diecisiete

Ha habido bastante debate en la comunidad científica sobre si el deseo es síntoma de un organismo infectado con deliria nervosa de amor o un requisito previo a la enfermedad en si misma. Sin embargo, todos, están de acuerdo en que el amor y el deseo mantienen una relación simbiótica, lo que significa que uno no puede existir sin el otro. El deseo es la antítesis de la satisfacción; el deseo es enfermedad, una afección cerebral. ¿Qué persona que siente deseo puede ser considerada sana? La palabra misma sugiere una carencia, un empobrecimiento, y eso es lo que significa el deseo: un empobrecimiento del cerebro, un defecto, un error. Por suerte, ese error ahora se puede corregir.

Origen de los «deliria nervosa de amor» y repercusiones en el funcionamiento cognitivo, Dr. Phillip Berryman (4ª edición)

Agosto se va acomodando en Portland, lanzando su aliento cálido y hediondo sobre todas las cosas. Las calles resultan insoportables durante el día, el sol cae implacable, y la gente se apresura hacia parques y playas, desesperada por encontrar algo de sombra o brisa. Ahora es más difícil quedar con Álex. La playa del East End, que normalmente no es muy popular, está llena casi todo el tiempo, incluso por las tardes cuando salgo de trabajar. En dos ocasiones que quedamos, es demasiado peligroso que hablemos o que nos comuniquemos; solo nos permitimos una rápida señal de saludo como la que pueden intercambiar dos desconocidos. Colocamos las toallas a cinco metros de distancia. Él se pone los cascos y yo finjo que leo. Cuando nuestros ojos se encuentran, todo mi cuerpo se ilumina como si él estuviera tumbado a mi lado, acariciándome la espalda, y aunque mantiene una expresión seria, noto por sus ojos que está sonriendo. Nada me ha resultado nunca tan doloroso y a la vez tan placentero como estar tan cerca de él y no poder hacer nada para estar juntos; es como tragar de golpe una bola de helado en un día de calor y terminar con un dolor de cabeza horrible. Comienzo a entender lo que comentó sobre su «tía» y su «tío», sobre cómo, después de haber sido intervenidos, echaban de menos incluso el dolor. De alguna manera, nuestro dolor lo hace todo más intenso, mejor; hace que valga más la pena.

Como no podemos estar juntos en las playas, vamos mucho a la calle Brooks. El jardín se está secando. Lleva más de una semana sin llover, y la luz del sol que se filtra por entre las hojas, que en julio caía suavemente, como la más ligera pisada, ahora atraviesa como un puñal el dosel de los árboles, volviendo parda la hierba. Hasta las abejas parecen borrachas con el calor: giran lentamente y se estrellan contra las flores marchitas antes de caer al suelo, para luego volver a alzar el vuelo mareadas.

Una tarde. Álex y yo estamos tumbados en la manta. Yo estoy de espaldas, observando cómo el cielo parece romperse en formas cambiantes de azul y verde y blanco. Él está tendido sobre el estómago y parece nervioso por algo. No hace más que encender cerillas, mirar cómo arden y apagarlas cuando la llama le llega casi a los dedos. Me acuerdo de lo que me contó aquella vez en la cabaña: su enfado por venir a Portland y su vieja costumbre de quemar objetos.

Hay tantas cosas que aún desconozco sobre él, tanto pasado y tanta historia enterrados en algún rincón de su interior… Ha tenido que aprender a ocultar todo eso, más incluso que la mayoría de nosotros. En algún sitio, creo, posee un núcleo. Ese núcleo brilla como un fragmento de carbón aplastado lentamente por el peso de toneladas de roca hasta convertirse en diamante.

Hay muchas cosas que no le he preguntado, y muchas otras sobre las que nunca hablamos. Sin embargo, en otros aspectos siento que le conozco de verdad y que siempre le he conocido, sin necesidad de que él me haya contado nada.

—Debe de ser agradable estar en la Tierra Salvaje justo ahora —suelto de repente, por decir algo. Álex se vuelve a mirarme—. Quiero decir… no sé, debe de hacer más fresco allí. Por los árboles y la sombra —digo tartamudeando.

—Así es.

Se apoya en un codo. Cierro los ojos y veo puntos de color y de luz que bailan detrás de mis párpados. Por un momento no dice nada, pero noto que me observa.

—Podríamos ir —dice por fin.

Debe de estar de broma, así que me echo a reír. Él sigue callado, sin embargo, y cuando abro los ojos veo que su expresión sigue completamente serena.

—No lo dices en serio —afirmo; pero ya se ha abierto en mi interior un pozo profundo de miedo y sé que si lo dice en serio. De algún modo sé, también, que es por eso por lo que se ha comportado de un modo tan raro durante todo el día. Echa de menos la Tierra Salvaje.

—Podríamos ir si tú quieres —me mira durante un minuto más y luego se tumba de espaldas—. Podríamos ir mañana. Cuando salgas del trabajo.

—¿Pero cómo haríamos…? —empiezo a decir.

—Eso déjamelo a mí —me interrumpe. Durante un momento, sus ojos parecen más oscuros y más profundos que nunca, como túneles—. ¿Tú quieres ir?

Me parece mal hablar de ello de este modo tan informal, tirados en la manta, así que me siento. Cruzar la frontera es un delito penado con la muerte. Y aunque sé que Álex sigue pasando a veces, no me había formado una idea del gran riesgo que entraña hasta ahora.

—Es imposible —digo, casi en un susurro—. Es imposible. La alambrada… y los guardias… y las armas…

—Ya te lo he dicho. Eso déjamelo a mí —repite mientras se sienta y me acaricia rápidamente la cara, sonriendo—. Todo es posible, Lena —dice usando una de sus expresiones favoritas. El miedo retrocede. Con él me siento segura, no concibo que nos pueda pasar algo malo estando juntos—. Unas pocas horas —continúa—. Solo para echar un vistazo.

—No sé —titubeo apartando la mirada.

Siento cómo las palabras me raspan en la garganta seca al salir.

Álex se inclina hacia delante, me da un rápido beso en el hombro y se vuelve a tumbar.

—No tiene importancia —dice colocándose un brazo sobre los ojos para protegerse del sol—. Solo pensaba que sentirías curiosidad, eso es todo.

—Y la siento. Pero…

—Lena, no hace falta que vayas si no quieres hacerlo. De veras. Era solo una idea.

Asiento con la cabeza. Aunque tengo las piernas pegajosas de sudor, me las acerco al pecho. Siento un alivio increíble, pero también decepción. Me vuelve de pronto el recuerdo de aquella vez en que Rachel me desafió a que me tirara de espaldas desde el embarcadero de la playa de Willard y yo me quedé temblando en el borde, demasiado asustada para saltar. Al final, ella me sacó del apuro. Se inclinó y murmuró: «No importa, Lena-Luni. Aún no estás preparada». Yo no veía el momento de huir del borde del embarcadero, pero cuando volvíamos a la playa me sentí enferma y avergonzada.

Es entonces cuando reacciono.

—Sí quiero ir —suelto.

Álex aparta el brazo.

—¿Seguro?

Asiento con la cabeza, demasiado asustada para pronunciar las palabras una vez más. Tengo miedo de echarme atrás si vuelvo a abrir la boca.

Álex se incorpora lentamente. Pensaba que estaría más emocionado, pero no sonríe. Solo se muerde el interior del labio y aparta la mirada.

—Eso significa violar el toque de queda —dice—. Y muchas otras reglas.

Entonces me mira, y su rostro está tan lleno de preocupación que me hace daño mirarlo.

—Oye, Lena —baja la mirada y reordena el montón de cerillas que ha hecho, colocándolas cuidadosamente una al lado de otra—. Quizá no sea tan buena idea. Si nos pillan, es decir, si te pillan a ti… —respira profundamente—. Quiero decir, si algo te sucediera, no me lo perdonaría nunca.

—Confío en ti —digo, y es tan cierto como que estoy aquí con él.

Sigue sin mirarme.

—Sí, pero… la pena por cruzar… —vuelve a respirar profundamente—. La pena por cruzar al otro lado es la…

En el último momento no es capaz de decir «la muerte».

—Oye —digo dándole un golpecito suave con el codo. Es algo increíble, cómo te puedes sentir tan cuidada por alguien y al mismo tiempo saber que morirías o harías cualquier cosa por protegerle a él también—. Conozco las reglas. Llevo viviendo aquí más tiempo que tú.

Entonces sonríe. Me devuelve el codazo.

—Para nada.

—Nacida y criada aquí. Tú eres un recién llegado.

Le vuelvo a dar un codazo, algo más fuerte, y se ríe e intenta cogerme el brazo. Yo me escurro riendo, y él se estira para hacerme cosquillas en la tripa.

—¡Paleto! —chillo mientras me coge y, forcejeando entre risas, consigue tumbarme de nuevo en la manta.

—Urbanita —replica rodando encima de mí, y me besa.

Todo se disuelve. Calor, explosiones de color, sensación de flotar.

Quedamos en Back Cove la tarde siguiente, miércoles, pues no tengo que volver a trabajar hasta el sábado; no creo que me resulte difícil conseguir que Carol me permita dormir en casa de Hana. Álex me explica los puntos principales del plan. Cruzar al otro lado no es imposible, pero casi nadie se arriesga. Supongo que el hecho de que esté penado con la muerte no constituye un gran atractivo.

Al principio no entiendo cómo vamos a pasar la valla electrificada, pero Álex me explica que solo algunas secciones están electrificadas realmente. Llevar el tendido a lo largo de kilómetros y kilómetros de valla sería demasiado caro, así que hay relativamente pocos trozos de la alambrada que estén «conectados»; el resto no encierra más peligro que la verja que rodea el parque infantil de Deering Oaks. Pero mientras la gente crea que toda ella está cargada con el suficiente voltaje para freír a una persona como si fuera un huevo en una sartén, la alambrada sirve perfectamente a su propósito.

—Un truco de ilusionismo barato —dice Álex haciendo un gesto vago con la mano.

Asumo que se refiere a Portland, a las leyes, quizá a todo el país. Cuando se pone serio, se le forma un pequeño pliegue entre las cejas, como una coma, que me resulta increíblemente atractiva. Intento no distraerme.

—Sigo sin comprender cómo sabes todo esto —afirmo—. Es decir, ¿cómo lo habéis descubierto? ¿Os pusisteis a enviar gente que corriera hasta la valla, para ver en qué tramos no salían achicharrados?

Álex me dirige una sonrisa breve.

—Secreto profesional. Lo que te puedo decir es que se llevaron a cabo ciertos experimentos basados en la observación de los animales salvajes —responde alzando las cejas—. ¿Has comido alguna vez castor frito?

—¡Puaj!

—¿Y mofeta frita?

—¿Pero tú qué quieres? ¿Que me muera de asco?

«Somos más de los que crees». Esa es otra de las expresiones que Álex repite constantemente. Simpatizantes por todas partes, incurados y curados, que ocupan cargos de reguladores, oficiales de policía, funcionarios, científicos… «Así es como pasaremos las garitas de vigilancia», me cuenta. Una de las simpatizantes más activas de Portland está emparejada con el guardia que hace el turno de noche en el extremo norte del puente de Tukey, justo por donde vamos a atravesar la frontera. Álex y ella han desarrollado un código. En las noches en que quiere cruzar, él le deja un folleto en su casillero, una de esas tonterías fotocopiadas que reparten las tintorerías y los delicatessen. Este anuncia una revisión oftalmológica gratis con el doctor Salvatierra (que a mí me parece un nombre demasiado obvio, pero Álex dice que los resistentes y simpatizantes viven con tanto estrés que necesitan tener sus pequeños chistes privados), y cuando ella lo ve se asegura de poner una dosis extra de valium en el café que prepara para que su marido lo tome durante su turno.

—Pobre hombre —dice Álex sonriendo—. Por mucho café que tome, no consigue mantenerse despierto.

Me doy cuenta de lo mucho que significa para él la resistencia y lo orgulloso que se siente de que el movimiento esté ahí, saludable, prosperando, extendiendo sus brazos por Portland. Intento sonreír, pero noto las mejillas rígidas. No termino de asimilar que todo lo que me han enseñado esté mal, y me resulta duro pensar en los simpatizantes y los resistentes como aliados y no como enemigos.

Pero pasar a escondidas la frontera me va a convertir en uno de ellos más allá de toda duda. Al mismo tiempo, ya no puedo considerar seriamente la posibilidad de echarme atrás. Quiero ir, y si soy sincera conmigo misma, me convertí en simpatizante hace mucho, cuando Álex me preguntó si quería quedar con él en Back Cove y acepté. Parece que solo tengo recuerdos borrosos de la chica que era antes de aquello, la chica que siempre hacía lo que le decían y nunca mentía y contaba los días que faltaban para su intervención con ilusión, no con terror e inquietud. La chica a la que le daban miedo todos y todo. La chica que tenía miedo incluso de sí misma.

Al día siguiente, al llegar a casa del súper, le pido a Carol que me preste el móvil y le mando un mensaje de texto a Hana: «¿Dormims sta noch c A?». Este ha sido nuestro código cada vez que yo necesitaba que ella me sirviera de tapadera. Le hemos dicho a Carol que pasamos mucho tiempo con Allison Doveney, una compañera que se acaba de graduar con nosotras.

Los Doveney son incluso más ricos que la familia de Hana, y Allison es una gilipollas y una creída. Hana al principio se opuso a que la usáramos como la misteriosa A, diciendo que no le gustaba ni siquiera fingir que salíamos con semejante arpía, pero al final la convencí. Carol nunca llamaría a los Doveney para controlar si estoy o no. Se sentiría demasiado intimidada y probablemente le daría vergüenza: mi familia es impura, está manchada por la deserción del marido de Marcia y, por supuesto, por mi madre, mientras que el señor Doveney es el presidente y fundador de la sección local de la ALD (América Libre de Deliria). Allison apenas soportaba mirarme cuando íbamos juntas a la escuela, y en Primaria, después de la muerte de mi madre, pidió a la profesora que la cambiara de pupitre para estar más lejos de mí, argumentando que yo olía a podrido.

La respuesta de Hana llega casi al momento: «Sin problm. Nos vems sta noch».

Me pregunto qué pensaría Allison si supiera que la he estado usando como tapadera para mi novio. Seguro que se subiría por las paredes. Esa idea me hace sonreír.

Un poco antes de las ocho, bajo con mi mochila bien visible, colgada del hombro. Incluso he dejado que sobresalga una esquina del pijama. He preparado todo exactamente como lo habría hecho si de verdad fuera a casa de Hana. Cuando Carol me lanza una breve sonrisa y me dice que lo pase bien siento una leve punzada de culpa. Ahora miento tanto y con tanta facilidad…

Pero eso no basta para detenerme. Una vez en la calle, me dirijo hacia el West End, por si acaso Jenny o Carol están mirando por la ventana. Solo cuando llego a la calle Spring doy la vuelta hacia la avenida Deering y me dirijo al 37 de la calle Brooks. El trayecto es largo y consigo llegar a Deering Highlands justo cuando la última luz desaparece del cielo con un remolino. Como siempre, las calles están desiertas en esta zona. Empujo la cancela de la oxidada verja que rodea la finca, muevo a un lado las tablas sueltas que cubren una de las ventanas de la planta baja y entro en la casa.

Me sorprende la repentina penumbra y, por un momento, me detengo parpadeando hasta que mis ojos se acostumbran a la falta de luz. El ambiente está cargado y pegajoso, y la casa huele a moho. Comienzan a emerger diversas formas y me dirijo a la sala de estar, al sofá con manchas de humedad. Los muelles están destrozados y falta parte del relleno, probablemente por obra de los ratones, pero se nota que antaño debió de ser muy bonito, incluso elegante.

Saco el reloj de la bolsa y pongo el despertador a las once y media. Va a ser una noche larga. Me tumbo en el incómodo sofá, después de hacer una bola con la mochila y ponérmela bajo la cabeza. No es la almohada más cómoda del mundo, pero servirá.

Cierro los ojos y dejo que los sonidos de los ratones, los suaves gemidos y los misteriosos toques de las paredes me acunen hasta que me duermo.

Me despierto en la oscuridad, angustiada por una pesadilla sobre mi madre. Me incorporo y, durante un momento de pánico, no sé dónde estoy. Los viejos muelles chirran bajo mi cuerpo y entonces me acuerdo: Brooks 37. Busco a tientas el despertador y veo que ya son las 11:20. Sé que debería levantarme, pero aún me siento aturdida por el calor y el mal sueño, y durante unos minutos me quedo sentada respirando profundamente. Estoy sudando, con el pelo pegado a la nuca.

Mi pesadilla era la de siempre, pero esta vez invertida: yo flotaba en el océano, en vertical, mirando a mi madre. Ella estaba de pie en un saliente que se derrumbaba a cientos de metros por encima de mí, tan lejos que no podía distinguir ninguno de sus rasgos, solo las líneas borrosas de su silueta recortada contra el sol. Yo intentaba gritar para avisarla, intentaba alzar los brazos y hacerle señales para que retrocediera, para que se alejara del saliente; pero cuanto más luchaba, más me arrastraba y me retenía el agua, como si fuera pegamento. Sentía los brazos inmovilizados por la fuerza del océano y mi garganta llena de líquido que taponaba las palabras. Y mientras tanto, la arena se acumulaba a mí alrededor como la nieve, y yo sabía que en cualquier segundo ella caería y se rompería la cabeza en las recortadas rocas que sobresalían del agua como uñas afiladas.

Y entonces ella caía y caía, un punto negro que se hacía cada vez más grande contra el cielo resplandeciente, y yo intentaba gritar pero no podía, y a medida que la figura se acercaba me daba cuenta de que no era mi madre quien se dirigía irremediablemente hacia las rocas.

Era Álex.

Y entonces me desperté.

Por fin me pongo de pie, un poco mareada, procurando ignorar el sentimiento de temor que me invade. Me acerco despacio, a tientas, hasta la ventana y me siento aliviada cuando estoy fuera, aunque salir es peligroso. Al menos sopla un poco de brisa. El ambiente de la casa era sofocante.

Cuando llego a Back Cove, Álex ya me está esperando. Está en cuclillas bajo un grupo de árboles, cerca del viejo aparcamiento. Se ha escondido tan bien que casi tropiezo con él. Alza un brazo y me hace agacharme a su lado. A la luz de la luna, sus ojos parecen brillar como los de un gato.

En silencio hace un gesto hacia el otro lado de la ensenada, la fila de luces que parpadean justo antes de la frontera: las garitas de los guardias. Desde lejos parece una línea de brillantes farolillos blancos colocados para un picnic a medianoche, casi alegres. Seis metros más allá de los puntos de seguridad se encuentra la alambrada, y más allá, la Tierra Salvaje. Nunca me había parecido tan extraña como en este momento, con sus árboles agitándose y meciéndose en el viento. Me alegro de que Álex y yo hayamos decidido no hablar hasta llegar al otro lado. Tengo un nudo en la garganta que me hace difícil respirar, así que resulta imposible decir nada.

Cruzaremos por el final del puente de Tukey, en el extremo noreste de la cala: si fuéramos nadando, sería una diagonal directa desde el punto de encuentro. Álex me aprieta la mano tres veces. Es la señal para ponernos en movimiento.

Le sigo mientras bordeamos el perímetro de la ensenada, con cuidado de evitar la marisma; en apariencia parece hierba, sobre todo en la oscuridad, pero si la pisas te puedes hundir hasta la rodilla antes de darte cuenta. Álex corre desde una sombra a otra, moviéndose sin ruido entre la maleza. En ciertos lugares parece desvanecerse por completo ante mis ojos, fundirse con la oscuridad.

Mientras seguimos la curva en dirección al norte de la cala, comenzamos a ver con más claridad las garitas de vigilancia; ya parecen edificios reales, casetas bajas hechas de hormigón y cristal a prueba de balas.

Me pican las manos por el sudor, y el nudo de la garganta se ha hecho tan fuerte que siento que me estrangula. En ese momento me doy cuenta de lo estúpido que es nuestro plan. Hay cien, mil cosas que podrían ir mal. El guardia de la veintiuno podría no haberse tomado el café todavía, o quizá sí, pero no en cantidad suficiente para quedarse noqueado, o puede que el valium todavía no le haya hecho efecto. E incluso si está dormido, Álex podría haberse equivocado sobre los trozos de la valla que no están electrificados, o quizá los encargados municipales aumenten el suministro eléctrico de las vallas durante la noche.

Tengo tanto miedo que me parece que me voy a desmayar. Quiero atraer la atención de Álex y gritarle que tenemos que dar la vuelta, cancelar todo el plan, pero él sigue moviéndose velozmente por delante de mí, y gritar algo o hacer cualquier otro ruido atraería la atención de los guardias. Y estos vigilantes hacen que los reguladores parezcan niños inofensivos jugando a policías y ladrones. Los reguladores y los equipos de redada tienen perros y palos; los guardias tienen fusiles y gases lacrimógenos.

Por fin llegamos al brazo norte de la ensenada. Álex se agazapa tras uno de los árboles más anchos y espera a que yo le alcance. Me agacho junto a él. Esta es mi última oportunidad de decirle que quiero volver atrás. Pero no puedo hablar, y cuando intento mover la cabeza en un gesto de negación, no sucede nada. Siento que estoy otra vez en el sueño, la oscuridad me absorbe, me debato como un insecto atrapado en un cuenco de miel.

Tal vez Álex note lo asustada que estoy, porque se inclina hacia delante y trata de encontrar mi oído a tientas. Su boca choca con mi cuello y me acaricia ligeramente la mejilla, lo que, a pesar del pánico, me hace temblar de placer; luego me roza el lóbulo.

—Todo va a ir bien —susurra, y me siento algo mejor. Nada malo me va a suceder estando con él.

Luego nos ponemos de pie otra vez. Corremos hacia delante a intervalos, en silenciosos trayectos de un árbol al siguiente, y luego nos paramos mientras él escucha y se asegura de que no ha habido ningún cambio, ni gritos, ni sonidos de pisadas que se acercan. Los momentos de estar expuestos, mientras corremos entre dos puntos seguros, se hacen más largos a medida que los árboles comienzan a escasear: nos vamos acercando a la línea donde desaparece por completo la maleza. Ahí nos tendremos que mover en terreno descubierto, seremos completamente vulnerables. Solo hay una distancia de unos quince metros desde el último arbusto hasta la valla, pero, por lo que a mí respecta, lo mismo podría ser un lago en llamas.

Más allá de los restos destrozados de una carretera que existía antes de que Portland fuera cercada, la alambrada se alza, plateada a la luz de la luna como una telaraña gigante. Un lugar donde seres minúsculos se pegan, quedan atrapados, son devorados. Álex me ha dicho que me lo tome con calma, que me concentre cuando suba por encima del alambre de espino que la corona, pero no puedo evitar verme atravesada por todas esas puntas afiladas y punzantes.

Y de repente estamos fuera, más allá de la limitada protección que ofrecen los árboles, moviéndonos rápidamente por la gravilla suelta de la carretera vieja. Álex va delante de mí, doblado casi en dos, y yo me agacho tanto como puedo, aunque eso no me hace sentir menos expuesta. El miedo grita y me golpea desde todos los lados a la vez; nunca he sentido nada igual. No estoy segura de si el viento se levanta en ese momento o si es solo el terror que me atraviesa, pero todo mi cuerpo parece de hielo.

La oscuridad cobra vida por todas partes: está llena de sombras fugitivas y formas maliciosas y amenazantes, listas para convertirse en un guardia en cualquier momento, y me imagino el silencio interrumpido de repente por gritos, suspiros, megáfonos, balas; me imagino un dolor que florece y luces radiantes. El mundo se transforma en una serie de imágenes inconexas. La garita 21 está rodeada de un brillante círculo de luz blanca que se extiende hacia fuera, como si estuviera hambrienta y deseosa de tragarnos; dentro, un guardia duerme desplomado hacia atrás en su silla, con la boca abierta.

Álex se vuelve hacia mi sonriendo (¿es posible que esté sonriendo?), las piedrecillas bailan bajo mis pies. Todo parece lejano y remoto, tan irreal e insustancial como la sombra producida por una llama. Ni siquiera yo me siento real, no me noto respirar ni moverme, aunque debo de estar haciendo ambas cosas.

Y así, de pronto, hemos llegado a la alambrada. Álex salta y, por un momento, se detiene en el aire. Quiero gritar: «¡Párate! ¡Párate!». Me imagino el crujido y el chisporroteo cuando su cuerpo reciba cincuenta mil voltios de electricidad, pero entonces aterriza en la valla, que se mece silenciosa, muerta y fría, como él dijo.

Yo tendría que subir después de él, pero no puedo. Todavía no. Me invade un sentimiento de asombro que hace retroceder al miedo poco a poco. La alambrada fronteriza me ha inspirado pánico desde que era una cría. Nunca me he acercado a menos de un metro. Se nos ha advertido que no lo hagamos, nos han machacado con ello. Nos dijeron que nos freiríamos, nos dijeron que la valla haría que nuestro corazón se volviera loco, que nos mataría al momento.

Entonces extiendo el brazo y engancho la mano en ella, paso los dedos por encima. Muerta, fría e inofensiva: es del mismo tipo que la usada en Portland para los parques infantiles y los patios escolares. En ese segundo realmente me doy cuenta de lo profundas y complejas que son las mentiras que, como alcantarillas, vertebran la ciudad recorriéndolo todo, llenándola de hedor: un lugar construido y enjaulado dentro de un perímetro de falsedades.

Álex es un escalador rápido, ya ha llegado a la mitad de la valla. Mira por encima del hombro y ve que sigo allí de pie, como una idiota, sin moverme. Me hace un gesto con la cabeza, como preguntando: «¿Qué haces?».

Vuelvo a poner la mano en la alambrada y al momento la retiro otra vez. De repente me recorre una descarga, pero no tiene que ver con el voltaje que debería estar circulando por ahí. Se me acaba de ocurrir una cosa.

Han mentido sobre todo: sobre la valla, sobre la existencia de los inválidos, sobre un millón de cosas más. Nos han dicho que las redadas se llevaban a cabo por nuestra propia protección. Nos dijeron que a los reguladores solo les interesaba mantener la paz.

Nos dijeron que el amor era una enfermedad. Nos dijeron que acabaría matándonos.

Por primera vez me doy cuenta de que esto, también, podría ser una mentira.

Álex se mece con cuidado de un lado a otro, con lo que la alambrada se mueve un poco. Miro hacia arriba y me vuelve a hacer un gesto. Aquí corremos peligro. Alzo el brazo, agarro la valla y comienzo a escalar. Estar ahí subidos es incluso peor que estar corriendo por la gravilla. Al menos allí teníamos más control, podríamos haber visto si algún guardia estaba patrullando, podríamos haber regresado a la cala con la esperanza de refugiarnos en la oscuridad y los árboles. Una pequeña esperanza, pero esperanza al fin y al cabo. Aquí estamos de espaldas a las garitas, y siento que soy un gigantesco objetivo móvil con un letrero en la espalda que dice: DISPÁRAME.

Álex llega arriba antes que yo y le veo abrirse paso lenta y laboriosamente, entre las curvas de alambre de espino. Consigue pasar y baja con cuidado por el otro lado, descendiendo unos pocos metros y haciendo una pausa para esperarme. Sigo sus movimientos al milímetro. Estoy temblando por el miedo y el cansancio, pero consigo pasar por encima de la valla y enseguida bajo por el otro lado. Mis pies tocan el suelo. Álex me toma de la mano y me lleva rápidamente hacia los bosques, lejos de la frontera.

Hacia la Tierra Salvaje.