Los seres humanos, en su estado natural, son impredecibles, erráticos e insatisfechos. Solo cuando se han controlado sus instintos animales pueden ser responsables, dignos de confianza y felices.
Manual de FSS
Una vez vi una noticia sobre un oso pardo al que el domador había pinchado accidentalmente en el circo de Portland durante un ensayo rutinario. Yo era bastante pequeña, pero nunca se me olvidará el aspecto del animal, una enorme mancha oscura que daba vueltas en círculo con un ridículo sombrero de papel rojo colgándole de la cabeza, rompiendo todo lo que podía alcanzar con sus mandíbulas: serpentinas de papel, sillas plegables, globos. También al domador. El oso lo atacó y convirtió su cara en carne picada.
Lo peor, la parte que nunca he olvidado, fue su aullido de pánico, un bramido horrible, continuo, enfurecido, que sonaba casi humano.
Eso es lo que me viene a la cabeza cuando los de la redada empiezan a llenar la casa, entrando por la puerta destrozada, golpeando las ventanas. Eso es lo que pienso cuando la música se corta de repente y el aire se llena de ladridos, gritos y estrépito de cristal roto: mientras manos calurosas me empujan por todos lados y recibo un codazo en la mandíbula y otro en las costillas. Me acuerdo del oso.
Sin saber cómo, me he mezclado con la multitud aterrorizada que huye hacia la parte trasera de la casa. A mi espalda oigo a los perros que chasquean las mandíbulas y a los reguladores que golpean con sus porras. Hay tanta gente gritando que parece una sola voz. Una chica cae detrás de mí, tropieza e intenta alcanzarme mientras una de las porras la golpea en la parte trasera de la cabeza con un chasquido lúgubre. Siento que sus dedos se agarran por un momento al algodón de mi camiseta, pero me desprendo y sigo corriendo, empujando hacia delante. No tengo tiempo de lamentarlo ni de asustarme. No tengo tiempo para nada que no sea moverme, empujar, salir, no puedo pensar más que en huir, huir, huir.
Lo raro es que, por un instante, en mitad de todo ese ruido y confusión, percibo las cosas a cámara lenta con gran claridad, como si estuviera viendo una película desde lejos. Veo un perro guardián que salta a mi izquierda sobre un chico, que cae con un ruido muy leve, casi un suspiro, mientras de su cuello, donde se han clavado los dientes del animal, empieza a brotar sangre. Una chica de cabello rubio se hunde bajo las porras de los reguladores y, al ver el arco de su pelo, por un segundo se me para el corazón y pienso que he muerto, que todo ha terminado. Luego gira la cabeza hacía mí, gritando, y cuando los reguladores la atacan con espray de pimienta y veo que no es Hana, respiro aliviada.
Más instantáneas. Una película, solo una película. No está sucediendo, no puede suceder de verdad. Un chico y una chica luchan por llegar a uno de los cuartos laterales, pensando que tal vez por ese lado haya una salida. La puerta es demasiado pequeña para que entren los dos a la vez. Él lleva una camisa azul donde se lee Escuela Naval de Portland, y ella tiene el cabello rojizo y brillante como el fuego. Cinco minutos antes estaban hablando y riendo juntos, tan juntos que si uno de ellos se hubiera inclinado levemente sin querer, se habrían besado. Ahora luchan, pero ella es demasiado pequeña. Aun así, le clava los dientes en el brazo, como una criatura salvaje; él ruge, la agarra por los hombros y la estampa contra la pared para quitársela de en medio. Ella se tambalea, cae resbalándose, intenta ponerse de pie. Uno de los reguladores, un hombre enorme con la cara más roja que he visto nunca, se enrolla la coleta de la chica en la mano y tira hasta ponerla de pie, escuela naval no sale mejor parado. Dos reguladores le siguen; mientras corro, oigo el sonido sordo de sus porras y un grito truncado.
«Animales», pienso. «Somos animales».
La gente empuja, tira, se usan los unos a los otros como escudos mientras los reguladores ganan terreno avanzando, golpeando. Tenemos a los perros en los talones, las porras pasan tan cerca de mi cabeza que noto el estremecimiento del aire en mi nuca cuando la madera gira junto a la parte posterior de mi cráneo. Pienso en un dolor lacerante. Pienso en rojo. A medida que los reguladores avanzan, va quedando menos gente a mí alrededor. Uno a uno van haciendo ¡crac! y caen derribados por tres, cuatro, cinco perros. Gritan, gritan. Todo el mundo grita.
No sé cómo he conseguido evitar que me cojan, y corro disparada por los estrechos pasillos, atravesando habitaciones borrosas, una maraña de gente y reguladores, más luces, más ventanas destrozadas, ruido de motores. Tienen la zona rodeada. Y entonces se alza ante mí la puerta trasera abierta, y más allá los árboles oscuros, los bosques frescos y susurrantes de detrás de la casa. Si consigo llegar a la salida… Si consigo ocultarme de las luces el tiempo suficiente…
Oigo un perro que ladra detrás de mí, y tras él las pisadas violentas de un regulador que avanza, avanza, y una voz cortante que grita: «¡Alto!».
Y de pronto me doy cuenta de que estoy sola en el pasillo. Quince pasos más… luego diez. Si consigo llegar a la oscuridad…
A un metro de la puerta, siento un dolor punzante que me atraviesa la pierna. El perro hinca sus mandíbulas en torno a mi pantorrilla y me vuelvo, y es entonces cuando le veo, el regulador con la enorme cara roja, los ojos brillantes, que sonríe («Dios mío, está sonriendo, realmente disfruta con esto»), la porra en alto, listo para golpear. Cierro los ojos, pienso en un dolor tan grande como el océano, pienso en un mar rojo sangre. Pienso en mi madre.
Entonces, alguien tira de mí y oigo un crujido y un grito y al regulador que dice:
—Mierda.
Se apaga el fuego de mi pierna y ya no noto el peso del perro. En torno a mi cintura hay un brazo y una voz suena en mi oído, una voz tan familiar que es como si la hubiera estado esperando desde el principio, como si la hubiera oído desde siempre en mis sueños. Una voz que dice: «Por aquí».
Álex me sigue rodeando, me lleva en volandas. Ya estamos en otro pasillo distinto, más pequeño y totalmente vacío. Cada vez que apoyo el peso en la pierna derecha, el dolor vuelve, abrasándome en una línea que sube hasta la cabeza. El regulador nos viene siguiendo y está cabreado. Álex debe de haberme salvado en el momento justo, así que la porra golpeó al perro en vez de a mi cráneo. Sé que por mi culpa Álex avanza más despacio, pero no me suelta ni un segundo.
—Por aquí —repite, y nos metemos en otra habitación. Debemos de estar en una parte de la casa que no se usó para la fiesta. El cuarto está totalmente oscuro, aunque Álex no se detiene, sigue caminando en la negrura. Yo dejo que me guíe la presión de sus dedos, izquierda, derecha, izquierda, derecha.
Aquí huele a moho y a algo más, a pintura fresca y a humo, como si alguien hubiera estado cocinando. Pero eso es imposible. Estas casas llevan años vacías.
El regulador nos pisa los talones, peleándose con la oscuridad. Se choca con algún objeto y maldice. Un segundo después algo cae al suelo con estrépito, un vidrio se hace pedazos. Más maldiciones. Por el sonido de su voz, sé que se está quedando atrás.
—Arriba —susurra Álex, tan cerca de mí y en voz tan baja que me parece haberlo imaginado. Sin decir más me sube y me doy cuenta de que estoy atravesando una ventana, porque la madera áspera del marco me raspa la espalda. Al fin aterrizo con el pie bueno sobre la hierba fresca y húmeda.
Un segundo después, Álex me sigue sin hacer ruido y aparece junto a mí en la oscuridad. Aunque el aire es cálido, se ha levantado algo de brisa, y cuando me roza la piel me dan ganas de gritar de alivio y agradecimiento.
Pero aún no estamos a salvo. En absoluto. La oscuridad se mueve, se retuerce, está plagada de haces luminosos. Luces de linterna cortan los bosques a izquierda y derecha; en el resplandor veo figuras que huyen, iluminadas como fantasmas, congeladas por un momento en el rayo de luz. Continúan los gritos, algunos muy cercanos, otros tan lejanos y lastimeros que podrían ser cualquier cosa, quizá búhos que ululan pacíficamente en sus árboles. Luego, Álex me toma de la mano y volvemos a correr. Cada paso con el pie derecho es como fuego, como una hoja afilada. Me muerdo el interior de las mejillas para no gritar y noto sabor a sangre.
Caos. Escenas del infierno, focos desde la carretera, sombras que caen, huesos que se rompen, voces que se hacen añicos y se disuelven en el silencio.
—Por aquí.
Hago lo que dice sin vacilar. En la oscuridad ha aparecido milagrosamente una pequeña cabaña. Está medio en ruinas, tan cubierta por el musgo y las enredaderas que a unos metros parece solo una maraña de arbustos y vegetación. Me agacho para entrar y, al hacerlo, el olor a orines de animal y a perro mojado es tan intenso que me dan arcadas.
Álex entra detrás de mí y cierra la puerta. Oigo un ruido y veo que se arrodilla y tapa con una manta el hueco entre la puerta y el suelo. Es la manta lo que huele; suelta un tufo insoportable.
—¡Qué horror! —susurro. Es lo primero que le digo, poniéndome la mano sobre la boca y la nariz.
—Así los perros no podrán hallar nuestro rastro —contesta en voz baja, con tono práctico.
Nunca he conocido a nadie tan sereno. Pienso fugazmente que quizá las historias que oía de pequeña eran ciertas: tal vez los inválidos realmente sean unos monstruos, unas criaturas extrañas.
Luego me avergüenzo. Me acaba de salvar la vida.
Me ha salvado la vida, me ha salvado de los reguladores. De la gente que se supone que nos protege y nos mantiene a salvo. De la gente que se supone que nos protege de las personas como Álex.
Ya nada tiene sentido. Me da vueltas la cabeza y me siento mareada. Me tambaleo y choco contra la pared trasera. Álex se acerca a sostenerme.
—Siéntate —me dice con ese tono seguro que ha usado todo el rato. Me reconforta escuchar sus órdenes urgentes enunciadas en tono bajo, dejarme llevar. Me siento en el suelo áspero y húmedo. La luna debe de haberse abierto paso entre las nubes; por los agujeros de las paredes y en el techo se ven puntos de luz plateada. Alcanzo apenas a distinguir algunas baldas detrás de la cabeza de Álex, varias latas (¿tal vez de pintura?) apiladas en un rincón. Ahora que estamos los dos sentados, casi no hay sitio para moverse: la cabaña no llega a los dos metros de ancho.
—Voy a echar un vistazo a tu pierna, ¿vale? —sigue susurrando. Asiento con la cabeza. Incluso sentada, el mareo persiste.
Se apoya sobre las rodillas y coloca mi pierna en su regazo. Hasta que no enrolla hacia arriba la pernera, no me doy cuenta de lo mojada que está la tela. Debe de ser sangre. Me muerdo los labios y aprieto con fuerza la espalda contra la pared, esperando que duela, pero la sensación de sus manos frescas y fuertes sobre mi piel consigue amortiguarlo todo, deslizándose sobre el dolor como un eclipse que oscurece la luna.
Una vez ha remangado el pantalón hasta la rodilla, me da la vuelta suavemente para ver la parte trasera de la pantorrilla. Me apoyo con un codo en el suelo, mientras siento que el suelo se mueve. Debo de estar sangrando un montón.
Con un sonido breve, expulsa una bocanada de aire entre los dientes.
—¿Es grave? —pregunto, demasiado asustada para mirar.
—No te muevas —dice.
Y entonces sé que es serio, pero no me lo dice y entonces me inunda tal agradecimiento hacia él y tal odio por esa gente de fuera —cazadores primitivos con dientes afilados y palos pesados— que me quedo sin aire y tengo que hacer esfuerzos para respirar.
Álex alarga el brazo hacia un rincón del cobertizo sin soltar mi pierna. Localiza a tientas una caja de metal y la abre. Un momento después, se inclina sobre mi pierna con un frasco.
—Esto te va a escocer un poco —advierte.
El líquido me salpica la piel y el olor astringente del alcohol hace que me pique la nariz. Me salen llamas de la pierna y estoy a punto de gritar. Álex extiende una mano y, sin pensar, la tomo y aprieto fuerte.
—¿Qué es eso? —consigo decir entre dientes.
—Alcohol de friegas —dice—. Previene las infecciones.
—¿Cómo sabías que estaba ahí? —pregunto, pero no me contesta.
Libera su mano de la mía y me doy cuenta de que se la he estado apretando demasiado fuerte. Pero no tengo energía para sentirme avergonzada o temerosa. La habitación parece vibrar, la semipenumbra se vuelve más borrosa.
—Mierda —musita Álex—. Estás sangrando mucho.
—No me duele tanto —susurro, aunque es mentira. Pero él esta tan sereno, tan equilibrado, que me hace desear comportarme valerosamente.
Todo ha adoptado un carácter extraño, distante: los gritos del exterior se comban y se distorsionan como si me llegaran a través del agua, y Álex parece lejanísimo. Comienzo a pensar que puede que esté soñando, o quizá a punto de desmayarme.
Y luego decido que claramente estoy soñando porque, mientras miro, él se saca la camisa por la cabeza.
Estoy a punto de gritar: «¿Qué haces?». Termina de quitarse la prenda y empieza a cortar la tela en largas tiras, lanzando una mirada nerviosa a la puerta y deteniéndose para escuchar cada vez que rasga el tejido.
Nunca en mi vida, salvo en la playa, a mucha distancia y con demasiado temor, había visto a un chico de más de diez años sin camisa.
En este momento no puedo evitar quedarme mirando. La luz de la luna le cae sobre los omóplatos y les da un leve brillo, como si fueran alas, como esas fotos de ángeles que he visto en los libros de texto. Es delgado, pero musculoso. Cuando se mueve, distingo el contorno de sus brazos y de su pecho —tan extraña, increíble y bellamente distinto del de una chica—, un cuerpo que me hace pensar en correr y en estar al aire libre, que me evoca calidez y sudor. El calor comienza a vibrar en mi interior, siento un aleteo de mariposas en el estómago. No sé si es por la hemorragia, pero la habitación parece dar vueltas tan rápidamente que corremos el riesgo de salir despedidos hacia fuera, hacia la oscura noche, los dos. Antes, Álex parecía estar lejos. Ahora el cuarto está lleno de él. Está tan cerca que no puedo respirar, moverme, hablar ni pensar. Cada vez que me roza con sus dedos, el tiempo se tambalea, como si estuviera a punto de disolverse. El mundo a mí alrededor se desvanece, todo excepto nosotros. Nosotros.
—Oye —me toca el hombro solo un segundo, pero en ese instante mi cuerpo se encoge hasta ser un único punto de presión bajo su mano, un punto que irradia calor. Nunca me he sentido así, tan calmada y tan en paz. Quizá me esté muriendo. En realidad, la idea no me disgusta, no sé por qué. De hecho, tiene cierta gracia—. ¿Estás bien?
—Muy bien —me empiezo a reír bajito—. Estás desnudo.
—¿Qué? —hasta en la oscuridad noto que me mira con extrañeza.
—Nunca he visto a un chico des… así, sin camisa. No de cerca.
Con cuidado, comienza a envolver los jirones alrededor de mi pierna, apretando bastante.
—El perro te ha agarrado bien —dice—. Esto debería detener la hemorragia.
La expresión «detener la hemorragia» suena tan clínica y da tanto miedo que me despierta y me ayuda a centrarme. Álex termina de atar el improvisado vendaje. Ahora el dolor abrasador de la pierna da paso a una presión sorda y palpitante.
Delicadamente. Álex alza mi pierna de su regazo y la posa en el suelo.
—¿Va bien? —pregunta.
Yo asiento.
Luego se mueve rápidamente para sentarse a mi lado, apoyándose en la pared como yo hasta que quedamos juntos, codo con codo. Siento el calor que desprende su piel desnuda. Cierro los ojos y procuro no pensar en lo cerca que estamos o en cómo sería pasar las manos por sus hombros o su pecho.
Fuera, los sonidos de la redada se han ido haciendo más lejanos, los gritos más escasos, las voces más débiles. Los reguladores han debido de marcharse. Rezo una oración en silencio para que Hana haya conseguido escapar; la posibilidad de que no haya sido así es demasiado horrible para detenerme en ella.
Álex y yo no nos movemos. Me siento tan cansada que podría dormir para siempre. Mi casa parece inalcanzable, incomprensiblemente lejana, y no sé ni siquiera cómo voy a conseguir regresar.
Álex se pone a hablar de repente, con su voz baja y urgente.
—Oye, Lena, siento muchísimo lo que sucedió en la playa. Tendría que habértelo dicho antes, pero no quería asustarte y que te fueras.
—No tienes que darme explicaciones —digo.
—Pero quiero hacerlo. Quiero que sepas que no era mi intención…
—Escucha —le interrumpo—. No se lo voy a decir a nadie, ¿vale? No te voy a meter en líos ni nada parecido.
Se detiene. Noto que se vuelve a mirarme, pero mantengo los ojos fijos en la oscuridad.
—Eso no me importa —dice, más bajo—. Lo que quiero es que no me odies.
De nuevo, el cuarto parece encogerse en torno a nosotros. Siento sus ojos en mí como un tacto cálido, pero me da demasiado miedo mirarle. Me da miedo perderme en sus ojos, olvidarme de todas las cosas que se supone que tengo que decir. Fuera, los bosques se han quedado en silencio. Los de la redada parecen haberse retirado. Un segundo después, los grillos se ponen a cantar.
—¿Por qué te importa? —digo, apenas un susurro.
—Ya te lo dije —susurra a su vez. Siento su aliento que acaricia el espacio detrás de mi oreja; haciendo que se me erice el pelo de la nuca—. Me gustas.
—¡Si no me conoces! —digo rápidamente.
—Pero quiero conocerte.
El cuarto da vueltas cada vez más rápido. Me aprieto aún más firmemente contra la pared, intentando mantener cierta estabilidad para contrarrestar la sensación de mareo. Es imposible. Tiene una respuesta para todo. Es demasiado rápido. Debe de ser un truco. Apoyo las palmas en el suelo húmedo, encuentro consuelo en la solidez de la madera áspera.
—¿Por qué yo? —no quería preguntar eso, pero ha salido solo—. Yo no soy nadie… —Lo que quiero decir es «yo no soy nadie especial», pero las palabras se me secan en la boca. Así es como supongo que uno se siente al escalar una montaña hasta la cumbre, donde el aire es tan ligero que se puede inhalar e inhalar e inhalar y aun así sentir que falta el aliento.
Él no responde y me doy cuenta de que no tiene respuesta; como yo sospechaba, no hay una razón para ello en absoluto. Me ha elegido al azar, como un juego, o porque sabía que yo estaría demasiado asustada para chivarme.
Pero luego comienza a hablar. Su narración es tan rápida y fluida que está claro que ha pensado mucho en ello, es el tipo de historia que uno se cuenta a sí mismo una y otra vez hasta pulir todas las aristas.
—Nací en la Tierra Salvaje. Mi madre murió poco después, y mi padre está muerto. Nunca supo que tenía un hijo. Yo viví allí durante la primera parte de mi vida, simplemente dejándome llevar. Todos los demás… —duda ligeramente, y noto el gesto de dolor en su voz— inválidos me cuidaron juntos. En comunidad.
Fuera, los grillos detienen su canto por un instante. Durante ese breve lapso es como si no hubiera sucedido nada malo, como si esta noche no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal y solo fuera otra noche de verano, calurosa y lenta, esperando a que la desnude la mañana. El dolor me atraviesa entonces, pero no tiene nada que ver con la pierna. Me sorprende lo insignificante que es todo, nuestro mundo entero, lo que parece tener sentido: nuestras tiendas, nuestras redadas, nuestros trabajos y hasta nuestras vidas. Mientras tanto, el mundo sigue sencillamente igual que siempre, la noche da paso al día y este a la noche en un círculo infinito, las estaciones cambian y se vuelven a formar como un monstruo que se sacude trozos de piel que luego le vuelven a salir.
Álex sigue hablando.
—Vine a Portland cuando tenía diez años para unirme a la resistencia. No te voy a contar cómo. Fue complicado. Conseguí un número de identidad, un nuevo apellido, un nuevo domicilio. Somos más de los que piensas, inválidos y simpatizantes, somos más de los que nadie cree. Tenemos gente en la policía, y en todos los departamentos municipales. Tenemos gente hasta en los laboratorios.
Cuando dice esto, se me pone la carne de gallina.
—Lo que quiero decir es que se puede entrar y salir. Es difícil, pero se puede hacer. Me trasladé a vivir con dos extraños, ambos simpatizantes, y me dijeron que los llamara tío y tía —se encoge de hombros ligeramente—. No me importó. Nunca había conocido a mis verdaderos padres, y me habían criado docenas de tíos y tías diferentes. Para mí no cambiaba nada.
Su voz se ha ido haciendo cada vez más baja, y parece que casi se ha olvidado de que estoy aquí. No tengo claro a dónde quiere llegar, pero contengo el aliento para no romper el hechizo de sus palabras.
—Odiaba estar aquí. Lo odiaba hasta un punto que no te puedes ni imaginar. La gente tiene un aire aturdido. Odiaba los edificios, los olores, lo cerca que estaba todo. Y las reglas. Reglas por todas partes. Reglas y muros, reglas y muros. No estaba acostumbrado. Me sentía como en una jaula. Estamos en una jaula, una jaula hecha de fronteras.
Me recorre un escalofrío. En los diecisiete años y once meses de mi vida, nunca, ni una sola vez, he pensado en ello de esta forma. Me he acostumbrado tanto a pensar en lo que las fronteras mantienen alejado, que no he considerado que también nos mantienen a nosotros recluidos. Ahora lo veo a través de los ojos de Álex, e imagino cómo se ha debido de sentir.
—Al principio estaba enfadado. Solía quemar cosas: papel, libros, cartillas escolares… De alguna manera me hacía sentir mejor —se ríe en voz baja—. Incluso quemé mi ejemplar del Manual de FSS.
Me recorre un nuevo escalofrío. Pintarrajear o destruir el Manual de FSS es un sacrilegio.
—Todos los días caminaba a lo largo de la frontera durante horas. A veces lloraba.
Se revuelve a mi lado y me doy cuenta de que le da vergüenza. Es la primera señal desde hace rato de que recuerda que estoy aquí, que me está hablando, y casi me vence la urgencia de coger su mano, de darle un apretón o de ofrecerle algún tipo de consuelo. Pero mantengo las manos pegadas al suelo.
—Pasado un tiempo, solo caminaba. Me gustaba observar a los pájaros. Remontaban el vuelo desde aquí y se dirigían sin problema hacia la Tierra Salvaje. Adelante y atrás, adelante y atrás, elevándose y girando por el aire. Podía pasarme horas mirándolos. Libres, eran totalmente libres. Había pensado que nada ni nadie era libre en Pórtland, pero me equivocaba. Siempre quedaban los pájaros.
Se queda callado durante un rato y pienso que quizá haya terminado su historia. Me pregunto si se le habrá olvidado mi duda inicial: «¿Por qué yo?», pero me da demasiada vergüenza recordárselo, así que me quedo ahí sentada y me lo imagino de pie en la frontera, inmóvil, observando los pájaros que vuelan por encima de su cabeza. Me calma.
Tras lo que parece una eternidad, comienza a hablar de nuevo, esta vez con una voz tan baja que tengo que acercarme un poco más para poder oírlo.
—La primera vez que te vi, en el Gobernador, llevaba años sin ir a la frontera a ver los pájaros. Pero aun así me recordaste a ellos. Estabas dando un salto mientras gritabas algo, y el pelo se te había salido de la coleta, y eras tan rápida… —mueve la cabeza—. Apenas un destello y desapareciste. Como los pájaros.
Yo no tenía intención de moverme y no había notado que él se moviera, pero, sin saber cómo, terminamos cara a cara en la oscuridad, a pocos centímetros de distancia.
—Todo el mundo está dormido. Llevan años dormidos. Tú parecías… despierta —susurra. Cierra los ojos, los vuelve a abrir—. Estoy harto de dormir.
Mi corazón se alza y aletea como si realmente en este instante se hubiera transformado en un pájaro que vuela. El resto de mi cuerpo parecer flotar como si un viento cálido soplara a través de mí, partiéndome en mil pedazos, convirtiéndome en aire.
«Esto está mal», dice una voz en mi interior. Pero no es mi voz: es la de otra persona, una mezcla de Carol y Rachel, y todos mis profesores, y aquel evaluador mohíno que me hizo casi todas las preguntas en la segunda evaluación.
—No —consigo decir en voz alta. Aunque hay otra palabra que se alza y se eleva en mi interior, burbujeando como el agua fresca surgida de la tierra: «Sí, sí, sí».
—¿Por qué? —su voz es apenas un suspiro.
Sus manos encuentran mi rostro, sus yemas me rozan la frente, la parte superior de los oídos, el hueco de las mejillas. Por donde toca, esparce fuego. Todo mi cuerpo arde, los dos nos estamos convirtiendo en chispas gemelas de la misma llama brillante y blanca.
—¿De qué tienes miedo? —pregunta.
—Tienes que entender que yo solo quiero ser feliz —apenas puedo pronunciar las palabras. Mi mente es una neblina, está llena de humo, no existe nada más que sus dedos bailando y deslizándose sobre mi piel, por mí pelo. Ojalá pudiera parar. Deseo que continúe para siempre—. Solo quiero ser normal, como todo el mundo.
—¿Estás segura de que ser como todo el mundo te va a hacer feliz?
El más tenue susurro, su aliento en mi oído y en mi cuello, su boca rozando mi piel. Y entonces pienso que tal vez me haya muerto de verdad. Quizá el perro me mordiera y me golpearan en la cabeza y todo esto sea solo un sueño. El resto del mundo se ha disuelto. Solo queda él. Solo quedo yo. Solo nosotros.
—No conozco otro modo.
No noto que mi boca se abre, no siento las palabras que salen, pero ahí están, flotando en la oscuridad.
—Déjame que te muestre —dice.
Y entonces nos besamos; al menos, creo que es eso lo que hacemos. Solo lo he visto hacer algunas veces, como un picotazo breve con la boca cerrada en bodas o en ocasiones formales, pero esto no se parece a nada que haya visto antes, o que haya imaginado, ni siquiera soñado. Esto es como la música o como el baile, pero mejor que ambos. Su boca está ligeramente abierta, así que yo abro también la mía. Sus labios son suaves y ejercen la misma presión delicada que la voz calladamente insistente que repite «sí» en mi mente.
Siento cada vez más calor en el pecho, olas de luz que se hinchan y rompen y me hacen creer que estoy flotando. Sus dedos se entrelazan con mi pelo, me acarician el cuello y la nuca, me rozan los hombros y sin pensar en ello y sin que intervenga mi voluntad, mis manos encuentran su cuerpo, se desplazan por el calor de su piel, por sus omóplatos como puntas de ala, por la curva de su mandíbula, cubierta apenas con una sombra de pelo, todo ello extraño, desconocido y glorioso, deliciosamente nuevo. Mi corazón late tan fuerte que me duele, pero es un dolor agradable, como la sensación que se tiene en el primer día de verdadero otoño, cuando el aire está frío y los bordes de las hojas se tiñen de un rojo encendido y el viento huele vagamente a humo; me siento como si fuera el final y el comienzo de algo, todo a la vez. Bajo mi mano, juro que siento su corazón palpitando en respuesta al mío, un eco inmediato, como si nuestros cuerpos se hablaran el uno al otro.
Y de repente me parece todo tan ridículo y estúpidamente claro que me dan ganas de reír. Esto es lo que quiero. Esto es lo que siempre he querido. Todo lo demás, cada segundo de cada día que ha pasado antes de este momento, antes de este beso, no ha significado nada.
Cuando finalmente se aparta, es como si una manta me cubriera el cerebro, sosegando todos los pensamientos y preguntas que me rondaban, llenándome de una calma y una felicidad tan profundas y tan frescas como la nieve. La única palabra que queda es sí. Si a todo.
—Me gustas mucho, Lena. ¿Me crees ahora?
—Sí.
—¿Puedo acompañarte a casa?
—Sí.
—¿Puedo verte mañana?
—Sí, sí, sí.
Las calles ya están vacías. La ciudad entera está silenciosa y en calma. Se podría haber quemado o haber desaparecido por completo mientras estábamos en el cobertizo, y yo no lo habría notado ni me habría importado. El camino a casa es borroso, un sueño. Me lleva de la mano durante todo el trayecto y nos paramos dos veces a besarnos en las sombras más profundas y más largas que encontramos. En ambos casos desearía que esas sombras fueran sólidas, que tuvieran peso, y que nos envolvieran y nos enterraran para que pudiéramos seguir así para siempre, pecho con pecho, labio con labio. Las dos veces siento que mi cuerpo se agarrota cuando él se aparta y me toma de la mano y tenemos que echar a andar de nuevo, sin besarnos, como si de pronto solo pudiera respirar correctamente cuando nos besamos.
De alguna manera, demasiado pronto, llegamos a mi casa; le susurro un adiós y siento sus labios que rozan los míos una vez más, ligeros como el viento.
Entro a escondidas, subo las escaleras, me meto en el cuarto y, hasta que no llevo un buen rato tumbada en la cama temblando, dolorida, echándole de menos, no me doy cuenta de que la tía, los profesores y los científicos llevan razón sobre los deliria. Siento un dolor que me atraviesa el pecho, una sensación de náusea y ansia que da vueltas en mi interior, y el deseo de Álex es tan fuerte que parece una navaja que se abre paso por mis órganos, desgarrándome. Y solo pienso: «Esto me va a matar, esto me va a matar, esto me va a matar. Y no me importa».