doce

En las décadas anteriores al desarrollo de la cura, la enfermedad se había vuelto tan virulenta y estaba tan extendida que era muy raro que una persona llegara a la edad adulta sin haber contraído un caso grave de deliria nervosa de amor (ver «Estadísticas, Era Prefronteriza») […].

Muchos historiadores han defendido que la sociedad anterior a la cura era en sí misma un reflejo de la enfermedad, y que se caracterizaba por la división, el caos y la inestabilidad […]. Casi la mitad de todos los matrimonios terminaban en disolución […]. La incidencia del consumo de drogas se disparó, al igual que el número de muertes relacionadas con el alcohol.

La gente estaba tan desesperada por encontrar alivio y protección contra la enfermedad que se iniciaron numerosos experimentos con improvisados remedios tradicionales que eran en sí mismos mortales: se consumían brebajes a base de medicamentos para el resfriado mezclados de tal forma que constituían un compuesto extremadamente adictivo y que a menudo resultaba letal (ver «Remedios tradicionales a lo largo de la historia»).

Habitualmente, el descubrimiento de la intervención para curar los deliria se atribuye a Cormac T. Holmes, un neurocientífico que fue miembro fundador del Consorcio de Nuevos Científicos y uno de los primeros discípulos de la Nueva Religión que predica la Santísima Trinidad formada por Dios, Ciencia y Orden. Holmes fue canonizado varios años después de su muerte. Su cuerpo fue embalsamado y se encuentra en el Monumento de Todos los Santos en Washington DC (ver fotografías en las páginas 210–212).

«Antes de la Frontera», Breve historia de los Estados Unidos de América, E. D. Thompson

Una noche cálida de finales de julio, me dirijo a casa de vuelta del súper cuando oigo que alguien grita mi nombre. Me vuelvo y veo a Hana que corre colina arriba hacia mí.

—¿Pero qué te pasa? —dice mientras se acerca, jadeando un poco—. ¿Vas a pasar a mi lado sin decir nada?

Me sorprende su evidente angustia.

—No te había visto —contesto. Es la verdad.

Estoy cansada. Hoy hemos hecho inventario, hemos vaciado estanterías y repuesto paquetes de pañales, latas, rollos de papel de cocina, contando y volviéndolo a contar todo. Me duelen los brazos, y cuando cierro los ojos no veo más que códigos de barras. Estoy tan cansada que ni siquiera me da vergüenza ir por la calle con mi camiseta del Stop-N-Save manchada de pintura y como diez tallas más que la mía.

Hana aparta la vista mordiéndose el labio. No he vuelto a hablar con ella desde aquella noche en la fiesta y busco desesperadamente algo que decir, algo cotidiano y superficial. De repente me parece increíble que fuera mi mejor amiga, que pudiéramos pasar días y días juntas sin que se nos acabaran los temas de conversación, que volviera de su casa con la garganta irritada de tanto reír. En este momento es como si entre nosotras hubiera un muro de cristal, invisible pero infranqueable.

Por fin se me ocurre algo:

—Recibí mi lista de candidatos.

En el mismo momento, ella pregunta:

—¿Por qué no me has devuelto las llamadas?

Las dos nos interrumpimos, sorprendidas, y rompemos a hablar de nuevo a la vez.

—¿Que me has llamado? —digo yo.

—¿Has aceptado ya? —pregunta ella.

—Tú primero —resuelvo.

La verdad es que parece incómoda. Mira al cielo, a un niño pequeño que está al otro lado de la calle con un bañador holgado, a los dos hombres que cargan cubos de algo en un camión calle abajo, a cualquier lado menos a mí.

—Te he dejado… como… tres mensajes.

—Pues no he recibido ninguno —replico rápidamente, mientras el corazón se me acelera.

Durante semanas he estado mosqueada porque Hana no intentara ponerse en contacto conmigo después de la fiesta. Mosqueada y dolida. Pero me dije que quizá era mejor así. Me dije que había cambiado, que probablemente ya no tenía mucho que decirme.

Me mira como tratando de decidir si estoy diciendo la verdad.

—¿Carol no te dijo que había llamado?

—No, te lo juro —me siento tan aliviada que me río.

En ese momento me doy cuenta de cuánto la he echado de menos. Incluso cuando está furiosa conmigo, es la única persona que realmente se ha preocupado de mí porque quería, no porque tuviera la obligación familiar de hacerlo, por deber o responsabilidad o todos esos rollos que según el Manual de FSS son tan importantes. Todas las otras personas en mi vida —Carol, mis primas, las otras chicas de St. Anne, incluso Rachel— solo han pasado tiempo conmigo porque estaban obligadas.

—No tenía ni idea —aclaro.

Sin embargo, Hana no se ríe. Frunce el ceño.

—No te preocupes. No pasa nada.

—Oye, Hana…

—Ya te lo he dicho, no tiene importancia —me interrumpe. Se cruza de brazos y se encoge de hombros. No sé si me cree o no, pero está claro que las cosas son diferentes después de todo. Esto no va a ser un gran reencuentro feliz—. Así que… ¿ya te han emparejado?

Ahora su tono es educado y un poco formal, así que yo lo adopto también.

—Brian Scharff. He aceptado. ¿Y tú?

Asiente. Se le mueve un músculo en la comisura de los labios, casi imperceptible.

—Fred Hargrove.

—¿Hargrove? ¿Como el alcalde?

—Su hijo —corrobora; luego vuelve a apartar la mirada.

—Vaya, enhorabuena.

No puedo evitar sentirme impresionada. Hana debe de haber sacado una buenísima nota en las evaluaciones. No es que me sorprenda, la verdad.

—Sí. Qué suerte tengo.

Su voz carece por completo de entonación. No sé si está siendo sarcástica. Pero el hecho es que tiene suerte, tanto si es consciente de ello como si no.

Y esa es la cuestión. Aunque estamos en el mismo trozo de pavimento inundado de sol, lo mismo podríamos estar a miles de kilómetros de distancia.

«Venís de diferentes comienzos y llegaréis a diferentes finales». Es un viejo dicho, algo que Carol solía repetir. Nunca comprendí lo cierto que era hasta este momento.

Debe de ser por eso por lo que la tía no me dijo que Hana había llamado. Tres llamadas son muchas para olvidarse, y Carol es bastante cuidadosa con esas cosas. Tal vez estaba intentando acelerar lo inevitable, llevarnos más rápido a la meta, a la parte en la que Hana y yo ya no somos amigas. La tía sabe que después de la operación, cuando el pasado y nuestra historia compartida hayan aflojado su presión sobre nosotras, cuando dejemos de sentir nuestros recuerdos con tanta intensidad, no tendremos nada en común. Carol, probablemente, intente protegerme a su manera.

No sirve de nada pedirle explicaciones. No lo negará. Se limitará a lanzarme una de sus miradas inexpresivas y me soltará un proverbio del Manual de FSS: «Los sentimientos no son para siempre. El tiempo no espera a nadie, pero el progreso espera a que el hombre lo haga realidad».

—¿Vas hacia casa?

Hana sigue mirándome como a una extraña.

—Claro —me señalo la camiseta—. Supongo que debería esconderme antes de deslumbrar a alguien con mi atuendo.

Una leve sonrisa recorre su cara.

—Te acompaño —dice, y eso me sorprende.

Durante un trecho caminamos en silencio. No falta mucho para mi casa y me preocupa que recorramos todo el trayecto de regreso sin decir nada. Nunca he visto a Hana tan callada, y eso me pone nerviosa.

—¿De dónde vienes? —pregunto, solo por decir algo.

A mi lado. Hana se sobresalta como si la hubiera despertado de un sueño.

—Del East End —dice—. Tengo un programa estricto de bronceado.

Acerca su brazo al mío. Está al menos siete tonos más moreno. El mío sigue pálido, quizá con más pecas que en invierno.

—Tú no, ¿eh? —esta vez sonríe de verdad.

—Pues… no, no he bajado mucho a la playa.

A fuerza de desearlo, consigo no ponerme apenas colorada.

Por suerte, Hana no se da cuenta o, si lo hace, no dice nada.

—Lo sé. Te he estado buscando.

—¿De veras?

La miro con el rabillo del ojo.

Pone los ojos en blanco. Me alegra ver que está volviendo a su actitud natural.

—Bueno, sin pasarse. Pero he bajado unas cuantas veces, sí. No te he visto nunca.

—He estado trabajando mucho… —digo. No añado: «… para evitar el East End, la verdad».

—¿Sigues corriendo?

—No. Demasiado calor.

—Yo tampoco. Decidí esperar hasta el otoño —caminamos un poco más en silencio y luego ella me mira alzando la cabeza, con los ojos entrecerrados—. Bueno, ¿y qué más?

Su pregunta me pilla con la guardia baja.

—¿Qué quieres decir con «qué más»?

—Eso es lo que quiero decir. O sea, ¿qué más? Venga. Lena, este es nuestro último verano, ¿recuerdas? El último verano de libertad sin responsabilidades y bla, bla, bla, todas esas cosas buenas. Así que ¿qué has estado haciendo? ¿Dónde te has metido?

—Pues yo… nada. No he hecho nada.

Este era el objetivo: mantenerme lejos de los problemas, hacer lo mínimo posible, pero expresarlo con palabras me hace sentir un poco triste. El verano parece estarse estrechando rápidamente, encogiéndose hasta convertirse en un puntito, sin que yo haya tenido la oportunidad de disfrutarlo. Ya casi estamos en agosto. Nos quedan otras cinco semanas de calor antes de que el viento empiece a soplar cortante por la noche y a las hojas les salga un ribete dorado.

—Y tú, ¿qué? ¿Está siendo un buen verano? —le pregunto.

—Lo normal —Hana se encoge de hombros—. He ido mucho a la playa. Y a ratos he estado cuidando a los niños de los Farrell.

—¿De veras?

Arrugo la nariz. Hana siempre ha detestado a los niños. Dice que son demasiado pegajosos y dependientes, como caramelos olvidados en un bolsillo.

Hace una mueca.

—Pues sí, por desgracia. Mis padres decidieron que necesitaba practicar «manejo del hogar» o alguna chorrada por el estilo. ¿Sabes que me están haciendo calcular un presupuesto? Como si pensar en la forma de gastar sesenta dólares a la semana fuera a enseñarme cómo pagar las facturas, cómo ser responsable o algo así.

—¿Y por qué? Total, tú no vas a tener que ajustarte a un presupuesto nunca.

No quiero parecer amargada, pero ahí está la diferencia en el futuro que nos espera a ambas, abriendo una nueva brecha.

Después de eso nos quedamos en silencio. Ella aparta la vista, entrecerrando los ojos ligeramente por la luz. Quizá es solo que me siento deprimida por lo rápido que está pasando el verano, pero me empiezan a llegar los recuerdos, muchos y rápido, como naipes que se barajan en mi mente: Hana que se cruza de brazos al abrir la puerta del baño en aquel primer día de segundo mientras suelta: «¿Es por tu mamá?»; las dos despiertas más allá de medianoche una de las pocas veces que nos permiten dormir juntas; las dos a carcajadas imaginándonos candidatos asombrosos o imposibles para nuestros emparejamientos, como el presidente de los Estados Unidos o los protagonistas de nuestras películas favoritas; las dos corriendo mientras los pies golpean el pavimento en tándem, como el ritmo de un solo corazón; las dos nadando con las tablas en la playa; las dos comprando conos triples de helado en el camino a casa y discutiendo si la vainilla es mejor que el chocolate. Las dos.

Las mejores amigas durante diez años y al final todo se reduce al filo de un bisturí, al movimiento de un rayo láser que atraviesa el cerebro, a un destello del instrumental quirúrgico. Toda esa historia y su importancia son seccionadas y se alejan flotando como un globo extirpado. Dentro de dos años, dentro de dos meses, ella y yo nos cruzaremos por la calle sin intercambiar más que un saludo educado, personas distintas, mundos diferentes, dos estrellas que giran en silencio, separadas por miles de kilómetros de espacio oscuro.

La segregación se equivoca. De quien deberían protegernos es de la gente que al final nos abandonará, de toda la gente que desaparecerá o nos olvidará.

—¿Te acuerdas de todos nuestros planes para este verano? ¿De todas las cosas que dijimos que íbamos a hacer por fin? —por la pregunta deduzco que ella también se siente nostálgica.

—Colarnos en la piscina de la Escuela Spencer… —no vacilo ni un segundo.

—… y nadar en ropa interior —completa Hana.

—Saltar la valla de Granjas Cherryhill… —sonrío.

—… y beber sirope de arce directamente de los barriles.

—Correr todo el camino desde la colina hasta el aeropuerto viejo.

—Bajar con las bicis por Suicide Point.

—Intentar encontrar aquella tirolina de la que nos habló Sarah Miller. La que está sobre el río Fore.

—Meternos a escondidas en el cine y vernos cuatro películas una tras otra.

—Terminarnos la supercopa de helado Trasgo en Mae’s.

Sonrío de oreja a oreja. Y Hana también.

—«¡Una copa pantagruélica solo para enormes apetitos, que incluye trece bolas, nata montada, caramelo caliente…!» —cito de memoria.

—«¡Y todos los extras que vosotros, pequeños monstruos, podáis digerir!» —remata Hana.

Nos reímos. Hemos leído ese letrero unas mil veces. Llevamos comentando la posibilidad de lanzar un segundo ataque a la copa Trasgo desde cuarto. Fue entonces cuando lo intentamos por primera vez. Hana se empeñó en ir allí conmigo para celebrar su cumpleaños. Nos pasamos el resto de la noche abrazándonos la tripa en el suelo de su baño, y solamente habíamos conseguido comer siete de las trece bolas de helado.

Hemos llegado a mi calle. Algunos niños juegan en mitad de la calzada. Es un partido de fútbol improvisado. Le dan patadas a una lata y gritan, cuerpos morenos y brillantes por el sudor. Veo a Jenny entre ellos. Mientras miro, una niña trata de moverla de su sitio a codazos y Jenny se vuelve y la tira al suelo de un empujón. La niña se pone a llorar. Nadie sale de las casas, ni siquiera cuando la voz de la pequeña se eleva in crescendo hasta alcanzar un grito agudo, como una sirena. En alguna ventana aletea una cortina o un trapo de cocina. Aparte de eso, siguen silenciosas, inmóviles.

Estoy desesperada por mantener el buen rollo, por arreglar las cosas con Hana, aunque sea solo durante un mes.

—Oye, Hana —me da la sensación de que pronuncio las palabras a través de un enorme bulto en la garganta, me noto casi tan nerviosa como antes de las evaluaciones—. Esta noche ponen en el parque El detective defectuoso. Programa doble. Michael Wynn. Podemos ir juntas si te apetece.

El detective defectuoso nos encantaba cuando éramos pequeñas. Es una película sobre un detective que en realidad es un inepto, y su fiel ayudante, que es su perro. Es el animal quien siempre acaba resolviendo los crímenes. Muchos actores han interpretado el papel protagonista, pero nuestro favorito es Michael Wynn. De niñas rezábamos para que nos emparejaran con él.

—¿Esta noche?

La sonrisa de Hana decae y se me agarrota el estómago. «Tonta, tonta», pienso. «Total, ¿qué más da?».

—Si no puedes, no importa. No pasa nada. Solo era una idea —digo rápidamente apartando la vista para que no note lo decepcionada que estoy.

—No…, la verdad es que si quiero, pero… —Hana toma aire. Odio esto, odio lo incómodas que estamos las dos—. Es que tengo una fiesta —se corrige rápidamente—, una movida para la que se supone que ya he quedado con Angélica Marston.

Noto como un puñetazo en la boca del estómago. Es asombroso cómo una frase puede destrozarte las entrañas, así, sin más. Dicen que una palabra hiere más profundamente que una espada; nunca me había dado cuenta de lo cierto que es.

—¿Desde cuándo sales con Angélica Marston?

Una vez más intento que mi voz no suene resentida, pero me doy cuenta de que parezco la hermana quejica de alguien, que gimotea porque la han dejado fuera de un juego. Me muerdo el labio y me aparto, furiosa conmigo misma.

—La verdad es que no es tan tonta —dice Hana suavemente.

Lo noto en su voz: siente pena por mí. Eso es peor que cualquier otra cosa. Casi preferiría que estuviéramos gritándonos otra vez, como aquel día en su casa; incluso eso sería mejor que este cuidadoso tono de voz, que la forma en que evitamos herirnos la una a la otra.

—En realidad no es engreída. Es solo que es tímida, supongo —aclara.

Angélica Marston hizo tercero el año pasado. Hana se burlaba de ella por cómo llevaba el uniforme, siempre impecablemente planchado e impoluto, con el cuello de la camisa doblado de forma precisa y la falda exactamente por la rodilla. Hana decía que Angélica Marston se había tragado un palo de escoba porque su padre era un científico importante en los laboratorios. Y lo cierto es que caminaba un poco así, toda cuidadosa y como estreñida.

—Pero si antes la odiabas —suelto. Parece que las palabras no piden permiso al cerebro antes de salir disparadas de mi boca.

—No la odiaba —dice como si estuviera intentando explicarle álgebra a un niño de dos años—. Es que no la conocía. Siempre pensé que era una bruja, ¿entiendes? Por su ropa y todo eso. Pero es cosa de sus padres. Son muy estrictos, superprotectores y demás —mueve la cabeza—. Ella no es así. Es… distinta.

Esa palabra parece vibrar en el aire durante un segundo: distinta. Por un momento veo una imagen de Hana y Angélica, tomadas del brazo, intentando no reírse, escabullándose por las calles después del toque de queda. Angélica sin miedo, bella y pertida, como Hana. Expulso la imagen de mi mente. Calle abajo, uno de los chicos le pega un buen puntapié a la lata, que se desliza entre otros dos botes abollados colocados en la calzada como portería improvisada. La mitad de los chavales se ponen a dar saltos levantando el puño: los otros, incluyendo a Jenny, gesticulan y gritan algo sobre un fuera de juego. Por primera vez se me ocurre pensar en lo fea que le debe de parecer mi calle a Hana, con todas las casas apretujadas, sin cristales en la mitad de las ventanas, con los porches hundidos por el centro como colchones viejos y castigados. Es tan distinta de las avenidas limpias y silenciosas del West End, con sus coches relucientes y mudos, y los setos verdes…

—Podrías venir —dice Hana en voz baja.

Una oleada de odio se apodera de mí. Odio por mi vida, por su estrechez y sus espacios sobrecargados: odio por Angélica Marston, con su sonrisa secreta y sus padres ricos: odio por Hana, por ser tan tonta, tan cabezota y tan poco atenta, lo primero y principal, y por dejarme atrás antes de que yo estuviera lista para ser dejada. Aunque por debajo de todas esas capas hay algo más, un filo de infelicidad al rojo vivo, que destella en lo más profundo de mí ser. No puedo nombrarlo, ni siquiera enfocarlo claramente, pero de algún modo comprendo que es esa insatisfacción mía lo que más me enfada de todo.

—Gracias por la invitación —contesto, sin preocuparme de que no se note el sarcasmo—. Parece que va a ser un buen jolgorio. ¿Irán chicos también?

O Hana no nota el tono de mi voz —que lo dudo—, o prefiere ignorarlo.

—Esa es la idea —contesta inexpresiva—. Bueno, y música.

—¿Música? —pregunto. No puedo evitar parecer interesada—. ¿Como la última vez?

Su cara se ilumina.

—Sí, bueno, no. Otro grupo. Pero me han dicho que esos tíos son alucinantes, incluso mejores que los de la última vez —hace una pausa, y luego insiste en voz baja—: Podrías venir con nosotras.

A pesar de todo, lo de la música me hace vacilar. En los días siguientes a la fiesta de la granja Roaring Brook, parecía que los fragmentos de las canciones que había escuchado me seguían a todas partes. Los oía aleteando en el viento, los sentía cantando en el océano y gimiendo entre las paredes de la casa. A veces me despertaba en mitad de la noche, empapada en sudor, con el corazón acelerado, escuchando las notas que resonaban en mi oído. Pero cada vez que estaba despierta e intentaba conscientemente recordar las melodías, tararear algunas notas o rememorar los acordes, no podía.

Hana me mira expectante, aguardando mi respuesta. Por un momento, hasta me siento mal por ella. Quiero hacerla feliz, como siempre he tratado de hacer, quiero verla dar un salto de alegría con el puño en alto y una de sus famosas sonrisas. Pero luego me acuerdo de que ahora tiene a Angélica Marston y algo se me endurece en la garganta; saber que voy a decepcionarla me produce una especie de sorda satisfacción.

—Creo que paso —digo—. Pero gracias de todos modos.

Hana se encoge de hombros y noto que tiene que hacer un esfuerzo para fingir que no pasa nada.

—Por si cambias de opinión… —esboza una sonrisa, pero no puede mantenerla más de un segundo—. Tanglewild Lane. En Deering Highlands. Sabes dónde encontrarme.

Deering Highlands. Claro. Es un distrito abandonado fuera de la península. Hace diez años, el gobierno descubrió a varios simpatizantes y, si los rumores son ciertos, incluso algunos inválidos que vivían juntos en una de las grandes mansiones de esa zona. Fue un gran escándalo, precedido de una operación secreta que duró un año y terminó con una gran redada. Al final, se ejecutó a cuarenta y dos personas y otras doscientas fueron enviadas a las Criptas. Desde entonces Deering Highlands ha sido una ciudad fantasma, olvidada, condenada, evitada.

—Sí, bueno. Tú también sabes dónde encontrarme —hago un gesto señalando calle abajo.

—Sí.

Hana se mira los pies, salta de uno al otro. No queda nada que decir, pero no puedo soportar la idea de darme la vuelta y alejarme. Tengo el horrible presentimiento de que esta va a ser la última vez que la veo hasta que estemos curadas. De repente, el miedo se apodera de mí; desearía que fuera posible dar marcha atrás en nuestra conversación, retirar todas las cosas mezquinas o sarcásticas que he dicho, decirle que la echo de menos y que quiero que volvamos a ser amigas otra vez.

Pero justo cuando estoy a punto de abrir mi corazón, me hace un gesto rápido de despedida y dice:

—Venga, vale. Nos vemos —y así, el punto de inflexión desaparece, y con él mi oportunidad de hablar.

—Vale. Hasta luego.

Hana comienza a andar y yo me quedo mirando cómo se marcha. Noto la urgencia de memorizar su paso, de imprimírmelo en la memoria de algún modo, justo así como es ella. Pero mientras la veo titubear entre la poderosa luz del sol y la sombra, su silueta se confunde en mi mente con otra, una silueta que entra y sale de la oscuridad, a punto de saltar del acantilado, y ya no sé a quién estoy mirando. De repente, los bordes del mundo se vuelven borrosos y siento un dolor agudo en la garganta, así que me doy la vuelta y camino deprisa hacia casa.

—Lena —me llama, justo antes de que llegue a la cancela.

Me giro con el corazón dando saltos. Quizá sea ella la que lo diga: «Te echo de menos. Volvamos a ser amigas».

A pesar de los quince metros que nos separan, noto que vacila. Luego hace un gesto leve con la mano y grita:

—No importa.

Esta vez no titubea cuando se da la vuelta. Camina rápidamente hacia delante, dobla una esquina y desaparece.

¿Pero qué esperaba yo?

Ese es el quid de la cuestión, después de todo. No se puede volver atrás.