diecinueve

Vive libre o muere.

Antiguo dicho, de procedencia desconocida, incluido en la Compilación exhaustiva de palabras e ideas peligrosas, www.cepip.gob.org

Lo más extraño de la vida es que sigue su traqueteo, ciega e ignorante, incluso cuando tu mundo privado, la pequeña esfera que te has forjado, se retuerce y deforma hasta que llega a explotar. Un día tienes padres, al siguiente eres huérfana. Un día tienes un lugar y un camino. Al siguiente estás perdida en una selva.

Y sin embargo, el sol sigue saliendo y las nubes se juntan y van a la deriva y la gente compra comida y las persianas suben y bajan y se tira de la cadena. Es entonces cuando te das cuenta de que casi todo, la vida, el incesante mecanismo de existir, no tiene que ver contigo. No te incluye en absoluto. Va a empujarte hacia delante incluso después de que hayas saltado más allá. Incluso después de que hayas muerto.

Cuando por la mañana vuelvo al centro de la ciudad, me sorprende lo normal que parece todo. No sé qué esperaba. No es que pensara realmente que los edificios fueran a derrumbarse de un día para otro o que las calles se fundieran y quedaran solo escombros, pero me sigue chocando ver a un montón de gente con cartera, tenderos que suben el cierre de sus negocios y un coche que intenta avanzar por una calle concurrida.

Parece absurdo que no lo sepan, que no hayan sentido ningún cambio ni temblor, en este momento en que mi vida se ha vuelto del revés. Mientras me dirijo a casa, no dejo de sentirme paranoica, como si alguien fuera capaz de oler la Tierra Salvaje en mí, como si pudieran adivinar solo con mirarme a la cara que he cruzado al otro lado. Me pica la nuca como si me rozaran las ramas de los árboles, y no hago más que sacudir la mochila para asegurarme de que no quedan hojas o semillas (no es que importe, ¡como si no hubiera árboles en Portland!). Pero nadie me mira. Son casi las nueve y la mayor parte de la gente se afana para llegar a tiempo al trabajo. Un borrón interminable de personas normales que hacen cosas normales con los ojos fijos en lo que tienen delante, sin prestar atención a la chica bajita y sosa que pasa por su lado con una mochila abultada.

La chica bajita y sosa con un secreto que le quema por dentro como el fuego.

Es como si la noche que he pasado en la Tierra Salvaje hubiera agudizado mi visión por los bordes. Aunque superficialmente todo está igual, de algún modo me parece distinto, poco sólido, casi como si pudiera atravesar los edificios y el cielo y hasta la gente con la mano. Me viene a la cabeza un día, cuando era muy pequeña, en que Rachel se puso a hacer un castillo de arena en la playa. Debió de trabajar en él durante horas, usando diferentes vasos y cubos para dar forma a torres y torretas. Cuando lo terminó parecía perfecto, como si estuviera hecho de piedra. Pero luego subió la marea, y no hicieron falta más que dos o tres olas para acabar con él totalmente. Recuerdo que me eché a llorar, y mi madre me compró un helado y me hizo compartirlo con mi hermana.

Este es el aspecto que tiene Portland esta mañana, como algo que corre peligro de disolverse.

No hago más que pensar en lo que dice siempre Álex: «Somos más de los que crees». Miro de reojo a la gente que pasa, pensando que ahora tal vez seré capaz de encontrar alguna señal secreta en su cara, una marca de la resistencia. Pero todo el mundo tiene el mismo aspecto de siempre: agobiado, apresurado, ausente.

Cuando llego a casa, Carol está en la cocina lavando los platos. Intento pasar rápido junto a ella, pero me llama. Me detengo con un pie en las escaleras. Sale al pasillo, secándose las manos en un trapo.

—¿Cómo te ha ido en casa de Hana? —pregunta.

Sus ojos me recorren el rostro buscando, como si quisiera comprobar algo. Intento contener otro ataque de paranoia. No hay forma de que sepa dónde he estado.

—Bien —digo encogiéndome de hombros, esforzándome porque mi voz suene natural—. Pero no es que hayamos dormido mucho.

—Ah —Carol sigue mirándome intensamente—. ¿Y qué hicisteis?

Lleva años sin preguntarme por lo que hemos hecho en casa de Hana. «Aquí pasa algo», pienso.

—Pues ya sabes, lo normal. Vimos la tele un rato. Hana tiene como siete canales.

No sé si mi voz suena extraña y demasiado aguda, o son solo imaginaciones mías.

Carol aparta la mirada y tuerce la boca como si se hubiera bebido accidentalmente un trago de leche agria. Noto que está buscando una forma de decir algo que no es agradable, porque se le pone ese gesto hosco que tiene cuando da malas noticias. «Sabe lo de Álex, lo sabe, lo sabe». Las paredes se acercan unas a otras y el calor es sofocante.

Luego, para mi sorpresa, su boca se curva en una sonrisa y me pone una mano en el brazo.

—¿Sabes, Lena…? No va a ser así durante mucho más tiempo.

He conseguido no pensar en la operación durante veinticuatro horas, pero ahora ese número horrible, inminente, vuelve a mi cabeza proyectando una sombra sobre todo. Diecisiete días.

—Lo sé —consigo decir. Ahora mi voz suena claramente distorsionada.

Carol asiente y mantiene esa extraña sonrisa fija en la cara.

—Se que te resultará difícil de creer, pero no la echarás de menos cuando todo pase.

—Lo sé.

Como si tuviera una rana moribunda en la garganta.

Ella sigue asintiendo de forma muy enérgica. Parece como si tuviera la cabeza conectada a un yo-yo. Me da la impresión de que quiere decir algo más, algo que me tranquilice, pero claramente no se le ocurre nada porque nos quedamos allí, paralizadas, durante casi un minuto.

Al final digo:

—Voy arriba. Ducha.

Necesito toda mi fuerza de voluntad para conseguir pronunciar esas palabras. Diecisiete días. El número no hace más que dar vueltas por mi mente como una sirena de bomberos.

Carol parece aliviada de que yo haya roto el silencio.

—Vale —dice—. Vale.

Empiezo a subir las escaleras de dos en dos. Estoy impaciente por encerrarme en la habitación. Aunque la temperatura de la casa debe de superar los veintiséis grados, quiero colocarme bajo una corriente de agua muy caliente y convertirme en vapor.

—Ah. Lena —Carol me llama casi como si acabara de acordarse. Me vuelvo, pero ella no me mira. Está inspeccionando el borde desgastado de uno de sus trapos de cocina—. Deberías ponerte algo bonito. Un vestido, o esos pantalones blancos tan monos que te compraste el año pasado. Y arréglate el pelo. No te lo seques al aire sin más.

—¿Por qué?

No me gusta esa forma de evitar mi mirada, en particular porque se le ha vuelto a poner el gesto raro en la boca.

—He invitado a Brian Scharff a que venga hoy a vernos —dice hablando con ligereza, como si fuera una cosa normal, cotidiana.

—¿Brian Scharff? —repito tontamente. El nombre parece extraño en mi boca, como si tuviera un gusto metálico.

Carol vuelve la cabeza bruscamente y me mira.

—No va a venir solo —dice rápidamente—. Por supuesto que no vendrá solo. Su madre vendrá con él. Y yo también estaré aquí, claro. Además, Brian fue intervenido el mes pasado.

Como si fuera eso lo que me preocupa.

—¿Que va a venir aquí? ¿Hoy?

Tengo que apoyarme en la pared para no caer. Había conseguido olvidar completamente a Brian Scharff, ese nombre pulcramente impreso en una página.

Carol debe de pensar que estoy nerviosa ante la idea de conocerlo, porque me sonríe.

—No te preocupes. Lena. Todo va a ir bien. Nosotras llevaremos el peso de la conversación. Simplemente se me ocurrió que tendríais que conoceros, dado que…

No termina la frase. No hace falta.

Dado que estamos emparejados. Dado que nos vamos a casar. Dado que voy a compartir mi cama con él y a despertarme a su lado cada día de mi vida y que tendré que permitir que me toque y tendré que sentarme a la mesa de la cena con él para comer espárragos de lata y oírle parlotear sobre la fontanería o la carpintería o lo que sea que le asignen como trabajo.

—¡No! —estallo.

Carol parece asustada. No está acostumbrada a escuchar esa palabra; desde luego, no de mí.

—¿Qué quieres decir con ese «no»?

Me humedezco los labios. Sé que es peligroso decirle que no y sé que está mal. Pero no quiero conocer a Brian Scharff. No lo haré. No voy a sentarme ahí y fingir que me cae bien ni voy a escuchar a Carol hablar de dónde viviremos dentro de algunos años, mientras Álex está por ahí en algún sitio, esperándome porque hemos quedado o golpeando con los dedos en la mesa mientras escucha música o respirando o haciendo cualquier otra cosa.

—Quiero decir… —lucho por encontrar una excusa—. Quiero decir… o sea, ¿no podríamos hacerlo en otro momento? No me encuentro nada bien.

Esto, por lo menos, es verdad. Carol me mira con el ceño fruncido.

—Es una hora, Lena. Si has podido dormir en casa de Hana, bien puedes hacer esto.

—Pero… pero —aprieto el puño, hundiendo las uñas en la palma de la mano hasta que me empieza a doler, lo que me proporciona algo en lo que concentrarme—. Pero yo quería que fuera una sorpresa.

La voz de Carol adquiere un tono de crispación:

—No hay nada de sorprendente en esto, Lena. Es el orden de las cosas. Esta es tu vida. Él es tu pareja. Le conocerás, te gustará y punto. Ahora ve arriba y métete en la ducha. Llegarán a la una.

Mediodía. Álex sale hoy de trabajar a mediodía. Se suponía que iba a encontrarme con él. Íbamos a hacer un picnic en Brooks 37, como hacemos siempre que sale del turno de mañana. Íbamos a disfrutar pasando la tarde juntos.

—Pero… —empiezo a protestar, sin saber qué más puedo decir.

—Nada de peros —me ataja cruzándose de brazos con su mirada implacable—. Arriba.

No sé cómo consigo subir las escaleras. Estoy tan enfadada que casi no puedo ver. Jenny está en el descansillo, mascando chicle, vestida solo con un bañador viejo de Rachel. Le queda demasiado grande.

—¿Qué te ocurre? —pregunta cuando paso por su lado.

No contesto. Me voy directamente al baño y regulo el grifo a la máxima temperatura. Carol odia que desperdiciemos agua, y normalmente me ducho lo más rápido posible, pero hoy no me importa. Me siento en el váter, me meto los dedos en la boca y los muerdo para no gritar. Todo es culpa mía. He ignorado la fecha de la operación y he evitado hasta pensar el nombre de Brian Scharff. Y Carol tiene toda la razón: esta es mi vida, este es el orden de las cosas. No hay forma de cambiarlo. Respiro hondo y me digo que debo dejar de ser una cría. Todo el mundo tiene que madurar en algún momento, y mi momento es el tres de septiembre.

Voy a ponerme de pie, pero entonces veo una imagen de Álex anoche, muy cerca de mí, pronunciando aquellas palabras extrañas, maravillosas: «Te amo con toda la profundidad y amplitud y altura que mi alma puede alcanzar». Esa imagen me derriba y vuelvo a caer sentada en la tapa del váter.

Álex que ríe, que respira, que está vivo pero lejos, desconocido. Una oleada de náuseas se apodera de mí y me doblo con la cabeza entre las rodillas, luchando contra las arcadas.

«La enfermedad», me digo a mí misma. «La enfermedad progresa. Todo irá bien después de la operación. Ese es el objetivo».

Pero no funciona. Cuando por fin consigo meterme en la ducha, trato de perderme en el ritmo del agua que golpea la porcelana, pero los recuerdos de Álex no dejan de pasarme por la mente: me besa, me acaricia el pelo, sus dedos se deslizan sobre mi piel. Las imágenes bailan y parpadean como la luz de una vela a punto de extinguirse.

Lo peor es que ni siquiera puedo avisarle de que no podré reunirme con él. Es demasiado peligroso llamarle. Mi plan era bajar a los laboratorios y decírselo en persona, pero cuando llego al piso de abajo, duchada y vestida, y me dirijo a la puerta, Carol me detiene.

—¿Dónde crees que vas? —dice con aspereza.

Noto que sigue enfadada porque antes he discutido con ella; sigue enfadada y seguramente ofendida. Sin duda, piensa que yo tendría que estar dando volteretas de alegría porque finalmente he sido emparejada. Tiene derecho a pensarlo: hace unos meses, yo habría reaccionado exactamente así.

Agacho la mirada e intento sonar lo más dulce y dócil posible.

—Solo pensaba dar un paseo antes de que llegue Brian —intento ruborizarme a voluntad—. Estoy un poco nerviosa.

—Ya has pasado demasiado tiempo fuera de casa —replica—. Y lo único que vas a conseguir es ensuciarte y volver a sudar. Si quieres algo que hacer, puedes ayudarme a ordenar el armario de la ropa blanca.

No puedo desobedecerla, así que la sigo escaleras arriba y me siento en el suelo mientras me pasa toalla raída tras toalla raída. Las inspecciono buscando agujeros, manchas y otros daños, las desdoblo y las vuelvo a doblar, cuento servilletas… Siento tal enfado y tanta frustración que estoy temblando. Álex no sabrá lo que me ha sucedido. Se preocupará. O, lo que es peor, creerá que le estoy evitando deliberadamente. Quizá piense que la visita a la Tierra Salvaje me ha hecho acobardarme.

Me asusta lo violento de mis sentimientos: casi rozan la locura, y creo que sería capaz de cualquier cosa. Quiero escalar las paredes, quemar la casa, ¡algo! Varias veces tengo la fantasía de coger uno de los estúpidos trapos de cocina de Carol y estrangularla con él. Contra esto es contra lo que me han advertido siempre todos los libros de texto y el Manual de FSS y los profesores. No sé si llevan razón ellos o la lleva Álex. No sé si este sentimiento, esto que crece en mi interior, es algo horrible y morboso o es lo mejor que me ha pasado nunca.

Sea como sea, no puedo pararlo. He perdido el control. Y lo más terrible es que, a pesar de todo, estoy contenta.

A las doce y media, Carol me lleva abajo, a la sala de estar, donde se nota que ha estado limpiando y ordenando. Las notas de pedidos del tío, que normalmente están tiradas por todas partes, han sido colocadas en un pulcro montón, y tampoco se ven los libros escolares viejos ni los juguetes rotos que normalmente cubren el suelo. Me sienta en un sofá y empieza a enredar con mi pelo. Me siento como un cerdo de concurso, pero sé que no debo decir nada. Si hago todo lo que ella me mande, si todo va bien, quizá me dé tiempo para ir a Brooks 37 cuando Brian se marche.

—Ya está —dice Carol apartándose de mí y mirándome con expresión crítica—. Esto es lo máximo que se puede hacer.

Me muerdo el labio y aparto la vista. No quiero que lo note, pero sus palabras me han producido un agudo dolor. Es asombroso, pero de verdad se me había olvidado que se supone que soy fea. Estoy tan acostumbrada a que Álex me diga que soy bella, a sentirme bella cuando estoy con él… Se me abre un agujero en el pecho. Así es como será la vida sin él. Todo se volverá normal y corriente otra vez. Yo volveré a ser normal y corriente una vez más.

Unos minutos después de la hora acordada, la cancela delantera se abre con un chirrido y suenan pasos en el sendero de entrada. He estado tan centrada en Álex que no he tenido tiempo de ponerme nerviosa por la llegada de Brian Scharff. Pero en este momento siento la urgencia desesperada de correr hasta la puerta trasera o de precipitarme por la ventana abierta. Pensar en lo que Carol haría si me lanzara de tripa contra la mosquitera hace que me dé un ataque incontrolable de risa floja.

—Lena —me dice entre dientes, justo cuando Brian y su madre llaman a la puerta principal—. Contrólate.

Me siento tentada de replicar: «¿Por qué?». Aunque Brian me odie, no podrá hacer nada para cambiar las cosas. Tiene que apechugar conmigo y yo tengo que apechugar con él. Los dos tenemos que aguantarnos.

Eso es lo que significa hacerse adulto, supongo.

En mi imaginación, Brian Scharff era alto y gordo, una especie de mole. En realidad solo me saca unos centímetros, lo que resulta impresionantemente bajo para ser chico, y está tan delgado que me preocupa romperle la muñeca al estrecharle la mano. Tiene la palma húmeda de sudor y apenas aprieta. Es como coger un pañuelo de papel mojado. Luego, cuando nos sentamos, me limpio la mano a escondidas en los pantalones.

—Muchas gracias por venir —dice Carol, y entonces se produce una pausa larga e incómoda.

En ese silencio puedo oír cómo Brian resuella. Da la impresión de que tiene un animal moribundo atrapado en el conducto nasal.

Me he debido de quedar mirándolo, porque la señora Scharff explica:

—Brian tiene asma.

—Ah —digo.

—Las alergias se lo empeoran.

—Esto… ¿a qué tiene alergia? —pregunto, porque ella parece esperarlo.

—Al polvo —contesta categóricamente, como si hubiera estado esperando usar esa palabra desde que ha entrado por la puerta. Recorre con mirada fulminante la habitación impoluta, y Carol se ruboriza—. Y al polen. Y a los perros y a los gatos, claro, y a los cacahuetes, el marisco, el trigo, los productos lácteos y el ajo.

—No sabía que se podía tener alergia al ajo —digo. No he podido remediarlo. Se me ha escapado.

—Se le hincha la cara como un acordeón —dice la señora Scharff girándose hacia mí con mirada desdeñosa, como si de alguna forma yo fuera la culpable.

—Ah —repito, y de nuevo se instala entre nosotros un silencio incómodo. Brian no dice nada, pero resuella más fuerte que antes.

Esta vez es Carol la que acude al rescate.

—Lena —dice—, quizá a Brian y a la señora Scharff les apetezca un poco de agua.

Nunca he agradecido más una excusa para irme de un cuarto. Me pongo de pie con tal entusiasmo que por poco tiro accidentalmente una lámpara con la rodilla.

—Claro, ahora la traigo.

—Asegúrate de que sea filtrada —me dice la señora Scharff cuando salgo de la sala a toda pastilla—. Y no le pongas demasiado hielo.

En la cocina, me tomo mi tiempo llenando los vasos (del grifo, claro) y dejando que el aire frío del congelador me refresque la cara. Del salón me llega el ruido amortiguado de una conversación, pero no puedo distinguir quién habla ni lo que se dice. Quizá la señora Scharff haya decidido retomar la lista de las alergias de Brian.

Sé que al final tendré que volver al salón, pero mis pies no quieren moverse hacia el pasillo. Cuando por fin les obligo a que lo hagan, parece como si se hubieran vuelto de un material muy pesado; con todo, me llevan demasiado rápido hacia la sala. No hago más que ver una serie interminable de días anodinos, días blancuzcos y amarillentos como pastillas, días que dejan el regusto amargo de una medicina. Mañanas y noches llenas de un humidificador que runrunea bajito, de Brian que no deja de resollar, del plop, plop, plop de un grifo averiado.

No hay forma de detener el tiempo. El pasillo no dura eternamente y llego al salón justo a tiempo de oír a Brian que dice:

—No es tan guapa como en las fotos.

Él y su madre están de espaldas a mí, pero Carol se queda con la boca abierta cuando me ve ahí de pie, y los dos Scharff se vuelven a mirarme. Al menos tienen la cortesía de parecer avergonzados. Brian baja la vista rápidamente y ella se pone colorada.

Nunca me he sentido más humillada o expuesta. Esto es incluso peor que estar de pie vestida con el camisón transparente de las evaluaciones, bajo el resplandor descarnado de los fluorescentes. Me tiemblan tanto las manos que el agua se sale de los vasos.

—Aquí tienen el agua —digo. No sé de dónde saco las fuerzas para rodear el sofá y colocar los vasos en la mesita de café—. Sin mucho hielo.

—Lena… —comienza a decir mi tía, pero la interrumpo.

—Lo siento —milagrosamente, consigo incluso sonreír. Pero no mantengo la sonrisa más que una fracción de segundo. Además, me tiembla la mandíbula y sé que me voy a poner a llorar en cualquier momento—. No me encuentro muy bien. Creo que voy a salir un segundo.

No espero a que me den permiso. Me vuelvo y corro hacia la puerta. Al abrirla para salir al sol oigo a la tía Carol que pide disculpas por mi comportamiento.

—Aún le faltan varias semanas para la intervención —dice—. Así que tendrán que perdonarla por ser tan sensible. Estoy segura de que todo va a salir bien…

En cuanto salgo, me pongo a llorar a lágrima viva. El mundo comienza a derretirse, los colores y las formas se funden unos con otros. Todo parece inmóvil. El sol ha ido avanzando hasta la mitad del cielo, un disco blanco plano como un círculo de metal recalentado. Un globo rojo se ha quedado atrapado en un árbol. Debe de llevar tiempo ahí. Se está quedando flácido, moviéndose lánguidamente, medio desinflado, varado.

No sé cómo voy a enfrentarme a Brian cuando tenga que volver adentro. No sé cómo voy a poder enfrentarme nunca a él. Se me vienen a la mente mil cosas horribles, insultos que me gustaría soltarle: «Por lo menos, yo no parezco una tenia», o «¿Se te ha ocurrido alguna vez que a lo que le tienes alergia es a la vida?».

Pero sé que no lo haré, que no puedo decir ninguna de esas cosas. Además, en realidad el problema no es que él resuelle o que sea alérgico a todo. El problema no es ni siquiera que no me considere guapa.

El problema es que no es Álex.

Detrás de mí, la puerta se abre con un crujido. Brian dice:

—¿Lena?

Rápidamente, me aprieto las palmas de las manos contra las mejillas para secarme las lágrimas. Lo último que deseo en el mundo es que sepa que su estúpido comentario me ha disgustado.

—Estoy bien —digo sin volverme, porque estoy segura de que tengo mal aspecto—. Entraré enseguida.

Debe de ser tonto o cabezota, porque no me deja sola. Por el contrario, cierra la puerta a sus espaldas y baja los escalones. Le oigo resollar algunos metros detrás de mí.

—Tu madre ha dicho que podía venir contigo —dice.

—No es mi madre —le corrijo rápidamente.

No sé por qué me parece tan importante decirlo. Antes me gustaba que la gente pensara que Carol era mi madre. Eso significaba que no conocían la verdadera historia. Pero, claro, antes me gustaban muchas cosas que ahora me parecen ridículas.

—Ah, vale —ataja. Brian debe de saber algo sobre mi verdadera madre. Está en el historial que habrá visto—. Perdón, se me había olvidado.

«Claro, por supuesto que se te había olvidado», pienso, pero no digo nada. Al menos, el hecho de que esté revoloteando a mí alrededor me enfada tanto que se me pasa la tristeza. Ya no lloro. Me cruzo de brazos y espero a que pille la indirecta o a que se canse de mirarme la espalda y se vuelva dentro. Pero el resuello continúa.

Hace menos de media hora que le conozco y ya me dan ganas de matarle. Por fin me canso de estar ahí en silencio, así que me vuelvo y paso rápidamente a su lado.

—Ya me siento mucho mejor —digo sin mirarle, dirigiéndome hacia la casa—. Deberíamos entrar.

—Espera, Lena.

Alarga la mano y me agarra la muñeca. Supongo que realmente agarrar no es la palabra correcta; más bien, me unta la muñeca de sudor. Pero en cualquier caso me detengo, aunque sigo sin poder mirarle a los ojos. Los mantengo fijos en la puerta delantera, notando por primera vez que la mosquitera tiene tres agujeros grandes cerca de la esquina superior derecha. Con razón la casa ha estado llena de insectos este verano. El otro día, Gracie encontró una mariquita en nuestro cuarto. Me la trajo, cobijada en su manita. La ayudé a llevarla abajo y a soltarla fuera.

Se apodera de mí una oleada de tristeza que no tiene que ver con Álex ni con Brian ni nada de eso. Simplemente me impresiona lo rápido que pasa el tiempo. Algún día me despertaré y toda mi vida estará ya detrás de mí y me parecerá que ha transcurrido tan deprisa como un sueño.

—Siento mucho que oyeras lo que he dicho antes —susurra. Me pregunto si su madre le ha obligado a disculparse. Las palabras parecen requerir un esfuerzo tremendo por su parte—. Ha sido de mala educación.

Como si no me sintiera ya completamente humillada, ahora tiene que disculparse por llamarme fea. Se me van a derretir las mejillas de lo calientes que están.

—No te preocupes —digo intentando liberar mi muñeca de su mano. Curiosamente, no me la suelta, aunque técnicamente no debería tocarme para nada.

—Lo que quería decir es… —su boca se abre y se cierra durante un momento. No me mira a los ojos. No hace más que observar la calle detrás de mí; sus ojos se mueven de un lado a otro, como un gato que vigila a un pájaro—. Lo que quería decir es que en las fotos parecías más feliz.

Esto es una sorpresa y, por un momento, no se me ocurre qué responder.

—¿Ahora no parezco feliz? —suelto, y entonces me da todavía más vergüenza.

Resulta tan extraño estar manteniendo esta conversación con un desconocido, sabiendo que no lo seguirá siendo durante mucho tiempo…

Pero no parece que la pregunta le choque. Solo mueve la cabeza.

—Sé que no lo eres —dice.

Me suelta la muñeca, pero ya no me siento tan desesperada por entrar. Sigue observando la calle, y aprovecho para mirar más de cerca a su cara. Supongo que se le podría considerar guapo. No es comparable a Álex, por supuesto —tiene la piel superblanca y un aire un poco femenino, con la boca grande y redonda y la nariz pequeña y afilada—, pero sus ojos son de color azul pálido, como el cielo de la mañana, y tiene una mandíbula fuerte. Ahora empiezo a sentirme culpable. Debe de notar que no estoy contenta de que me hayan emparejado con él. No es culpa suya que yo haya cambiado: que haya visto la luz o que haya contraído deliria, según con quién hables. Tal vez las dos cosas.

—Lo siento —digo—. No es por ti. Es solo… es que me da miedo la intervención, eso es todo.

Pienso en cuántas noches he pasado fantaseando sobre cómo sería tenderme en la camilla, esperar la anestesia que convertiría el mundo en niebla, con la esperanza de levantarme renovada. Ahora despertaré en un mundo sin Álex. Despertaré envuelta en niebla, en un mundo gris, borroso e irreconocible.

Brian me mira, por fin, con una expresión que al principio no puedo descifrar. Luego me doy cuenta: compasión. Le doy pena. Se pone a hablar apresuradamente:

—Oye, igual no debería contarte esto, pero antes de que me operaran, yo era como tú —dice, y sus ojos vuelven a la calle. Ha dejado de resollar. Ahora habla claramente, pero en voz baja, para que su madre y Carol no lo puedan oír por la ventana abierta—. Yo no… yo no estaba listo —baja la voz hasta que es solo un susurro y se humedece los labios—. Había una chica a la que veía a veces en el parque. Ella cuidaba a sus primos, los solía llevar al parque infantil que había allí. Yo era capitán del equipo de esgrima del instituto y allí era donde practicábamos.

«Claro, tenías que ser capitán del puñetero equipo de esgrima», pienso. Pero no lo digo en voz alta, me doy cuenta de que está intentando ser agradable.

—Bueno, el caso es que a veces hablábamos. No pasó nada… —se apresura a aclarar—. Solo alguna conversación, aquí y allá. Tenía una sonrisa bonita. Y yo sentí… —se interrumpe.

El asombro y el miedo me atraviesan. Está intentando decirme que somos parecidos. De alguna manera sabe lo de Álex; no lo de Álex en concreto, pero sabe que hay alguien.

—Espera un momento —le interrumpo mientras la mente me da vueltas sin parar—. ¿Estás intentando decirme que antes de la operación tú estuviste… estuviste enfermo?

—Solo estoy diciendo que lo comprendo.

Sus ojos se encuentran con los míos apenas una fracción de segundo, pero no necesito más. Ahora tengo la certeza. Sabe que me he contagiado. Me siento aliviada y aterrorizada. Si lo puede notar él, otra gente también se dará cuenta.

—Lo único que quiero decir es que la cura funciona —dice remarcando la última palabra como si quisiera consolarme—. Ahora soy mucho más feliz. Y tú lo serás también, te lo prometo.

Cuando dice eso, algo se fractura en mi interior y me dan ganas de llorar otra vez. Su voz es reconfortante. No hay nada que desee más en ese momento que creerle. Seguridad, felicidad, estabilidad: lo que he deseado toda mi vida. Y en ese instante pienso que quizá las últimas semanas hayan sido en realidad un delirio largo y extraño. Puede que después de la intervención me despierte como si hubiera tenido fiebre alta, con apenas un recuerdo vago de mis sueños y un sentimiento abrumador de alivio.

—¿Amigos? —dice Brian ofreciéndome la mano para estrecharla, y esta vez no hago una mueca cuando me toca. Incluso le dejo que la sostenga unos segundos extra.

Sigue de cara a la calle y, mientras estamos ahí, frunce el ceño momentáneamente.

—¿Qué querrá ese? —musita, pero alza después la voz—. No pasa nada. Es mi pareja.

Me vuelvo justo a tiempo de ver un destello de pelo castaño claro, como quemado, del color de las hojas en otoño, que desaparece por la esquina. Álex. Desprendo bruscamente mi mano de la de Brian, pero es demasiado tarde. Ya se ha ido.

—Debía de ser un regulador —dice Brian—. Estaba ahí mirando.

La sensación de serenidad y consuelo que he tenido un minuto antes se desvanece de golpe. Álex me ha visto, nos ha visto, con las manos juntas, y le ha oído a Brian decir que yo era su pareja. Y se supone que yo había quedado con él hace una hora. No sabe que no he podido salir de casa, que no he podido hacerle llegar un mensaje. No puedo imaginar lo que debe de estar pensando de mí en este momento. O la verdad es que si me lo puedo imaginar.

—¿Estás bien? —me pregunta Brian.

Sus ojos son tan pálidos que parecen casi grises. Un color enfermizo, como el moho o la putrefacción, y en absoluto parecido al cielo. No puedo creer que me haya parecido atractivo ni siquiera por un segundo.

—No tienes muy buen aspecto —dice.

—Estoy bien —afirmo intentando dar un paso hacia la casa, pero me tambaleo. Brian hace ademán de ayudarme, pero me giro para evitarle—. Estoy bien —repito, aunque todo se está rompiendo a mí alrededor, fracturándose.

—Hace calor aquí fuera —dice. No soporto mirarle—. Vamos dentro.

Me pone una mano en el codo y me impulsa por las escaleras, a través de la puerta y hasta el salón, donde nos esperan Carol y la señora Scharff, sonriendo.