EX REMEDIUM SALVAE (De la cura, salvación)
Impreso en toda la moneda nacional
Por algún milagro, debo de causar en Brian y la señora Scharff una impresión lo suficientemente buena como para satisfacer a Carol, aunque apenas hablo durante el resto de la visita (o quizá precisamente porque apenas hablo). Para cuando se van es media tarde y, aunque la tía insiste en que ayude con algunas otras tareas y hace que me quede para la cena (cada minuto en que no puedo salir corriendo hacia Álex es una agonía, sesenta segundos de pura, intensa tortura), me promete que podré salir a dar un paseo cuando termine de cenar, antes del toque de queda. Me trago las alubias cocidas y los palitos de pescado congelado a tal velocidad que casi vomito, y me quedo dando botes en la silla hasta que me deja ir. Incluso me dispensa de la tarea de fregar los platos, pero estoy demasiado enfadada con ella por el encierro como para agradecérselo.
Voy primero a Brooks 37. No es que de verdad crea que Álex vaya a estar allí esperándome, pero tengo esperanzas de todos modos. Sin embargo, los cuartos están vacíos, y también el jardín. Para entonces debo de estar delirando, porque miro hasta detrás de los árboles y de los arbustos como si de repente fuera a aparecer de la nada, igual que hace algunas semanas cuando Hana, él y yo jugábamos al escondite. Solo de pensar en eso me duele el corazón. Hace menos de un mes, todo agosto, largo, dorado y reconfortante, se extendía ante mí como un período interminable de sueños delicioso.
Bueno, ahora he despertado.
Regreso atravesando las habitaciones. Ver todas nuestras cosas esparcidas por la sala de estar (las mantas, algunas revistas y libros, una caja de galleta, latas de refresco, viejos juegos de mesa, incluyendo una partida de scrabble a medio terminar, abandonada cuando Álex empezó a inventarse palabras como quozz o yregg) me pone profundamente triste, y me trae a la mente aquella casa solitaria que sobrevivió al bombardeo y a la calle agrietada y destruida: un lugar donde todos siguieron estúpidamente haciendo sus cosas de cada día justo hasta el momento del desastre, para que después los supervivientes comentaran: «¿Cómo no se imaginaron lo que iba a ocurrir?»
Es estúpido, ser tan descuidados con nuestro tiempo y creer que nos queda tanto.
Después me dirijo hacia las calles, frenética y desesperada, sin saber qué debo hacer. Una vez, Álex me comentó que vivía en Forsyth, en una larga fila de edificios de piedra gris que pertenecen a la universidad, por lo que me encamino hacia allí. Pero todos me parecen idénticos. Debe de haber docenas de ellos, cientos de apartamentos individuales. Me siento tentada a entrar en todos y cada uno hasta encontrarle pero eso sería suicidio. Cuando un par de estudiantes me lanzan miradas de sospecha, me doy cuenta de que debo de tener un aspecto desastroso, cercano a la histeria, con ojos de loca y la cara colorada, así que me refugio en una calle lateral. Para calmarme empiezo a recitar las plegarias básicas: «H de hidrógeno, que pesa uno: fusión ardiente cual sol caliente».
De camino a casa, estoy tan distraída que me pierdo en el laberinto de calles que salen del campus de la universidad. Acabo en una vía estrecha de un solo sentido por la que nunca había pasado, y tengo que retroceder hasta Monument Square. El Gobernador está allí como siempre, con la palma vacía extendida. A la luz decreciente de la tarde tiene un aspecto triste y desolado, como si fuera un mendigo condenado para siempre a pedir limosna.
Pero verlo me da una idea. Rebusco en el fondo de mi bolso hasta encontrar un trozo de papel y un boli y escribo: «Déjame que te explique. A medianoche en la casa. 17/8». Luego, tras echar un vistazo para asegurarme que nadie está mirándome por las escasas ventanas iluminadas que dan a la plaza, salto hasta el pedestal de la estatua e introduzco la nota en la pequeña oquedad del puño. La posibilidad de que a Álex se le ocurra mirar ahí es de una entre un millón. Pero siempre es una posibilidad.
Esa noche, cuando estoy a punto de salir del dormitorio, oigo un ruido detrás de mí. Al volverme, veo otra vez a Gracie sentada en la cama, observándome con los ojos brillantes como los de un animalito. Me llevo el dedo a los labios. Ella hace lo mismo, imitándome inconscientemente, y salgo sin ruido por la puerta.
Cuando estoy en la calle, alzo la mirada una vez hasta la ventana. Por un instante me parece ver su cara pálida como una luna. Pero quizá sea solo un truco de las sombras que se deslizan silenciosamente por el costado de la casa. Cuando vuelvo a mirar, ya no está.
La casa de Brooks 37 está a oscuras cuando entro por la ventana, totalmente en silencio. «No está aquí», pienso. «No ha venido». Pero una parte de mí se niega a creerlo. Tiene que haber venido.
He traído una linterna y, a su luz, empiezo a hacer un barrido de la casa, el segundo del día, negándome a llamarle por pura superstición. Si no contestara, no podría soportarlo: me vería obligada, por fin, a aceptar que no ha visto mi nota o, lo que es peor, que sí la ha visto pero ha decidido no venir.
En el salón me detengo de pronto.
Todas nuestras cosas (las mantas, los juegos, los libros) han desaparecido. El suelo de madera parece vacío y expuesto a la luz de la linterna. Los muebles tienen un aire desolado y silencioso, desnudos de todos nuestros toques personales, sin sudaderas abandonadas ni botes de broncear a medio usar. Hace mucho que no me da miedo la casa ni me asusta pasear de noche por sus habitaciones, pero en este momento regresa el recuerdo de los oscuros lugares que me rodean: cuarto tras cuarto de objetos en decadencia, de cosas que se pudren, de roedores que miran desde rincones tenebrosos. Me recorre un profundo escalofrío. Álex debe de haber estado aquí, después de todo, para recoger nuestras cosas.
El mensaje me resulta tan claro como cualquier nota. Ya no quiere saber nada de mí.
Por un momento, casi me olvido de respirar. Y luego siento un horrible frío en mi interior, una sacudida en el pecho, como si avanzara directamente contra los rompientes en la playa. Me fallan las rodillas y me agacho, temblando de forma incontrolable.
Se ha ido. Me sale de la garganta un sonido estrangulado que rompe el silencio a mí alrededor. De repente, me pongo a llorar a gritos en la oscuridad, y la linterna cae al suelo y se apaga. Sueño despierta que voy a llorar tanto que se llenará la casa y me ahogaré, o que un río de lágrimas me arrastrará a algún lugar lejano.
Luego siento una mano cálida en la nuca, que me acaricia por entre el pelo enredado.
—Lena.
Me doy la vuelta y Álex está ahí, inclinado hacia mí. En realidad no puedo distinguir su expresión, pero a la escasa luz de la noche me parece dura, dura e inmóvil, como si estuviera hecha de piedra. Por un momento me preocupa que sea solo un sueño, pero luego me vuelve a tocar y su mano es sólida y cálida y áspera.
—Lena —repite, pero no parece saber qué más decir. Me pongo de pie, limpiándome la cara con el antebrazo.
—Has recibido mi nota.
Intento tragarme las lágrimas, pero solo consigo que me dé un ataque de hipo.
—¿Una nota? —repite.
Ojalá tuviera todavía la linterna en la mano para poder verle la cara más claramente. Al mismo tiempo, eso me aterra por la distancia que podría encontrar en ella.
—Te he dejado una nota en el Gobernador —digo—. Te decía que quedábamos aquí.
—No la he visto —dice. Me parece distinguir cierta frialdad en su voz—. Solo he venido a…
Interrumpo. No puedo dejar que continúe. No puedo dejar que diga que ha venido a recoger, que no quiere volver a verme. Eso me matará. «Amor, la más mortal de todas las cosas mortales».
—Escucha —le digo entre hipos—. Escucha: lo de hoy no ha sido idea mía. Carol me ha dicho que tenía que conocerle y yo no he podido hacerte llegar un mensaje. Así que ahí estábamos los dos, y yo estaba pensando en ti y en la Tierra Salvaje y en cómo todo ha cambiado tanto y en que ya no queda tiempo y que a ti y a mí se nos acaba el plazo y, por un segundo, por un solo segundo, he deseado poder volver a como eran las cosas antes.
Lo que digo no tiene ningún sentido, y lo sé. La explicación a la que había dado tantas vueltas mentalmente se me está revolviendo, las palabras se atropellan unas a otras. Las excusas parecen irrelevantes. A medida que hablo, me doy cuenta de que solo hay una sola cosa que importa realmente: a Álex y a mí no nos queda tiempo.
—Pero juro que ese deseo no era de verdad. Nunca habría. Si nunca te hubiera conocido, yo nunca habría. Antes de ti, yo no sabía lo que significaba nada.
Álex se acerca y me envuelve entre sus brazos. Entierro mi cara en su pecho. Encajo tan bien como si nuestros cuerpos hubieran sido diseñados el uno para el otro.
—Ssssh —me susurra al oído. Me aprieta tan fuerte que me duele un poco, pero no me importa. Me gusta. Si quisiera, podría elevar los pies del suelo y él seguiría sosteniéndome—. No estoy enfadado contigo, Lena.
Me aparto apenas un centímetro. Sé que, incluso en la oscuridad, debo de tener un aspecto horrible. Se me están hinchando los ojos y tengo el pelo pegado a la cara. Por suerte, Álex no me suelta.
—Pero tú… —trago saliva, inspiro profundamente—. Te lo has llevado todo. Todas nuestras cosas.
Aparta la vista por un segundo y las sombras se tragan su rostro. Cuando habla, lo hace demasiado alto, como si tuviera que forzar las palabras para que salgan.
—Siempre supimos que sucedería esto. Sabíamos que no nos quedaba mucho tiempo.
—Pero.
No hace falta que le diga que hemos estado fingiendo. Hemos actuado como si las cosas fueran a cambiar nunca.
Coloca las manos a ambos lados de mi cara, me seca las lágrimas con los pulgares.
—No llores, ¿vale? Ya no llores más —dice besándome ligeramente la punta de la nariz; luego me toma de la mano—. Quiero enseñarte algo.
Se le quiebra un poco la voz; me hace pensar en cosas que se desquician, que se desmoronan.
Me lleva hasta la escalera. Por encima de nosotros, el techo está podrido en ciertos lugares, y los escalones están delineados en una luz plateada. Esta escalera debe de haber sido magnífica en algún momento, deslizándose hacia arriba de forma majestuosa para luego dividirse en dos, con un rellano a cada lado.
No he estado arriba desde la primera vez que Álex me trajo aquí con Hana, cuando nos propusimos explorar todos los cuartos de la casa. Ni siquiera se me ha ocurrido mirar ahí al llegar esta tarde. Aquí está aún más oscuro que en la planta baja y también hace más calor, como si en el aire flotara una neblina negra y sofocante.
Álex avanza por el pasillo arrastrando los pies. Vamos pasando una fila de puertas de maderas idénticas.
—Por aquí.
Por encima de nosotros se oye un aleteo frenético de murciélagos a lo que ha perturbado la voz de Álex. Suelto un grito de temor. ¿Ratones? Perfecto ¿Ratones voladores? No tan perfecto. Esa es otra razón por la cual me he quedado en el piso de abajo. Durante nuestra exploración inicial llegamos a lo que debió ser el dormitorio principal, una habitación enorme: en medio había una cama con dosel, con los palos medio derrumbados. Al alzar la vista hacia la parte en tinieblas, vimos docenas y docenas de formas oscuras y silenciosas alineadas en las vigas de madera, como capullos horribles que colgaran de un tallo de flor, a punto de caer. Cuando nos movimos, algunos abrieron los ojos y parecieron hacer un guiño. El suelo estaba salpicado de heces de murciélago y flotaba un olor dulzón y enfermizo.
—Por aquí —dice, y aunque no estoy segura, creo que se detiene en la puerta del dormitorio principal. Me estremezco. No tengo ningún deseo de ver el interior de la Sala Murciélago de nuevo. Pero Álex se muestra categórico, así que dejo que abra la puerta y paso delante de él.
En cuanto entramos a la habitación, suelto un grito ahogado y me detengo tan bruscamente que se choca contra mí. El cuarto está increíble, está transformado.
—¿Y bien? —en su voz hay una nota de ansiedad—. ¿Qué te parece?
No puedo responder inmediatamente. Álex ha quitado de en medio la vieja cama y la ha dejado en un rincón, y ha barrido el suelo hasta dejarlo perfectamente limpio. Las ventanas, o lo que queda de ellas, están abiertas de par en par, así que el aire huele a gardenias y a jazmín, y sus aromas se mezclan con la brisa que viene del exterior. Ha colocado nuestra manta y los libros en el centro de la habitación y ha desenrollado además un saco de dormir. Ha rodeado toda la zona con decenas de velas colocadas en improvisadas palmatorias, como tazas o vasos viejos o latas de coca-cola desechadas, igual en su casa de la Tierra Salvaje.
Pero lo mejor es el techo, o más bien, la falta de techo. Debe de haber retirado la madera podrida del tejado y ahora, una vez más, se extiende por encima de nosotros un enorme fragmento de cielo. En Portland se ven menos estrellas que en el otro lado de la frontera, pero sigue siendo bello. Pero esto no es todo: los murciélagos, molestos con el cambio, se han ido. Muy por encima de nosotros, en el exterior, veo varias formas oscuras que vuelan en círculos cruzando la luna, pero mientras estén al aire libre, no me preocupan.
Y de repente me doy cuenta: lo ha hecho por mí. Incluso después de lo que ha sucedido hoy, ha venido y ha hecho esto por mí. Me siento llena de gratitud, pero hay otro sentimiento que trae consigo una punzada de dolor. No me lo merezco. No me merezco a Álex. Me vuelvo hacia él y no puedo siquiera hablar: su rostro está iluminado por las velas y aparece radiante, como si se estuviera transformando en fuego. Es el ser más bello que he visto en mi vida.
—Álex… —empiezo, pero no puedo continuar. De repente, me da casi miedo de él, me aterra su absoluta y total perfección.
Se inclina hacia delante y me besa. Y cuando está tan cerca de mí que noto la suavidad de su camiseta acariciándome la cara y el olor a bronceador y a hierba que desprende su piel, entonces me da menos miedo.
—Es demasiado peligroso volver a la Tierra Salvaje —dice con voz ronca, como si hubiera estado gritando durante mucho tiempo. Le tiembla frenéticamente un músculo en la mandíbula—. Así que he traído aquí la Tierra Salvaje. He pensado que te gustaría.
—Me gusta. Me… me encanta.
Me llevo la mano al pecho, deseando que hubiera alguna forma de estar incluso más cerca de él. Odio la piel. Odio los huesos y los cuerpos. Quiero acurrucarme dentro de él y que me lleve consigo para siempre.
—Lena… —dice, y cruzan su rostro diversas expresiones, tan rápidas que apenas puedo captarlas todas, mientras su mandíbula no deja de moverse—. Sé que no tenemos mucho tiempo, como tú has dicho. Apenas nos queda tiempo.
—No —respondo. Entierro mi cara en su pecho, le envuelvo en mis brazos y aprieto.
Inimaginable, incomprensible: una vida vivida sin él. La idea me destroza, el hecho de que esté casi llorando me hace pedazos. La idea de que haya hecho esto por mí, que crea que yo merezco esto, me mata. Él es mi mundo y mi mundo es él, y sin él no hay mundo.
—No lo voy a hacer. No voy a seguir con esto. No puedo. Quiero estar contigo. Necesito estar contigo —afirmo.
Álex toma mi cara, se inclina para mirarme a los ojos. Su rostro está radiante, lleno de esperanza.
—No tienes que hacerlo —dice. Sus palabras salen atropelladamente. Es obvio que lleva mucho tiempo pensando en esto y procurando no decirlo—. Lena, no tienes que hacer nada que no quieras hacer. Podríamos huir juntos. A la Tierra Salvaje. Podríamos irnos y no volver más. El único problema, Lena, es que no podríamos volver nunca jamás. Lo sabes, ¿verdad? Nos matarían a los dos, o nos encerrarían para siempre. Pero podríamos hacerlo, Lena.
«Nos matarían a los dos». Por supuesto, tiene razón. Una vida entera de huir: eso es lo que acabo de decir que deseo. Doy un paso atrás rápidamente: de repente me siento mareada.
—Espera —digo—. Espera un minuto.
Me suelta. La esperanza muere en su rostro de repente, y por un momento nos quedamos ahí, mirándonos.
—No hablabas en serio —dice por fin—. No lo decías en serio.
—No, sí lo decía en serio, es solo que…
—Es solo que tienes miedo —dice. Se acerca a la ventana y se queda contemplando la noche, negándose a mirarme. Su espalda vuelve a darme terror, sólida e impenetrable, un muro.
—No tengo miedo. Es solo…
Tengo que luchar contra un sentimiento turbio. No sé lo que soy. Quiero a Álex y quiero mi antigua vida y quiero paz y felicidad y sé que no puedo vivir sin él, todo al mismo tiempo.
—No importa —su voz suena apagada—. No tienes que darme explicaciones.
—Mi madre —suelto, y él se vuelve con aspecto sorprendido. Yo estoy tan sorprendida como él; ni siquiera sabía que iba a decir esas palabras hasta que las he pronunciado—. No quiero ser como ella, ¿no lo entiendes? He visto lo que le hizo a ella, vi cómo era. La mató, Álex. Me dejó a mí, dejó a mi hermana, lo dejó todo. Todo por esa cosa, esa cosa en su interior. Y yo no quiero ser como ella.
Realmente, nunca he hablado de esto y me sorprende lo que me cuesta hacerlo. En este momento tengo que volverme, me siento enferma y avergonzada porque he roto de nuevo a llorar.
—¿Por qué no estaba curada? —pregunta Álex suavemente.
Por un momento no puedo hablar, y simplemente me permito llorar, ahora en silencio, esperando que no lo note. Cuando recupero el control de la voz, digo:
—No es solo eso.
Luego, todo sale apresuradamente, los detalles, cosas que nunca había compartido con nadie.
—Ella era tan distinta de todas las demás personas. Yo sabía que ella era distinta, que nosotras éramos distintas, pero al principio no me daba miedo. Era nuestro pequeño, delicioso secreto. Mío, de mamá y de Rachel también, como si estuviéramos en nuestro mundo particular. Era… era fascinante. Corríamos bien todas las cortinas para que nadie nos viera. Jugábamos a un juego en el que ella se escondía en el pasillo y nosotras intentábamos pasar a su lado corriendo, y ella saltaba y nos atrapaba; lo llamaba «jugar al trasgo». Siempre terminaba con una batalla de cosquillas. Ella reía constantemente. Las tres reíamos constantemente. Pero a veces, cuando hacíamos demasiado ruido, nos tapaba la boca con la mano, se ponía muy tensa y se quedaba escuchando. Supongo que lo hacía para ver si oía a los vecinos, para asegurarse de que ninguno de ellos se alarmara. Pero nadie vino nunca.
—A veces nos hacía crepes de arándanos para cenar, como una celebración especial. Los recogía ella misma. Y siempre estaba cantado. Tenía una voz preciosa, magnífica, como la miel… —se me quiebra la voz, pero ya no puedo detenerme; las palabras me salen como una avalancha, tropezándose—. También bailaba. Ya te conté. Cuando yo era pequeña, me colocaba con mis pies sobre los suyos. Me envolvía en sus brazos y nos movíamos lentamente por la habitación mientras ella marcaba el compás, intentando enseñarme lo que es el ritmo. A mí se me daba fatal, era muy torpe, pero ella siempre me decía que era preciosa.
Las lágrimas hacen que las tablas del suelo aparezcan borrosas a mis pies.
—No todo fue bueno, no todo el tiempo. A veces me levantaba en mitad de la noche para ir al baño y la oía llorar. Ella siempre intentaba amortiguar el ruido con la almohada, pero yo lo sabía. Cuando lloraba era aterrador. Yo nunca había visto a una persona adulta llorar, ¿entiendes? Y la forma en que lloraba, los gemidos. Parecía un animal. Y luego había días en que no se levantaba de la cama para nada. Los llamaba días negros.
Álex se acerca más a mí. Tiemblo tanto que casi no puedo mantenerme en pie. Parece como si mi cuerpo entero intentara expulsar algo, sacarlo de lo más profundo de mi pecho.
—Yo rezaba para que Dios la curara de los días negros. Para que la mantuviera… la mantuviera a salvo por mí. Quería que siguiéramos juntas. A veces parecía que las oraciones funcionaban. Casi todo el tiempo, las cosas iban bien. Mejor que bien —apenas consigo decir estas palabras; tengo que sacarlas a la fuerza en un susurro bajo—. ¿No lo entiendes? Abandonó todo aquello. Renunció a ellos… por el amor. Deliria nervosa de amor, como quieras llamarlo. Renunció a mí.
—Lena, lo siento —susurra detrás de mí. Esta vez sí extiende los brazos. Comienza lentamente a dibujarme largos círculos en la espalda. Yo me inclino hacia él.
Pero aún no he terminado. Me limpio las lágrimas furiosamente, respiro hondo.
—Todo el mundo piensa que se mató porque no podía soportar la idea de volver a hacerse la operación. Seguían intentando curarla, ¿sabes? Habría sido la cuarta vez. Después de la segunda operación se negaron a anestesiarla, pensaron que eso interfería con la forma en que se desarrollaba la cura. Le abrieron el cerebro, Álex, mientras estaba despierta.
Noto que su mano se tensa momentáneamente y noto que está tan indignado como yo. Luego, vuelven los círculos.
—Pero yo sé que esa no era la verdadera razón —digo moviendo la cabeza—. Mi madre era valiente. No le tenía miedo al dolor. En realidad, ese era el problema. Ella no tenía miedo. No quería que la curaran; no quería dejar de amar a mi padre. Recuerdo que me lo dijo una vez, justo antes de morir. «Tratan de arrebatármelo», dijo y sonreía de una forma tan triste. «Intentan quitármelo, pero no pueden». Llevaba una de sus insignias militares alrededor del cuello, con una cadena. La mayor parte del tiempo la mantenía escondida, pero esa noche la tenía fuera y la estaba mirando. Era una especie de extraña daga larga de plata, con dos joyas brillantes en la empuñadura, como ojos. Mi padre la llevaba prendida en la manga. Cuando él murió, mi madre se quedó con ella. La llevaba siempre, no se la quitaba nunca, ni para bañarse.
De pronto me doy cuenta de que Álex ha apartado la mano y se ha alejado de mí. Me doy la vuelta y veo que me está mirando fijamente, la cara pálida y horrorizada, como si acabara de ver un fantasma.
—¿Qué pasa? —Me pregunto si es posible que le haya ofendido de alguna forma. Algo en el modo en que me mira hace que el miedo comience a latir en mi pecho con un aleteo frenético—. ¿He dicho algo malo?
Niega con la cabeza, un movimiento casi imperceptible. El resto de su cuerpo sigue derecho y tenso como un alambre extendido entre dos postes.
—¿Cómo era de grande? La insignia, quiero decir —su voz suena extrañamente aguda.
—¿Qué importa la insignia, Álex? Lo que importa es…
—¿Cómo era de grande? —repite en tono más fuerte y enérgico.
—No lo sé. Del tamaño del pulgar, tal vez —contesto. Me siento totalmente desconcertada por su comportamiento. Tiene un gesto dolorido, como si estuviera intentando tragarse un puercoespín—. Inicialmente perteneció a mi abuelo, la hicieron para él como premio por un servicio especial para el gobierno. Era única. Bueno, eso es lo que decía siempre mi padre.
Durante un minuto, no dice nada. Se aparta. La luna derrama su luz sobre él, y su perfil parece tan duro e inmóvil que podría estar tallado en piedra. Pero me alegro de que ya no me esté mirando directamente. Empezaba a darme miedo.
—¿Qué vas a hacer mañana? —me pregunta por fin, lentamente, como si le costara pronunciar cada palabra.
Parece una pregunta extraña en mitad de una conversación sobre un tema completamente distinto, y empiezo a mosquearme.
—¿Pero tú me has estado escuchando?
—Lena, por favor —su voz vuelve a sonar ahogada, sofocada—. Por favor, contéstame. ¿Trabajas mañana?
—Hasta el sábado, no —digo frotándome los brazos. El viento que sopla tiene un filo helado. Me eriza el vello de los brazos y hace que se me ponga la carne de gallina. Se acerca septiembre—. ¿Por qué?
—Tenemos que quedar. Tengo… tengo que enseñarte algo —dice, y se vuelve hacia mí otra vez. Sus ojos parecen tan oscuros y salvajes, su rostro tiene un aspecto tan extraño que doy un paso atrás.
—Tendrás que ser más claro —insisto. Intento reírme, pero lo que me sale es un pequeño balbuceo. «Tengo miedo». Quiero decir. «Me estas asustando»—. ¿No me puedes dar ni siquiera una pista?
Álex respira hondo y por un momento me parece que no me va a contestar.
Pero luego me contesta.
—Lena —dice por fin—, creo que tu madre está viva.