Por último. Dios creó a Adán y Eva, para que vivieran felices y juntos como marido y mujer, compañeros para siempre. Habitaron en paz durante años en un hermoso jardín lleno de plantas altas y erguidas que crecían en ordenados surcos y de mansos animales que les hacían compañía. Sus mentes estaban tan limpias y libres de toda preocupación como el pálido cielo azul sin nubes, que colgaba como un dosel sobre sus cabezas. No les rozaban la enfermedad, el dolor ni el deseo. No soñaban. No hacían preguntas. Cada mañana se levantaban tan revigorizados como recién nacidos. Todo era siempre igual, pero parecía cada día bueno y nuevo.
«Génesis», Historia completa del mundo y el universo conocido, Dr. Steven Horace (Universidad de Harvard)
Al día siguiente, sábado, me despierto pensando en Álex. Cuando intento incorporarme, una oleada de dolor me recorre la pierna. Al subirme el pijama, veo que un pequeño punto de sangre ha atravesado la camiseta con la que Álex me envolvió la pantorrilla. Sé que debería lavarlo o cambiar el vendaje o hacer algo, pero me da demasiado miedo descubrir la gravedad de la herida. Lo que ocurrió en la fiesta, los gritos, los empujones, las porras girando letalmente en el aire, los perros…, todo regresa como una inundación y, por un momento, siento que voy a vomitar. Luego se me pasa y me acuerdo de Hana.
Nuestro teléfono está en la cocina. La tía está en el fregadero lavando los platos, y me lanza una pequeña mirada de sorpresa cuando aparezco en el piso de abajo. Me veo en el espejo del pasillo. Tengo un aspecto horrible, el pelo de punta y unas bolsas horribles bajo los ojos; me sorprende muchísimo que alguien pueda pensar que soy bonita.
Pero hay alguien que lo piensa. Acordarme de Álex hace que un resplandor dorado inunde mi interior.
—Más vale que te des prisa —dice Carol—. Llegarás tarde al trabajo. Estaba a punto de despertarte.
—Tengo que llamar a Hana un momento —digo. Desenrollo el cable todo lo que puedo y me llevo el teléfono a la despensa para tener cierta intimidad.
Pruebo primero su casa. Uno, dos, tres, cuatro, cinco toques. Luego salta el contestador. «Ha llamado a la residencia Tate. Por favor, deje un mensaje no superior a dos minutos…».
Cuelgo rápidamente. Mis dedos han empezado a temblar y me cuesta trabajo marcar su número de móvil. Directo al buzón de voz.
Su saludo es exactamente el mismo de siempre («Hola, siento no poder responder. O quizá no siento no poder responder. Depende de quién llame»). La voz no suena nítida, burbujea con risa reprimida. Escucharla tan normal después de lo de anoche me produce una sacudida, como si de repente soñara que vuelvo a un lugar en el que no he pensado durante mucho tiempo. Me acuerdo del día que grabó el mensaje. Fue a la salida de la escuela; estábamos en su cuarto, y probó un millón de saludos antes de decidirse por este. Yo estaba aburrida y no hacía más que golpearla con una almohada cada vez que anunciaba su intención de probar «solo uno más».
—Hana, tienes que llamarme —digo al teléfono en voz tan baja como puedo. Soy demasiado consciente de que mi tía está escuchando—. Hoy trabajo. Me puedes localizar en el súper.
Sintiéndome insatisfecha y culpable, cuelgo el teléfono. Mientras yo estaba en el cobertizo con Álex, tal vez ella estuviera herida, detenida o quién sabe qué; tendría que haberme esforzado más para encontrarla.
—Lena —mi tía me llama desde la cocina con voz cortante, justo cuando me dirijo arriba para prepararme.
—¿Sí?
Se acerca unos pasos. Algo en su expresión me produce ansiedad.
—¿Estás cojeando? —pregunta. Yo he hecho todo lo posible por caminar con normalidad.
Aparto la mirada. Es más fácil mentir si no la miro a los ojos.
—Creo que no.
—No me mientas —su voz se vuelve fría—. Tú crees que no sé de qué va esto, pero sí que lo sé —durante un minuto horrorizado, me parece que me va a pedir que me suba los pantalones del pijama o me va a decir que sabe lo de la fiesta—. Has vuelto a correr, ¿verdad? Y mira que te dije que no lo hicieras.
—Solo una vez —digo aliviada—. Creo que me he torcido el tobillo.
Carol mueve la cabeza con expresión decepcionada.
—De veras, Lena. No sé cuándo has empezado a desobedecerme. Pensaba que tú, por lo menos… —se interrumpe—. En fin. Solo quedan cinco semanas, ¿no? Y después, todo esto se arreglará.
—Sí —me obligo a sonreír.
Durante toda la mañana, oscilo entre preocuparme por Hana y pensar en Álex. Dos veces marco el precio equivocado a los clientes y tengo que llamar a Jed, el encargado general de mi tío, para que corrija el error. Luego, tiro una balda entera de platos precocinados de pasta y me equivoco al etiquetar doce paquetes de queso blanco. Menos mal que el tío está fuera haciendo el reparto, y estamos solos Jed y yo. Además, Jed apenas me mira y solo me habla con gruñidos, así que estoy casi segura de que no va a notar que me he convertido en un desastre torpe e incompetente.
Soy consciente de lo que ocurre, por supuesto. La desorientación, la distracción, los problemas de concentración, son todos síntomas clásicos de la fase 1 de los deliria. Pero no me importa. Si la pulmonía fuera así de agradable, me quedaría de pie en la nieve con los pies descalzos y sin abrigo, o iría al hospital y besaría a los enfermos para que me contagiaran.
Le he contado a Álex mi horario de trabajo y hemos quedado en Back Cove justo después de que yo termine mi turno, a las seis. Los minutos pasan arrastrándose hasta mediodía. Juro que nunca he sentido que el tiempo transcurriera tan despacio. Es como si cada segundo necesitara ánimos para avanzar y dejar paso al siguiente. No hago más que desear que el reloj se mueva más rápido, pero parece resuelto a resistirse. Veo a una clienta que se mete el dedo en la nariz en la sección de productos (más o menos) frescos. Miro el reloj, vuelvo a mirar a la clienta, vuelvo a mirar el reloj, y la manilla larga no se ha movido ni un milímetro. Me da terror que el tiempo se detenga por completo mientras esa mujer tiene el meñique enterrado en la ventana derecha de su nariz, justo delante de una bandeja de lechuga lacia.
A las doce tengo un descanso de quince minutos. Salgo, me siento en la acera y me trago unos pocos bocados de sándwich, aunque no tengo hambre. La emoción de saber que voy a ver a Álex de nuevo me estropea el apetito una barbaridad. Otro síntoma de deliria.
«Pues no me importa lo más mínimo».
A la una Jed comienza a reponer y yo sigo atrapada en la caja. Hace un calor tremendo y hay una mosca en la tienda que no hace más que zumbar y chocarse con la estantería que sobresale por encima de mi cabeza, donde tenemos algunos paquetes de cigarrillos, la sal de frutas y otros productos así. El zumbido de la mosca, el pequeño ventilador que gira detrás de mí y el calor me dan sueño. Si pudiera, apoyaría la cabeza en el mostrador y soñaría, soñaría, soñaría. Soñaría que estoy de vuelta en la cabaña con Álex. Soñaría con la firmeza de su pecho apretado contra el mío, y con la fortaleza de sus manos, y con su voz que dice: «Déjame que te muestre».
Suena la campanilla que hay encima de la puerta y salgo bruscamente de mi ensoñación.
Ahí está, entrando por la puerta con las manos metidas en los bolsillos de unos pantalones de surf y el pelo de punta, totalmente desbaratado en torno a su cabeza como si realmente estuviera hecho de hojas y ramitas. Álex.
Casi me caigo del taburete.
Me lanza una rápida sonrisa de medio lado y comienza a caminar por los pasillos con aire perezoso, cogiendo productos al azar, como una bolsa de cortezas de cerdo y una lata de sopa de coliflor verdaderamente asquerosa. Mientras pasea, emite exageradas exclamaciones de interés, como «esto parece riquísimo», y me cuesta un esfuerzo enorme no soltar una carcajada. En cierto momento tiene que pasar apretándose junto a Jed; los pasillos de la tienda son bastante estrechos, y Jed no es exactamente un peso pluma, pero apenas le mira, y a mí me recorre un escalofrío: no lo sabe. No sabe que aún puedo sentir el sabor de los labios de Álex en los míos, que aún puedo sentir cómo su mano se desliza por mis hombros.
Por primera vez en mi vida he hecho algo por mí misma, por elección propia, y no porque alguien me haya dicho que era bueno o malo. Mientras Álex pasea por el supermercado, pienso que hay un hilo invisible que nos mantiene unidos, y eso me hace sentir más fuerte que nunca.
Por fin llega al mostrador con un paquete de chicles, una bolsa de patatas y una zarzaparrilla.
—¿Algo más? —pregunto, con cuidado de mantener la voz firme. Pero siento el color que me ruboriza las mejillas. Sus ojos hoy son asombrosos, casi oro puro.
Hace un gesto con la cabeza.
—No, eso es todo.
Marco las compras. Las manos me tiemblan; estoy desesperada por decir algo más, pero me preocupa que me oiga Jed. En ese momento entra otro cliente, un hombre mayor que tiene aspecto de regulador. Así que le entrego el cambio a Álex contándolo tan despacio y tan cuidadosamente como puedo, tratando de retenerle frente a mí el mayor tiempo posible.
Pero no hay tantas maneras de contar el cambio de un billete de cinco dólares. Al final le paso la vuelta. Nuestras manos se tocan cuando se la doy, y me recorre una descarga eléctrica. Quiero agarrarle, atraerle hacia mí, besarle allí mismo.
—Que pase un buen día —mi voz suena muy aguda, estrangulada. Me sorprende incluso ser capaz pronunciar alguna palabra.
—Desde luego que lo voy a pasar —me lanza su arrebatadora sonrisa torcida mientras camina hacia la puerta—. Voy a ir a la cala.
Y entonces se va caminando por la calle. Intento verle marchar, pero el sol me ciega en cuanto sale por la puerta y se vuelve una sombra borrosa y titilante, que destella y desaparece.
No puedo soportarlo. Odio la idea de que recorra las calles, alejándose más y más. Y me quedan más de cinco horas hasta el momento en que se supone que hemos quedado. Nunca lo conseguiré. Antes de poder pensar en lo que estoy haciendo, paso por debajo del mostrador y me quito el delantal que llevo puesto desde que he tenido que ocuparme de un expositor de congelados que goteaba.
—Jed, ocúpate de la caja un momento, ¿vale? —le digo a gritos.
Me mira confuso.
—¿Adónde vas tú?
—El cliente —le contesto—. Le he dado mal el cambio.
—Pero… —va a decir algo, pero no me quedo a oír sus objeciones.
De todas formas, me puedo imaginar cuáles serán. «Pero si te has pasado cinco minutos contando la vuelta». Ah, vaya, así que Jed va a pensar que soy tonta. Vale, creo que puedo vivir con eso.
Calle abajo. Álex se ha parado en una esquina, esperando a que pase un desvencijado camión del ayuntamiento.
—¡Oiga! —le grito, y se vuelve.
Una mujer que empuja un cochecito por el otro lado de la calle se detiene, alza la mano para protegerse los ojos y me sigue con la mirada. Camino lo más rápido posible, pero el dolor de la pierna me obliga a cojear. Siento la mirada de la mujer como si fueran pinchazos.
—Le he dado mal el cambio —grito de nuevo, aunque estoy lo suficientemente cerca para hablar en tono normal. Es de esperar que así la mujer se olvide de nosotros. Pero sigue mirándonos.
—No deberías haber venido —susurro cuando llego a su altura. Finjo que le doy algo—. Te dije que te vería más tarde.
Hace un movimiento con la mano hacia el bolsillo, siguiéndome el rollo, y me susurra a su vez:
—Estaba impaciente.
Mueve la mano delante de mi cara con aspecto serio, como si me estuviera regañando por ser una descuidada. Pero su voz es baja y dulce. De nuevo tengo la sensación de que nada es real, ni el sol, ni los edificios, ni la mujer que sigue con la vista clavada en nosotros.
—A la vuelta de la esquina, en el callejón, hay una puerta azul —le digo en voz baja mientras retrocedo alzando las manos con un gesto de disculpa—. Nos vemos ahí dentro de cinco minutos. Llama cuatro veces —susurro para después alzar la voz—. Mire, lo siento de verdad. Como le he dicho, ha sido un error sin mala intención.
A continuación, me vuelvo al súper cojeando. No puedo creer lo que acabo de hacer. No puedo creer que me haya atrevido a correr los riesgos que estoy corriendo. Pero tengo que verle. Necesito besarle. Lo necesito más de lo que haya podido necesitar cualquier otra cosa jamás. Tengo la misma sensación en el pecho que cuando llego al final de un sprint y me estoy muriendo, deseosa de parar para recuperar el aliento.
—Gracias —le digo a Jed mientras vuelvo a mi puesto detrás del mostrador.
Masculla algo ininteligible y se vuelve arrastrando los pies hacia su tablilla y su boli, que se ha dejado antes en el suelo del pasillo 3: dulces, refrescos, patatas fritas.
El tipo que me había parecido un regulador tiene la nariz enterrada en los congeladores. No estoy segura de si busca un plato precocinado o solo está aprovechándose del aire frío gratis. Sea como sea, al mirarle, me vuelven los recuerdos de la noche pasada, el silbido del aire cuando las porras descendían como guadañas, y siento una oleada de odio hacia él, hacia todos ellos. Imagino de pronto que le meto de un empujón en la cámara y echo el cerrojo.
Pensar en lo de ayer resucita mi ansiedad por Hana. Ha salido en los periódicos la noticia de la redada. Al parecer, cientos de personas de toda la ciudad fueron interrogadas o enviadas sin más a las Criptas, aunque no he oído a nadie referirse específicamente a la fiesta de Deering Highlands.
Si Hana no me devuelve la llamada esta noche, iré a su casa. Me repito que hasta entonces no tiene sentido preocuparse, pero al mismo tiempo me reconcome un doloroso sentimiento de culpabilidad.
El viejo sigue rondando por los compartimentos frigoríficos sin hacerme ningún caso. Perfecto. Me vuelvo a poner el delantal, y luego, tras comprobar que Jed no está mirando, alzo el brazo, cojo todos los botes de ibuprofeno —aproximada mente una docena— y me los guardo en el bolsillo del delantal.
A continuación suspiro en voz alta:
—Jed, necesito que me cubras otra vez.
Alza sus acuosos ojos azules y parpadea.
—Estoy reponiendo.
—Pero es que aquí se han acabado los analgésicos. ¿No te habías dado cuenta?
Se me queda mirando durante varios larguísimos segundos. Mantengo las manos apretadas a la espalda. Si no, estoy convencida de que el temblor me delataría. Por fin mueve la cabeza.
—Voy a ver si encuentro alguno en el almacén. Hazte cargo de la caja, ¿vale?
Salgo del mostrador despacio para que los botes no hagan ruido, manteniendo el cuerpo ligeramente apartado de él. Con suerte no notará el bulto. Este es un síntoma de los deliria del que nadie te habla. Al parecer, la enfermedad te convierte en un mentiroso de marca mayor.
Al fondo del súper, me introduzco entre una pila de cajas de cartón que parecen a punto de derrumbarse. Haciendo fuerza con el hombro, consigo entrar en el almacén y cierro la puerta a mi espalda. Por desgracia, no tiene cerrojo, así que arrastro una caja de compota de manzana hasta colocarla delante de la puerta, por si acaso Jed decidiera venir a investigar cuando mi búsqueda de ibuprofeno dure más de lo normal.
Un momento después, oigo un toque suave en la puerta que da al callejón. Toc, toc, toc, toc. toc.
La puerta me parece más pesada que de costumbre. Necesito toda mi fuerza solo para abrirla un poco.
—Te he dicho que llamaras cuatro veces —empiezo a decir mientras el sol se cuela en el cuarto, deslumbrándome por un momento. Y luego las palabras se me secan en la garganta y casi me ahogo.
—¡Hola! —dice Hana. Está en el callejón, cambiando el peso de un pie a otro, pálida y preocupada—. Esperaba que estuvieras aquí.
Por un momento, no puedo ni contestar. Me inunda el alivio. Hana está aquí, intacta, entera, bien, y al mismo tiempo la ansiedad comienza a tamborilear en mi interior. Rápidamente, recorro el callejón con la mirada. Álex no está. Quizá ha visto a Hana y se ha ido asustado.
—¡Eh! —arruga la frente—. ¿Me dejas entrar o qué?
—¡Ay, perdona! Claro, pasa.
Atraviesa rápidamente la puerta y echo una última ojeada al callejón antes de cerrar. Estoy encantada de verla, pero también nerviosa. Si aparece Álex estando ella aquí…
«Pero no lo hará», me digo. «Tiene que haberla visto. Se dará cuenta de que no es seguro venir en este momento». No es que piense que ella va a chivarse, pero aun así… Después de todos los sermones que le he echado sobre seguridad e imprudencias, no la culparía si quisiera que me trincaran.
—Hace calor aquí —dice Hana, ahuecándose la ropa por la espalda. Lleva una camisa blanca de mucho vuelo, con vaqueros anchos y un fino cinturón dorado a juego con el color de su pelo. Pero parece preocupada, cansada y hasta un poco flaca. Cuando da una vuelta en círculo para examinar el almacén, noto los pequeños arañazos que le cruzan la parte posterior de los brazos—. ¿Te acuerdas de cuando venía a pasar el tiempo aquí contigo? Yo traía revistas y aquella vieja radio que tenía. Y tú robabas…
—… patatas y refrescos del frigo —concluyo—. Sí, me acuerdo.
Así era como sobrellevábamos los veranos antes de pasar a secundaria, cuando empecé a ayudar en el súper. Yo me inventaba excusas para venir aquí todo el tiempo, y ella aparecía en algún momento a primera hora de la tarde y llamaba a la puerta cinco veces, muy suavemente. Cinco veces. Debería haberme dado cuenta.
—He recibido tu mensaje esta mañana —dice volviéndose hacia mí. Sus ojos parecen más abiertos de lo normal. Quizá es que el resto de su cara parece más pequeño, como si tuviera los rasgos hundidos—. He pasado y, como no estabas en la caja, se me ha ocurrido venir por aquí. No me apetecía hablar con tu tío.
—Hoy no está —empiezo a relajarme. Si Álex planeara venir, ya estaría aquí—. Solo estamos Jed y yo.
No estoy segura de si me está escuchando o no. Se muerde la uña del pulgar, un hábito nervioso que pensaba que había superado años atrás, y mira al suelo como si fuera el trozo de linóleo más fascinante que hubiera visto en su vida.
—¿Hana? —digo—. ¿Estás bien?
De repente se estremece, sus hombros se hunden y comienza a llorar. Solo la he visto llorar dos veces en mi vida: una en segundo. Cuando alguien la golpeó directamente en el estómago jugando al balón prisionero, y otra el año pasado, después de ver delante de los laboratorios cómo la policía sacaba a rastras a la calle a una chica enferma que, al salir, se dio un golpe tan fuerte con el suelo que se oyó a sesenta metros de distancia, donde estábamos nosotras. Por un momento, me quedo paralizada y no sé qué hacer. Hana no se lleva las manos a la cara ni trata de secarse las lágrimas. Simplemente se queda ahí abrazándose los costados, temblando tanto que me da miedo que pierda el equilibrio.
Alargo el brazo y le rozo el hombro con una mano.
—Ssssssh, Hana. No pasa nada.
Se aparta bruscamente de mí.
—Sí que pasa —inspira hondo entrecortadamente y comienza a hablar de forma apresurada—. Tenías razón, Lena. Tenías razón en todo. Anoche… fue horrible. Hubo una redada… Disolvieron la fiesta. ¡Fue espantoso! Había gente que gritaba, y perros… Lena, había sangre. Golpeaban a la gente, les daban en la cabeza con las porras como si tal cosa. La gente caía a derecha e izquierda y fue… Lena… fue tan horrible, tan horrible…
Sigue apretándose el estómago con los brazos y se inclina hacia delante como si fuera a vomitar.
Empieza a decir algo más, pero el resto de sus palabras se pierden. Los sollozos le estremecen el cuerpo. Me acerco y la envuelvo en un abrazo. Por un momento se tensa —es muy raro que nos abracemos, pues siempre se nos ha disuadido de hacerlo—, pero luego se relaja, aprieta su cara en mi hombro y se permite llorar. Es un poco incómodo, porque ella es mucho más alta que yo, así que tiene que inclinarse. Tendría gracia si no fuera tan horrible.
—Ssssssh —digo—. Sssssh. Todo va a ir bien.
Pero las palabras parecen estúpidas incluso en el momento de pronunciarlas. Me acuerdo de cuando tomo a Gracie entre mis brazos y la acuno para que se duerma, diciéndole lo mismo mientras ella grita silenciosamente en mi almohada. «Todo va a ir bien». Palabras que no significan nada en realidad, no son más que sonidos emitidos en la inmensidad y la penumbra, pequeños intentos desesperados de agarrarnos a algo cuando caemos.
Hana dice algo más que no comprendo. Su rostro está apretado contra mi clavícula y sus palabras resultan confusas.
Y entonces llaman a la puerta. Cuatro toques suaves pero deliberados, uno detrás de otro.
Hana y yo nos separamos inmediatamente. Ella se pasa un brazo por la cara y se deja un rastro brillante de lágrimas desde la muñeca hasta el codo.
—¿Qué ha sido eso? —dice. Le tiembla la voz.
—¿El qué?
Mi primera idea es fingir que no he oído nada y rezar para que Álex se vaya.
Toc. toc, toc. Pausa. Toc. Una vez más.
—Eso —la voz de Hana suena irritada. Supongo que debería alegrarme de que ya no esté llorando—. Alguien llama —entrecierra los ojos y me mira con aire de sospecha—. Creía que nadie venía por este lado.
—No vienen. Bueno… a veces…, o sea, los de reparto…
Me tropiezo con las palabras y sigo rezando para que Álex se marche, intentando pensar alguna mentira, pero soy incapaz. Vaya con mis recién estrenadas habilidades para mentir.
Luego. Álex asoma la cabeza por la puerta y dice mi nombre.
—¿Lena?
Ve a Hana primero y se queda paralizado, a medias entre el almacén y la calle.
Durante un momento, nadie habla. Hana se ha quedado literalmente con la boca abierta. Mira a Álex y luego a mí y luego otra vez a Álex, tan rápido que parece que la cabeza se le va a separar del cuello y va a echar a volar. El tampoco sabe qué hacer. Se queda totalmente quieto, como si pudiera hacerse invisible solo con no moverse.
Y a mi solo se me ocurre decir algo estúpido. Lo más estúpido del mundo.
—Llegas tarde.
Se ponen a hablar los dos a la vez:
—¿Tú le dijiste que viniera a verte? —dice ella.
Y al mismo tiempo él:
—Me ha parado una patrulla. He tenido que enseñarles mis documentos.
De repente, Hana se vuelve práctica. Por eso es por lo que la admiro: un momento está sollozando histéricamente, y al siguiente está totalmente controlada.
—Entra y cierra la puerta —dice.
Él lo hace y se queda allí con aire incómodo, arrastrando los pies. Tiene el pelo más revuelto que nunca, y en ese momento parece tan joven y tan guapo y tan nervioso que me dan unas ganas locas de acercarme a él y besarle aunque Hana esté delante.
Pero al instante se me quitan las ganas. Hana se vuelve a mí, se cruza de brazos y me lanza una mirada que podría jurar que ha robado a la señora McIntosh, la directora del colegio.
—Lena Ella Haloway Tiddle —dice—, tienes mucho que explicar.
—¿Te llamas Ella de segundo nombre? —suelta Álex.
Hana y yo le dirigimos una mirada asesina, y él retrocede un paso y agacha la cabeza.
—Esto… —las palabras aún no me vienen con facilidad—. Hana, ¿te acuerdas de Álex?
Mantiene los brazos cruzados y entrecierra los ojos.
—Claro que me acuerdo de Álex. Lo que no consigo recordar es por qué está aquí.
—Pues él… Bueno, iba a pasarse…
Sigo buscando una explicación convincente, pero, como de costumbre, mi oportuno cerebro elige ese momento para morirse. Miro a Álex, impotente.
Me ofrece un diminuto encogimiento de hombros y, por un momento, nos miramos fijamente. Aún no estoy acostumbrada a verle, a estar cerca de él, y vuelvo a tener la sensación de hundirme en sus ojos. Pero esta vez no me produce mareo. Al contrario, me sirve de anclaje, como si me susurrara sin palabras que él está aquí y que está conmigo y que estamos bien.
—Cuéntaselo —dice.
Hana se apoya contra las baldas cargadas de papel higiénico y alubias enlatadas, y relaja los brazos lo justo para que vea que no está furiosa. Entonces me lanza una mirada que significa: «Más te vale hacerle caso».
Se lo cuento. No estoy segura de cuánto tiempo tenemos hasta que Jed se canse de llevar la caja él solo, así que intento acortar el relato. Le cuento que me encontró a Álex en la granja Roaring Brook; le cuento que nadé con él hasta las boyas en la playa del East End, y lo que me confesó cuando estábamos allí. Casi me ahogo al decir la palabra inválido y Hana abre mucho los ojos; por un momento noto un gesto de alarma que cruza su cara, pero en conjunto se lo toma bastante bien. Acabo contándole lo de anoche: que fui a buscarla para advertirla de la redada, que un perro me hirió y que Álex me salvó. Cuando le describo cómo nos escondimos en el cobertizo me vuelvo a poner nerviosa, no le cuento lo de los besos, aunque no puedo evitar pensarlo, pero para entonces ella se ha vuelto a quedar con la boca abierta —está claramente horrorizada— y no creo que se dé cuenta.
Lo único que dice al final de mi historia es:
—¿Así que estuviste allí? ¿Estuviste allí anoche?
Su voz suena extraña y temblorosa, y me preocupa que vaya a ponerse a llorar de nuevo. Al mismo tiempo, me invade una tremenda sensación de alivio. No va a perder los nervios por lo de Álex, ni a enfadarse conmigo por no contárselo.
Hago un gesto de asentimiento.
Ella mueve la cabeza, mirándome como si no me hubiera visto nunca.
—No puedo creerlo. No puedo creer que salieras a escondidas de casa durante una redada, por mí.
—Sí, bueno…
Me muevo incómoda. Parece que llevo horas hablando, y Hana y Álex no han dejado de mirarme fijamente. Tengo las mejillas al rojo vivo.
Justo en ese momento, alguien llama a la puerta que da al súper, y Jed dice gritando:
—¿Lena? ¿Estás ahí?
Le hago un gesto frenético a Álex. Hana lo esconde detrás de la puerta justo en el momento en que Jed se pone a empujar desde el otro lado. La puerta se abre solo unos centímetros antes de chocar con la caja de tarros de compota.
Por ese espacio reducido, veo uno de los ojos de Jed que me mira con desaprobación.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Hana asoma la cabeza desde detrás de la puerta y saluda con la mano.
—Hola, Jed —dice alegremente, cambiando sin esfuerzo una vez más a su faceta pública de simpatía—. Acabo de venir para darle una cosa a Lena. Y nos hemos puesto a cotillear…
—Tenemos clientes —dice Jed. Hosco.
—Salgo en un minuto —digo, intentando igualar el tono de Hana.
El hecho de que Jed y Álex estén separados solo por unos centímetros de contrachapado resulta aterrador.
Jed gruñe y se retira, cerrando otra vez la puerta. Hana, Álex y yo nos miramos en silencio. Los tres soltamos aire al mismo tiempo, un suspiro colectivo de alivio.
Cuando Álex vuelve a hablar, lo sigue haciendo en un susurro.
—Te he traído algunas cosas para la pierna —dice.
Se quita la mochila y la pone en el suelo. Luego empieza a sacar agua oxigenada, pomada antibiótica, vendas, esparadrapo y bolas de algodón. Se arrodilla delante de mí.
—¿Puedo? —dice.
Me remango los vaqueros y él empieza a retirar los jirones de camiseta. No puedo creer que Hana esté aquí de pie mirando cómo un chico, un inválido, me toca la piel. Sé que no se lo habría esperado ni en un millón de años, y aparto la vista, orgullosa y avergonzada al mismo tiempo.
Cuando los improvisados vendajes dejan mi pierna al descubierto, Hana da un respingo. Sin querer, yo he cerrado los ojos.
—Uf, Lena —dice—. Ese perro te agarró bien.
—Se le pasará —dice Álex, y la serena confianza de su voz hace que una sensación de calidez se extienda por todo mi cuerpo.
Abro un ojo y echo un vistazo a mi pantorrilla. Se me revuelve el estómago. Parece que me falta un trozo enorme de carne en la pierna. Varios centímetros cuadrados de piel han desaparecido sin más.
—Quizá deberíamos ir a un hospital —dice Hana, dudosa.
—¿Y qué les contamos? —Álex abre el frasco de agua oxigenada y empieza a humedecer las bolas de algodón—. ¿Que resultó herida durante una redada en una fiesta clandestina?
Hana no contesta. Sabe que realmente no podemos ir al médico. Antes de haber dicho mi nombre completo, me encontraría atada a una mesa en los laboratorios, o directamente en las Criptas.
—No duele tanto —digo, aunque es mentira. Hana me vuelve a lanzar esa mirada, como si nunca nos hubiéramos visto antes, y me doy cuenta de que está verdaderamente impresionada, quizá por primera vez en nuestra vida, y le inspiro incluso un cierto temor reverencial.
Álex aplica una capa gruesa de pomada antibacteriana y luego empieza a pelearse con la gasa y el esparadrapo. No tengo que preguntar de dónde ha sacado tantas medicinas. Otra ventaja de tener acceso a los laboratorios como personal de seguridad, supongo.
Hana se pone de rodillas.
—Lo estás haciendo mal —dice, y me alivia escuchar su tono normal, mandón. Casi me río—. Mi prima es enfermera. Déjame a mí.
Prácticamente le aparta a codazos. Álex se mueve y alza las manos en señal de derrota.
—Sí, señora —dice, y me guiña un ojo.
Entonces sí suelto una carcajada. Se apodera de mí un ataque de risa tonta y tengo que taparme la boca con las manos para no ponerme a chillar de alegría, lo que echaría a perder nuestra coartada. Durante un segundo, Álex y Hana se me quedan mirando, asombrados, pero luego se miran el uno al otro y sonríen tontamente.
Sé que todos estamos pensando lo mismo.
Es una locura. Es una estupidez. Es peligroso. Pero de alguna manera, en ese cuarto sofocante, rodeados de cajas de macarrones con queso y remolacha en lata y polvos de talco, los tres hemos formado un equipo.
Somos nosotros contra ellos, nosotros tres contra cientos de miles. Pero por alguna razón, y aunque sé que es absurdo, en ese momento me siento bastante optimista sobre nuestras posibilidades de ganar.