veintidós

Los humanos, sin regulación, son crueles y caprichosos, violentos y egoístas, desdichados y pendencieros. Solo cuando sus instintos y emociones primigenias han sido controlados pueden ser felices, generosos y buenos.

Manual de FSS

De repente me da miedo avanzar más. Tengo un nudo en la boca del estómago que me dificulta la respiración. No puedo continuar. No quiero saber.

—Tal vez no deberíamos —digo—. Él dijo… él dijo que no podíamos entrar.

Álex alarga la mano como si pensara tocarme; luego se acuerda de dónde estamos y se fuerza a bajar los brazos a los costados.

—No te preocupes —dice—. Tengo amigos aquí.

—Probablemente ni siquiera sea ella —mi voz se alza un poco y me preocupa que me dé un ataque de nervios. Me humedezco los labios, intentando mantener la calma—. Tal vez todo haya sido un gran error. Para empezar, no deberíamos haber venido. Quiero irme a casa.

Sé que parezco una niña pequeña con una rabieta, pero no puedo remediarlo. Pasar por esas puertas me resulta absolutamente imposible.

—Venga, Lena. Tienes que confiar en mí —dice, rozándome el antebrazo con un dedo en una caricia que solo dura un segundo. ¿Vale? Confía en mí.

—Lo hago: confío en ti. Es solo… —el aire, el hedor, la oscuridad y la sensación de podredumbre a mí alrededor me empujan a salir corriendo—. Si no está aquí. Bueno, eso sería malo. Pero si está… creo, creo que podría ser incluso peor.

Álex me mira atentamente durante un instante.

—Tienes que saberlo, Lena —dice por fin, firmemente, y lleva razón.

Asiento con la cabeza. Me lanza una brevísima sonrisa; luego alarga el brazo y abre de un empujón las puertas del pabellón 6.

Entramos en un vestíbulo que tiene exactamente el aspecto con el que he imaginado siempre las celdas de las Criptas. Las paredes y el suelo son de cemento y, cualquiera que fuera el color con que se pintaron inicialmente, se ha ido desgastando hasta convertirse en un gris lúgubre como de mojo. En el techo alto solo hay una bombilla, que apenas consigue lanzar luz suficiente para iluminar el reducido espacio. Hay un taburete en la esquina, ocupado por un guardia. Este es de tamaño normal, casi flaco, con marcas de granos en la cara y un pelo que me recuerda a los espaguetis demasiado cocidos. En cuanto pasamos por la puerta, el guardia realiza un pequeño movimiento reflejo para ajustarse el arma, acercándola más a su cuerpo y girando el cañón ligeramente hacia nosotros.

Junto a mí, Álex se tensa. Me pongo alerta.

—No pueden estar aquí —dice el guardia—. Zona restringida.

Por primera vez desde que hemos entrado en las Criptas, Álex parece incómodo. Juguetea nerviosamente con su identificación.

—Pensaba… pensaba que Thomas estaría aquí.

El guardia se pone de pie. Asombrosamente, no es mucho más alto que yo, y desde luego es más bajo que Álex, pero de todos los guardias que he visto hoy, es el que más miedo me da. Hay algo extraño en sus ojos, una dureza y una inexpresividad que me recuerdan a una serpiente. Nunca me habían apuntado con un arma, y mirar el largo túnel del cañón me marea como si fuera a desmayarme.

—Ah, ¡vaya si está aquí!, ya te digo. Últimamente, siempre está aquí —dice el guardia sonriendo sin una pizca de simpatía, y sus dedos bailan junto al gatillo. Cuando habla, sus labios se curvan hacia arriba mostrando una boca llena de dientes amarillos y torcidos—. ¿Qué sabes tú de Thomas?

El cuarto adopta la quietud y la tensión del aire exterior, como si tuviera a punto de estallar un trueno. Álex se permite una pequeña muestra de nerviosismo: curva y flexiona los dedos junto a sus muslos. Casi le puedo ver pensar, intentando decidir qué va a decir ahora. Debe de ser consciente de que mencionar a Thomas ha sido un error; incluso yo he podido notar el desprecio y la sospecha en la voz del guardia al pronunciar el nombre.

Después de lo que parece un tiempo larguísimo, pero que probablemente no dure más que unos pocos segundos, la mirada neutra de vigilante oficial se instala de nuevo en su cara.

—Hemos oído que ha habido algún problema, eso es todo.

La afirmación es lo suficiente vaga para encajar en cualquier situación. Álex da vueltas con dos dedos a su identificación de seguridad. El guardia posa la vista en ella por un momento y noto que se relaja. Por suerte, no intenta echarle una mirada más detenida. Álex solo tiene autorización de nivel 1 en los laboratorios, lo que significa que apenas tiene derecho a visitar el cuarto de limpieza, y ya no digamos a pasearse por zonas restringidas, allí o en ningún otro sitio de Portland, como si fuera su propietario.

—Pues habéis tardado lo vuestro —dice el guardia secamente—. Lo de Thomas fue hace cuatro meses. Mejor para el DIC, supongo. No es el tipo de cosas que queremos que se sepan.

El DIC es el Departamento de Información Controlada (o, si uno es cínico como Hana, el Departamento de Idiotas Corruptos o el Departamento de Implementación de la Censura). Se me pone la carne de gallina: algo muy grave debió de pasar en el pabellón 6 para que tuviera que intervenir el DIC.

—Ya sabes cómo son estas cosas —dice Álex. Se ha recuperado de su momentáneo desliz; la seguridad y la simpatía vuelven a su voz—. Imposible obtener una respuesta clara de nadie por allí.

Otra afirmación vaga, pero el guardia se limita a asentir.

—Ya te digo —luego hace un gesto con la cabeza hacia mí—. ¿Quién es?

Noto que me mira el cuello y se da cuenta de que no tengo la marca de la operación. Como mucha gente, retrocede inconscientemente, apenas unos centímetros, pero lo suficiente para que se apodere de mí el viejo sentimiento de humillación, la sensación de estar contaminada. Bajo los ojos al suelo.

—No es nadie —dice Álex, y aunque sé que tiene que decirlo oírle me produce un dolor sordo en el pecho—. Se supone que le tengo que enseñar las Criptas, eso es todo. Un proceso de reeducación, ya sabes a qué me refiero.

Contengo el aliento, convencida de que en cualquier momento nos va a echar de un puntapié, casi deseando que lo haga. Y sin embargo. Justo más allá del taburete hay una sola puerta hecha de un metal pesado y grueso y protegida por un teclado numérico. Me recuerda la cámara acorazada del banco Savings, en el centro. A través de ella me parece distinguir sonidos lejanos, sonidos humanos, creo, aunque es difícil de precisar.

Mi madre podría estar al otro lado de esa puerta. Podría estar ahí dentro. Álex tenía razón. Tengo que saberlo.

Por primera vez, empiezo a entender plenamente lo que me contó Álex anoche. Puede que mi madre haya estado viva todo este tiempo. Cuando yo respiraba, ella respiraba también. Cuando yo dormía, ella dormía en otro lugar. Cuando yo estaba despierta pensando en ella, puede que ella también haya pensara en mí. Es abrumador, a la vez que extraordinario e intensamente doloroso.

Álex y el guardia se miran durante un minuto. Álex sigue dándole vueltas a la credencial, enrollando y desenrollando la cadena. El gesto parece hacer que el guardia se relaje.

—No os puedo dejar entra ahí —dice, pero esta vez su voz tiene un tono de disculpa. Baja el arma y se vuelve a sentar en el taburete. Suelto el aire; sin darme cuenta, he estado conteniendo el aliento.

—Solo estás haciendo tu trabajo —dice Álex en tono neutro—. Entonces, ¿tú eres el sustituto de Thomas?

—Eso es —contesta.

El guardia vuelve a mirarme y de nuevo noto que su mirada se detiene en mi cuello sin marcas. Tengo que hacer un esfuerzo para no cubrirme la piel con la mano. Finalmente, el guardia parece decidir que no le vamos a dar problemas.

—Frank Dorset. Me reasignaron aquí el tres de febrero, después del incidente —dice mirando a Álex.

Algo en la forma de pronunciar la palabra incidente me produce un escalofrío.

—Es duro, ¿eh?

Álex se apoya en una pared; es la imagen misma de la naturalidad. Solo yo detecto la tensión en su voz. Está atascado. En ese momento no sabe qué hacer ni cómo conseguir que entremos.

Frank se encoge de hombros.

—Bueno, esto es más tranquilo, desde luego. No sale ni entra nadie. O casi nadie, vaya.

Vuelve a sonreír mostrando sus horribles dientes, pero los ojos conservan esa extraña falta de expresión, como si hubiera una cortina echada sobre ellos, me pregunto si será un efecto secundario de la cura, o si siempre habrá sido así.

Inclina la cabeza hacia atrás, mirando a Álex con los ojos entrecerrados, y su parecido con una serpiente se hace incluso mayor.

—¿Y cómo te has enterado tú de lo de Thomas?

Álex mantiene la postura de despreocupación, sonriendo y moviendo la credencial.

—Los rumores van y vienen —dice encogiéndose de hombros—. Ya sabes cómo es.

—Sí, lo sé —dice Frank—. Pero el DIC no estaba muy contento con el asunto. Nos tuvieron unos cuantos meses controladísimos. ¿Tú qué oíste exactamente?

Noto que la pregunta es importante, como una especie de test. «Ten cuidado», le digo mentalmente a Álex como si pudiera oírme.

Álex duda solo un momento ante de decir:

—Oí que quizá tuviera contacto con el otro lado.

De repente lo comprendo todo: el hecho de que Álex dijera: «Tengo amigos aquí», el hecho de que parezca haber tenido acceso al pabellón 6 en el pasado. Uno de los guardias debe de haber sido simpatizante o quizá miembro activo de la resistencia. Resuena en mi mente lo que Álex repite continuamente: «Somos más de lo que crees».

Frank se relaja. Esa debía de ser la respuesta correcta. Parece decidir que Álex es digno de confianza, después de todo. Acaricia el cañón del arma, que ha dejado descansando entre sus rodillas como si fuera una mascota.

—Eso es. Cuando lo oí, me quedé tieso. Claro que yo casi no le conocía. Le vi algunas veces en el cuarto de descanso, una o dos veces yendo a mear al tigre, eso es todo. En general, no se juntaba mucho con la gente. Supongo que es lógico; debió de hacerse colega de los inválidos.

Esta es la primera vez que he oído a alguien con un cargo oficial reconocer la existencia de gente en la Tierra Salvaje. Trago aire bruscamente. Sé que debe de ser doloroso para Álex quedarse ahí, hablando despreciativamente de un amigo que ha sido atrapado por ser simpatizante. El castigo habrá sido severo y rápido, en especial porque él estaba en la nómina del gobierno. Lo más probable es que lo hayan colgado, fusilado o electrocutado, o que hayan dejado que se pudra en una celda, si el tribunal fue magnánimo y votó en contra de un veredicto de muerte con tortura. Suponiendo que hubiera juicio.

Asombrosamente, la voz de Álex no flaquea:

—¿Y cómo os llegó el chivatazo?

Frank no hace más que frotar el arma. En sus gestos hay una especie de ternura, casi como si pensara que se trata de un ser vivo; me da náuseas.

—No fue exactamente un chivatazo —dice apartándose el pelo de la cara, lo que revela una frente con manchas rojas, brillante de sudor. Aquí hace más calor que en los otros pabellones: el aire debe de quedarse atrapado entre estas paredes, ulcerándose y pudriéndose como todo lo demás—. Creen que sabía algo sobre la huida. Estaba encargado de la inspección de las celdas. Y el túnel no pudo aparecer de la noche a la mañana.

—¿La huida?

Las palabras se me escapan antes de que pueda evitarlo. El corazón se pone a saltar dolorosamente en mi pecho, nadie ha huido de las Criptas, nunca jamás.

Por un instante, la mano de Frank se detiene sobre el arma, y una vez más sus dedos bailan sobre el gatillo.

—Claro —dice manteniendo los ojos en Álex, como si yo no estuviera—. Habrás oído hablar de ello.

Álex se encoge de hombros.

—Bueno, un poco aquí, un poco allá. Nada confirmado.

Frank se ríe. Es un sonido horrible. Me recuerda a una vez que vi dos gaviotas que peleaban en el aire por un poco de comida, gritando mientras se precipitaban hacia el océano.

—Pues ya te lo confirmo yo —dice—. Sucedió en febrero. De hecho, fue Thomas quien dio la alarma. Claro que, si estaba implicado, la fugitiva pudo tener una ventaja de seis o siete horas.

Cuando dice la palabra fugitiva, las paredes parecen derrumbarse a mí alrededor. Doy rápidamente un paso hacia atrás, me choco con la pared. «Podría ser ella», pienso, y durante un terrible momento me siento casi decepcionada. Luego me recuerdo a mí misma que tal vez mi madre no esté aquí; en cualquier caso, podría ser cualquier mujer la que se escapó, una simpatizante o agitadora. Con todo, no se me pasa el mareo. Me siento llena de ansiedad y de miedo y de un anhelo desesperado, todo a la vez.

—¿Qué le pasa? —pregunta Frank. Su voz suena lejana.

—Aire —consigo decir—. Es el aire de aquí.

Frank vuelve a soltar una carcajada desagradable y burlona.

—Pues si te crees que aquí huele mal —dice—, que sepas que esto es un paraíso comparado con las celdas.

Parece encontrar placer en lo que dice, y me recuerda un debate que mantuve hace algunas semanas con Álex, en que él atacaba la utilidad de la cura. Yo decía que sin amor tampoco había odio, y sin odio no había violencia. «El odio no es lo más peligroso», dijo él. «Es la indiferencia».

Álex comienza a hablar. Su voz es baja y mantiene el tono natural, pero por debajo hay un trasfondo persuasivo; es el tipo de voz que los vendedores callejeros usan cuando intentan que les compres una caja de fruta magullada o un juguete roto. «No pasa nada, te hago un buen precio, no hay problema, confía en mí».

—Escucha, déjanos entrar solo un minuto. No me hace falta más: un minuto. Ya ves que tienes más miedo que vergüenza. He tenido que venir hasta aquí solo para esto, a pesar de que era mi día libre. Tenía pensado ir al embarcadero a ver si pescaba algo. El caso es que si la llevo a casa y no se ha enderezado… Bueno, ya sabes, lo más probable es que me toque volver otra vez. Y solo me quedan un par de días libres, y el verano casi se ha acabado.

—¿Y por qué tanto lío? —dice Frank moviendo la cabeza hacia mí—. Si está causando problemas, hay una forma sencilla de arreglarla.

Álex sonríe forzadamente.

—Su padre es Steven Jones, comisionado de los laboratorios. No quiere una intervención anticipada; no quiere problemas, ni violencia, ni movidas. Mala publicidad, ya sabes.

Es una mentira audaz. Frank podría pedir que le enseñe mi identificación, y entonces Álex y yo restaríamos fastidiados. No sé cuál será el castigo por infiltrarse en las Criptas con falsos pretextos, pero dudo que sea leve.

Por primera vez, Frank parece interesado en mí. Me mira de arriba abajo como si tuviera un pomelo que está examinando en el supermercado para ver si está maduro, y por un momento no dice nada.

Luego, por fin, se pone de pie echándose el arma al hombro.

—Venga —dice—. Cinco minutos.

Se acerca a la puerta, teclea un código y posa la mano en una especie de pantalla de huelas dactilares. Cuando acaba, Álex me toma del codo.

—Vamos.

Me habla con voz irritada, como si mi pequeño ataque le hubiera hecho impaciente. Pero su toque es tierno y su mano resulta cálida y reconfortante. Ojalá pudiera dejarla donde está; pero solo un segundo después, me vuelve a soltar: «Sé fuerte. Casi estamos, aguanto solo un poco más».

Los cerrojos de la puerta se abren con un chasquido. Frank apoya el hombro, empuja con fuerza y la puerta se abre apenas lo justo para que accedamos al pasillo que hay más allá. Álex pasa primero, luego yo, y por último Frank. El pasaje es tan estrecho que tenemos que avanzar en fila india y está aún más oscuro que el resto de las Criptas.

Pero el olor es lo que realmente me impacta: un hedor asqueroso, pestilente, putrefacto, como los contenedores de la bahía —el lugar donde se tiran todas las tripas de pescado— es un día caluroso. Hasta Álex maldice y tose, tapándose la nariz con la mano.

Detrás de mí, me imagino a Frank sonriendo.

—El pabellón 6 tiene su perfume particular —dice.

Mientras caminamos, oigo cómo el cañón del arma golpea contra su muslo. Me da miedo desmayarme y siento la tentación de apoyarme en las paredes para mantenerme en pie, pero están cubiertas de humedad y hongo. A ambos lados aparecen a intervalos las puertas metálicas de las celdas, cada una con su cerrojo y su ventanita mugrienta del tamaño de un plato. A través de las paredes nos llegan gemidos ahogados, una vibración constante. Es peor, de algún modo, que los gritos y aullidos de antes. Este es el sonido que producen las personas cuando han perdido hace tiempo la esperanza de que nadie las oiga, un sonido reflejo destinado solo a llenar el tiempo y el espacio y la oscuridad.

Voy a vomitar. Si Álex tiene razón, mi madre está aquí, tras una de esas terribles puertas, tan cerca que si pudiera reordenar las partículas y hacer que la piedra se disolviera, podría alargar la mano y tocarla. Más cerca de lo que nunca creí que volvería a estar de ella.

Me inundan deseos y pensamientos enfrentados. «Mi madre no puede estar aquí; preferiría que estuviera muerta; quiero verla viva». Y me llena, también, esa otra palabra que hace presión desde debajo de mis otros pensamientos: huida, huida, huida. Una posibilidad demasiado fantástica para pensar en ella. Si mi madre hubiera sido la que escapó, yo lo habría sabido. Ella habría venido a buscarme.

El pabellón 6 está formado exclusivamente por un largo corredor. Por lo que puedo ver, hay unas cuarenta puertas, cuarentas celdas separadas.

—Esto es todo —dice Frank—. El gran tour —ironiza golpeando en unas de las primeras puertas—. Aquí está muestro amigo Thomas, por si le quieres decir hola.

Luego vuelve a reírse, con ese detestable tono de mofa.

Me acuerdo de lo que comentó cuando entramos en el vestíbulo. «Últimamente, siempre está aquí».

Por delante, Álex no contesta, pero me parece que le veo estremecerse.

Frank me toca abruptamente en la espalda con el cañón del arma.

—Bueno, ¿qué te parece?

—Horrible —consigo decir. Me parece tener la garganta rodeada de alambre de espino. Frank parece complacido.

—Más vale que escuches y hagas lo que te dicen —afirma—. No tiene sentido terminar como este tipo.

No hemos detenido ante unas de las celdas. Frank nos hace una señal indicando la diminuta ventana y doy un paso vacilante hasta apoyar la cara en el cristal. Está tan sucio que resulta casi opaco, pero si entrecierro los ojos puedo distinguir algunas formas en la oscuridad de la celda: una cama individual con un colchón fino y sucio, un váter, un cubo que podría ser equivalente humano del cuenco de agua para un perro.

Al principio me parece que también hay un montón de harapos en un rincón, hasta que me doy cuenta de que esos harapos son el «tipo» al que Frank se refería: un asqueroso bulto en cuchillas, un montón de piel y huesos con el pelo enredado y aspecto de loco. No se mueve, y su piel está tan sucia que se confunde con el gris de la pared de piedra a sus espaldas. Si no fuera por los ojos, que se mueven continuamente de un lado para otro como si estuviera buscando insectos en el aire, cualquiera pensaría que está muerto. Apenas parece humano.

Me vuelve la idea de antes: «Preferiría que estuviera muerta». No quiero encontrarla en este lugar. En cualquier sitio menos aquí.

Álex ha seguido pasillo abajo, y de pronto oigo que inspira bruscamente. Alzo la vista. Está totalmente quieto, y la expresión de su rostro me da miedo.

—¿Qué? —pregunto.

Por un momento, no contesta. Está mirando algo que no puedo ver, supongo que alguna puerta de las que hay más adelante. Luego se vuelve hacia mí y hace un gesto de negación rápido, convulsivo.

—No —dice. Su voz es un graznido, y el miedo se alza hasta abrumarme.

—¿Qué pasa? —pregunto de nuevo.

Avanzo por el pasillo hacia él. De repente me parece que está muy lejos, y cuando Frank habla detrás de mí, su voz también suena remota.

—Aquí es donde estaba ella —dice—. La número ciento dieciocho. La administración aún no ha soltado la pasta necesaria para arreglar las paredes, así que por el momento lo hemos dejado así. Aquí no hay mucho presupuesto para reformas.

Álex me mira fijamente. Todo su control y su seguridad se han desvanecido. Sus ojos arden de enfado, o quizá de dolor, y su voz se tuerce en una mueca. Mi cabeza parece llena de ruido.

Álex alza la mano como si quisiera detener mi avance. Nuestras miradas se cruzan por un segundo y algo destella entre nosotros, una advertencia o una disculpa, tal vez, y luego paso a su lado hasta llegar a la celda 118.

Es idéntica en casi todo a las celdas que he entrevisto por las diminutas ventanas del pasillo: un áspero suelo de cemento, un váter oxidado y un cubo lleno de agua, en el que dan vueltas lentamente varias cucarachas: también hay una diminuta cama de metal con un colchón de papel de fumar, que alguien ha arrastrado hasta el centro mismo del cuarto.

Y paredes.

Las paredes están cubiertas, centímetro a centímetro, de escritura. No. No de escritura. Están cubiertas por una sola palabra de cuatro letras que ha sido inscrita una y otra vez sobre todas las superficies disponibles.

Amor.

Grabada con curvas enormes y apenas arañadas en los rincones; acuñada con una caligrafía elegante y con sólidas mayúsculas, rascada, tallada, labrada, como si las paredes se estuvieran volviendo poesía lentamente.

Y en el suelo, junto a una pared, hay una cadena de plata ennegrecida, con un colgante todavía unido a ella: una daga con rubíes incrustados cuya cuchilla se ha gastado hasta quedar reducida a un pequeño fragmento. La insignia de mi padre. El collar de mi madre.

Mi madre.

Todo este tiempo, durante cada segundo de mi vida en que la creía muerta, ella estaba aquí: arañando, rascando, rayando, encajonada entre estas paredes de piedra como un secreto largamente enterrado.

De repente siento como si estuviera de vuelta en mi sueño, de pie en lo alto de un acantilado mientras el suelo que casi piso se desintegra y se transforma en la arena de un reloj que escapa bajo mis pies. Me siento como en ese momento en que me doy cuenta de que el suelo ha desaparecido y estoy de pie en un filo desnudo de aire, preparada para caer.

—Es terrible, ¿lo veis? Mirad lo que le provocó la enfermedad. Quién sabe cuántas horas pasaría escribiendo en esas paredes, como una rata.

Frank y Álex están de pie detrás de mí. Las palabras de Frank me llegan como si estuvieran amortiguadas por una capa de tejido. Doy un paso hacia el interior de la celda, y de repente me fijo en un rayo de luz que se extiende como un largo dedo dorado desde una grieta abierta en la pared. Las nubes han debido de empezar a dispersarse en el exterior; por el resquicio, al otro lado de la fortaleza de piedra, veo el azul llameante del río Presumpscot y las hojas que se mueven y se atropellan unas a otras, una avalancha de verde y sol y perfume de plantas que crecen a su antojo. La Tierra Salvaje.

Tantas horas, tantos días, escribiendo esas mismas cuatro letras una y otra vez: esa palabra extraña y aterradora, esa palabra que la recluyó durante más de diez años.

Y, en última instancia, la palabra que la ayudó a escapar. En la parte inferior de una pared trazó la palabra, AMOR, tantas veces y con una escritura tan grande que cada letra tenía el tamaño de un niño, y penetró tan profundamente en la piedra que la formó un túnel y ella se fue.