La infelicidad es cautiverio, la felicidad es libertad. El camino para encontrar la felicidad pasa por la cura. Solo a través de la cura encontramos la libertad.
Folleto oficial de las agencias gubernamentales de EE UU: ¿Me va a doler? Preguntas y respuestas normales sobre la intervención. Asociación de Científicos Estadounidenses (9ª edición)
Después de lo ocurrido, trato de ver a Álex casi a diario, incluso los días en que tengo que trabajar en el súper. A veces Hana viene con nosotros. Pasamos mucho tiempo en la ensenada de Back Cove, sobre todo por las noches, cuando todos se han ido. Álex figura como curado, así que técnicamente no es ilegal que pasemos tiempo con él, pero si alguien se enterara de cuánto tiempo estamos juntos, o si nos vieran reír, hacernos ahogadillas, luchar en batallas acuáticas y echar carreras por las marismas, indudablemente sospecharían. Por eso, cuando caminamos por la ciudad, tenemos cuidado de no ir juntos: Hana y yo vamos por una acera y Álex por la de enfrente. Además, buscamos las calles menos transitadas, los parques en ruinas, las casas abandonadas, lugares donde no nos vea nadie.
Volvemos a las casas de Deering Highlands. Por fin comprendo cómo supo Álex encontrar el cobertizo de las herramientas aquella noche durante la redada nocturna, y cómo supo orientarse con tanta precisión por los pasillos de la casa en aquella oscuridad total. Durante años ha pasado varias noches cada mes en alguna de las casas abandonadas. Le gusta tomarse un descanso del ruido y el bullicio de Portland. No lo dice, pero sé que ocupar una casa abandonada le recuerda su vida en la Tierra Salvaje.
Una casa en concreto se convierte en nuestra preferida: el número 37 de la calle Brooks, una vieja mansión colonial donde vivía una familia de simpatizantes. Como muchas otras del barrio, la propiedad ha sido vallada y tiene las ventanas y las puertas cubiertas con tablas desde la gran desbandada que despobló esta zona, pero Álex nos enseña cómo entrar apartando una plancha suelta de una de las ventanas de la planta baja. Es raro: aunque el lugar ha sido saqueado, quedan algunos de los muebles más grandes y los libros. Y si no fuera por las manchas de humo que ascienden por paredes y techos, se podría esperar el regreso de los dueños en cualquier momento.
La primera vez que vamos allí Hana camina delante de nosotros gritando «¡hola!, ¡hola!» por los cuartos oscurecidos.
Tiemblo en el repentino frescor de la penumbra. Tras la luz cegadora del exterior, esto supone un cambio tremendo. Álex me acerca a él. Por fin me estoy acostumbrando a dejar que me toque, y ya no me estremezco ni me vuelvo bruscamente para mirar por encima del hombro cada vez que se inclina hacia mí para besarme.
—¿Quieres bailar? —pregunta en broma.
—Venga ya —le aparto con un golpe de la mano.
Se me hace raro hablar en voz alta en un lugar tan silencioso. La voz de Hana nos llega desde la distancia y me pregunto cómo será de grande la casa. Está cubierta de una gruesa capa de polvo, toda envuelta en sombras.
—Lo digo en serio —dice extendiendo los brazos—. Es un lugar perfecto para bailar.
Estamos en el centro de lo que debe de haber sido una bella sala de estar. Es enorme, más grande que toda la planta baja de la casa de Carol y William. El techo es altísimo y por encima de nosotros cuelga una gran araña, que parpadea débilmente reflejando los escasos rayos de luz que se cuelan por las ventanas entabladas. Si se escucha con atención, se puede oír a los ratones que se mueven sigilosamente por el interior de las paredes. Pero no da miedo ni asco. De algún modo es agradable: me hace pensar en la naturaleza y en ciclos interminables de crecimiento, muerte y renacimiento; parece como si lo que estuviéramos oyendo en realidad fuera cómo la casa se repliega a nuestro alrededor, centímetro a centímetro.
—No hay música —digo.
Se encoge de hombros, me guiña un ojo y me tiende la mano.
—Se le da demasiada importancia a la música —dice.
Me dejo arrastrar hasta quedar de pie frente a él. Es mucho más alto que yo, mi cabeza apenas le llega al hombro. Oigo el latido de su corazón y eso nos da todo el ritmo que necesitamos.
Lo mejor de la casa es el jardín trasero: un enorme prado descuidado salpicado de árboles muy viejos, tan gruesos, retorcidos y nudosos que las ramas se entrelazan por la parte superior formando un dosel. El sol se filtra entre las hojas y salpica la hierba de un color blanco pálido. Todo el jardín tiene un aire tan fresco y tranquilo como la biblioteca de la escuela. Álex trae una manta y la deja en la casa. Siempre que venimos la extendemos en la hierba y los tres nos tumbamos allí, a veces durante horas, hablando y riendo sobre nada en particular. A veces, Hana o Álex compran comida para hacer un picnic, en otra ocasión consigo birlar tres latas de refresco y un paquete entero de chuches del súper de mi tío y nos volvemos totalmente locos con el subidón de azúcar. Ese día jugamos a los juegos de cuando éramos pequeños: el escondite, el pilla pilla y el potro.
Algunos de los árboles tienen troncos tan anchos como cuatro cubos de basura juntos, y le hago una foto a Hana, que sonríe mientras trata de abrazar uno de ellos. Álex dice que los árboles deben de llevar aquí cientos de años, y Hana y yo nos quedamos en silencio. Eso significa que estaban aquí antes: antes de que cerraran las fronteras, antes de que se elevaran los muros, antes de que se expulsara la enfermedad a la Tierra Salvaje. Cuando lo dice, noto un dolor en la garganta. Ojalá pudiera saber cómo se vivía en aquella época.
Álex y yo también pasamos mucho tiempo a solas. Hana nos sirve de tapadera. Después de semanas y semanas de no verla en absoluto, de repente voy a su casa cada día, a veces hasta dos veces (cuando quedo con Álex y cuando realmente la veo a ella). Por suerte, mi tía no se entromete. Creo que supone que nos peleamos y que ahora estamos recuperando el tiempo perdido, lo que tiene algo de verdad y además me viene muy bien. Soy más feliz de lo que recuerdo haberlo sido nunca. Soy más feliz incluso de lo que he soñado jamás, y cuando le digo a Hana que no podría pagarle ni en un millón de años el favor que nos hace como tapadera de nuestros encuentros, ella se limita a torcer la boca en una sonrisa y decir: «Ya me has pagado». No estoy segura de lo que quiere decir, pero en cualquier caso me siento muy contenta de que vuelva a estar de mi lado.
Cuando Álex y yo estamos solos, no hacemos demasiadas cosas; tan solo nos quedamos sentados y hablamos, pero igualmente el tiempo parece arrugarse, rápido como un papel cuando arde. Un minuto son las tres de la tarde. Al siguiente, lo juro, la luz se vacía en el cielo y casi empieza el toque de queda.
Álex me cuenta historias de su vida, de su «tía» y de su «tío», y parte del trabajo que hacen, aunque sigue sin dar muchos detalles sobre los objetivos de los simpatizantes y los inválidos y la forma en que trabajan para lograrlos. No importa. No estoy segura de querer saberlo. Cuando habla de la necesidad de resistir, hay cierta tensión en su voz, y el enfado late bajo sus palabras. En esas ocasiones, y solo durante unos segundos, me sigue dando miedo, sigo oyendo la palabra inválido martilleando en mi oído.
Pero, sobre todo. Álex me cuenta cosas normales: que su tía prepara un chile con carne y nachos estupendo, o que, cada vez que se juntan, su tío se pone un poco achispado y cuenta las mismas batallitas una y otra vez. Ambos están curados, y cuando le pregunto si no son más felices ahora, se encoge de hombros.
—También echan de menos el dolor —dice mirando por el rabillo del ojo mi cara de extrañeza—. Es entonces cuando de verdad pierdes a la gente, ¿sabes? Cuando se pasa el dolor.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo habla de la Tierra Salvaje y de la gente que vive allí, y yo apoyo la cabeza en su pecho, cierro los ojos y sueño con ese lugar: me habla de una mujer a la que todo el mundo llama Lucy la Loca, que hace enormes carillones de viento usando metal reciclado y latas de refresco aplastadas; del abuelo Jones, que debe de tener al menos noventa años, pero sigue dando caminatas por los bosques cada día, buscando bayas y animales salvajes para comer. Me habla de fuegos de campamento al aire libre, y de noches bajo las estrellas, y de larguísimas veladas cantando y comiendo y charlando, mientras el cielo nocturno se va difuminando por el humo.
Sé que él vuelve de vez en cuando, y sé que sigue considerándolo su verdadero hogar. Estuvo a punto de confesarlo una vez que le dije que sentía mucho no poder ir a casa con él para ver su estudio en la calle Forsyth, donde vive desde que empezó la universidad. Si alguno de sus vecinos me viera entrar en el edificio con él, estaríamos perdidos.
—Esa no es mi casa —me corrige rápidamente.
Admite que él y los otros inválidos han encontrado una forma de entrar y salir de la Tierra Salvaje, pero cuando le presiono para que me dé detalles, se cierra en banda.
—Tal vez lo veas algún día —se limita a decir, y yo me siento aterrorizada y feliz a partes iguales.
Le pregunto por mi tío, que se escapó antes de ser sometido a juicio, y Álex frunce el ceño y mueve la cabeza.
—Prácticamente nadie usa su nombre verdadero en la Tierra Salvaje —dice encogiéndose de hombros—. Aun así, no me suena.
Pero me explica que hay miles y miles de asentamientos por todo el país. Mi tío podría haber ido a cualquier parte, al norte, al sur o al oeste. Al menos sabemos que no fue al este, o habría terminado en el mar. Álex me cuenta que en Estados Unidos hay al menos la misma superficie de territorio salvaje que de ciudades reconocidas. Esto me parece tan increíble que tardo un tiempo en aceptarlo, y cuando se lo cuento a Hana, ella tampoco lo cree.
Además. Álex sabe escuchar, y puede estar callado durante horas mientras le cuento cómo ha sido crecer en casa de Carol, cómo todo el mundo piensa que Gracie no sabe hablar y cómo solo yo conozco la verdad. Se ríe a carcajadas cuando le describo a Jenny, su aspecto estreñido, su cara de vieja y su costumbre de mirarme por encima del hombro, como si fuera yo la que tiene nueve años.
También me siento cómoda hablando con él de mi madre y de cómo eran las cosas cuando estaba viva y solo estábamos las tres: Rachel, ella y yo. Le hablo de las calcetinadas y de las canciones de cuna que nos cantaba, aunque solo puedo recordar algunos fragmentos. Quizá sea por la forma silenciosa que tiene de escuchar: me mira sin pestañear con sus ojos cálidos y brillantes, sin juzgarme nunca. Incluso en una ocasión me decido a contarle lo último que ella me dijo. De pronto, me dan ganas de llorar y él simplemente se sienta y me acaricia la espalda. Se me seca el llanto. La calidez de sus manos hace que se me quite.
Y, por supuesto, nos besamos. Nos besamos tanto que cuando no nos estamos besando parece raro, como si ya me hubiera acostumbrado a respirar a través de sus labios y en su boca.
Lentamente, a medida que nos sentimos más cómodos, también empiezo a explorar otras partes de su cuerpo. La delicada estructura de sus costillas bajo la piel, el pecho y los hombros, como piedra tallada, los suaves rizos de pelo claro en sus piernas, la forma en que su piel huele siempre un poco como el océano, bello y extraño. Y, lo más sorprendente, permito que él también me mire. Primero, solo dejo que me aparte un poco la ropa y que me bese en la clavícula y los hombros. Luego, admito que me quite la camiseta sacándola por la cabeza y que me tienda a la luz brillante del sol y me observe. La primera vez tiemblo. Deseo cruzar los brazos sobre el pecho, taparme, ocultarme. De repente soy consciente de lo pálida que estoy a la luz del sol y de cuántos lunares tengo, y sé que me está mirando y piensa que soy deforme o que me pasa algo malo.
Pero después susurra: «Eres preciosa», y cuando sus ojos se juntan con los míos sé que es de verdad, que lo dice en serio.
Esa noche, por primera vez en mi vida, me pongo delante del espejo del cuarto de baño y no veo a una chica del montón. Por primera vez, con el cabello recogido atrás y el camisón cayendo por un hombro y los ojos radiantes, creo lo que él ha dicho. Soy preciosa.
Pero no soy solo yo. Todo es bello. El Manual de FSS dice que los deliria alteran la percepción, inutilizan la habilidad para razonar claramente, perjudican la capacidad para formular juicios sólidos. Pero no explica que el amor provoca que todo parezca maravilloso. Hasta el vertedero maloliente que brilla con el calor, un montón enorme de chatarra y plásticos que se funden, se vuelve exótico y prodigioso, como un mundo extraterrestre transportado a la Tierra. A la luz de la mañana, las gaviotas posadas en el tejado del ayuntamiento parecen haber sido pintadas con una gruesa capa de blanco, resplandecientes contra el pálido cielo azul. Creo que no he visto nunca nada tan bonito, tan nítido y tan claro en mi vida. Las tormentas de verano son increíbles: fragmentos de vidrio que caen, aire lleno de diamantes. El viento susurra el nombre de Álex y el océano lo repite; los árboles se balancean como si bailaran. Todo lo que veo y toco me recuerda a él, y así, todo lo que toco y veo es perfecto.
El Manual de FSS no menciona tampoco la forma en que el tiempo comienza a huir.
El tiempo salta. Brinca. Se escapa como el agua entre los dedos. Cada vez que bajo a la cocina y veo que el calendario ha saltado otro día, me niego a creerlo. Me va creciendo en el estómago una sensación de náusea, un peso que se hunde cada vez más.
Treinta y tres días hasta la operación. Treinta y dos días. Treinta días.
Y entre medias, instantáneas, momentos, meros segundos. Álex que me echa helado de chocolate en la nariz cuando me quejo de que tengo mucho calor, el zumbido pesado de las abejas que dan vueltas por encima de nosotros en el jardín, una hilera de hormigas que desfila silenciosamente sobre los restos de nuestro picnic, sus dedos en mi pelo, la curva de su codo bajo mi cabeza, su deseo susurrado: «Ojalá pudieras quedarte conmigo», mientras otro día se desangra por el horizonte, rojo, rosa y oro. Miramos al cielo e inventamos formas para las nubes: una tortuga con sombrero, un topo que lleva un calabacín, un pez tropical persiguiendo un conejo que corre para salvar la vida.
Instantáneas, momentos, meros segundos: tan frágiles y bellos y desesperados como una única mariposa que aletea en el viento creciente.