trece

En los años anteriores a que se hubiera perfeccionado la cura, esta se ofrecía de forma experimental. Los riesgos inherentes eran grandes. En esa época, uno de cada cien pacientes sufría una pérdida fatal de funciones cerebrales después de la operación. Sin embargo, la gente acudía en masa a los hospitales rogando que se los curara; acampaban en el exterior de los laboratorios durante días y semanas, intentando asegurarse turno para la intervención. Ese periodo es también conocido como «los Años Milagrosos» por la cantidad de vidas que fueron sanadas y fortalecidas, y el gran número de almas que fueron rescatadas de la enfermedad. Si hubo gente que murió en la mesa de operaciones, fue por una buena causa, y nadie debe llorarlas

«Los Años Milagrosos: ciencia temprana de la cura». Breve historia de los Estados Unidos de América, E. D. Thompson

Entro en casa y noto que hace incluso más calor del habitual, un muro húmedo y sofocante. Carol debe de estar cocinando. El olor a carne dorada y a especias, mezclado con los olores normales del verano —sudor y moho—, me produce ganas de vomitar. Durante las últimas semanas hemos cenado en el porche: ensalada de macarrones con mucha mayonesa, embutidos y bocadillos de la sección delicatessen del súper.

Carol asoma la cabeza por la puerta de la cocina cuando paso. Tiene la cara colorada y suda a mares. Tiene cercos de sudor en las axilas de su blusa azul pastel, medias lunas pardas.

—Más vale que te cambies —dice—. Rachel y David llegarán en cualquier momento.

Se me había olvidado por completo que venían a cenar mi hermana y su marido. Normalmente la veo cuatro o cinco veces al año, como máximo. Cuando yo era más pequeña, justo después de que ella se fuera de la casa de Carol, estuve una temporada contando los días que faltaban para su primera visita. Creo que entonces no comprendía bien lo que significaba la operación y lo que implicaba para ella, para mí, para nosotras. Sabía que la habían salvado de Thomas y de la enfermedad, pero eso era todo. Creo que suponía que, por lo demás, las cosas seguirían como siempre. Pensaba que en cuanto viniera a verme sería como en los viejos tiempos, que sacaríamos los calcetines para hacer un baile, o que me subiría en su regazo y empezaría a trenzarme el pelo y a contarme una de sus historias de lugares lejanos y brujas que se convertían en animales.

Pero cuando entró por la puerta, se limitó a pasarme una mano por la cabeza y a aplaudir cortésmente cuando Carol me hizo recitar las tablas de multiplicar y dividir.

—Ahora es adulta —dijo Carol cuando le pregunté por qué a Rachel ya no le gustaba jugar—. Algún día lo comprenderás.

Después de eso dejé de prestar atención a la nota que aparecía cada pocos meses en el calendario de la pared de la cocina: «Visita de R».

Durante la cena, los grandes temas de conversación son: Brian Scharff (el marido de Rachel, David, trabaja con un amigo del primo de Brian, así que David cree ser un experto en esa familia) y la Universidad Regional de Portland, donde empezaré a estudiar en otoño. Es la primera vez en mi vida que voy a estar en clase con personas del sexo opuesto, pero Rachel me dice que no me preocupe.

—Ni siquiera lo notarás —dice—. Estarás demasiado ocupada con el trabajo y los estudios.

—Hay garantías —dice tía Carol—. Todos los estudiantes han sido examinados.

Lo que significa realmente: «Todos los estudiantes han sido curados». Me acuerdo de Álex y por poco suelto: «¡No todos!».

La cena se alarga hasta bastante después del toque de queda. Para cuando la tía me ayuda a quitar la mesa, son casi las once y, aun así, Rachel y su marido no hacen amago de irse. Eso también me hace ilusión: dentro de treinta y seis días, ya no tendré que preocuparme por el toque de queda.

Después de cenar, David y el tío salen al porche. David ha traído dos puros; son baratos, pero no importa. El humo, dulce y picante y un poquito untuoso, se cuela por las ventanas, se mezcla con el sonido de las voces y llena la casa de una neblina azul.

Rachel y la tía Carol se han quedado en el comedor, bebiendo una taza de café aguado que tiene el color pálido y sucio del agua de fregar. Del piso de arriba me llega un ruido de pasos que corretean. Jenny hará rabiar a Gracie hasta aburrirse, y entonces se meterá en la cama, amargada e insatisfecha, y dejará que la opacidad y la monotonía de otro día la arrullen hasta que se duerma.

Lavo los platos. Hay bastantes más de lo habitual, ya que Carol ha insistido en que tomáramos una sopa (caliente, de zanahoria, que nos hemos tragado todos sudando), un asado cargado de ajo y unos espárragos flácidos, probablemente rescatados del fondo de la bandeja de las verduras, aparte de algunas galletas rancias. Estoy llena, y el calor del agua de fregar en las muñecas y en los codos, sumado a los ritmos familiares de las conversaciones, el golpeteo de pies en el piso de arriba y el pesado humo azul, me da mucho sueño. Finalmente, Carol se ha acordado de preguntar por los niños de Rachel y esta recita sus logros como si leyera una lista que acabara de memorizar hace poco y con dificultad: Sara ya sabe leer y Andrew dijo su primera palabra con solo trece meses.

—¡REDADA! ¡REDADA! ¡ESTO ES UNA REDADA! ¡HAGAN LO QUE SE LES ORDENA Y NO OFREZCAN RESISTENCIA…!

La voz que resuena en el exterior hace que me sobresalte. Rachel y Carol han hecho una breve pausa en su charla y escuchan el alboroto de la calle. Tampoco se oye hablar a David y al tío William. Incluso Jenny y Gracie detienen sus pasos.

Desde la calle llegan sonidos intermitentes, cientos de botas marchando al unísono, y esa voz horrible amplificada por el megáfono: «Esto es una redada. Atención, esto es una redada. Por favor, tengan sus documentos de identidad preparados».

Noche de redada. Al momento pienso en Hana y en la fiesta. La habitación empieza a dar vueltas. Necesito agarrarme a la encimera para no caer redonda.

—Parece bastante pronto para una redada —comenta suavemente Carol en el comedor—. Tuvimos otra hace unos pocos meses, creo.

—El dieciocho de febrero —dice Rachel—. Me acuerdo. David y yo tuvimos que salir a la calle con los niños. Hubo algún problema con el SVS esa noche. Pasamos media hora bajo la nieve antes de que pudieran verificar nuestros datos. Luego, Andrew estuvo dos semanas con pulmonía.

Cuenta la historia como si estuviera hablando de un pequeño inconveniente en la lavandería, como si se le hubiera extraviado un calcetín.

—¿Ya ha pasado tanto tiempo? —Carol se encoge de hombros y bebe un sorbito de café.

Las voces, los pies, el chisporroteo de las radios, todo se va acercando. El grupo de redadas se desplaza como una unidad de casa en casa; a veces entran en todas las de una calle, a veces se saltan manzanas enteras. Funcionan al azar. O, al menos, se supone que es al azar. Algunas casas son elegidas como objetivo más a menudo que otras.

Pero aunque uno no esté en una lista de vigilancia, puede terminar de pie en la nieve, como Rachel y su marido, mientras los reguladores y la policía intentan probar la validez de la documentación de esa persona. O, lo que es peor, mientras el equipo entra en la casa y echa abajo las paredes, buscando indicios de actividades sospechosas. En las noches de redada, quedan suspendidas las leyes de la propiedad privada. En general, todas las leyes quedan suspendidas en las noches de redada.

Todos hemos oído historias de terror sobre mujeres embarazadas a las que se desnuda y registra delante de todo el mundo, de personas que se han pasado dos o tres años en la cárcel solo por mirar mal a un policía o por intentar impedir a un regulador la entrada en determinada habitación.

«Esto es una redada. Si se le pide que salga de su casa, asegúrese de que tiene todos sus documentos de identidad en la mano, incluyendo los de cualquier niño mayor de seis años… Cualquiera que se resista será arrestado e interrogado… Cualquiera que se retrase será acusado de obstrucción a la justicia…».

Al final de la calle. Luego, a unas pocas casas de distancia. Luego, a dos casas. No. En la casa de al lado. Oigo que el perro de los Richardson se pone a ladrar furiosamente. Después, a la señora Richardson, que se disculpa. Más ladridos. Luego, alguien (¿un regulador?) masculla algo y suenan algunos golpes pesados y un gemido. Al poco, una voz que dice: «No tienes por qué matar al puñetero bicho», y otro que replica: «¿Y por qué no? Total, seguro que está lleno de pulgas».

Luego, durante un rato todo queda en silencio: solo el chasquido ocasional de los walkie-talkies, alguien que lee números de identificación mientras habla por teléfono, un susurro de papeles…

Y más tarde: «Muy bien, vale. Están libres de sospecha».

Las botas se ponen en marcha otra vez.

A pesar de toda su despreocupación, incluso Rachel y Carol se ponen tensas cuando las botas resuenan delante de nuestra casa. Veo que la tía agarra su taza de café con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos. Mi corazón brinca y salta; hay un saltamontes en mi pecho.

Pero las botas pasan de largo. Se oye el suspiro de alivio de Rachel cuando oímos que los reguladores golpean una puerta de más allá.

—¡Abran…! ¡Esto es una redada!

La taza de Carol choca contra el platito, haciendo que me sobresalte.

—Qué tontería, ¿verdad? —dice riendo forzadamente—. Aunque no hayas hecho nada malo, no puedes evitar ponerte nerviosa.

Siento un dolor sordo en la mano y me doy cuenta de que sigo aferrándome a la encimera como si me fuera la vida en ello. No puedo relajarme, no puedo tranquilizarme; ni siquiera cuando los pasos se atenúan y la voz del megáfono se distorsiona hasta volverse ininteligible. Solo puedo pensar en los grupos de redada (a veces hay hasta cincuenta en una sola noche) girando por toda la ciudad como un enjambre, rodeándola como el agua que da vueltas en un remolino, hostigando a todas las personas a las que pueden acusar de mala conducta o desobediencia. Y a las que no.

En algún sitio ahí fuera, Hana sigue bailando, girando, riendo, con el pelo rubio suelto, mientras a su alrededor se aprietan los chicos y de los altavoces sale música no aprobada. Lucho contra una horrible sensación de náusea. No quiero siquiera pensar en lo que le pasará, lo que les pasará a todos ellos si los pillan.

Todo lo que puedo hacer es esperar que no haya llegado aún a la fiesta. Tal vez le haya llevado mucho tiempo prepararse (podría ser, ella siempre llega tarde), y quizá estuviera todavía en casa cuando han empezado las redadas. Ni siquiera ella se aventuraría a salir en una noche así. Es un suicidio.

Pero Angélica Marston y todos los demás… Cada uno de ellos. Cualquiera de los que solo querían oír un poco de música…

Pienso en lo que Álex comentó la noche en que me lo encontré en la granja Roaring Brook: «He venido a oír la música, como todo el mundo».

Hago un esfuerzo por quitarme esa imagen de la cabeza y me digo que no es problema mío. Debería alegrarme si hay una redada en la fiesta y trincan a todo el mundo. Lo que están haciendo es peligroso, y no solo para ellos, sino para todos nosotros. Así es como se propaga la enfermedad.

Pero mi yo más profundo, la parte testaruda que dijo «gris» en mi primera evaluación, sigue haciendo presión y dándome la lata. «¿Y qué?», pregunta. «Así que querían oír un poco de música. Música de verdad, no esas cancioncitas tontorronas que tocan en la temporada de conciertos de Portland, con ritmos aburridos y notas brillantes y alegres. No están haciendo nada malo».

Y entonces me acuerdo de lo que dijo Álex: «Nadie le hace daño a nadie».

Además, siempre existe la posibilidad de que Hana no fuera con retraso esta noche, y de que ya esté allí, sin enterarse, mientras los de las redadas dan vueltas acercándose cada vez más. Tengo que apretar los ojos para alejar esa imagen, y también la de docenas de agujas relucientes clavándose en su cuerpo. Si no la llevan a la cárcel, la transportarán directamente a los laboratorios y será intervenida antes del amanecer, al margen de los riesgos o los peligros.

De alguna manera, a pesar de mis pensamientos acelerados y a pesar de que el cuarto sigue dando vueltas frenéticamente, he conseguido lavar todos los platos. También he tomado una decisión.

Tengo que ir. Tengo que avisarla.

Tengo que avisarlos a todos.

Para cuando Rachel y David se van y todo el mundo se acuesta, ya es medianoche. Cada segundo que pasa es como una agonía. Solo puedo esperar que el recorrido puerta por puerta en la península dure más de lo habitual y que los grupos tarden en llegar a Deering Highlands. Quizá hayan decidido pasar de esa zona por completo. Dado que la mayoría de las casas están deshabitadas, cabe esa posibilidad. Aun así, como ese barrio fue el semillero de la resistencia en la ciudad, me extrañaría.

Salgo de la cama sin plantearme que voy en pijama. Tanto los pantalones como la camiseta son negros. Luego me pongo las zapatillas negras y, aunque hace un calor tremendo, saco un gorro negro del armario. Esta noche, toda precaución es poca.

Justo cuando estoy a punto de abrir la puerta del cuarto, oigo un leve ruido a mi espalda, como el maullido de un gato. Me vuelvo. Gracie está sentada en la cama, observándome.

Durante un segundo nos miramos. Si baja de la cama o hace un ruido o cualquier movimiento, seguro que despierta a Jenny, y en ese caso, se acabó, nada que hacer, a la mierda. Intento pensar qué puedo decir para tranquilizarla, trato de pensar una mentira, pero entonces, oh milagro de milagros, se vuelve a tumbar y cierra los ojos. Y aunque está muy oscuro, juraría que sonríe levemente.

Siento una rápida oleada de alivio. ¿Algo bueno en el hecho de que Gracie se niegue a hablar? Sé que no se va a chivar.

Me escabullo hasta la calle sin dificultad, incluso me acuerdo de saltarme el antepenúltimo peldaño, porque la última vez soltó un crujido tan horrible que pensé que Carol se despertaría.

Después del ruido y el jaleo de la redada, la calle está extrañamente silenciosa y tranquila. Las ventanas oscuras, las persianas bajadas, como si las casas intentaran volverse de espaldas a la calle o alzar los hombros contra miradas curiosas. Una hoja de papel rojo vuela cerca de mí, dando vueltas en el aire como las plantas del desierto que se ven en las viejas películas de vaqueros. Lo identifico como un aviso de redada, una proclamación llena de palabras impronunciables que explican la legalidad de suspender los derechos de todo el mundo por una noche. Aparte de eso, podría ser cualquier otra noche, cualquier otra noche normal, silenciosa, muerta.

Pero hay algo diferente: en el viento se puede oír el murmullo lejano de pasos, un alarido agudo como si alguien llorara. Los sonidos son tan tenues que casi se podrían confundir con los ruidos del océano. Casi.

Los equipos de redada han seguido su recorrido.

Me dirijo rápidamente hacia Deering Highlands. Me da miedo llevar la bici. El pequeño reflectante de las ruedas podría llamar la atención. No puedo pensar en lo que estoy haciendo, no puedo pensar en lo que sucederá si me pillan. No sé de dónde he sacado esta repentina determinación. Nunca hubiera pensado que tendría el valor de salir de casa en una noche de redada, ni en un millón de años.

Supongo que Hana se equivocaba respecto a mí. Supongo que no vivo tan asustada como ella cree.

Paso junto a una bolsa negra de basura depositada en la acera cuando un gemido sordo me hace detenerme. Me doy la vuelta al instante, con el cuerpo en alerta máxima. Nada. El ruido se repite: una especie de lamento inquietante que hace que se me pongan los pelos de punta. Luego, la bolsa de basura que tengo a los pies se mueve sola.

No. No es una bolsa de basura. Es Riley, el perro negro de los Richardson.

Me acerco vacilante. Solo necesito un vistazo para saber que se está muriendo. Está completamente cubierto de una sustancia oscura, pegajosa, brillante. Al acercarme más me doy cuenta de que es sangre. Por eso, en la oscuridad, he confundido su pelo con la superficie negra pulida de una bolsa de plástico. Uno de sus ojos está apretado contra el suelo, el otro está abierto. Le han golpeado en la cabeza. Le sale mucha sangre por la nariz, negra y viscosa.

Recuerdo la voz que he oído. «Total, seguro que tiene pulgas», ha dicho el regulador, y a continuación el golpe sordo.

Riley me dirige una mirada tan lastimera y acusadora que por un momento juraría que es humano y trata de decirme algo, algo como: «Vosotros me habéis hecho esto». Noto unas horribles náuseas y me siento tentada de ponerme de rodillas y tomarlo entre mis brazos, o de quitarme la ropa para empapar la sangre. Pero al mismo tiempo me quedo paralizada. No puedo moverme.

Mientras estoy ahí de pie, inmóvil, hace un movimiento brusco, como un estremecimiento desde el extremo de la cola hasta el morro. Luego se queda quieto.

Al momento se me pasa la parálisis. Me tambaleo hacia delante, con la bilis en la boca. Doy una vuelta completa, sintiéndome como el día en que me emborraché con Hana, sin ningún control sobre mi propio cuerpo. Me inundan la ira y el asco y me dan ganas de gritar.

Encuentro una caja de cartón aplastada junto a un contenedor y la arrastro hasta el cuerpo de Riley. Lo cubro por completo. Intento no pensar en los insectos que se abalanzarán sobre él por la mañana. Me sorprendo al sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Me las seco con el reverso del brazo. Pero cuando echo a andar camino de Deering, no pienso más que «lo siento, lo siento, lo siento», como un mantra o una plegaria.

Las redadas solo tienen una cosa buena: hacen mucho ruido. Lo único que debo hacer es detenerme en las sombras y comprobar si se oyen sonidos de pasos, ruido de estática, voces de megáfono. Cambio de dirección y elijo las calles laterales, en las que no ha habido redada o por donde ya han pasado los equipos. Hay indicios por todas partes: cubos y contenedores volcados, basura tirada por el suelo, montones de recibos viejos y cartas hechas pedazos, verdura podrida, una mugre de olor asqueroso que no quiero saber lo que es, las octavillas rojas que lo cubren todo como una capa de polvo. Los zapatos se me ponen pegajosos al pasar por encima, y en los sitios peores tengo que extender los brazos como una equilibrista para no caerme. Dejo atrás unas cuantas casas marcadas con una gran X. La pintura negra salpica los muros y las ventanas como una herida abierta, y verla me desfonda el estómago. Las personas que viven ahí han sido identificadas como alborotadores o resistentes. El viento caliente que sopla por las calles trae sonidos de gritos y lloros y ladridos de perros. Intento no pensar en Riley.

Me mantengo en la sombra, deslizándome por las callejuelas y corriendo desde un contenedor hasta el siguiente. Se me acumula el sudor en la nuca y bajo los brazos. No es solo por el calor. Todo tiene un aspecto extraño, grotesco, distorsionado. Ciertas calles brillan por los vidrios rotos de las ventanas. Huele a quemado.

En un momento dado, llego a una esquina que da a la avenida Forest justo cuando un grupo de reguladores entra en esa calle desde el otro extremo. Retrocedo a toda pastilla y me aprieto contra la pared de una ferretería mientras reculo centímetro a centímetro por la dirección en que venía. Las posibilidades de que alguno de los reguladores me haya visto son escasas (yo estaba a una manzana de distancia y está oscuro como la boca del lobo), pero mi corazón no parece capaz de recuperar su ritmo normal. Me parece que estoy jugando a un videojuego gigante o intentando resolver una ecuación matemática realmente complicada: «Una chica intenta eludir a cuarenta equipos de redada de entre quince y veinte personas cada uno, extendidos en un radio de unos once kilómetros. Si tiene que caminar durante tres kilómetros por el centro, ¿cuáles son las probabilidades de que mañana amanezca en un calabozo? (Está permitido redondear a 3,14)».

Antes de la gran operación policial, Deering Highlands era uno de los mejores barrios de Portland. Las casas eran grandes y nuevas, al menos para Maine. Habían sido construidas en los últimos cien años, y tenían cancelas, setos y plantas, como sucedía en la calle de las Lilas o el camino de los Árboles. Todavía quedan algunas familias que aguantan viviendo allí, pobres de solemnidad que no pueden permitirse ir a ningún otro sitio o que no tienen permiso para una nueva residencia; pero la mayor parte del área está totalmente desierta. Nadie quiso quedarse, nadie quiso que se le asociara con la resistencia.

Lo más llamativo es lo rápido que fue desocupado el lugar. Todavía se ven juguetes oxidados tirados por la hierba y coches aparcados en algunos de los senderos de acceso, aunque la mayoría han sido saqueados: los ladrones se han llevado el metal y el plástico como si fueran cadáveres expuestos a las aves carroñeras. Toda la zona tiene el aire triste de un animal abandonado; las casas se inclinan poco a poco hacia los jardines llenos de maleza.

Normalmente, me pongo de los nervios solo con acercarme. Mucha gente dice que trae mala suerte, como pasar por un cementerio sin contener el aliento. Pero esta noche, cuando por fin llego, siento que podría ponerme a bailar en la calle. Todo está oscuro, silencioso e intacto, no se ve ni un solo anuncio de redada, no se oye ni un susurro, ni el roce de un tacón en el suelo. Aquí no han llegado los reguladores todavía. Puede que ni siquiera vengan.

Paso por las calles a toda velocidad, acelerando el paso ahora que no tengo que preocuparme tanto por mantenerme en la sombra y desplazarme sin ruido. El barrio es bastante grande, un laberinto de calles intrincadas que parecen extrañamente similares, casas que emergen de la oscuridad como barcos varados. Los jardines se han asilvestrado a lo largo de los años, los árboles extienden sus ramas retorcidas hacia el cielo y proyectan locas sombras en zigzag sobre el pavimento iluminado por la luna. Me pierdo en la calle de las Lilas; no sé cómo, consigo hacer un círculo completo y termino dos veces en el mismo cruce, pero cuando doblo por Tanglewild Lane veo una luz mortecina que alumbra a lo lejos, más allá de un enmarañado grupo de árboles, y sé que he encontrado mi objetivo.

Junto al camino de acceso hay un viejo buzón sobre un poste medio torcido. Una X negra se ve aún a duras penas en uno de los lados. Tanglewild Lane, 42.

Comprendo por qué han elegido esta casa para la fiesta. Está situada bastante lejos de la calle y rodeada por árboles tan frondosos que no puedo evitar pensar en los bosques oscuros y susurrantes del otro lado de la frontera. Subir por el sendero da un poco de miedo. Mantengo los ojos fijos en la pálida luz borrosa de la casa, que se va haciendo más grande y brillante a medida que me acerco, hasta que al final toma la forma de dos ventanas iluminadas. Las otras han sido cubiertas con algún tipo de tela, quizá para ocultar que hay alguien dentro. No funciona. Se distinguen siluetas de gente que se mueve de un lado a otro en el interior. La música está muy baja. No la oigo hasta que llego al porche, débiles sonidos amortiguados que parecen vibrar desde las tablas del suelo. Debe de haber un sótano.

Me he dado prisa para llegar, pero, ya con la mano en la puerta principal, vacilo. Tengo la palma cubierta de sudor. No he pensado mucho en cómo sacaré a todo el mundo. Si me pongo a gritar que hay una redada, provocaré una estampida. Todos saldrán a la calle a la vez, y entonces las posibilidades de volver a casa sin que nos detecten se reducirán a cero. Alguien oirá algo, los de la redada se enterarán y todos estaremos jodidos.

Me corrijo mentalmente. Ellos estarán jodidos. Yo no soy como esta gente que está al otro lado de la puerta. Yo no soy ellos.

Pero luego me acuerdo de Riley cuando se ha estremecido y se ha quedado quieto. Yo no soy de esos otros tampoco, los que hicieron eso, los que miraron. Ni siquiera los Richardson se preocuparon por salvar a su propio perro. Ni siquiera lo cubrieron cuando se estaba muriendo.

«Yo nunca haría eso. Nunca, nunca jamás. Ni aunque me hubieran operado un millón de veces. Estaba vivo. Tenía pulso, sangre y aliento, y lo dejaron ahí como si fuera basura».

Ellos. Yo. Nosotros. Ellos. Las palabras rebotan en mi cabeza. Coloco las manos en la parte trasera de mis pantalones y abro la puerta.

Hana dijo que la fiesta sería discreta, pero a mí me parece que está más abarrotada que la última, quizá porque los cuartos son diminutos y están repletos de gente. Hay una cortina asfixiante de humo de tabaco que deja un resplandor trémulo sobre todas las cosas y produce la sensación de que nos movemos bajo el agua. Hace un calor de muerte, al menos diez grados más que fuera. La gente se desplaza lentamente. Se han remangado las camisas hasta los hombros y los vaqueros hasta la rodilla, y la piel de sus brazos y piernas tiene un brillo reluciente. Por un momento, lo único que puedo hacer es quedarme mirando. «Ojalá tuviera una cámara», pienso. Si paso por alto el hecho de que hay manos que tocan manos y cuerpos que se chocan y mil cosas que son terribles y malas, puedo percibir algo bello.

Luego, me doy cuenta de que estoy perdiendo el tiempo.

Hay una chica justo delante de mí, que me impide el paso. Está de espaldas. Alargo la mano y la coloco sobre su brazo.

Su piel está tan caliente que quema. Se vuelve hacia mí, la cara roja y brillante, y estira la cabeza para oír.

—Es noche de redada —le digo, sorprendida de que la voz me salga tan firme.

La música, baja pero insistente, viene indudablemente de algún tipo de sótano. No es tan enloquecida como la última vez, pero resulta igual de extraña e igual de maravillosa. Me hace pensar en algo cálido que se desliza, en miel, en luz de sol, en hojas rojas que giran con el viento. Pero las capas de conversación, el crujido de los pasos y las tablas del suelo amortiguan su sonido.

—¿Cómo? —se aparta el cabello del oído.

Abro la boca para decir «redada», pero en lugar de mi voz, la que sale es la de otra persona: un vozarrón metálico que brama desde el exterior, una voz que vibra y parece llegar desde todos los lados al mismo tiempo, una voz que atraviesa la calidez de la música como el filo helado de una navaja sobre la piel. Al mismo tiempo, el cuarto empieza a girar en una masa de luces rojas y blancas que dan vueltas sobre rostros confusos y aterrados.

—ATENCIÓN. ESTO ES UNA REDADA. NO INTENTEN HUIR. NO INTENTEN RESISTIRSE. ESTO ES UNA REDADA.

Unos segundos después, la puerta estalla hacia dentro y un punto de luz tan brillante como el sol lo vuelve todo blanco e inmóvil, lo convierte todo en polvo y estatuas.

Luego, sueltan los perros.