Debemos estar continuamente en guardia contra la enfermedad; la salud de nuestra nación, de nuestro pueblo, de nuestras familias, de nuestras mentes depende de una vigilancia constante.
«Medidas básicas de salud», Manual de FSS (12.ª edición)
El olor de las naranjas siempre me ha recordado a los funerales. Es ese olor lo que me despierta la mañana de mi evaluación. Miro el reloj de la mesilla de noche. Son las seis.
La luz es gris, pero los rayos del sol se van insinuando en las paredes del cuarto que comparto con las dos hijas de mi prima Marcia. Gracie, la pequeña, está acurrucada encima de su camita, ya vestida, y me mira. Tiene una naranja entera en la mano. Intenta darle un mordisco, como si fuera una manzana, con sus dientecitos de niña. Se me revuelve el estómago y tengo que cerrar los ojos otra vez para no recordar aquel vestido áspero y sofocante que me obligaron a llevar cuando murió mi madre; para no recordar los murmullos, o esa mano ruda y grande que me pasaba una naranja tras otra para que me estuviera tranquila. En el funeral me comí cuatro, gajo a gajo, y cuando ya solo me quedaban las cáscaras en el regazo, empecé a chuparlas. El sabor amargo de la parte blanca me ayudaba a contener las lágrimas.
Abro los ojos y Gracie se inclina hacia delante, con el brazo extendido y la naranja en la mano.
—No, Gracie —digo mientras aparto la ropa de cama y me pongo de pie. El estómago se me aprieta y se me afloja como un puño—. Y la cáscara no se come, ¿eh?
Ella me sigue mirando, parpadeando con sus grandes ojos grises, sin decir nada. Yo suspiro y me siento junto a ella.
—Trae —le digo, y le muestro cómo pelar la fruta con las manos, dejando caer los brillantes tirabuzones naranjas en su regazo mientras procuro contener el aliento para que no me llegue el olor.
Ella me mira en silencio. Cuando termino, coge la fruta ya pelada con las dos manos, como si fuera una bola de cristal y temiera romperla.
Le doy un golpecito con el codo.
—Anda, come —suspiro.
Ella se limita a mirar la fruta fijamente, así que empiezo a separarle los gajos, uno a uno.
—¿Sabes qué? —le susurro lo más bajito que puedo—. Los demás serían más amables contigo si les hablaras de vez en cuando.
No contesta. Tampoco es que yo esperara que lo hiciera. La tía Carol no le ha oído decir ni una palabra en los seis años y tres meses que tiene la niña; ni una sola sílaba. Carol cree que le pasa algo en el cerebro, pero por el momento los médicos no han encontrado nada.
«Es más tonta que un capazo», comentó con toda naturalidad el otro día, mientras miraba a Gracie. La niña le daba vueltas en las manos a un bloque de madera pintada como si fuera algo bello y prodigioso, como si esperara que de repente se convirtiera en otra cosa.
Me pongo de pie y me acerco a la ventana para alejarme de Gracie, de sus grandes ojos fijos y de sus dedos finos y veloces. Me da pena.
Marcia, su madre, está muerta. Siempre dijo que no quería niños. Ese es uno de los inconvenientes del tratamiento: al no sufrir los deliria nervosa, a algunas personas les resulta desagradable la idea de tener hijos. Por fortuna, son pocos los casos de desapego total, en los que un padre o una madre es incapaz de establecer un vínculo normal y responsable con sus hijos, como es su obligación, y acaba ahogándolos o golpeándolos hasta matarlos.
Pero los evaluadores decidieron que Marcia debía tener dos hijos. En aquel momento parecía una buena elección. Su familia había conseguido una buena nota de estabilización en la revisión anual. Su marido era un científico muy respetado. Vivían en una casa enorme en Winter Street. Marcia preparaba a diario la comida para los dos, y en su tiempo libre daba clases de piano para mantenerse ocupada.
Pero, claro, todo cambió cuando se empezó a sospechar que su marido era simpatizante. Marcia y sus hijas. Jenny y Gracie, tuvieron que mudarse a casa de su madre, la tía Carol, y la gente empezó a murmurar y a apuntarlas con el dedo fueran donde fueran. Gracie no se acordará de eso, desde luego; me sorprendería que tuviera algún recuerdo de sus padres.
El marido de Marcia desapareció antes de que diera comienzo el juicio. Puede que fuera lo mejor. Los juicios son, sobre todo, una cuestión de apariencias. A los simpatizantes casi siempre se los ejecuta. Si no, se los encierra en las Criptas, condenados a tres cadenas perpetuas seguidas. Marcia lo sabía, por supuesto. La tía Carol piensa que por eso se detuvo su corazón cuando, apenas unos meses después de que desapareciera su marido, la acusaron a ella en su lugar. Un día después de que le entregaran la citación, mientras iba caminando por la calle, sufrió un ataque y murió.
El corazón es algo muy frágil. Por eso hay que tener tanto cuidado con él.
Hoy va a hacer un día sofocante, lo noto. Ya hace calor en el dormitorio, y cuando abro un poco la ventana para que se vaya el olor a naranja, el aire de fuera es tan denso que parece lamerme las mejillas. Aspiro profundamente, inhalando el olor limpio de algas y madera húmeda, mientras escucho los chillidos lejanos de las gaviotas que describen círculos interminables sobre la bahía, en algún lugar más allá de los almacenes achaparrados y los grises edificios. El motor de un coche se pone en marcha junto a la casa. El ruido me sobresalta.
—¿Estás nerviosa por la evaluación?
Me doy la vuelta. La tía Carol está de pie en el umbral, con las manos agarradas.
—No —respondo, aunque es mentira.
Ella sonríe apenas, una sonrisa breve, pasajera.
—No te preocupes. Lo harás bien. Date una ducha y luego te ayudaré con el pelo. Por el camino podemos repasar las respuestas.
—Vale.
La tía sigue mirándome fijamente. Me siento violenta, clavo las uñas en el alféizar que tengo detrás. Siempre he odiado que me miren así. Tendré que acostumbrarme. Durante el examen habrá cuatro evaluadores que me mirarán de ese modo durante casi dos horas. Tendré que llevar un camisón ligero de plástico, semitransparente, como los que suelen dar en los hospitales, para que puedan verme el cuerpo.
—Un siete o un ocho, diría yo —augura mi tía frunciendo los labios; es una nota digna…, y yo me daría por satisfecha si la consiguiera—. Aunque no sacarás más de un seis si no te lavas.
El curso casi ha terminado y la evaluación es el último examen que tengo que pasar. Durante los cuatro meses anteriores he ido haciendo los diferentes ejercicios de reválida: Matemáticas, Ciencias, Competencia Oral y Escrita, Sociología, Psicología y Fotografía (una especialidad opcional), con lo que recibiré mis notas en algún momento de las próximas semanas. Estoy bastante satisfecha de cómo me han salido, así que supongo que me asignarán una universidad. Siempre he sido buena estudiante. Los asesores académicos valorarán mis fortalezas y debilidades y elegirán para mí una facultad y una carrera.
La evaluación es necesaria para que puedan emparejarnos. En los próximos meses, los evaluadores me enviarán una lista con los cuatro o cinco candidatos aprobados. Uno de ellos se convertirá en mi marido cuando termine la carrera (suponiendo que haya aprobado todos los exámenes de reválida; a las chicas que no aprueban se las empareja y se las casa en cuanto terminan el instituto). Los evaluadores harán todo lo posible por asignarme candidatos que hayan recibido notas similares en las evaluaciones. En la medida de lo posible, procuran evitar grandes disparidades de inteligencia, carácter, edad y procedencia social. Claro que a veces se oyen historias de terror: casos en los que una pobre chica de dieciocho años ha sido entregada a un hombre adinerado de ochenta.
Las escaleras sueltan un gemido quejumbroso y aparece la hermana de Gracie, Jenny. Tiene nueve años y es alta para su edad, pero está muy delgada; parece un saco de huesos, con su pecho hundido como una bandeja combada. Tiene el mismo aspecto demacrado que tenía su madre. Ya sé que suena mal, pero es que no me cae demasiado bien.
Se une a mi tía en el umbral y se me queda mirando. Yo mido un metro sesenta escaso, y ella un poco menos. Es una tontería que me sienta cohibida ante mi tía y mis primas, pero me empieza a subir un picor ardiente por los brazos. Sé que todos están preocupados por mi evaluación. Es crucial que me emparejen con alguien bueno. A Jenny y a Gracie les faltan varios años para sus respectivas intervenciones. Si yo consigo una buena boda, en poco tiempo eso se traducirá en más dinero para la familia. Y de paso, podría hacer desaparecer los monótonos rumores que, cuatro años después del escándalo, aún parecen seguirnos dondequiera que vamos, como el susurro de las hojas secas arrastradas por el viento.
Simpatizantes. Simpatizantes. Simpatizantes.
Durante años, tras la muerte de mi madre, me persiguió una palabra aún peor, un siseo ondulante como una culebra que iba dejando un rastro venenoso: suicidio. Una palabra de soslayo, una palabra que la gente masculla entre cuchicheos o toses, una palabra que solo se murmura tras el refugio de una puerta cerrada. Era solo en mis sueños donde la oía aullada, lanzada a gritos.
Respiro hondo, luego me agacho para sacar la caja de plástico de debajo de la cama. No quiero que la tía vea que estoy temblando.
—¿Se va a casar Lena hoy? —le pregunta Jenny a la tía. Su voz siempre me ha recordado al zumbido constante de las abejas en un día de calor.
—No seas tonta —dice la tía sin aspereza—. Ya sabes que no se puede casar antes de estar curada.
Saco la toalla de la caja y me incorporo, apretándola contra el pecho. Esa palabra, casarse, hace que se me seque la boca. Todo el mundo se casa en cuanto termina su formación. Así son las cosas. «El matrimonio significa orden y estabilidad, señales de una sociedad sana» (Manual de FSS, «Principios básicos de la sociedad», p. 114). Pero la mera idea de casarme sigue haciendo que el corazón me lata agudamente, como un insecto tras el cristal. Nunca he tocado a un chico, por supuesto: el contacto físico entre incurados del sexo opuesto está prohibido. Sinceramente, ni siquiera he hablado nunca con un chico más de cinco minutos, a menos que cuente a mis primos, a mi tío y a Andrew Marcas, el que ayuda a mi tío en su tienda Stop-N-Save y que, por cierto, siempre se hurga la nariz y deja los mocos bajo las latas de verdura.
Y si no apruebo los exámenes de reválida —por favor, por favor, que los apruebe—, me casaré en cuanto esté curada, dentro de menos de tres meses. Lo que significa que llegará mi noche de bodas.
El olor a naranjas sigue siendo fuerte y el estómago me da otro salto. Entierro la cara en la toalla e inspiro, haciendo esfuerzos para no vomitar.
De abajo llega un ruido de cacharros. La tía suspira y mira el reloj.
—Queda menos de una hora —comenta—. Más vale que empieces a prepararte.