María, saca el paraguas, el sol brilla esta mañana, pero si cae la ceniza, tal vez te llene de canas. María, rema con fuerza, vienen olas encarnadas, y no se puede saber si son sangre o rojas aguas.
«Miss Mary» (juego de palmas que se remonta a la época del gran bombardeo), Juegos de palmas y más – Historia del juego.
Las luces de la garita desaparecen de repente como si las hubieran guardado en una cámara sellada. Los árboles se cierran a nuestro alrededor, las hojas y los arbustos me aprietan por todas partes, me acarician la cara, las espinillas y los hombros como miles de manos oscuras. Comienza una extraña cacofonía de seres que aletean, criaturas que ululan y animales que huyen entre la maleza. El aire huele tan intensamente a flores y a vida que parece tener textura, como si fuera una cortina que se pudiera apartar. Oscuridad total. No puedo ni siquiera ver a Álex delante de mí, solo siento su mano que tira de la mía.
Creo que ahora estoy aún más asustada que cuando estábamos cruzando, y le aprieto la mano a Álex con la esperanza de que me entienda y se pare.
—Un poco más —su voz llega desde la penumbra que se extiende delante de mí.
Sigue tirando de mi mano para que continúe. Caminamos despacio. Oigo el crujido de palos que se rompen bajo nuestros pies y el rumor de las ramas que se apartan a nuestro paso, y sé que está tratando de abrir un sendero. Parece que avanzamos centímetro a centímetro, pero es asombroso lo rápido que hemos perdido de vista la frontera y todo lo que está al otro lado, como si nunca hubiera existido. A mi espalda solo queda oscuridad. Es como estar bajo tierra.
—Álex… —empiezo a decir. Me sale la voz extraña y medio estrangulada.
—Alto —dice—. Espera.
Suelta mi mano y yo pego un respingo. Luego, sus manos tantean buscando las mías y su boca se choca contra mi nariz cuando me besa.
—No pasa nada —dice.
Lucho por respirar con normalidad, sintiéndome estúpida. Me pregunto si lamenta haberme traído. No es que haya sido precisamente miss Valentía.
Como si pudiera leerme la mente, me besa de nuevo, esta vez cerca de la comisura de los labios. Supongo que sus ojos tampoco se han acostumbrado aún a la oscuridad.
—Lo estás haciendo muy bien —dice. Ahora habla casi a un volumen normal, así que supongo que estamos a salvo—. No me voy a ninguna parte. Es solo que tengo que encontrar la puñetera linterna, ¿vale?
—Sí, vale.
Luego le oigo tantear entre las ramas que nos rodean, musitando pequeñas maldiciones entre dientes en un monólogo que no acabo de entender. Un minuto después, suelta un gritito de alegría; en ese momento, se alza un amplio rayo de luz que ilumina un lugar densamente poblado de árboles y vegetación.
—La encontré —dice sonriendo y enseñándome orgulloso la linterna. Dirige la luz hacia una caja de herramientas herrumbrosa, medio enterrada en el suelo—. La dejamos aquí para los que cruzan —explica—. ¿Estás preparada?
Asiento con la cabeza: me siento mucho mejor ahora que podemos ver por dónde vamos. Las ramas forman un dosel por encima de nuestras cabezas; me recuerda el techo abovedado de la catedral de San Pablo, donde me sentaba en la escuela dominical para escuchar sermones sobre los átomos, las probabilidades y el orden divino. Las hojas se agitan y hacen ruido a nuestro alrededor, un movimiento constante de verdes y negros que bailan y saltan de rama en rama. De vez en cuando, la luz de la linterna se refleja en unos ojos brillantes que nos miran solemnemente desde el interior de la masa de follaje antes de desaparecer de nuevo en la oscuridad. Es increíble. Nunca he visto nada igual, toda esta vida que surge por todos lados y crece como si a cada segundo estuviera expandiéndose y empujando hacia arriba. Realmente no puedo explicarlo, pero me hace sentir pequeña y un poco tonta, como si hubiera entrado sin permiso en un territorio que pertenece a alguien mucho más viejo y más importante que yo.
Álex camina ahora con mayor confianza, y de vez en cuando aparta una rama para que yo pueda pasar por debajo o golpea las que nos bloquean el paso. No estamos siguiendo ningún sendero que yo pueda distinguir, y un cuarto de hora después empiezo a temer que estemos caminando en círculos, o que nos estemos adentrando más y más en los bosques sin ningún destino definido. Estoy a punto de preguntarle cómo sabe adónde vamos cuando noto que, de vez en cuando duda y dirige la luz de la linterna hacia los troncos de los árboles que nos rodean como altas siluetas espectrales. Algunos de ellos están marcados con una franja de pintura azul.
—Esas marcas…
Álex me lanza una mirada por encima del hombro.
—Son nuestra hoja de ruta —dice mientras sigue caminando—. Por aquí no conviene perderse, créeme.
De golpe, los árboles se acaban. Un momento estamos en mitad del bosque, rodeados por todos lados, y al siguiente salimos a un camino pavimentado, una cinta de hormigón plateada por la luz de la luna que me recuerda a una lengua acanalada.
El camino está lleno de agujeros, agrietado y combado en algunos sitios, así que tenemos que sortear montones enormes de escombros. Serpentea por la ladera de una colina baja y luego desaparece tras la cima, donde comienza otra hilera negra de árboles.
—Dame la mano —dice Álex.
Vuelve a susurrar y, sin saber por qué, me alegro. Por alguna razón, me siento como si acabara de entrar en un cementerio. A ambos lados de la carretera hay claros descomunales cubiertos de hierba que me llega hasta la cintura, hierba que canta y susurra, y algunos arbolitos finos, que parecen frágiles en medio de tanto terreno abierto. Parece haber también algunas vigas, vigas de madera enormes apiladas unas encima de otras, y amasijos metálicos que brillan entre la hierba.
—¿Qué es eso? —musito, pero en cuanto hago la pregunta se me forma un pequeño grito en la garganta: ya lo veo, lo sé.
En mitad de uno de esos campos de hierba susurrante hay un gran camión azul perfectamente intacto, como si alguien acabara de usarlo para venir a celebrar un picnic.
—Esto era una calle —dice Álex; su voz se ha puesto tensa—. Fue destrozada durante el gran bombardeo. Hay miles y miles de ellas por todo el país. Fueron voladas, totalmente destruidas.
Me estremezco. Con razón me sentía como si estuviera caminando por un cementerio. De alguna manera, eso es lo que es. El gran bombardeo fue una campaña que tuvo lugar mucho antes de que yo naciera, cuando mi madre era aún un bebé. Se suponía que había acabado con todos los inválidos y con todos los resistentes que no quisieron dejar sus casas y trasladarse a comunidades aprobadas. Mi madre me dijo una vez que sus primeros recuerdos estaban nublados por el sonido de las bombas y el olor a humo. Decía que ese olor a quemado siguió llegando hasta la ciudad durante años, y que cada vez que soplaba el viento traía consigo una capa de ceniza.
Seguimos caminando. Me dan ganas de llorar. Estar aquí, ver esto, no se parece en nada a lo que me enseñaron en las clases de Historia: pilotos sonrientes con el pulgar levantado, gente que vitoreaba en las fronteras porque al fin estábamos a salvo, casas incineradas limpiamente, sin desorden, como si simplemente fueran borradas de una pantalla de ordenador. En los libros de Historia no había gente que viviera en aquellas casas: eran solo sombras, espectros, seres irreales. Pero a medida que Álex y yo caminamos de la mano por la carretera bombardeada, comprendo que no fue así en absoluto. Hubo caos y gritos y sangre y olor a carne quemada. Había gente: gente de pie y gente que comía, que hablaba por teléfono, que freía huevos o cantaba en la ducha. Me abruma la tristeza por todo lo que se perdió, y me lleno de odio hacia los que provocaron todo eso. Mi gente, o al menos quienes eran mi gente. Ya no sé quién soy, adónde pertenezco.
Aunque eso no es del todo cierto. Álex. Sé que yo soy de Álex.
Un poco más arriba, en la colina, nos encontramos una elegante casa blanca en mitad de un campo. Por alguna razón, escapó sin daños al bombardeo y, aparte de una contraventana que se ha soltado y cuelga en un ángulo extraño bamboleándose ligeramente por el viento, es como cualquier casa de Portland. Aquí parece pequeña y fuera de lugar, en medio de todo ese vacío, rodeada por la metralla de los vecinos desintegrados. Es como un cordero solitario que se ha perdido en un prado ajeno.
—¿Vive alguien ahí ahora? —le pregunto.
—A veces la gente la ocupa, cuando llueve o hiela. Pero solo los errantes, los inválidos que van todo el tiempo de un lado a otro —dice haciendo una brevísima pausa antes de decir «inválidos», torciendo el gesto como si la palabra le supiera mal—. En general, nos mantenemos alejados de aquí. La gente dice que los bombarderos podrían volver para rematar el trabajo. Pero en realidad es un asunto de superstición. Piensan que la casa trae mala suerte. Aunque la han vaciado completamente: camas, mantas, ropa, todo. De aquí saqué mis platos —añade con una sonrisa forzada.
Hace algún tiempo me contó que tenía un sitio propio en la Tierra Salvaje, pero cuando le pedí más detalles, se cerró en banda y me dijo que esperara. Todavía me resulta raro pensar que la gente que vive aquí, en medio de esta inmensidad, necesita platos y mantas y otras cosas normales.
—Por aquí.
Me saca de la carretera y me lleva de nuevo hacia los bosques. La verdad es que me alegro de volver a los árboles. Se percibía una extraña pesadumbre en aquel espacio abierto, con la casa solitaria, el camión oxidado y los edificios destruidos, una herida abierta en la superficie del mundo.
Esta vez seguimos un sendero bastante transitado. Los troncos siguen teniendo marcas azules a intervalos, pero no parece que Álex tenga que orientarse por ellas. Caminamos ligeros, el delante y yo detrás. Los árboles no son tan ásperos en esta zona y alguien ha debido de arrancar la maleza, así que es más fácil avanzar. Bajo mis pies, la tierra ha sido apisonada a lo largo del tiempo por el peso de muchos otros pies. El corazón empieza a latirme con fuerza contra las costillas. Noto que nos estamos acercando.
Álex se vuelve a mirarme, tan bruscamente que casi choco con él. Apaga la linterna; en la repentina oscuridad se alzan extrañas siluetas que parecen tomar forma y luego se desvanecen.
—Cierra los ojos —dice, y noto que está sonriendo.
—¿Para qué? No veo nada.
Prácticamente puedo oír que pone los ojos en blanco.
—Venga, Lena.
—Vale.
Cierro los ojos y Álex toma mis manos entre las suyas. Luego me lleva hacia delante otros seis metros, murmurando cosas como «levanta el pie. Hay una roca» o «un poco a la izquierda». Un ligero nerviosismo va creciendo en mi interior. Por fin nos detenemos y me suelta.
—Ya hemos llegado —dice con tono expectante—. Abre los ojos.
Los abro y por un momento no puedo hablar. Abro la boca varias veces y tengo que cerrarla de nuevo: por más que lo intento, no me sale la voz.
—¿Y bien? —Álex se mueve nerviosamente junto a mí—. ¿Qué te parece?
—Es… es de verdad —tartamudeo por fin.
Suelta una carcajada.
—Claro que es de verdad.
—Quiero decir que es asombroso.
Avanzo algunos pasos. Ahora que estoy aquí, no recuerdo cómo me imaginaba que era la Tierra Salvaje exactamente, pero, fuera lo que fuera, no me figuraba esto. Un claro largo y amplio corta el bosque, aunque en algunos sitios los árboles han empezado a crecer unos junto a otros, elevando sus esbeltos troncos hacia el cielo que se extiende por encima de nosotros; un dosel vasto y reluciente, con la luna sentada en el centro, brillante, enorme, hinchada. Rosas silvestres rodean un abollado letrero, tan descolorido que casi no se puede leer. Apenas puedo distinguir las palabras PARQUE DE CARAVANAS DE CREST VILLAGE. El claro está lleno de caravanas y otras residencias más creativas: lonas extendidas entre varios árboles, con mantas y cortinas de ducha que hacen de puertas, camiones herrumbrosos con tiendas montadas en la parte trasera de la cabina, viejas furgonetas con telas colocadas en las ventanas para preservar la intimidad. El claro está lleno de agujeros donde se han encendido fuegos de campamento a lo largo del día; en este momento, bastante después de la medianoche, siguen humeando. Huele a madera carbonizada.
—¿Ves? —Álex sonríe y extiende los brazos—. El bombardeo no acabó con todo.
—No me lo habías contado —digo mientras echo a andar hacia el centro del claro, evitando unos troncos que están colocados en círculo como si fuera una sala de estar al aire libre—. No me dijiste que era así.
Se encoge de hombros, trotando junto a mí como un cachorro feliz.
—Es el tipo de lugar que tienes que ver por ti misma —afirma echando con el pie un poco de tierra sobre un fuego moribundo—. Parece que hemos llegado demasiado tarde para la fiesta de esta noche.
Mientras avanzamos por el claro, me señala cada «casa» y me cuenta algo sobre la gente que vive allí, hablando todo el tiempo en susurros para no despertar a nadie. Algunas historias ya las he oído antes, otras me resultan totalmente nuevas. No estoy del todo concentrada en lo que dice, pero agradezco el sonido de su voz, grave y seguro, familiar y reconfortante. Aunque el asentamiento no es muy grande, quizá unos doscientos metros de longitud, siento como si el mundo se hubiera abierto por la mitad, revelando una profundidad y una sucesión de capas que nunca hubiera podido imaginar.
No hay muros. No hay muros por ninguna parte. En comparación, Portland parece diminuta, apenas un puntito.
Álex se detiene delante de una deslucida caravana gris. Le faltan las ventanas y los huecos han sido tapados con cuadrados de tela multicolor.
—Y… bueno… esta es mi casa.
Hace un gesto incómodo. Es la primera vez que se muestra nervioso en toda la noche, lo que me pone nerviosa a mí. Me trago el impulso urgente y totalmente inapropiado de soltar una carcajada histérica.
—¡Anda! Es… es…
—No parece gran cosa desde fuera —interrumpe él apartando la mirada mientras se muerde la comisura del labio—. ¿Quieres… eh, entrar?
Asiento con la cabeza, segura de que si intentara hablar en este momento, volvería a quedarme sin voz. He estado a solas con él muchas veces, pero esta es diferente. Aquí no hay ojos que esperen atraparnos, ni voces que deseen gritarnos, ni manos listas para separarnos; solo kilómetros y kilómetros de espacio.
Me ilusiona y me asusta a la vez. Aquí podría suceder cualquier cosa, y cuando se inclina para besarme es como si el peso de la oscuridad aterciopelada que nos rodea, el rumor suave de los árboles, el ruido de los animales ocultos, comenzara a golpearme en el pecho, haciéndome sentir que me disuelvo y me fundo con la noche. Cuando se aparta, me lleva algunos momentos recuperar el aliento.
—Ven —dice.
Apoya un hombro contra la puerta de la caravana hasta que se abre con un chirrido.
Dentro está oscuro. Distingo algunas siluetas vagas que desaparecen al cerrar la puerta, tragadas por la penumbra.
—Aquí no hay electricidad —dice Álex.
Se mueve por la caravana chocándose contra los objetos, maldiciendo de vez en cuando entre dientes.
—¿Tienes velas? —pregunto.
La caravana huele raro, como a hojas de otoño caídas. Es agradable. Hay también otros olores: el limón penetrante y agudo del líquido de limpieza y, más débilmente, el aroma de la gasolina.
—Tengo algo mejor —dice mientras suena un crujido. Me cae un poco de agua desde arriba, y ahogo un grito—. Perdón, perdón. Hace tiempo que no vengo. Cuidado —se disculpa Álex.
Más ruidos. Y luego, lentamente, el techo de la caravana tiembla, se enrolla sobre sí mismo y, de repente, el cielo se revela en su inmensidad. La luna está casi directamente encima de nosotros, bañando con su luz el interior de la caravana y coronándolo todo de plata. Ahora veo que el techo es en realidad un enorme plástico, una versión grande de lo que se usaría para tapar una barbacoa. Álex está de pie en una silla, enrollándolo, y con cada centímetro que recoge aparece un poco más de cielo y todo el interior resplandece con más intensidad.
Me quedo sin aliento.
—¡Es precioso!
Álex me lanza una mirada por encima del hombro y sonríe. Continúa recogiendo el plástico, parando cada pocos minutos para mover la silla hacia delante y comenzar de nuevo.
—Un día, una tormenta se llevó la mitad del techo. Yo no estaba aquí, por suerte —él también resplandece, sus brazos y hombros tienen un ligero toque plateado. Como en la noche de la redada, me acuerdo de los cuadros de ángeles que extienden las alas—. Decidí que más valía quitarlo del todo —continúa mientras acaba de recoger el plástico. Luego salta de la silla y se vuelve hacia mí con una sonrisa—. Es mi propia casa descapotable.
—Es increíble —digo, y lo pienso de verdad.
El cielo parece tan cercano… Podría alzar el brazo y llegar con los dedos hasta la luna.
—Ahora voy a buscar las velas.
Álex pasa por mi lado hacia la zona de la cocina y se pone a revolver. Ya puedo distinguir los objetos más grandes, aunque los detalles se pierden en la penumbra. Hay una pequeña estufa de leña en un rincón. En el extremo opuesto hay una cama inpidual. Al verla, mi estómago da un vuelco y me asaltan un montón de recuerdos: Carol, sentada en mi cama, hablándome con su tono comedido sobre las expectativas de marido y mujer; Jenny que se pone la mano en la cadera y me suelta que no voy a saber qué hacer cuando llegue el momento; historias murmuradas sobre Willow Marks; Hana preguntándose en voz alta en los vestuarios cómo será el sexo, mientras yo le digo en voz baja que se calle, al tiempo que miro por encima del hombro para asegurarme de que nadie nos oye.
Álex encuentra un puñado de velas y se pone a encenderlas una por una, y las esquinas del cuarto van tomando forma a medida que coloca las luces cuidadosamente por la caravana. Lo que más me sorprende son los libros. Siluetas abultadas que en la semipenumbra parecían parte del mobiliario se revelan ahora como altísimos montones de libros; hay más de los que he visto en ningún otro sitio, si no contamos la biblioteca. Hay tres estanterías apoyadas contra una pared. Hasta la nevera, que tiene la puerta rota, está llena de ellos.
Cojo una vela y miro los títulos. No reconozco ninguno.
—¿Qué libros son estos?
Algunos de los volúmenes están tan viejos y estropeados que temo que si los toco se harán pedazos. Voy leyendo en un susurro inaudible los nombres de los lomos, al menos los que distingo: Emily Dickinson, Walt Whitman, William Wordsworth.
Álex me mira.
—Es poesía —dice.
—¿Qué es la poesía?
Nunca había oído esa palabra, pero me gusta su sonido. Es elegante y al mismo tiempo natural, como una mujer bella que aparece con un vestido largo.
Álex enciende la última vela. Ahora la caravana está llena de una luz cálida que parpadea. Se acerca conmigo a las estanterías y se agacha buscando algo. Saca un libro, se pone de pie y me lo pasa para que lo mire.
Poemas de amor famosos.
El estómago me da un vuelco al ver esa palabra, amor, escrita tan descaradamente en la tapa de un libro. Álex me observa intensamente, así que para ocultar mi desazón lo abro y recorro la lista de autores que aparece en las primeras páginas.
—¿Shakespeare? —ese nombre lo reconozco de las clases de salud—. ¿El tipo que escribió Romeo y Julieta, esa historia aleccionadora?
Álex suelta una carcajada.
—No es un cuento aleccionador —dice—. Es una gran historia de amor.
Me acuerdo de aquel día en los laboratorios: la primera vez que vi a Álex. Me parece que ha pasado una eternidad. Recuerdo que mi mente daba vueltas a la palabra bello. Recuerdo que pensé algo sobre el sacrificio.
—Prohibieron la poesía hace años, justo cuando descubrieron la cura —explica mientras me quita el libro y lo abre—. ¿Te gustaría escuchar un poema?
Asiento. Él tose, se aclara la garganta, luego cuadra los hombros y flexiona el cuello como si estuviera a punto de entrar en un partido de fútbol.
—Venga —digo entre risas—. Te estás distrayendo.
Se aclara otra vez la garganta y comienza a leer:
—¿A un día de verano habré de compararte?
Cierro los ojos y escucho. La sensación que tenía antes de estar rodeada de calor se hincha y crece dentro de mí como una ola. La poesía no se parece a nada que yo haya escuchado antes. No lo comprendo todo, solo fragmentos de imágenes, frases que parecen a medio terminar, todas aleteando juntas como cintas de colores vivos en el viento. Me doy cuenta de que me recuerda a la música que me dejó muda de asombro hace casi dos meses en la granja. Me produce ese mismo efecto: me hace sentir triste y llena de júbilo al mismo tiempo.
Termina de leer. Cuando abro los ojos, me está mirando.
—¿Qué? —pregunto. La intensidad de su mirada casi me deja sin aliento, como si me estuviera viendo por dentro.
No me contesta directamente. Avanza algunas páginas en el libro, pero no lo mira. Mantiene sus ojos clavados en mí.
—¿Quieres oír otro? —pregunta, aunque no espera a que le conteste para empezar a recitar—. ¿Cómo te amo? Deja que cuente los modos.
Ahí está esa palabra otra vez: amor. El corazón se me detiene cuando Álex la pronuncia, y luego se pone a latir a mil por hora.
—Te amo con toda la profundidad, amplitud y altura que mi alma alcanza…
Sé que solo está diciendo las palabras de otra persona, pero, de cualquier forma, parecen venir de él. Sus ojos bailan con la luz, en cada uno veo reflejado el punto brillante de la llama de las velas.
Avanza un paso y me besa suavemente en la frente.
—Te amo hasta el nivel de la más silenciosa necesidad cotidiana…
Parece como si el suelo se balanceara, como si me estuviera cayendo.
—Álex… —empiezo a decir, pero las palabras se me quedan enredadas en la garganta.
Me besa los pómulos, un beso suave, delicioso, que apenas me roza la piel.
—Te amo libremente…
—Álex —digo un poco más alto. Me late el corazón a tal velocidad que temo que se me salga entre las costillas.
Se aparta un poco y me lanza una sonrisa torcida.
—Elizabeth Barrett Browning —dice, y luego me pasa un dedo por el puente de la nariz—. ¿No te gusta?
La forma en que lo dice, tan grave y tan seria, mientras me sigue mirando a los ojos, me hace sentir que en realidad está preguntando otra cosa.
—No. Es decir, sí. Quiero decir que me gusta, pero…
La verdad es que no estoy segura de lo que quiero decir. No soy capaz de hablar ni de pensar con claridad. En mi interior se arremolina una sola palabra, una tormenta, un huracán, y tengo que apretar bien los labios para impedir que crezca tanto que me llegue a la lengua y consiga salir. Amor, amor, amor, amor. Una palabra que no he pronunciado jamás con todo su significado ante nadie, una palabra que en realidad ni siquiera me he permitido pensar nunca.
—No tienes que darme explicaciones.
Álex retrocede otro paso. De nuevo tengo la sensación confusa de que estamos hablando de cosas distintas. De alguna manera, le he decepcionado. Lo que acaba de pasar entre nosotros —y algo ha pasado, aunque no estoy segura de qué o cómo o por qué— le ha entristecido. Lo puedo ver en sus ojos, aunque sigue sonriendo, y me hace desear disculparme, o echarle los brazos al cuello y pedirle que me bese. Pero aún me da miedo abrir la boca, me da miedo que la palabra salga disparada, y me da más miedo todavía lo que viene después.
—Ven aquí —Álex deja el libro y me ofrece su mano—. Quiero enseñarte algo.
Me lleva hasta la cama y de nuevo una oleada de timidez se apodera de mí. No estoy segura de lo que espera y, cuando se sienta, me hago la remolona, sintiéndome cohibida.
—No pasa nada. Lena —dice.
Como siempre, oírle decir mi nombre me relaja. Se echa hacia atrás en la cama y se tiende de espaldas; yo hago lo mismo hasta quedar tumbada junto a él. La cama es estrecha. Hay espacio justo para los dos.
—¿Ves? —dice alzando la barbilla.
Sobre nuestras cabezas, las estrellas resplandecen: miles y miles de ellas, tantas que parecen copos de nieve que giran en la oscuridad color tinta. No puedo contener mi asombro, y ahogo una exclamación admirada. Creo que nunca he visto tantas estrellas en mi vida. El cielo parece tan cercano —tensado sobre nuestras cabezas, más allá de la caravana descapotable— que me siento caer hacia él, como si pudiéramos saltar de la cama, aterrizar en su superficie y botar hacia él como si estuviéramos sobre una cama elástica.
—¿Qué te parece? —pregunta.
—Hace que me sienta llena de… de amor —la palabra sale de repente y al momento se me quita el peso que tenía en el pecho—. De amor —vuelvo a decir, saboreando la palabra.
Una vez que lo has probado, sale sin dificultad. Corta. Concreta. No se pega a la lengua. Es asombroso que nunca la haya pronunciado de este modo.
Noto que Álex está contento. La sonrisa en su voz se hace más grande.
—Lo de no tener tuberías es una lata —dice—. Pero tienes que admitir que la vista mola un montón.
—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí… —me sale la frase sola y empiezo a tartamudear—. Es decir, no en serio. No para siempre, pero… Ya sabes lo que quiero decir.
Álex me pasa un brazo bajo el cuello. Me acerco poco a poco y apoyo la cabeza en el punto donde el hombro se junta con el pecho; ahí encajo a la perfección.
—Me alegro de que hayas podido verlo —dice.
Durante un rato, simplemente nos quedamos ahí en silencio. Su pecho sube y baja con la respiración y, poco después, ese mismo movimiento hace que me entre sueño. Me pesan muchísimo los brazos y las piernas, y las estrellas parecen estar reordenándose en palabras. Quiero seguir mirando, leer su significado, pero también me pesan los párpados: imposible, imposible mantener los ojos abiertos.
—¿Álex?
—¿Sí?
—Recita ese poema otra vez.
Mi voz no parece mía, mis palabras parecen venir desde lejos.
—¿Cuál de todos? —susurra.
—El que te sabes de memoria —a la deriva, voy a la deriva.
—Me sé muchos de memoria.
—Cualquiera de ellos, entonces.
Respira hondo y comienza:
—Llevo tu corazón conmigo. Lo llevo en mi corazón. Nunca estoy sin él…
Sigue hablando y sus palabras me pasan por encima como si me lavaran, como la luz del sol pasa sobre la superficie del agua y se filtra hasta las profundidades, iluminando la oscuridad. Mantengo los ojos cerrados. Es asombroso: aún puedo ver las estrellas, galaxias enteras que florecen desde la nada, soles rosas y violetas, vastos océanos plateados, mil lunas blancas.
Parece que solo llevo dormida cinco minutos cuando Álex me despierta suavemente. El cielo sigue teniendo una negrura de tinta, la luna está alta y brillante, pero por la forma en que las velas se han consumido a nuestro alrededor, noto que debo de haber dormido al menos una hora.
—Debemos irnos —dice apartándome el cabello de la frente.
—¿Qué hora es? —mi voz está aún teñida de sueño.
—Un poco menos de las tres —Álex se sienta y salta de la cama; luego me tiende una mano y me ayuda a ponerme de pie—. Tenemos que cruzar antes de que despierte la Bella Durmiente.
—¿La Bella Durmiente? —muevo la cabeza, confusa.
Álex se ríe suavemente.
—Después de la poesía —dice inclinándose para besarme—, pasamos a los cuentos de hadas.
Más tarde volvemos a cruzar los bosques, bajamos por el sendero estropeado que pasa entre las casas bombardeadas y nos internamos en los bosques otra vez. Todo el tiempo tengo la sensación de que no me he despertado del todo. Ni siquiera me da miedo ni estoy nerviosa cuando escalamos la valla. Pasar por el alambre de espino es muchísimo más fácil la segunda vez, y tengo la sensación de que las sombras tienen textura y nos cobijan como una capa. El guardia de la garita número veintiuno sigue exactamente en la misma posición, con la cabeza echada hacia atrás, los pies sobre la mesa y la boca abierta. Enseguida estamos recorriendo el perímetro de la ensenada. Luego nos deslizamos silenciosos por las calles hacia Deering Highlands, y es entonces cuando se me ocurre la idea más extraña, entre el deseo y el temor quizá todo esto sea un sueño y cuando despierte me vuelva a encontrar en la Tierra Salvaje. Quizá me despierte para descubrir que siempre he estado allí, y que todo Portland y los laboratorios y el toque de queda y la intervención han sido una pesadilla larga y retorcida.
Brooks 37. Entramos por la ventana y el calor y el olor a moho nos golpean fuerte, como un muro. Solo he pasado unas horas allí y ya echo de menos la Tierra Salvaje, el viento entre los árboles que suena como el océano, los increíbles olores de las plantas en flor, las cosas invisibles que se mueven, toda esa vida que puja y se extiende en todas las direcciones, y más y más y más…
Sin muros…
Luego, Álex me lleva al sofá y me cubre con una manta, me besa y me desea buenas noches. Tiene el tumo de mañana en los laboratorios y le queda apenas el tiempo justo para ir a casa, ducharse y llegar al trabajo. Escucho cómo sus pasos se disuelven en la oscuridad.
Después duermo.
Amor, una sola palabra, una cosa pequeña, una palabra no mayor ni más larga que el filo de una navaja. Eso es lo que es: una cuchilla. Corta tu vida por el centro, separándolo todo en dos, haciendo que caiga a uno u otro lado. Antes y después.
Antes y después. Pero también durante: un instante no mayor ni más largo que el filo de una navaja.