimos sin haber llegado a la península; de hecho, no estamos lejos de Brooks 37. En esta zona, las casas están separadas por amplios tramos de césped descuidado y jardines abandonados, llenos de basura, Aun así hay gente por la calle, incluyendo un hombre al que identifico enseguida como regulador. A pesar de la hora —no es ni siquiera mediodía—, lleva un megáfono colgado del cuello y una porra de madera atada al muslo. Álex también debe de haberlo visto. Se mantiene a cierta distancia, recorriendo la calle con la mirada, intentando aparentar indiferencia, pero me susurra:
—¿Estás bien?
Tengo que vencer el dolor. En este momento irradia por todo mi cuerpo hasta llegar a la cabeza, donde palpita sordamente.
—Creo que sí —consigo decir en un jadeo.
—En el callejón. A tu izquierda. Ve.
Me enderezo todo lo que puedo, lo suficiente, al menos para llegar con dificultad hasta el callejón que se abre entre dos edificios altos. Hacia la mitad hay varios contenedores de metal, colocados en paralelo, llenos de moscas. El olor es asqueroso, es como estar de vuelta en las Criptas, pero igualmente me meto entre ellos agradecida por la posibilidad de sentarme. En cuanto me detengo, se calma el latido de mi cerebro. Inclino la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la pared de ladrillo. Siento que el mundo se mece, soy un barco que ha perdido sus amarras.
Álex llega un minuto después, se acuclilla delante de mí y me aparta el cabello de la cara. Es la primera vez que ha podido tocarme en todo el día.
—Lo siento, Lena —dice, y sé que es verdad—. Pensé que querrías saberlo.
—Doce años —digo simplemente—. He pasado doce años pensando que estaba muerta.
Durante un rato nos quedamos en silencio. Él me dibuja círculos en los hombros, en los brazos, en las rodillas, por donde alcanza, como si estuviera desesperado por mantener contacto físico conmigo. Ojalá pudiera cerrar los ojos y convertirme en polvo y en nada, sentir que mis pensamientos se dispersan como pelusas de diente de león llevadas por el viento. Pero sus manos siguen trayéndome de vuelta al callejón, a Portland y a un mundo que de pronto ha dejado de tener sentido.
«Ella está por ahí, respira, pasa sed, come, camina, nada». Me resulta imposible, en este momento, pensar en seguir con mi vida, imposible imaginar que puedo dormir y atarme los cordones para correr, ayudar a Carol a llevar los platos y hasta estar en la casa con Álex, cuando sé que ella existe, que está por ahí en algún sitio, en una órbita tan lejana de la mía como una constelación remota.
«¿Por qué no vino a por mí?». La idea se me pasa por la mente con una claridad tan veloz como una descarga eléctrica, trayendo consigo de vuelta un dolor agudo. Cierro los ojos, dejo caer la cabeza hacia delante, rezo para que pase. Pero no sé a quién rezar. De repente, no puedo recordar ninguna palabra; solo puedo pensar en una vez que fui a la iglesia cuando era pequeña y vi cómo resplandecía el sol y luego se desvanecía más allá de la vidriera, y contemple cómo moría toda aquella luz dejando solo paneles de vidrio de colores apagados y polvorientos.
—Oye, mírame.
Abrir los ojos me supone un esfuerzo tremendo. Álex se me aparece borroso, aunque está agachado a poca distancia de mí.
—Tienes que tener hambre —dice dulcemente—. Voy a llevarte a casa, ¿vale? ¿Puedes caminar? —se echa hacía atrás un poco, dejando sitio para que me ponga de pie.
—No —me sale más enérgico de lo que yo quería, y Álex parece desconcertado.
—¿Que no puedes caminar?
Entre sus cejas aparece un pliegue.
—No —me cuesta mantener la voz a un volumen normal—. Quiero decir que no puedo ir a casa. No puedo ni quiero.
Álex suspira y se frota la frente.
—Podríamos ir un rato a Brooks, quedamos en la casa. Y cuando te sientas mejor…
—No lo comprendes —le corto en seco.
En mi interior se va acumulando un grito, un insecto negro escarba en mi garganta. Lo único que pienso es: «Lo sabían». Lo sabían todos: Carol y el tío William, quizá incluso Rachel, y aun así dejaron que siguiera creyendo que estaba muerta.
Dejaron que creyera que me había abandonado. Dejaron que creyera que no me quería lo suficiente. De repente, me siento llena de ira al rojo vivo que me quema por dentro. Si los veo, si vuelvo allí, no seré capaz de detenerme. Le prenderé fuego a la casa o la echaré abajo, viga a viga.
—Quiero irme contigo a la Tierra Salvaje, como hablamos.
Pensaba que le haría ilusión, pero su gesto al oírlo era más de cansancio. Aparta la vista y entrecierra los ojos.
—Mira, Lena, ha sido un día muy largo. Estás agotada. Tienes hambre. No piensas con claridad.
—Si pienso con claridad —afirmó, poniéndome de pie para no parecer tan impotente. Estoy enfadada con él también, aunque sé que no es culpa suya. Pero la furia da vueltas en mi interior, sin objetivo, mientras gana impulso—. No puedo quedarme aquí, Álex. Ya no. No después, no después de esto —se me agarrota la garganta mientras me vuelvo a tragar el grito que quiere salir—. Lo sabían, Álex. Ellos lo sabían y nunca me lo contaron.
Él también se pone de pie, lentamente, como si le doliera.
—No puedes estar segura —dice.
—Lo estoy —insisto, y es verdad.
En lo más profundo de mí ser, no tengo dudas. Pienso en mi madre inclinada sobre mí, en la palidez de su rostro que se abre paso en mi sueño, su voz: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo», esas palabras susurradas en mi oído en voz baja, una pequeña sonrisa triste que le bailaba en los labios. Ella también lo sabía. Ella sabía que venían a por ella para llevarla a aquel horrible lugar. Y solo una semana después, yo estaba sentada con un vestido negro que picaba delante de un ataúd vacío, con un montón de cáscaras de naranja para chupar, intentando contener las lágrimas mientras todos aquellos en quienes creía construían en torno a mí una superficie sólida y suave de mentiras («Estaba enferma», «Eso es lo que hace la enfermedad», «Suicidio»). Fue a mí a quien realmente enterraron aquel día.
—No puedo volver a casa y no lo voy a hacer, Voy a ir contigo. Podemos construirnos un hogar en la Tierra Salvaje. Otra gente lo hace, ¿no? Otras personas lo han hecho. Mi madre.
Quiero decir: «Mi madre lo va a hacer», pero se me quiebra la voz al pronunciar esa palabra.
Álex me mira atentamente.
—Lena, si te vas, si te vas de verdad, para ti no podrá ser como es ahora para mí. Eso lo entiendes, ¿verdad? No podrás ir y volver. No podrás regresar nunca. Tu número será invalidado. Todo el mundo sabrá que eres una resistente. Todo el mundo te buscará. Si alguien te encontrara… si alguna vez te atraparan… —no termina la frase.
—No me importa —replico; ya no puedo controlar mi temperamento—. Tú fuiste quien lo sugirió, ¿no? Entonces, ¿qué? Ahora que estoy lista para irme, ¿tú te echas atrás?
—Solo estoy tratando de…
Le vuelvo a interrumpir; estoy desvariando, deslizándome sobre el enfado, sobre mi deseo de hacer daño, romper, destrozar.
—Eres como los demás. Eres igual que ellos. Venga a hablar, hablar, hablar, se te da muy bien. Pero cuando llega el momento de hacer algo, cuando llega el momento de ayudarme.
—Estoy tratando de ayudarte —dice con dureza—. Estás hablando de algo muy grave. ¿Te das cuenta? Es una elección tremenda y estás cabreada y no sabes lo que dices.
Él también se está enfadando. El tono de su voz hace que sienta una punzada de dolor, pero no puedo parar de hablar. Destrozar, destrozar, destrozar. Quiero romperlo todo, a él, a mí, a nosotros, a la ciudad entera, al mundo entero.
—No me trates como a una niña —digo.
—Entonces deja de actuar como si lo fueras —me replica; en cuanto las palabras salen de su boca, sé que las lamenta. Se aparta un poco, respira y entonces dice, en un tono normal de voz—: Escucha Lena. Lo siento muchísimo. Sé que has tenido… en fin, con todo lo que ha sucedido hoy, no puedo ni imaginar cómo te sientes.
Es demasiado tarde. Las lágrimas me emborronan la visión. Me aparto de él y me pongo a rascar la pared con una uña. Una escama de ladrillo se desprende. Verla caer al suelo me recuerda a mi madre y a aquellas paredes extrañas y terroríficas. Y lloro aún con más intensidad.
—Si yo te importara, me llevarías lejos —digo—. Si yo te importara algo, nos iríamos ya mismo.
—Tú me importas —dice Álex.
—No, no te importo —ahora sé que me estoy comportando como una cría, pero no puedo remediarlo—. A ella tampoco le importé. No le importaba en absoluto.
—Eso no es cierto.
—¿Por qué no vino por mí entonces? —aún estoy de espaldas a él, con una mano apoyada en la pared, sintiendo cómo eso también, podría derrumbarse en cualquier momento—. ¿Dónde está ahora? ¿Por qué no vino a buscarme?
—Ya sabes por qué —dice con mayor firmeza—. Ya sabes lo que le habría sucedido si la hubieran vuelto a atrapar, si la hubieran cogido contigo. Habría significado la muerte para las dos.
Sé que tiene razón, pero eso no me alivia en absoluto. Sigo adelante obstinadamente, incapaz de detenerme.
—No es eso. A ella no le importo y a ti tampoco. No le importo a nadie.
Me paso el brazo por la cara, limpiándome la nariz.
—Lena —me llama colocando las manos en mis codos y haciéndome girar para situarme frente a él. Cuando me niego a mirarle a los ojos, me alza la barbilla obligándome a que le mire—. Magdalena —repite; es la primera vez que ha usado mi nombre completo desde que nos conocemos—. Tu madre te amaba, ¿lo entiendes? Te amaba. Te sigue amando. Quería que estuvieras a salvo.
El calor me invade. Por primera vez en mi vida, no me da miedo el verbo amar. Algo parece abrirse dentro de mí como un bostezo, se estira como un gato que intenta absorber el sol, y necesito desesperadamente que me lo vuelva a decir.
Su voz es infinitamente suave. Sus ojos son cálidos y están veteados de luz, con ese color del sol que se derrite como mantequilla a través de los árboles en una luminosa tarde otoñal.
—Y yo también te amo —sus dedos me acarician el borde de la mandíbula, bailando brevemente sobre mis labios—. Tendrías que saberlo. Tienes que saberlo.
Entonces es cuando sucede.
De pie entre dos contenedores asquerosos en una callejuela de mierda, mientras el mundo se derrumba a mi alrededor, al oír cómo Álex dice esas palabras, todo el miedo que he llevado conmigo desde que aprendí a sentarme, a ponerme de pie, a respirar, desde que me dijeron que dentro de mí había algo malo, algo enfermo y podrido, algo que debía ser eliminado, desde que me dijeron que estaba casi echada a perder… todo se desvanece de repente. Eso que habita en lo más profundo de mi espíritu, el corazón de mi corazón, se estira y se despliega más, se alza como una bandera y me hace sentir más fuerte de lo que me había sentido nunca.
Abro la boca y digo:
—Yo también te amo.
Es extraño, pero después de ese momento en el callejón, de pronto comprendo el significado de mi nombre completo, la razón principal por la cual mi madre me puso Magdalena, el significado de la antigua historia bíblica de José y su abandono de María Magdalena. Comprendo que él renunció a ella por una razón. Él renunció a ella para que pudiera ser salvada, aunque a él le destrozó dejarla marchar.
Renunció a ella por amor.
Creo que tal vez mi madre ya sabía cuando nací que ella tendría que hacer lo mismo algún día. Supongo que eso forma parte de lo que significa amar a las personas. Hay que renunciar a cosas. A veces incluso hay que renunciar a esas personas.
Álex y yo hablamos de todas las cosas que yo dejaría atrás para ir con él a la Tierra Salvaje. Quiere estar totalmente seguro de que sé en lo que nos estamos metiendo. Pasar por la panadería Fat Cats después del cierre y comprar panecillos y bollos de queso por un dólar la pieza, sentarme en los embarcaderos y oír chillar a las gaviotas mientras vuelan en círculos, echar largas carreras hasta las granjas cuando el rocío hace relucir cada brizna de hierba como si estuvieran envuelta en cristal, escuchar el ritmo constante de los océanos que palpita bajo la ciudad como el latido del corazón, ver las callejuelas adoquinadas del puerto viejo, las tiendas atiborradas de cosas brillantes y hermosas que nunca he podido permitirme.
Lo único que lamento es perder a Hana y Gracie. El resto de Portland, por lo que a mí respecta, puede desvanecerse. Sus brillantes y altas torres falsas, y los escaparates tapados, y la gente obediente que mira con ojos fijos y agacha la cabeza para recibir más mentiras, como animales que se ofrecen para ser sacrificados.
—Si nos vamos juntos, estaremos solos tú y yo —Álex no deja de repetirlo, como si necesitara asegurarse de que yo lo comprendo, como si necesitara asegurarse de que yo estoy segura—. No hay forma de volver atrás. Nunca.
—Eso es lo que quiero. Solo tú y yo. Siempre —corroboro.
Y lo digo en serio. Ni siquiera tengo miedo. Ahora que sé que lo voy a tener a él, que nos tenemos el uno al otro, siento que nunca más voy a tener miedo de nada.
Decidimos irnos de Portland una semana después, exactamente nueve días antes de la fecha prevista para mi intervención. Preferiría no posponer nuestro viaje tanto tiempo, me siento tentada de echar a correr directamente hacia la valla fronteriza y tratar de pasarla a plena luz del día, pero Álex me calma y me explica porqué es importante que esperemos.
En los últimos años, él solo ha cruzado unas pocas veces. Es muy peligroso ir y venir más a menudo. Sin embargo, en la próxima semana cruzará dos veces antes de que llevemos a cabo la escapada final; es un riesgo casi suicida, pero me convence de que es necesario. Cuando se vaya conmigo y empiece a faltar al trabajo y a clase, él también será invalidado, aunque técnicamente su identidad nunca ha sido realmente válida, ya que fue creada por la resistencia.
Y en cuanto nos invaliden a los dos, nos borrarán del sistema como un clic. Será como si nunca hubiéramos existido. Al menos, podemos contar con que no nos perseguirán por la Tierra Salvaje. No habrá grupos de captura. Nadie irá a buscarnos. Si quisieran atraparnos, tendrían que admitir que habíamos conseguido salir de Portland, qué se puede hacer, que los inválidos existen.
No seremos más que fantasmas, rastros, recuerdos. Y pronto, como los curados mantienen la vista firmemente centrada en el futuro y en la larga procesión de días por los que marchar, ni siquiera seremos eso.
Como Álex ya no podrá entrar en Portland, tendremos que llevarnos toda la comida que podamos, además de ropa para el invierno y todo aquello de lo que no podamos prescindir. Los inválidos de los asentimientos suelen compartir lo que tienen sin problemas. Sin embargo, el otoño y el invierno son siempre duros allí y, después de tanto tiempo viviendo en la ciudad, Álex no es precisamente un cazador-recolector experto.
Quedamos en vernos en la casa a medianoche para continuar los preparativos. Yo le pasaré el primer cargamento de cosas que quiero llevarme: mi álbum de fotos, un montón de notas que Hana y yo nos intercambiamos en clase de Matemáticas en décimo y toda la comida que pueda escamotear del Stop-N-Save.
Son casi las tres cuando nos separamos y me dirijo a casa. Las nubes han empezado a dispersarse y con ellas se entrelazan jirones de cielo, de un azul pálido como seda desvaída. El aire es cálido, pero el viento tiene un filo de olores otoñales a frío y humo. Pronto los verdes del paisaje darán paso a violentos rojos y naranjas, y después esos también serán sustituidos por la desnudez quebradiza del invierno. Y yo me habré ido, estaré por ahí en alguna parte, entre los árboles temblorosos, envueltos por la nieve. Pero Álex vendrá conmigo y estaremos a salvo. Caminaremos de la mano y nos besaremos a plena luz del día y nos amaremos todo lo que queramos y nadie intentará separarnos.
A pesar de todo lo que ha sucedido, hoy me siento más serena de lo que he estado nunca, como si las palabras que nos hemos dicho el uno al otro me hubieran envuelto en una neblina protectora.
Hace más de un mes que no corro de forma regular. Ha hecho demasiado calor, y hasta hace poco Carol me lo tenía prohibido. Pero en cuanto llego a casa, llamo a Hana y le pido que se reúna conmigo en las pistas, nuestro punto de inicio habitual, y ella simplemente se ríe.
—Estaba a punto de llamarte y sugerirte lo mismo —dice.
—Ya sabes lo que dicen de las grandes mentes.
Su risa se pierde por un momento en el zumbido que resuena por el auricular, cuando un censor en algún punto de Portland conecta con nuestra conversación. El ojo giratorio, siempre dando vueltas, siempre vigilante. Por un momento me invade el enfado, pero se disipa enseguida. Pronto estaré fuera del mapa totalmente y para siempre.
Esperaba poder salir de casa sin ver a Carol, pero se cruza conmigo cuando me dirijo a la puerta. Como siempre, está en la cocina, repitiendo hasta la saciedad su ciclo de guisos y limpieza.
—¿Dónde has estado todo el día? —pregunta.
—Con Hana —respondo automáticamente.
—¿Y vas a volver a salir?
—Solo a correr.
Antes pensé que si la volvía a ver, le arañaría la cara o la mataría. Pero en este momento, al mirarla, me siento totalmente indiferente, como si fuera una valla publicitaria o un extraño que pasa en un autobús.
—La cena es a las siete y media —dice—. Me gustaría que estuvieras en casa para poner la mesa.
—Estaré en casa —digo. Se me ocurre que esta insensibilidad, esta sensación de distancia, desde de ser lo que ella y los demás curados experimentan todo el tiempo: como si hubiera un cristal grueso entre cada persona y los demás, un cristal que lo amortigua todo. Casi nada lo atraviesa. Casi nada importa. Dicen que la cura tiene que ver con la felicidad, pero ahora comprendo que no es así, que nunca ha sido así. Tiene que ver con el miedo: miedo al dolor, miedo al daño, miedo, miedo, miedo. Una ciega existencia animal, aterrorizada, embotada, estúpida, sin más horizonte que toparse con las paredes y arrastrar los pies por los pasillos cada vez más angostos.
Por primera vez en mi vida, realmente siento compasión por Carol. Solo tengo diecisiete años y ya sé algo que ella no sabe. Sé que la vida no es vida si te limitas a dejarte llevar por ella. Sé que el objetivo, el único objetivo, es encontrar las cosas que importan y aferrarse a ellas, luchar por ellas y negarse a soltarlas.
—Vale —Carol se queda ahí, un poco incómoda, como le pasa siempre que quiere decir algo importante pero no sabe muy bien cómo hacerlo—. Dos semanas hasta el día de tu cura —dice por fin.
—Dieciséis días —digo, pero mentalmente cuento: «siete días». Siete días para ser libre y estar lejos de todas estas personas y sus vidas superficiales, en las que se deslizan rozándose apenas unos a otros, resbalando, resbalando de la vida a la muerte. Para ellos, casi no hay cambios entre la una y la otra.
—Es comprensible que estés nerviosa —dice. Esas deben de ser palabras de consuelo que le ha costado tanto esfuerzo recordar y pronunciar.
Pobre tía Carol: una vida de platos y latas abolladas de alubias y días que se funden unos con otros. Me doy cuenta, en ese momento, de lo vieja que está. Su cara está llena de arrugas y su cabello tiene zonas grises. Eran sus ojos los que me habían convencido de que no tiene edad: esos ojos fijos, diáfanos, que comparten todos los curados, como si estuvieran siempre mirando algo en la lejanía. Debió de ser bastante bonita antes de ser curada. Es tan alta como mi madre, y probablemente igual de delgada; me viene a la cabeza una imagen de dos muchachas adolescentes, dos esbeltos paréntesis negros separados por un océano plateado, que se echan agua con el pie la una a la otra, riéndose. Esas son las cosas a las que no se renuncia.
—Ah, no estoy nerviosa —le digo—. Créeme. Estoy impaciente.
Solo siete días más.