Miradlo de esta forma: cuando fuera hace frío y os castañetean los dientes, os envolvéis en un abrigo de invierno y os ponéis bufandas y guantes para no contagiaros de la gripe. Pues las fronteras son como gorros, bufandas y abrigos de invierno para el país entero. Mantienen alejada a la peor de las enfermedades para que todos podamos seguir sanos. Cuando se establecieron las fronteras, al presidente y al Consorcio les quedaba una última cuestión de la que ocuparse, antes de que todos nosotros pudiéramos sentirnos felices y a salvo. La Gran Desinfección* (a veces llamada Gran Campaña de Bombardeo) duró menos de un mes, y después todos los espacios salvajes quedaron libres de la enfermedad. Intervinimos en esa zona a la antigua usanza y rascamos y rascamos hasta limpiar los puntos problemáticos, justo como cuando tu mamá limpia las encimeras de la cocina con un estropajo, tan fácil como contar hasta tres.
* Desinfección:
1. Aplicación de medidas sanitarias con el fin de limpiar o de proteger la salud.
2. Eliminación de aguas residuales y desperdicios.
Manual de historia para niños del doctor Richard. Capítulo 1
Aquí va un secreto sobre mi familia: varios meses antes de la fecha prevista para su operación, mi hermana contrajo los deliria. Se enamoró de un chico llamado Thomas, que también era incurado. Se pasaban el día tumbados en un campo de flores silvestres, protegiéndose los ojos del sol, susurrándose promesas que nunca pudieron mantener. Ella lloraba todo el tiempo, y una vez me confesó que a Thomas le gustaba besarla para que dejara de llorar. Todavía en este momento, cuando pienso en aquellos días en que yo tenía solo ocho años, me viene a la boca el sabor salado de las lágrimas.
Poco a poco, la enfermedad se fue introduciendo más y más en ella, como un animal que la mordisqueara desde dentro.
Mi hermana no podía comer. Lo poco que conseguíamos que tragara lo vomitaba casi instantáneamente, y yo temía por su vida.
Thomas le rompió el corazón, por supuesto, lo que no sorprendió a nadie. El Manual de FSS dice: «Los deliria nervosa de amor producen cambios en la corteza prefrontal del cerebro, lo que provoca fantasías y falsas ilusiones que, una vez rotas, conducen a su vez a la devastación psíquica» («Efectos», p. 36). Después de la decepción, mi hermana no hacía otra cosa que quedarse en la cama y mirar las sombras que se movían lentamente por las paredes; las costillas se le marcaban bajo la piel pálida como trozos de madera asomando del agua.
Incluso entonces se negó a ser intervenida y rechazó el consuelo que le podía proporcionar la cura. El día de la operación hicieron falta cuatro científicos y varias jeringuillas de tranquilizante para que se sometiera, para que dejara de arañar con aquellas uñas largas y afiladas que no se había cortado desde hacía semanas, para que dejara de gritar y maldecir y llamar a Thomas. Los vi venir a por ella para llevarla a los laboratorios; yo estaba sentada en un rincón, aterrada, mientras ella escupía, bufaba y daba patadas, y me acordé de mi madre y de mi padre.
Esa tarde, aunque a mí todavía me faltaba más de una década para alcanzar la seguridad, empecé a contar los meses para mi operación.
Al final, mi hermana fue curada. Volvió a mí dulce y contenta, con las uñas redondas e impecables, el cabello recogido atrás en una trenza larga y gruesa. Varios meses más tarde, se prometió con un informático, más o menos de su edad, y algunas semanas después de que ella terminara la carrera, se casaron con las manos ligeramente unidas bajo el toldo, ambos mirando hacia delante como si pudieran ver un futuro de días libres de preocupación, descontento o desacuerdo, un futuro de días idénticos como una hilera de burbujas bien formadas.
Thomas también fue curado. Se casó con la antigua mejor amiga de mi hermana, y ahora todos son felices. Rachel me dijo hace unos meses que las dos parejas se ven a menudo en picnics y fiestas del barrio, ya que viven bastante cerca, en el East End. Los cuatro se sientan y mantienen conversaciones serenas y educadas, sin que un solo destello del pasado perturbe lo tranquilo y lo perfecto del presente.
Eso es lo bueno de la cura. Nadie menciona aquellos días calurosos y perdidos en aquel campo, cuando Thomas besaba a Rachel para que dejara de llorar y se inventaba mundos para prometérselos, o cuando ella se desgarraba la piel de los brazos ante la sola idea de vivir sin él. Estoy segura de que se avergüenza de su pasado, si es que lo recuerda. Es cierto, ya no la veo tan a menudo, solo una vez cada dos meses, cuando se acuerda de que debe pasarse de vez en cuando por casa, y en ese sentido se podría incluso decir que con la operación he perdido un poco de ella. Pero eso no importa. Lo que importa es que está protegida. Lo que importa es que está a salvo.
Te voy a contar otro secreto, este por tu propio bien. Puedes pensar que el pasado tiene algo que decirte. Puedes pensar que deberías escuchar, esforzarte por distinguir susurros, que deberías hacer lo imposible, inclinarte para escuchar la voz que murmura desde el suelo, desde los lugares muertos. Puede que pienses que ahí vas a encontrar algo, algo que comprender o a lo que encontrar un sentido.
Pero yo sé la verdad. La conozco de las noches de frialdad. Sé que el pasado va a tirar de ti hacia abajo y hacia atrás, que te va a engañar con el susurro del viento y los gemidos de los árboles, que te va a impulsar a descifrar lo que no entiendes, a recomponer lo que estaba roto. No hay esperanza. El pasado no es más que un lastre. Se instala en tu interior como una piedra.
Hazme caso. Si oyes que el pasado te habla, si sientes que tira de tu espalda y que te pasa los dedos por la columna, lo mejor que puedes hacer, lo único, es correr.
En los días siguientes a la confesión de Álex, vigilo la posible aparición de síntomas de la enfermedad. Mientras estoy en el súper de mi tío a cargo de la caja, me inclino hacia delante apoyándome en el codo y descanso la mano en la mejilla para poder doblar los dedos hacia el cuello y tomarme el pulso. Necesito asegurarme de que es normal. Por las mañanas hago respiraciones largas y lentas, para ver si oigo ruidos extraños o percibo síntomas de dificultad en mis pulmones. Me lavo las manos constantemente. Sé que los deliria no son como un catarro, que no te puedes infectar si la gente estornuda cerca de ti, pero igualmente es algo contagioso, y cuando me levanto el día después de nuestro encuentro en el East End con los brazos y las piernas aún pesados, la cabeza inflada como una burbuja y un dolor en la garganta que se niega a irse, mi primera idea es que me he contaminado.
Unos días después, me siento mejor. Lo único extraño es la forma en que mis sentidos parecen haberse apagado. Todo parece descolorido, como una fotocopia en color pero de mala calidad. Tengo que echarme un montón de sal en la comida para que sepa a algo, y cada vez que la tía se dirige a mí, me parece que su voz ha bajado de volumen varios decibelios. Pero leo en el Manual de FSS todos los síntomas identificados de deliria y no veo nada que se corresponda con lo que me está pasando, de modo que al final asumo que estoy a salvo.
Aun así, tomo precauciones, resuelta a no dar ni un paso en falso, resuelta a demostrarme a mí misma que no soy como mi madre, que lo que sucedió con Álex fue una casualidad, un error, un accidente terrible, terrible. No puedo ignorar lo cerca que estuve del peligro. Ni siquiera quiero pensar en lo que habría sucedido si alguien se hubiera enterado de lo que es, si alguien hubiera sabido que estuvimos juntos temblando en el agua, que hablamos, que reímos, que nos tocamos. Me dan ganas de vomitar. Tengo que repetirme a mí misma que me faltan menos de dos meses para la operación. Todo lo que tengo que hacer es no llamar la atención, sobrevivir durante las siguientes siete semanas, y todo irá bien.
Cada tarde vuelvo a casa dos horas antes del toque de queda. Me ofrezco voluntaria para trabajar días extra en la tienda y ni siquiera reclamo mi tarifa normal de ocho dólares a la hora. Hana no me llama. Tampoco yo la llamo. Ayudo a mi tía a preparar la cena y recojo y lavo los platos sin que me lo pidan. Gracie está en la escuela de verano (solo está en primero y ya hablan de que repita curso), y cada noche me la siento en el regazo y la ayudo a hacer su tarea, susurrándole al oído, rogándole que hable, que se concentre, que escuche, engatusándola hasta que por fin escribe al menos la mitad de las respuestas en su cuaderno.
Una semana después, la tía deja de mirarme con aire de sospecha cada vez que entro en casa, deja de exigir que le cuente dónde he estado, y se me quita otro peso de encima. Vuelve a confiar en mí. No fue fácil explicar por qué diablos Sophia Hennerson y yo decidimos de repente ir a nadar al mar, con la ropa puesta además, justo después de una gran cena familiar, y resulta incluso más difícil justificar por qué llegué a casa pálida y temblorosa. Me di cuenta perfectamente de que mi tía no se lo creía. Pero después de un tiempo vuelve a tranquilizarse, deja de mirarme con desconfianza, como si yo fuera un animal enjaulado capaz de volverse salvaje en cualquier momento.
Transcurren los días, el tiempo pasa despacio, los segundos caen hacia delante con un chasquido, como piezas de dominó que se vienen abajo una detrás de otra. Cada día, el calor se hace más intenso. Avanza arrastrándose por las calles de Portland, se ceba en los contenedores, hace que la ciudad huela como un sobaco gigantesco. Las paredes sudan, los carritos tosen y se estremecen, y cada día la gente se junta frente a los edificios municipales, implorando esa breve bocanada de aire frío que sale cada vez que las puertas automáticas se abren con un zumbido para que entre o salga algún regulador, político o guardia.
Tengo que dejar de salir a correr. La última vez que hago una ruta completa, me doy cuenta de que mis pies me llevan hasta la plaza de Monument Square, pasando por el Gobernador. El sol es una neblina blanca en lo alto, todos los edificios se recortan nítidamente contra el cielo como una fila de dientes metálicos. Al llegar a la estatua estoy jadeante, agotada, y me da vueltas la cabeza. Cuando me agarro al brazo de la figura y me aúpo hasta el pedestal, el metal arde bajo mi mano y el mundo da vueltas enloquecido, con zigzags de luz en todas direcciones. Hasta cierto punto soy consciente de que debería meterme en algún sitio, alejarme del calor, pero tengo la mente confusa, así que voy y meto los dedos en el agujero del puño. No sé lo que estoy buscando. Álex ya me dijo que la nota que me dejó meses atrás debía de estar hecha una bola a estas alturas. Saco los dedos pegajosos, con chicle medio derretido entre el pulgar y el índice, pero sigo rebuscando. Y entonces noto algo que se me desliza entre los dedos, fresco y liso, doblado en cuatro: una nota.
Estoy medio loca de emoción al abrirla, pero sigo sin esperar que sea de él. Mis manos tiemblan mientras leo.
Lena:
Lo siento muchísimo. Por favor, perdóname.
Álex
No recuerdo el trayecto hasta casa, y la tía me encuentra más tarde medio desmayada en el pasillo, murmurando entre dientes. Me tiene que preparar un baño con hielo para conseguir que me baje la fiebre. Cuando por fin vuelvo en mí, no encuentro la nota por ningún sitio. Debo de haberla perdido, y me siento aliviada y decepcionada a partes iguales. Esa noche leemos que el Edificio del Tiempo y la Temperatura alcanzó los 39 grados, el día más caluroso desde que se vienen haciendo registros.
La tía me prohíbe que corra al aire libre durante el resto del verano. No discuto. No confío en mí misma, no estoy segura de que mis pies no me vayan a llevar de vuelta al Gobernador, a la playa del East End, a los laboratorios.
Me asignan una nueva fecha para las evaluaciones y paso los días frente al espejo ensayando las respuestas. La tía insiste en acompañarme de nuevo, pero esta vez no veo a Hana. No veo a nadie conocido. Hasta los evaluadores son diferentes: rostros ovalados que flotan, persos matices de moreno y rosado en dos dimensiones, como dibujos sombreados. Esta vez no tengo miedo. No siento nada.
Respondo todas las preguntas exactamente como debo hacerlo. Cuando me preguntan por mi color favorito, durante el más pequeño, el más breve de los segundos, mi mente parpadea en un cielo del color de la plata bruñida, y me parece oír una palabra, «gris», susurrada en voz baja en mi oído.
Contesto:
—Azul —y todo el mundo sonríe.
Contesto:
—Quisiera estudiar Psicología y Regulación Social.
Contesto:
—Me gusta escuchar música, pero no demasiado alta.
Contesto:
—La definición de felicidad es «seguridad».
Sonrisas, sonrisas, sonrisas por todas partes, una sala llena de dientes.
Cuando voy a salir, me parece ver una sombra que se mueve, apenas un parpadeo en el borde de mi campo visual. Alzo la vista hacia la plataforma de observación. Evidentemente, está vacía.
Dos días después, recibo los resultados de los exámenes de reválida: apta en todos. Y mi nota final: ocho. La tía me abraza por primera vez en años. El tío me da una palmadita incómoda en el hombro, y en la cena me sirve la ración más grande de pollo. Hasta Jenny está impresionada. Gracie me embiste en la pierna con la cabeza, una, dos, tres veces, y me aparto de ella y le digo que deje de molestar. Sé que está disgustada porque la voy a abandonar.
Pero así es la vida, y cuanto antes se haga a la idea, mejor.
Recibo también mis «candidatos aprobados», una lista de cuatro nombres con datos: edad, calificaciones, intereses, trayectoria profesional recomendada, proyecciones salariales, todo impreso ordenadamente en una hoja de papel blanco con el emblema de la ciudad de Portland en el encabezamiento.
Por lo menos, Andrew Marcus no aparece. Solo reconozco un nombre: Chris McDonnell. Tiene el pelo rojizo y brillante y dientes de conejo. Solo lo conozco porque una vez, el año pasado, cuando yo estaba jugando fuera con Gracie, él se puso a canturrear: «Ahí van la retrasada y la huérfana», y sin pensar lo que hacía, cogí una piedra del suelo, me volví y se la tiré. Le di en la sien. Por un momento se le cruzaron y descruzaron los ojos. Se llevó los dedos a la cabeza, y cuando los apartó estaban manchados de sangre. Durante los días siguientes me daba pánico salir, temiendo que me detuvieran y me echaran a las Criptas. El señor McDonnell es dueño de una empresa de servicios tecnológicos, y además trabaja como regulador voluntario. Estaba convencida de que iba a venir a por mí por lo que le había hecho a su hijo.
Chris McDonnell. Phinneas Jonston. Edward Wung. Brian Scharff. Me quedo mirando los nombres durante tanto tiempo que las letras se recolocan formando palabras sin sentido, como balbuceos de bebé. No cae. Coge Chris. Da todo.
A mediados de julio, cuando faltan solo siete semanas para mi intervención, llega el momento de decidir. Voy ordenando mis preferencias de forma arbitraria, asignando un número a cada nombre: Phinneas Jonston (1); Chris McDonnell (2); Brian Scharff (3); Edward Wung (4). Ellos también presentarán sus opciones y los evaluadores harán todo lo posible por encontrar una correspondencia.
Dos días después, recibo la notificación oficial. Voy a pasar el resto de mi vida con Brian Scharff, cuyas aficiones son «ver las noticias» y el «béisbol de fantasía», que tiene intenciones de trabajar «en el gremio de electricistas» y que espera «llegar a ganar 45.000 dólares», un salario que «permitiría mantener a dos o tres hijos». Me comprometeré con él antes de empezar en la Universidad Regional de Portland en el otoño. Cuando yo me gradúe, nos casaremos.
Por las noches duermo sin sueños. Por las mañanas me despierto aturdida.