LIBERTAD EN LA ACEPTACIÓN, PAZ EN LA RECLUSIÓN, FELICIDAD EN LA RENUNCIA.
(Palabras grabadas sobre la puerta de entrada a las Criptas)
Cuando estaba en cuarto, fuimos de excursión a las Criptas. Es obligatorio que todos los niños las visiten al menos una vez durante la Primaria como parte de la educación antidelincuencia y antiresistencia. No recuerdo mucho de la visita, salvo un sentimiento de horror absoluto, una leve impresión de frialdad y una serie de imágenes borrosas: puertas electrónicas y pasillos ennegrecidos de hormigón, resbaladizos por el moho y la humedad. Para ser sincera, creo que he conseguido bloquear casi todo lo que vi aquel día. La finalidad principal del viaje era traumatizarnos para que no nos desmandáramos y, desde luego, en lo de traumatizarnos tuvieron un éxito total.
Lo que sí recuerdo es salir después a la brillante luz de un día de primavera con una sensación abrumadora, irresistible, de alivio, y también de confusión, al darme cuenta de que, para dejar las Criptas, en realidad habíamos bajado varios tramos de escalera hasta la planta baja. Todo el tiempo que estuvimos dentro, incluso cuando subíamos, tuve la impresión de estar enterrada, recluida varios pisos por debajo del suelo.
Supongo que sería por lo oscuro que estaba, por aquel ambiente tan cargado y maloliente como el de un ataúd con cuerpos putrefactos. También recuerdo que, en cuanto salimos, Liz Billmun se puso a llorar, empezó a sollozar allí mismo mientras una mariposa aleteaba en torno a su hombro, y todas nos quedamos impactadas porque Liz Billmun era superdura, una especie de mandona dominante que no lloró ni siquiera cuando se rompió el tobillo en clase de gimnasia.
Aquel día juré que por nada del mundo volvería a las Criptas. Pero la mañana después de la conversación con Álex estoy ante la puerta, dando vueltas de un lado para otro, con los brazos cruzados sobre el estómago. Esta mañana no he podido tomar nada excepto el espeso barro negro al que mi tío llama café, una decisión que ahora lamento. Es como si el ácido me corroyera las extrañas.
Álex debería haber llegado ya.
El cielo está cubierto por completo de enormes nubes negras de tormenta. Se supone que estallará una dentro de poco, lo que parece conveniente. Más allá de la puerta, al final de un corto camino pavimentado, se alzan las Criptas, negras e imponentes. Recortadas contra el cielo gris, parecen salidas de una pesadilla. Unos pocos ventanucos, como los ojos múltiples de una araña, están repartidos por la fachada de piedra. Entre la verja y el edificio se extiende un tramo despejado. De niña lo recordaba como un prado, pero en realidad son unos metros de césped poco cuidado y salpicado de calvas. Con todo, el verde vivo de la hierba, donde realmente consigue afirmarse y salir de la tierra, parece fuera de lugar. Este es un sitio donde nada debería crecer ni florecer, donde no debería lucir nunca el sol, un lugar en el borde, en el límite, un lugar completamente fuera del tiempo y de la felicidad y de la vida.
Supongo que técnicamente está al borde, pues las Criptas están situadas justo en la frontera este, limitadas en la parte trasera por el río Presumpscot, y más allá, por la Tierra Salvaje. La valla electrificada, o no tanto, llega justo hasta uno de los costados y continúa de nuevo en el otro lado, de forma que el edificio mismo funciona como un puente de conexión.
—¡Hola!
Álex baja por la acera, con el pelo agitado. Hoy sopla un viento realmente frío. Tendría que haberme puesto una sudadera más gruesa. Álex también parece notarlo, porque se protege el pecho con los brazos. Por supuesto, él solo lleva una camisa fina de lino, el uniforme oficial de guardia que usa en los laboratorios. También lleva su identificación colgada al cuello. No le había visto con ella desde el primer día que hablamos. Incluso lleva unos vaqueros oscuros buenos, bien planchados, con un dobladillo que no está completamente pisado ni hecho polvo. Todo esto forma parte del plan: para que podamos entrar los dos, tiene que convencer a los administradores de la cárcel de que venimos por un asunto oficial. Pero me reconforta el hecho de que lleve sus zapatillas gastadas con los cordones manchados de tinta. De alguna forma, ese pequeño detalle familiar hace posible que yo esté aquí, con él, haciendo esto. Me proporciona algo en lo que concentrarme y a lo que agarrarme, un diminuto destello de normalidad en un mundo que de repente se ha vuelto irreconocible.
—Siento llegar tarde —dice. Se detiene a varios pasos de mí. Veo la preocupación en sus ojos, aunque consigue mantener sereno el resto de la cara. Algunos guardias circulan por el patio o vigilan de pie justo al otro lado de la puerta. Este no es el lugar para tocarnos ni para revelar ningún tipo de familiaridad entre nosotros.
—No importa.
Se me quiebra la voz. Puede que tenga fiebre. Desde que hablamos anoche, me da vueltas la cabeza y mi cuerpo arde un minuto para quedarse helado al siguiente. Apenas puedo pensar. Es un milagro que haya sido capaz de salir hoy de casa. Es un milagro que me haya vestido y un doble milagro que me haya acordado de ponerme los zapatos.
«Mi madre podría estar viva. Mi madre podría estar viva». Esa es la única idea en mi mente, la que ha eliminado toda posibilidad de cualquier otro pensamiento racional.
—¿Estás preparada para esto?
Álex habla con voz baja e inexpresiva por si acaso los guardias nos oyen, pero por debajo detecto preocupación.
—Creo que sí —digo. Intento sonreír, pero parece que tengo los labios agrietados y secos como la piedra—. Puede que ni siquiera sea ella, ¿verdad? Podrías estar equivocado.
Asiente con la cabeza, pero noto que está seguro de que no ha cometido un error. Está seguro de que mi madre se encuentra aquí, que ha estado aquí todo el tiempo, en este lugar, en esta tumba sobre la Tierra. La idea me resulta abrumadora. No puedo pensar demasiado en la posibilidad de que él lleve razón. Tengo que concentrarme, centrar toda mi energía en mantenerme de pie.
—Ven —dice.
Camina por delante, como si me llevara allí para un asunto oficial. Mantengo los ojos fijos en el suelo. Casi me alegro de que tenga que ignorarme para disimular ante los guardias. No creo que pudiera mantener una conversación en este momento. Dentro de mí se revuelven mil sentimientos, mil preguntas se agolpan en mi mente, mil deseos y esperanzas silenciados, enterrados hace mucho, y sin embargo no consigo aferrarme a nada, ni a una sola teoría o explicación que tenga algo de sentido.
Álex se ha negado a contarme nada más después de lo de anoche.
—Tienes que verlo por ti misma —repetía una y otra vez anonadado, como si fuera lo único que sabía decir—. No quiero darte falsas esperanzas.
Y luego me dijo que me reuniera con él en las Criptas. Creo que me encontraba en estado de shock. No hacía más que felicitarme a mí misma por no haber perdido los nervios, por no haberme puesto a llorar o a gritar o a exigir una explicación, pero cuando llegué a casa más tarde, me di cuenta de que no me acordaba en absoluto de cómo había hecho el camino de regreso, y de que no había prestado ninguna atención a posibles reguladores o patrullas. Supongo que simplemente caminé por las calles como un robot, sin darme cuenta de nada.
Pero en este momento comprendo el objetivo del estado de shock, de la insensibilidad. Sin ella no habría podido levantarme esta mañana ni vestirme. No habría sido capaz de encontrar el camino hasta aquí y no estaría ahora dando pasos cuidadosos hacia delante, deteniéndome a una distancia respetuosa de Álex mientras él muestra su identificación al guardia de la puerta y se pone a hacer gestos señalándome.
Álex se lanza a dar explicaciones que, obviamente, ha ensayado antes:
—Hubo un… pequeño problema con su evaluación —dice con la voz helada.
Tanto él como el guardia me miran fijamente: el guardia, con aire suspicaz; Álex, con tanta distancia como puede. Sus ojos parecen de acero, toda la calidez los ha abandonado, y me pone nerviosa que le salga tan bien convertirse en otro, en alguien que no siente ningún apego por mí.
—Nada demasiado grave. Pero sus padres y mis superiores pensaron que le podría venir bien un pequeño recuerdo de los riesgos que entraña desobedecer.
El guardia me lanza una mirada. Su cara es gorda y roja, la piel a ambos lados de los ojos está hinchada y sobresale como un montículo de masa en mitad de la fermentación. Pronto, fantaseo, sus ojos quedarán completamente ocultos por la carne
—¿Qué tipo de problema? —dice sin dejar de mascar chicle. Cambia de hombro el enorme fusil automático que lleva.
Álex se inclina hacia adelante, de forma que aunque el guardia y él están en lados distintos de la verja, los separan apenas unos centímetros. Baja la voz, pero aun así lo oigo.
—Su color favorito es el del amanecer —dice.
El guardia se me queda mirando durante una fracción de segundo más y luego nos hace un gesto de que pasemos.
—Apártense mientras abro la puerta.
Desaparece en el interior de una garita de vigilancia, similar a las de los laboratorios donde está destinado Álex, y unos segundos después las puertas electrónicas se abren hacia dentro con un estremecimiento. Cruzamos el patio hasta la entrada del edificio. Con cada paso, la silueta pesada de las Criptas se va haciendo más grande. Se levanta una ráfaga de viento que hace girar remolinos de polvo por el desolado lugar. El aire está cargado con ese tipo de electricidad que parece a una tormenta eléctrica, el tipo de energía enloquecida y vibrante que hace creer que en cualquier momento podría suceder algo terrible, como que el caos se adueñara del mundo, daría lo que fuera porque Álex se volviera, me sonriera y me ofreciera su mano. Por supuesto, no puede. Camina ligero delante de mí, con la espalda tiesa y la mirada al frente.
No estoy segura de cuántas personas hay confinadas en las Criptas. Álex calcula que rondan los tres mil. Casi no hay delincuencia en Portland, gracias a la cura, pero de vez en cuando la gente roba cosas, comete actos vandálicos o se resiste a los procedimientos policiales. Y luego están los resistentes y los simpatizantes. Si no son ejecutados inmediatamente, a algunos de ellos se les permite que se pudran en este lugar.
El sitio también funciona como manicomio de Portland y, aunque delincuencia no hay mucha, a pesar de la cura tenemos nuestra cuota de dementes, como en todas partes. Álex diría que es precisamente debido a la cura, y es cierto que si se anticipa la operación o no sale bien, el resultado puede provocar problemas mentales o algún tipo de colapso nervioso. Por otro lado, hay algunas personas que no vuelven a ser las mismas después de la intervención. Se vuelven catatónicas, miran con ojos fijos y babean, y si sus familias no pueden permitirse cuidarlos, se los mandan también a las Criptas para que se pudran allí.
Una enorme puerta doble da acceso al edificio. Tiene dos diminutos paneles de cristal, que debe de ser blindado, manchados con suciedad y restos de insectos, que me proporcionan una visión borrosa del largo pasillo oscuro que hay más allá, con varias luces eléctricas que parpadean. Pegado a la puerta hay un letrero escrito a máquina, combado por la lluvia y el viento, donde dice: VISITANTES, DIRÍJANSE DIRECTAMENTE A CONTROL Y SEGURIDAD.
Álex se detiene durante una fracción de segundo.
—¿Estás lista? —me dice sin volverse.
—Sí —consigo responder a duras penas.
El olor que nos recibe al entrar casi me lanza para atrás, más allá de la puerta, a través del tiempo, de vuelta a cuarto curso. Es el tufo de miles de cuerpos sin lavar acumulados muy cerca unos del otros, bajo el olor penetrante y fuerte de la lejía y del desinfectante. Entremezclados con todo eso, la simple peste a humedad y pasillos que nunca están secos de verdad, cañerías que gotean, moho que crece detrás de las paredes y en todos los pequeños rincones retorcidos que a los visitantes nunca se les permite visitar. El puesto de control está a la izquierda, y la mujer que atiende la mesa situada detrás de otro cristal a prueba de balas lleva una mascarilla. No la culpo.
Curiosamente, al acercarnos a su mesa, levanta la vista y se dirige a Álex por su nombre.
—Álex —dice asintiendo bruscamente con la cabeza. Sus ojos vuelan hasta mí—. ¿Quién es esta?
Álex repite su historia sobre el problema en las evaluaciones. Obviamente la conoce bastante bien, porque usar su nombre un par de veces y no veo que ella lleve ninguna acreditación. La guardia introduce nuestros nombres en el antiquísimo ordenador que tiene en la mesa y nos dice que vayamos a seguridad. Allí Álex también saluda al personal, y le admiro por su frialdad. A mí me está costando incluso desabrocharme el cinturón para el detector de metales, por lo mucho que me tiemblan las manos. Los guardias de las Criptas parecen ser casi un cincuenta por ciento más grandes que las personas normales, con manos como raquetas de tenis y torsos tan anchos como barcos. Y todos llevan armas, armas grandes. Hago lo que puedo por no parecer completamente aterrada, pero es difícil mantener la calma cuando hay que desnudarse hasta quedar prácticamente en ropa interior ante gigantes equipados con fusiles de asalto.
Finalmente, conseguimos pasar seguridad. Nos volvemos a vestir en silencio y a mí me sorprende y me agrada conseguir atarme los zapatos.
—Pabellones del uno al cinco solamente —grita uno de los guardias, mientras Álex me indica con un gesto que le siga por el pasillo. Las paredes están pintadas de un color amarillo enfermizo. En una casa o en una oficina o en un cuarto infantil bien iluminados, podría resultar alegre; pero aquí, con solo unas irregulares luces fluorescentes que no hacen más que encenderse y apagarse con un zumbido, manchadas además por años y años de humedad, insectos aplastados, huellas de manos y no quiero saber qué mas, el resultado es increíblemente deprimente, como una gran sonrisa con dientes ennegrecidos y podridos.
—Entendido —contesta Álex. Asumo que eso significa que ciertas zonas están vedadas a los visitantes.
Le sigo por un corredor estrecho y luego por otro. Están vacíos y, por el momento, no hemos pasado ninguna celda, aunque a medida que continuamos doblando esquinas y dando vueltas, empezamos a oír gemidos y gritos, que más bien parecen extraños balidos, mugidos y graznidos; es como si un grupo de personas imitara a animales de granja. Debemos de estar cerca del pabellón psiquiátrico. No nos cruzamos con nadie, ni enfermeros, ni guardias, ni pacientes. Todo está tan quieto que casi da miedo, y no se oye nada salvo esos sonidos horribles que parecen surgir de las paredes.
Me da la impresión de que podemos hablar sin peligro, así que le pregunto a Álex:
—¿Cómo es que todo el mundo te conoce?
—Me paso bastante por aquí —dice, como si eso fuera una respuesta satisfactoria.
La gente no «se pasa» por las Criptas. Ir a las Criptas no es como ir a la playa. Ni siquiera es como ir a un baño público.
Pienso que ya no va a decir nada más, y estoy a punto de pedirle una respuesta más clara cuando suelta el aire que ha acumulado en las mejillas y dice:
—Mi padre está aquí. Por eso vengo.
La verdad es que no creía que nada pudiera sorprenderme ya o penetrar en la niebla de mi cerebro, pero esto lo consigue.
—Creí que habías dicho que ti padre estaba muerto.
Hace mucho tiempo me contó que su padre había muerto, pero se negó a darme más detalles. «Nunca supo que tenía un hijo», eso es lo único que me dijo, y yo me imagine que significaba que su padre había muerto antes de que él naciera.
Por delante de mí, sus hombros se alzan y descienden en un pequeño suspiro.
—Lo está —dice, y gira abruptamente a la derecha por un pasillo corto que termina en una pesada puerta de acero. Está marcada con otro letrero impreso. Dice: CADENA PERPETUA. Bajo esa línea, alguien ha escrito con boli: Y TANTO.
—¿Qué quieres…?
Me siento más confundida que nunca, pero no tengo tiempo de completar la pregunta. Álex abre la puerta empujándola y el olor que nos recibe, de viento y hierba y frescor, es tan inesperado y tan bienvenido que dejo de hablar y respiro profundamente, agradecida. Sin darme cuenta, he estado respirando por la boca.
Estamos en un patio diminuto, rodeado por paredes del color gris sucio de las Criptas. Aquí la hierba es asombrosamente exuberante, me llega prácticamente hasta la rodilla. Hay un solo árbol que se alza retorcido a nuestra izquierda con un pájaro que gorjea en sus ramas. Es sorprendentemente agradable, tranquilo y bonito; resulta extraño estar en el centro de un pequeño jardín rodeado por los sólidos muros de una cárcel. Es como llegar al centro exacto de un huracán y encontrar paz y silencio en medio de tanto daño descontrolado.
Álex se ha alejado varios pasos. Está de pie con la cabeza inclinada, mirando al suelo. También él debe de estar apreciando la calma de este lugar y la quietud que parece suspendida en el aire como un velo que lo cubre todo de suavidad y descanso. El cielo está ahora mucho más oscuro que cuando hemos entrado en las Criptas. Contra ese gris y esa sombra, la hierba reluce vivida y eléctrica, como si estuviera iluminada desde dentro. Va a llover en cualquier momento. Tiene que hacerlo. Me da la impresión de que el mundo contiene el aliento antes de soltar el aire en una gigantesca exhalación, de que ya no puede aguantar más la respiración y en cualquier momento se dejará ir.
—Es aquí —la voz de Álex resuena sorprendentemente alta, y me sobresalta—. Justo aquí —señala un fragmento torcido de roca que sobresale del suelo—. Ahí es donde está mi padre.
El prado está roto por decenas y decenas de esas rocas, que a primera vista parecían estar colocadas sin orden, al azar. Luego me doy cuenta de que han sido clavadas en la tierra de forma deliberada. Algunas están cubiertas de gastadas marcas negras, casi ilegibles, aunque en una de ellas reconozco la palabra RICHARD y en otra veo MURIÓ.
Lápidas, por fin me doy cuenta. Estamos en mitad de un cementerio.
Álex se ha quedado mirando un trozo grande de hormigón, tan plano como una tableta, clavado en la tierra delante de él. Se ve bien la escritura: las palabras están pulcramente escritas con lo que parece rotulador negro, y tienen los bordes un poco borrosos como si alguien las hubiera repasado una y otra vez a lo largo del tiempo. Dice: WARREN SHEATHES, R.I.P.
—Warren Sheathes —digo.
Quiero alargar la mano y tomar la de Álex, pero no creo que sea prudente. Hay algunas ventanas en la planta baja que dan al patio, y aunque están cubiertas por una gruesa capa de suciedad, alguien podría pasar en cualquier momento, mirar hacia afuera y vernos.
—¿Tu padre?
Álex asiente con la cabeza y luego mueve los hombros en una sacudida repentina, como si estuviera tratando de quitarse el sueño.
—Sí.
—¿Estuvo aquí?
Un lado de su boca se tuerce en una sonrisa, pero el resto de la cara permanece frío.
—Durante catorce años.
Traza un lento círculo en la tierra con el pie, la primera señal de malestar o de distracción que ha mostrado desde que llegamos. En ese momento me siento intimidada por él: desde que le conozco, no ha hecho más que apoyarme, escucharme y ofrecerme consuelo, y todo este tiempo ha cargado también con el peso de sus propios secretos.
—¿Qué sucedió? —pregunto en voz baja—. Quiero decir, ¿qué…?
Me interrumpo. No quiero presionarle.
Álex me mira rápidamente y luego aparta la vista.
—¿Que qué hizo? —dice. La dureza ha vuelto a su voz—. No lo sé. Lo mismo que el resto de los que terminan en el pabellón seis. Pensó por sí mismo. Luchó por aquello en lo que creía. Se negó a rendirse.
—¿El pabellón seis?
Álex evita mis ojos cuidadosamente.
—El pabellón de los muertos —dice en voz baja—. Es, sobre todo, para presos políticos. Los encierran en celdas de aislamiento. Y ninguno llega a salir —dice señalando con un ademán los otros fragmentos de piedra que sobresalen de la hierba, docenas de tumbas improvisadas—. Jamás —insiste, y me acuerdo del letrero de la puerta: CADENA PERPETUA Y TANTO.
—Lo siento muchísimo, Álex.
Daría cualquier cosa por tocarle, pero lo más que puedo hacer es acercarme mínimamente a él, de forma que nuestra piel queda separada por solo unos centímetros.
Entonces me mira y me lanza una sonrisa triste.
—Mi madre y él solo tenían dieciséis años cuando se conocieron. ¿Puede creerlo? Ella solo tenía dieciocho cuando me tuvo.
Se agacha y recorre el nombre de su padre con el pulgar sobre la losa. De repente comprendo por qué viene aquí tan a menudo: es para continuar repasando las letras a medida que se desgastan, para mantener la memoria de su padre.
—Querían escaparse juntos, pero a él lo atraparon antes de que pudiera ultimar el plan. Nunca supe que lo habían hecho prisionero. Creía que estaba muerto. Mi madre pensó que sería lo mejor para mí, y nadie en la Tierra Salvaje sabía lo suficiente para contradecirla. Creo que para mi madre era más fácil creer que él había muerto. No quería imaginarlo pudriéndose en este lugar —continúa recorriendo las letras con un dedo, adelante y atrás—. Mi tío y mi tía me dijeron la verdad cuando cumplí los quince. Querían que yo lo supiera. Vine a conocerle, pero… —me parece ver que Álex se estremece, un movimiento de tensión repentina en los hombros y la espalda—. De cualquier manera, era demasiado tarde. Estaba muerto, llevaba algunos meses muerto y había sido enterrado aquí, donde sus restos no pudieran contaminar nada.
Me siento enferma. Las paredes parecen irse cerrando sobre nosotros al tiempo que se hacen más altas y estrechas, de forma que el cielo queda cada vez más lejano, un punto que se reduce más y más… «Nunca podremos salir de aquí, pienso, y luego respiro hondo intentando mantener la calma».
Álex se incorpora.
—¿Lista? —me pregunta por segunda vez en esta mañana. Asiento con la cabeza, aunque en realidad no creo estarlo. Él se permite una breve sonrisa y por un momento veo una pizca de calidez que chispea en sus ojos. Luego vuelve a mostrarse serio.
Lanzo una última mirada a la lápida antes de volver dentro. Trato de pensar en una plegaria o algo apropiado que decir, pero no se me ocurre nada. Las enseñanzas de los científicos sobre lo que sucede cuando morimos no son muy claras: supuestamente, nos dispersamos en la materia celestial que es Dios y somos absorbidos por él, aunque también nos dicen que los curados van al cielo y viven para siempre en perfecto orden y armonía.
—Tu nombre… —me giro para mirar a Álex, que ya ha echado a andar hacia la puerta—. ¿Álex Warren?
Niega con la cabeza de forma casi imperceptible.
—Me lo asignaron —dice.
—Tu verdadero nombre es Álex Sheathes —digo, y él asiente con la cabeza. También tiene un nombre secreto, como yo, nos quedamos ahí un momento más, mirándonos, y en ese instante siento que nuestra conexión es tan fuerte que parece adquirir una existencia física, y se convierte en una mano que nos rodea, nos abriga, nos protege. Esto es lo que la gente trata de explicar cuando habla de Dios: que los hace sentirse abrazados, comprendidos y protegidos. Supongo que esta sensación es lo más parecido que hay a pronunciar una oración; tras este singular rezo, sigo a Álex hacia el interior y contengo el aliento cuando vuelve a golpearnos ese hedor horrible.
Le sigo por una serie de pasillos sinuosos. La sensación de quietud y de paz que he tenido en el patio se ve sustituida casi al momento por un miedo tan agudo como una cuchilla dirigida directamente al centro de mi alma, que penetra más y más hasta que apenas puedo respirar ni seguir caminando, en algunos momentos, los aullidos se hacen más fuertes, desquiciados, y me tengo que tapar las orejas; luego se van amortiguando de nuevo. En algún momento nos cruzamos con un hombre que lleva una larga bata blanca de laboratorio, manchada con lo que parece sangre. Lleva a un paciente sujeto con una correa. Ninguno de los dos nos mira al pasar.
Damos tantas vueltas y giros que empiezo a preguntarme si Álex se ha perdido, sobre todo porque los pasillos se hacen más sucios y las luces del techo van escaseando. Al cabo de un rato, caminamos entre la penumbra, con solo una bombilla encendida cada seis metros de pasillo. A intervalos, se encienden en la oscuridad letreros de neón que parecen surgir del vacío: PABELLÓN 1, PABELLÓN 2, PABELLÓN 3, PABELLÓN 4. Pero Álex sigue adelante. Cuando pasamos el pasillo que lleva al pabellón 5, le llamo, convencida de que se ha confundido o se ha equivocado de camino.
—Álex —digo; pero según empiezo a hablar, la palabra se me estrangula en la garganta. Acabamos de llegar a una pesada puerta doble marcada con un letrero iluminado tan débilmente que apenas puedo leerlo. Y sin embargo, parece lucir con tanta fuerza como mil soles.
Álex se vuelve y, para mi sorpresa, su cara no está serena en absoluto. Le tiembla la mandíbula y sus ojos están llenos de dolor; sé que se odia a sí mismo por estar aquí, por ser él quien me lo dice, por ser él quien me lo muestra.
—Lo siento, Lena —dice. Por encima de su cabeza, veo el letrero que reluce en la oscuridad: PABELLÓN 6.