SÍNTOMAS DE LOS «DELIRIA NERVOSA DE AMOR»
FASE 1
Preocupación, dificultad de concentración. Sequedad de boca. Transpiración, palmas sudorosas. Mareos y desorientación. Conciencia mental reducida, pensamientos acelerados, habilidades de razonamiento amenazadas.
FASE 2
Periodos de euforia; risa histérica y energía intensificada. Periodos de desesperación, letargo. Alteraciones en el apetito; rápidas pérdidas o ganancias de peso.
Obsesión; pérdida de otros intereses. Habilidades de razonamiento deficientes; distorsión de la realidad. Alteración de los patrones de sueño; insomnio o fatiga constantes. Pensamientos y acciones obsesivas. Paranoia; inseguridad.
FASE 3 (CRÍTICA)
Dificultades respiratorias. Dolores en pecho, garganta o estómago. Dificultades para tragar; rechazo a ingerir alimentos. Completo colapso de las facultades racionales; comportamiento errático; fantasías y pensamientos violentos; alucinaciones y delirios.
FASE 4 (MORTAL)
Parálisis física o emocional (parcial o total). Muerte.
Si teme que usted mismo o alguien que conoce puede haber contraído deliria, por favor, llame al teléfono de emergencia libre de cargo 1-800-PREVENCIÓN para concertar admisión y tratamiento inmediatos.
Nunca había comprendido cómo Hana podía mentir tan a menudo y con tanta facilidad. Pero, como sucede con todo, mentir se hace más fácil cuanto más se practica.
Y así, cuando llego a casa del trabajo al día siguiente y Carol me pregunta si me importa comer perritos calientes por cuarta noche consecutiva (consecuencia de un excedente en una remesa del súper; una vez estuvimos dos semanas completas comiendo a diario alubias cocidas), contesto que, en realidad, Sophia Hennerson, una compañera de la escuela, nos ha invitado a mí y a otras chicas a cenar. Ni siquiera tengo que pensarlo. La mentira sale sola. Y aunque todavía noto el sudor que me pica en las manos, mi voz permanece tranquila, y estoy casi segura de que mi cara mantiene el color habitual, porque Carol se limita a lanzarme una de sus sonrisas fugaces y me desea que lo pase bien.
A las seis y media me subo en la bici y me dirijo a la playa del East End, donde he quedado con Álex.
Hay muchas playas en Portland. La del East End es, seguramente, una de las menos populares, lo que la convirtió en una de las favoritas de mi madre. La corriente allí es más fuerte que en Willard Beach o en Sunset Park. No sé exactamente por qué. No me importa. Siempre he sido buena nadadora. Tras la primera vez que mi madre me soltó la cintura en el agua y yo sentí una mezcla de pánico, estremecimiento y emoción, aprendí bastante deprisa. Así que a los cuatro años ya llegaba chapoteando yo sola hasta más allá de donde rompen las olas.
Hay otras razones por las que casi todo el mundo evita esa playa, aunque se llega muy fácilmente dando un corto paseo colina abajo desde Eastern Prom, uno de los parques más populares de la ciudad. La playa no es más que una estrecha franja de arena salpicada de rocas y gravilla. Está situada al otro lado del complejo de los laboratorios, donde se localizan las naves de almacenamiento y residuos, lo que no contribuye a crear un paisaje particularmente bello. Y cuando se nada en esa playa, se tiene una vista clara del puente de Tukey y de la cuña de tierra no regulada entre Portland y Yarmouth. A mucha gente no le gusta estar tan cerca de la Tierra Salvaje. Los pone nerviosos.
A mí también me pone nerviosa; pero hay una parte de mí, una pequeñísima parte, apenas un pequeño fragmento de parte, a la que le gusta. Durante una época después de la muerte de mi madre, me dio por imaginar que no estaba muerta de verdad y que mi padre tampoco estaba muerto, que se habían escapado a la Tierra Salvaje para estar juntos. Él se había ido cinco años antes que ella para prepararlo todo, para construir una casita con cocina de madera y muebles hechos con ramas de árbol. En algún momento, me imaginaba, volverían para recogerme.
Incluso llegué a imaginar mi habitación hasta el más mínimo detalle: una alfombra granate, una silla del mismo color y un pequeño edredón de retazos rojos y verdes.
Tuve aquella fantasía solo unas pocas veces antes de darme cuenta de que no estaba bien. Si mis padres se hubieran escapado a la Tierra Salvaje, se habrían convertido en simpatizantes, en resistentes. Mejor que estuvieran muertos. Además, aprendí muy rápido que mis ensueños sobre la Tierra Salvaje eran solo eso, fantasías infantiles. Los inválidos no tienen nada, no pueden comerciar, y mucho menos conseguir edredones, sillas ni ninguna otra cosa. Rachel me contó una vez que viven como animales, astrosos, hambrientos, desesperados. Dijo que por eso el gobierno no se molesta en hacer nada al respecto, ni siquiera en reconocer su existencia. Morirán dentro de poco. Todos ellos. De frío o de hambre. O simplemente por la enfermedad, que seguirá su curso, los enfrentará a unos con otros y hará que se vuelvan rabiosos, luchen y se saquen los ojos.
Dijo que, por lo que sabemos, quizá ya hubiera sucedido; dijo que la Tierra Salvaje podría estar vacía, oscura y muerta, llena solo de los susurros y las voces de los animales.
Probablemente tuviera razón sobre lo otro, lo de que los inválidos viven como animales, pero claramente se equivocaba en lo de que están muertos. Están vivos, están ahí fuera y no quieren que nos olvidemos. Por eso organizan las manifestaciones. Por eso soltaron las vacas en los laboratorios.
No me pongo nerviosa hasta que llego a la playa. Aunque el sol se está hundiendo a mi espalda, aún ilumina el agua y le da un color blanco que hace que todo brille. Me protejo los ojos del reflejo y veo a Álex, una larga pincelada negra en medio de todo el azul. Vuelvo a la noche pasada, a los dedos de su mano apretados contra la parte baja de mi espalda, tan ligeros como si solo estuviera soñando con ellos, la otra mano agarrada a la mía, seca y tranquilizadora como un trozo de madera calentado por el sol. Bailamos de verdad, como en las bodas, las que hay después de haber formalizado el emparejamiento, pero de un modo mejor, más natural y menos forzado.
Está de espaldas a mí, mirando el océano, y me alegro. Me siento cohibida mientras bajo trabajosamente los peldaños desvencijados y combados por la sal desde el aparcamiento hasta la playa. Me paro a desatarme los cordones y a quitarme las zapatillas, y luego cojo una en cada mano. Noto la arena caliente bajo mis pies descalzos cuando echo a andar hacia él.
Un hombre viejo se acerca desde el agua con una caña en la mano. Me lanza una mirada de sospecha; luego se vuelve y observa a Álex, me mira a mí otra vez y frunce el ceño. Abro la boca para decir: «Está curado», pero el hombre gruñe al pasar junto a mí y tengo la impresión de que no va a molestarse en llamar a los reguladores, así que no digo nada. No es que nos fuéramos a meter en un lío gordo si nos pillaran (eso es lo que Álex quiso decir cuando afirmó: «No supongo riesgo»), pero no quiero tener que responder a un montón de preguntas, ni que pasen mi carné de identidad por el SVS y todo lo demás. Además, si los reguladores recorrieran a toda velocidad el camino hasta la playa del East End para fiscalizar nuestra «conducta sospechosa» y descubrieran que solo se trataba de un curado que se había compadecido de una mindundi de diecisiete años, se iban a mosquear bastante, y seguro que lo pagaban con alguien.
Compadecerse. Desecho con rapidez esta palabra, sorprendida de lo difícil que me resulta siquiera pensar en ella. Durante todo el día he intentado no preguntarme por qué demonios Álex es tan amable conmigo. Incluso he fantaseado, durante un breve segundo de estupidez, con la idea de que quizá me emparejen con él después de la evaluación. He tenido que dejar a un lado esa idea también. Álex ya habrá recibido su hoja impresa, sus candidatas recomendadas: se la habrán enviado incluso antes de la cura, justo después de la evaluación. No se habrá casado todavía porque ella asiste aún a la universidad; eso es todo. Pero pronto se casará, en cuanto termine.
Entonces he empezado a preguntarme por el tipo de chica con la que le habrán emparejado. Alguien como Hana, he decidido, con brillante cabello rubio y la exasperante habilidad de hacer que hasta recogerse el cabello en una coleta resulte elegante, como en un baile coreografiado.
Hay otras cuatro personas en la playa. A unos treinta metros, una madre con su hijo. La madre está sentada en una silla plegable con la tela desteñida, mirando inexpresivamente al horizonte, mientras que el niño, que no debe de tener más de tres años, camina inseguro por las olas, se cae, suelta un grito, no sé si de dolor o de alegría, y se levanta afanosamente.
Más allá hay una pareja que pasea, un hombre y una mujer, sin tocarse. Deben de estar casados. Ambos llevan las manos entrelazadas por delante y miran al frente, sin hablar y sin sonreír, pero tranquilos, como si cada uno de ellos estuviera rodeado por una burbuja protectora invisible.
En ese momento llego hasta Álex, que se vuelve y me ve. Sonríe. El sol atrapa su cabello, lo vuelve momentáneamente blanco. Luego regresa poco a poco a su habitual castaño dorado.
—Hola —dice—. Me alegro de que hayas venido.
De nuevo me siento tímida y tonta sosteniendo mis gastadas zapatillas en la mano. Noto que me estoy poniendo colorada, así que bajo la mirada, dejo caer el calzado y le doy la vuelta con el pie.
—Te dije que vendría, ¿no?
No quería que las palabras sonaran tan severas y hago una mueca de dolor, maldiciéndome mentalmente. Es como si tuviera un filtro instalado en el cerebro, solo que en vez de mejorar la calidad de lo que pasa por él, lo retuerce todo de forma que lo que sale de mi boca es totalmente inadecuado, completamente distinto de lo que yo quería decir.
Por suerte, Álex se ríe.
—Solo quería decir que la última vez me diste plantón —explica. Señala hacia la arena con la cabeza—. ¿Nos sentamos?
—Claro —respondo aliviada.
En cuanto estamos sentados en la arena, me siento mucho más cómoda. Hay menos posibilidades de caerse o de hacer algo estúpido. Levanto las piernas hasta el pecho y apoyo el mentón en las rodillas. Álex deja un metro de distancia entre nosotros.
Nos quedamos sentados en silencio durante algunos minutos. Al principio busco desesperadamente algo que decir. Cada latido de silencio se extiende hasta parecer una eternidad, y estoy segura de que Álex debe de pensar que soy muda. Pero luego saca una concha que estaba medio enterrada en la arena y la lanza al océano, y me doy cuenta de que él no está incómodo en absoluto. Así que me tranquilizo. Incluso agradezco el silencio.
A veces siento que si uno observa las cosas, si se sienta quieto y deja que todo exista frente a él, el tiempo se detiene por un instante y el mundo se congela a medio giro. Solo por un instante. Y si de algún modo uno es capaz de vivir en ese segundo, puede vivir para siempre.
—Está bajando la marea —comenta Álex.
Lanza otra concha trazando un arco muy grande y consigue que llegue hasta la orilla.
—Lo sé.
El océano va dejando a su paso un rastro de desperdicios formado por algas verdes carnosas, ramitas y cangrejos ermitaños que escarban en la arena. El aire huele fuerte a sal y a pescado. Una gaviota recorre la playa picoteando aquí y allá, pestañeando y dejando pequeñas huellas como de alambre.
—Mi madre me traía mucho aquí cuando era pequeña. Durante la marea baja paseábamos junto a la orilla un poco, lo que se podía, vaya. En la arena se quedan varados todo tipo de animales marinos: cangrejos cacerola, almejas gigantes y anémonas de mar. Todo lo que queda atrás cuando el agua retrocede. También me enseñó a nadar aquí —no sé por qué las palabras me salen a borbotones, por qué de repente siento la necesidad de hablar—. Mi hermana se quedaba en la orilla y construía castillos de arena, y fingíamos que eran ciudades de verdad, como si hubiéramos llegado nadando hasta el otro lado del mundo, hasta los lugares en los que no existía la cura.
Solo que en nuestros juegos no estaban contaminados para nada, ni destrozados, ni feos. Eran lugares hermosos y pacíficos, hechos de cristal y luz.
Álex sigue callado, trazando formas en la arena con el dedo. Pero sé que está escuchando.
Las palabras salen atropellándose.
—Recuerdo que mi madre me subía y me bajaba en el agua, sosteniéndome por la cintura. Y una vez me soltó. Bueno, en realidad yo llevaba aquellas cosas hinchables en los brazos. Pero me asusté tanto que empecé a berrear como una descosida. Era pequeñísima, pero aún me acuerdo, te lo juro. Sentí un alivio inmenso cuando me volvió a coger. Y sin embargo, también sentí decepción. Como si me hubiera perdido la oportunidad de algo grande, ¿entiendes?
—¿Y qué pasó? —Álex alza la cabeza para mirarme—. ¿Ya no vienes nunca aquí? ¿Tu madre le perdió el gusto al mar?
Aparto los ojos, miro al horizonte. Hoy la bahía está relativamente en calma. No hay olas, todo es una sucesión de azules y malvas a medida que el mar se aleja de la playa con un sonido bajo de succión. Inofensivo.
—Ella murió —digo, sorprendida de lo que me cuesta decirlo. Álex está callado junto a mí y yo me apresuro a explicar—: Se suicidó. Cuando yo tenía seis años.
—Lo siento —dice en voz tan baja que casi no lo oigo.
—Mi padre murió antes, cuando yo tenía ocho meses. No recuerdo nada de él. Creo… creo que de algún modo eso acabó con ella, ¿entiendes? Con mi madre, quiero decir. No estaba curada. No funcionó. No sé por qué. Lo intentaron en tres ocasiones, trataron de salvarla. Le hicieron la operación tres veces, pero eso no… no consiguió arreglarlo.
Hago una pausa y aspiro un poco de aire. Me da miedo mirar a Álex, que sigue tan callado y tan quieto a mi lado como si fuera una estatua, una pieza tallada en sombras. Con todo, no puedo dejar de hablar. Curiosamente, me doy cuenta de que nunca había contado a nadie la historia de mi madre. Nunca he tenido que hacerlo. Todos a mi alrededor —mis compañeros de escuela, mis vecinos y los amigos de mi tía— sabían la historia de mi familia y sus vergonzosos secretos. Esa es la razón de que siempre me miraran con compasión, por el rabillo del ojo. Por eso es por lo que durante años cabalgué sobre una ola de susurros cada vez que entraba en una habitación; al llegar a un sitio me abofeteaba el silencio repentino, silencio y caras sorprendidas, culpables. Hasta Hana lo sabía antes de que fuéramos compañeras de pupitre en segundo. Lo recuerdo porque me encontró en un cubículo del baño, llorando con un trozo de toalla de papel metido en la boca para que nadie pudiera oírme. Abrió la puerta de un puntapié y se quedó mirándome. «¿Es por tu mamá?», esas fueron las primeras palabras que me dirigió.
—Yo no sabía que le pasaba algo. No sabía que estaba enferma. Era demasiado pequeña para comprender.
Mantengo los ojos centrados en el horizonte, una fina línea tangible, tensa como un alambre de equilibrista. El mar se sigue alejando de nosotros y como siempre, me viene la misma fantasía que tenía cuando era niña: tal vez el agua no vuelva, tal vez el océano desaparezca para siempre, retirándose de la superficie de la Tierra como los labios se retiran sobre los dientes, revelando la dureza blanca y fresca de debajo, el hueso blanqueado.
—Si lo hubiera sabido, tal vez podría haber…
En el último momento me falla la voz y ya no puedo decir nada más, no puedo completar la frase: «… tal vez podría haberla detenido». Es una frase que no he pronunciado nunca, ni siquiera me he permitido pensarla. Pero la idea está ahí, inminente, sólida e inevitable, una pared de pura roca: podría haberlo evitado. Debería haberlo evitado.
Nos quedamos en silencio. En algún momento durante mi historia, la madre y el hijo han debido de recoger y se han ido a casa. Álex y yo estamos solos en la playa. Ahora que las palabras ya no borbotean y salen apresuradas de mí, no puedo creer cuánto he compartido con una persona casi totalmente desconocida, y chico además. De repente, un picor como de vergüenza casi me obliga a rascarme. Busco desesperadamente algo más que decir, algo inofensivo, sobre las mareas o el tiempo, pero, como de costumbre, se me queda la mente en blanco en este momento en que realmente necesito que funcione. Me da miedo mirar a Álex. Cuando por fin reúno la valentía para lanzarle una breve mirada de soslayo, está sentado mirando a la bahía. Su rostro resulta completamente impenetrable, a excepción de un pequeño músculo que sube y baja en la base de la mandíbula. Se me hunde el corazón. Es lo que me temía. Ahora se avergüenza de mí, está asqueado de mi historia familiar, de la enfermedad que llevo en la sangre. En cualquier momento se levantará y me dirá que es mejor que no nos veamos más. Es extraño. En realidad no lo conozco y entre nosotros hay una línea pisoria infranqueable, pero de todas formas la idea me disgusta.
Estoy a dos segundos de ponerme en pie y echar a correr; no quiero tener que asentir y fingir que comprendo cuando se vuelva hacia mí y me diga: «Oye, Lena. Lo siento, pero…», y me lance esa mirada tan conocida. (El año pasado había un perro rabioso suelto en la colina. Mordía y ladraba a todo el mundo, con la boca llena de espuma. Estaba medio muerto de hambre, sarnoso, lleno de pulgas y cojo, pero aun así hicieron falta dos policías para abatirlo. Se juntó una muchedumbre a mirar, y yo estaba allí. Me detuve en el camino cuando volvía de correr. Por primera vez comprendí la mirada que la gente me había dirigido toda la vida, esa curva en los labios cada vez que oyen el nombre Haloway. Compasión, sí, pero también asco y miedo a contaminarse. Era la misma forma en que miraban al perro mientras daba vueltas y gruñía y soltaba espumarajos, y luego hubo una exhalación masiva de alivio cuando la tercera bala lo derribó por fin y el animal dejó de moverse).
Justo cuando pienso que ya no lo soporto más, Álex me roza suavemente el codo con un dedo.
—Te echo una carrera —dice poniéndose de pie y sacudiéndose la arena de los pantalones.
Me ofrece la mano para ayudarme, una sonrisa de nuevo aleteando en su rostro. Le estoy Interminablemente agradecida en ese segundo. No me va a echar en cara el pasado de mi familia. No cree que yo esté sucia o dañada. Tira de mí y creo que después me aprieta la mano, apenas un momento, y yo me quedo sorprendida y contenta, pensando en mi señal secreta con Hana.
—Solo acepto si te mola la humillación total —digo.
Arquea las cejas.
—¿O sea que crees que puedes ganarme?
—No es que lo crea. Es que lo sé.
—Eso ya lo veremos —ladea la cabeza—. A ver quién llega primero hasta las boyas, ¿vale?
Eso me descoloca. La marea no baja tanto en la bahía; las boyas están aún flotando sobre algo más de un metro de agua.
—¿Quieres que hagamos la carrera hacia dentro del agua?
—¿Tienes miedo? —pregunta sonriendo.
—No es que tenga miedo, es solo que…
—Mejor —extiende el brazo y me toca el hombro con dos dedos—. Entonces, ¿qué tal un poco menos conversación y un poco más de…? ¡Ya!
Dice la última palabra gritando y sale corriendo a toda velocidad. Tardo dos segundos completos en lanzarme tras él, mientras grito:
—¡No es justo! ¡No estaba preparada! —y ambos nos reímos mientras corremos levantando salpicaduras, totalmente vestidos, por donde el agua apenas cubre; las pequeñas ondas y concavidades del suelo del océano están a la vista ahora por la bajada de la marea.
Las conchas crujen bajo mis pies. Se me engancha un dedo en una maraña de algas rojas y púrpuras y estoy a punto de caer de bruces. Me impulso con una mano en la arena húmeda para recuperar el equilibrio; casi consigo alcanzar a Álex, pero él se agacha, coge un puñado de arena mojada y se gira para tirármelo. Grito y me echo a un lado para evitarlo, pero aun así una parte me alcanza en la mejilla y me resbala cuello abajo.
—¡Tramposo! —consigo decir entre jadeos, sin aliento por la carrera y las risas.
—No se pueden hacer trampas si no hay reglas —me responde por encima del hombro.
—Así que no hay reglas, ¿eh?
Vamos salpicando con el agua por debajo de las rodillas y empiezo a echarle agua a él, dejándole un rastro de gotas en la espalda y los hombros. Se vuelve, barriendo con el brazo la superficie del mar en un arco brillante. Yo me giro para evitarlo y acabo resbalándome y cayendo hasta los codos. Me mojo los pantalones cortos y la parte inferior de la camiseta, y el frío repentino me hace emitir un grito sofocado. Él sigue avanzando trabajosamente, con la cabeza estirada hacia atrás y la sonrisa resplandeciente; su risa alta se extiende tanto que imagino que sobrepasa la isla Great Diamond y va más allá del horizonte hasta alcanzar las otras partes del mundo. Yo me levanto y me apresuro a seguirle. Las boyas se balancean unos seis metros por delante de nosotros: el agua me llega por las rodillas y luego por el muslo y después a la cintura, hasta que los dos vamos chapoteando con los brazos, medio corriendo y medio nadando, avanzando frenéticamente hacia delante. No puedo respirar, ni pensar, ni hacer nada que no sea reír y salpicar y mirar las boyas bailarinas de color rojo vivo; me centro en vencer, vencer, tengo que ganar. Y cuando solo faltan algunos metros y él sigue teniendo ventaja y yo llevo las zapatillas llenas de agua y la ropa me lastra como si llevara los bolsillos llenos de piedras, sin pensar, salto hacia delante y le hago un placaje hasta derribarle. Noto que mi pie toca su muslo mientras me separo a toda velocidad, extiendo la mano y toco la boya más cercana. Al hacerlo, el plástico sale disparado apartándose de mi mano. Debemos de estar a unos cuatrocientos metros de la orilla, pero la marea sigue bajando, así que aún hago pie: el agua me llega al pecho. Alzo los brazos triunfante cuando se acerca Álex, que echa agua por la boca y mueve la cabeza haciendo que las gotas salten de su pelo con pequeñas volteretas.
—He ganado —digo jadeando.
—Has hecho trampa —replica. Avanza algunos pasos más y se derrumba con los brazos hacia atrás, enganchándolos en la cuerda que une las boyas.
Arquea la espalda de modo que su cara queda inclinada hacia el cielo. Su camiseta está empapada y le caen gotas de las pestañas, que luego descienden por sus mejillas.
—No había reglas —digo—, así que no hay trampas.
Se vuelve hacia mí sonriendo.
—Bueno, entonces te he dejado ganar.
—Sí, claro —le salpico un poco y él alza las manos, rindiéndose—. Eres un mal perdedor.
—No tengo mucha práctica.
Ahí está de nuevo esa seguridad, esa naturalidad suya que me exaspera un poco, la inclinación de su cabeza y la sonrisa. Pero hoy no me irrita. Hoy me gusta, parece como si se me estuviera contagiando de algún modo, como si pasando suficiente tiempo con él no me fuera a sentir nunca incómoda, asustada o insegura.
—Lo que tú digas.
Pongo los ojos en blanco y engancho un brazo sobre las boyas junto a él, disfrutando de la sensación de las corrientes que susurran en tomo a mi pecho, disfrutando de lo extraño de estar en el agua con la ropa puesta, lo pegajoso de mi camiseta y la succión de las zapatillas en mis pies. Pronto cambiará la marea y volverá a subir el nivel del agua. Entonces tendremos que nadar lenta y trabajosamente para volver a la playa.
Pero no me importa. No me importa nada en el mundo, no me preocupa cómo le voy a explicar dentro de un millón de años a Carol por qué he llegado a casa empapada, con algas pegadas a la espalda y con olor a sal en el pelo, no me preocupa cuánto tiempo falta hasta el toque de queda o por qué Álex es tan simpático conmigo. Sencillamente estoy feliz, un sentimiento puro y burbujeante. Más allá de las boyas, la bahía tiene un color morado oscuro, y las olas llevan crestas blancas de espuma pintadas encima. Es ilegal pasar más allá de las boyas; más allá están las islas y los puntos de vigilancia, y más allá todavía, el mar abierto, un océano que lleva a lugares no regulados, a lugares de enfermedad y miedo, pero por un momento tengo la fantasía de escabullirme por debajo de la cuerda y nadar hacia fuera.
A nuestra izquierda podemos ver la brillante silueta blanca del complejo de los laboratorios, y más lejos, a bastante distancia, en el Puerto Viejo, los muelles de madera como gigantescos ciempiés leñosos. A nuestra derecha están el puente de Tukey y la larga cinta de garitas de vigilancia que discurre paralela a él y continúa a lo largo de la frontera. Álex me sorprende mirando.
—Bonito, ¿verdad? —dice.
El puente está manchado de verde y gris, todo cubierto de salpicaduras y algas, y parece como si se inclinara ligeramente hacia el viento. Arrugo la nariz.
—Tiene aspecto de estar pudriéndose, ¿no? Mi hermana siempre ha dicho que algún día se caerá en el océano, que simplemente se derrumbará.
Álex se ríe.
—No me refería al puente —inclina la barbilla un poquito, señalando—. Me refería a lo que está más allá del puente —se detiene durante una fracción de segundo—. Me refería a la Tierra Salvaje.
Más allá del puente está la frontera norte, situada al otro lado de Back Cove. Mientras estamos ahí se encienden las luces de las garitas, una tras otra, brillando contra el cielo azul que se va oscureciendo, señal de que se está haciendo tarde y de que debería irme a casa enseguida. Aun así, no soy capaz de irme, incluso cuando noto que el agua empieza a burbujear y a formar remolinos en torno a mi pecho. Está cambiando la marea. Más allá del puente, el verdor suntuoso de la Tierra Salvaje se mueve acompasado por la fuerza del viento, como una pared que se recompusiera constantemente, una ancha cuña de verde que se Interna en la bahía y que separa Portland de Yarmouth. Desde aquí podemos distinguir la parte más desnuda, un lugar vacío sin luces, sin barcos, sin edificios, impenetrable, negro y extraño. Pero sé que la Tierra Salvaje se extiende más allá, que continúa durante kilómetros y kilómetros por todo el continente, por todo el país, como un monstruo que extendiera sus tentáculos alrededor de las partes civilizadas del mundo.
Quizá haya sido el esfuerzo, o haberle ganado la carrera hasta las boyas, o el hecho de que no me haya criticado ni a mí ni a mi familia cuando le he hablado de mi madre, pero en ese momento la felicidad y el aturdimiento siguen fluyendo con intensidad en mi interior y siento que podría contarle cualquier cosa, que podría preguntarle cualquier cosa.
—¿Te puedo contar un secreto? —no espero a que conteste, no lo necesito, y saberlo me marea y me hace descuidada—. De pequeña pensaba en ello muchísimo. En la Tierra Salvaje, en cómo sería… y si existirían de verdad los inválidos —por el rabillo del ojo veo que se estremece ligeramente—. Alguna vez pensé…, fingía que mi madre no había muerto, ¿entiendes? Que quizá solo se hubiera escapado a la Tierra Salvaje. No es que eso fuera mejor, supongo. Es solo que no quería que se hubiera ido para siempre. Era mejor imaginármela por ahí en algún sitio, cantando… —me interrumpo y muevo la cabeza, asombrada de lo cómoda que me siento hablando con él. Asombrada y agradecida—. ¿Y tú? —pregunto.
—Y yo… ¿qué?
Me mira con una expresión que no puedo descifrar. Casi como si le hubiera herido, pero eso no tiene ningún sentido.
—¿Tú no pensabas en ir a la Tierra Salvaje cuando eras pequeño? Solo para divertirte, o sea, como un juego.
Entrecierra los ojos, aparta la mirada y hace una mueca.
—Sí, claro. Un montón de veces —extiende el brazo y golpea las boyas—. Sin nada de esto. Sin muros con los que chocarse. Sin ojos vigilantes. Libertad y espacio, lugares en los que estirarse. Sigo pensando en la Tierra Salvaje.
Me quedo mirándole. Ya nadie utiliza palabras como esas: libertad, espacio. Palabras antiguas.
—¿Todavía? ¿Incluso después de esto?
Sin querer y sin pensarlo siquiera, extiendo la mano y rozo con los dedos la cicatriz de tres patas de su cuello.
Se aparta bruscamente, huyendo de mi contacto como si le hubiera escaldado, y yo dejo caer la mano, avergonzada.
—Lena —dice con un tono muy extraño, como si mi nombre fuera amargo, una palabra que le supiera mal en la boca.
Sé que no debería haberle tocado así. Me he pasado y me lo va a decir, me va a recordar lo que significa ser incurado. Creo que voy a morir de humillación si me echa un sermón, así que, para disimular lo incómoda que me siento, me pongo a parlotean
—La mayoría de los curados no piensan en ese tipo de cosas. Carol, mi tía, siempre ha dicho que era una pérdida de tiempo. Dice que ahí no hay nada más que animales y tierra y bichos; que todas las historias sobre los inválidos son meras fantasías, cuentos de niños. Dice que creer en los inválidos es como creer en el hombre lobo o en los vampiros. ¿Te acuerdas de cuando la gente decía que en la Tierra Salvaje había vampiros?
Álex sonríe, aunque parece más una mueca leve de dolor.
—Lena, tengo que contarte una cosa.
Su voz suena ahora un poco más fuerte, pero algo en su tono hace que me dé miedo dejar que siga.
En ese momento no puedo parar de hablar.
—¿Te dolió? La operación, quiero decir. Mi hermana decía que no era para tanto, con todos los analgésicos que te dan, pero mi prima Marcia decía que era lo peor, peor que tener un niño, y eso que el parto de su segunda hija duró… como quince horas… —me interrumpo, sonrojándome, mientras me maldigo mentalmente por este absurdo giro en la conversación. Ojalá pudiera volver atrás hasta la fiesta de anoche, cuando mi cerebro estaba vacío; parece como si hubiera estado reservándose para un caso de vómito verbal—. Pero yo no tengo miedo —casi grito, mientras Álex vuelve a abrir la boca para hablar. Estoy desesperada por salvar la situación como pueda—. Mi operación se va acercando. Me quedan sesenta días. Parece una niñería, ¿no? Lo de cortar los días, me refiero. Pero es que estoy impaciente.
—Lena.
La voz de Álex suena más fuerte, más enérgica, y finalmente consigue pararme. Se gira hasta que quedamos frente a frente. En ese momento, mis zapatillas rozan la arena del fondo y me doy cuenta de que el agua me llega al cuello. La marea está subiendo deprisa.
—Escúchame. Yo no soy quien… yo no soy quien tú crees.
Tengo que hacer un esfuerzo para mantenerme en pie. De repente, las corrientes tiran de mí y me empujan. Siempre ha sido así. La marea baja muy despacio y luego sube de golpe.
—¿Qué quieres decir?
Sus ojos cambiantes, oro y ámbar, ojos animales, buscan mi cara y, sin que sepa por qué, me vuelve a entrar miedo.
—A mí no me han curado nunca —dice. Por un momento cierro los ojos y me imagino que he oído mal; me imagino que solo he confundido su voz con el rumor de las olas. Pero al volver a abrirlos sigue ahí de pie, mirándome fijamente, con expresión culpable y con algo más, ¿tristeza?, y sé que he oído bien—. Nunca me han hecho la operación.
—¿Quieres decir que no funcionó? —pregunto. Me recorre un hormigueo, me estoy quedando entumecida, y empiezo a sentir el frío que hace—. ¿Que te hicieron la operación y no funcionó? ¿Como lo que le pasó a mi madre?
—No, Lena. Yo… —aparta la vista, cierra los ojos y dice entre dientes—. No sé cómo explicártelo.
Todo mi cuerpo, desde las puntas de los dedos hasta las raíces del cabello, parece estar cubierto de hielo. Me pasan por la mente imágenes inconexas, un rollo de película entrecortado. Álex de pie en la terraza de observación, con su cabello como una corona de hojas; girando la cabeza para mostrar la clara cicatriz de tres patas justo debajo de su oído izquierdo; alargando la mano hacia mí y diciendo: «No supongo ningún riesgo. No te haré daño». Las palabras salen otra vez como un parloteo, pero no las siento, no siento nada.
—La operación no funcionó y tú has mentido al respecto. Has mentido para poder ir a la universidad, para conseguir un trabajo, para que te emparejaran y te buscaran candidatas y todo eso. Pero en realidad no estás… todavía estás… todavía podrías…
No consigo pronunciar la palabra. Contaminado. Incurado. Enfermo. Siento que voy a vomitar.
—¡No! —habla tan alto que me sobresalta.
Retrocedo un paso, las zapatillas se deslizan en el fondo desigual y resbaladizo del mar, y casi me hundo. Cuando Álex hace un gesto para cogerme, me echo hacia atrás bruscamente, fuera de su alcance. Algo se endurece en su cara, como si hubiera tomado una decisión.
—Lo que te estoy diciendo es que nunca me han curado. Nunca me han emparejado ni nada. Ni siquiera me han evaluado jamás.
—Imposible —la palabra consigue salir a duras penas, en un susurro. El cielo gira por encima de mí; todos los azules y rosas y rojos se mezclan en un torbellino que hace que el cielo parezca estar sangrando por algunas partes—. Eso es imposible. Tienes la cicatriz.
—Tengo una cicatriz —me corrige, un poco más dulcemente—. Solo una cicatriz. No la cicatriz —vuelve a apartar la mirada dejando el cuello a la vista—. Tres pequeñas cicatrices, un triángulo invertido. Es muy fácil de reproducir. Con un bisturí, con una navaja, con cualquier cosa.
Vuelvo a cerrar los ojos. Las olas se alzan a mí alrededor, y su movimiento de vaivén me convence de que realmente voy a vomitar ahí mismo, en el agua. Me trago esa sensación, intento mantener apartada la certeza que me golpea en el fondo de la mente y amenaza con aplastarme, lucho contra la impresión de que me hundo. Abro los ojos y me sale la voz ronca:
—¿Cómo?
—Lena, tienes que comprenderme. Yo confió en ti, ¿lo entiendes? —me mira tan fijamente que siento como si sus ojos me tocaran y aparto los míos—. No tenía intención de…, no quería mentirte.
—¿Cómo? —vuelvo a decir, ya más alto.
De alguna forma, mi cerebro se queda parado en la palabra mentira y describe un bucle interminable: «No hay modo de evitar la evaluación a menos que se mienta. No hay modo de evitar la intervención a menos que se mienta. Hay que mentir».
Por un momento sigue callado y creo que se va a acobardar, que se va a negar a contarme nada más. Casi deseo que no siga.
Estoy desesperada por dar marcha atrás en el tiempo, por volver al momento en que pronunció mi nombre con aquel extraño tono de voz, regresar al momento triunfante, pletórico de alegría y de libertad, en que le he ganado la carrera hasta las boyas. Haremos una carrera para volver a la playa. Quedaremos mañana para intentar sacarles algunos cangrejos frescos a los pescadores del muelle.
Pero en ese momento él retoma el hilo.
—Yo no soy de aquí —dice—. Vamos, que no nací en Portland. No exactamente —habla con ese tono de voz que usa todo el mundo cuando está a punto de hacerte pedazos. Dulce, amable incluso, como si pudieran hacer que la noticia sonara mejor por hablar con tono de canción de cuna. «Lo siento, Lena, tu madre era una mujer atribulada». Como si no fueras a percibir la violencia que subyace.
—¿De dónde eres?
No hace falta que lo pregunte. Ya lo sé. Ese conocimiento se ha roto, se ha vertido y me ha inundado. Pero una pequeña parte de mí piensa que mientras no lo diga, no es verdad.
Sus ojos permanecen fijos en los míos, pero inclina la cabeza hacia atrás, hacia la frontera, más allá del puente, hacia ese orden eternamente cambiante de ramas, hojas, enredaderas y plantas que crecen enmarañadas.
—De allí —dice, o quizá solo creo que lo dice. Sus labios apenas se mueven. Pero el significado está claro.
Viene de la Tierra Salvaje.
—Un inválido —digo. Parece como si la palabra me chirriara en la garganta—. Eres un inválido.
Le estoy dando una última oportunidad de negarlo.
Pero no lo niega. Solo hace un gesto de dolor y contesta:
—Siempre he odiado esa palabra.
En ese momento me doy cuenta de otra cosa: no era casual que siempre que Carol se burlaba de mi por seguir creyendo en los inválidos, siempre que movía la cabeza sin preocuparse por alzar la vista de su labor de punto (tic, tic, tic, sonaban las agujas de metal reluciente), dijera: «Supongo que también crees en vampiros y hombres lobo, ¿no?».
Vampiros, hombres lobo e inválidos: seres que te desgarran y te hacen pedazos. Criaturas mortíferas.
De pronto me siento tan aterrorizada que una presión apremiante comienza a hacer fuerza desde la base de mi estómago hasta la ingle y por un instante ridículo y salvaje, estoy segura de que voy a hacerme pis encima. El faro de la isla de Little Diamond se enciende y proyecta una amplia franja de luz que corta el agua, un enorme dedo acusador. Me da pánico que me atrape con su resplandor, me aterra que apunte en mi dirección y se oiga el remolino de los helicópteros estatales y los megáfonos de los reguladores que gritan: «¡Actividad ilegal! ¡Actividad ilegal!». La orilla parece desesperada, imposiblemente lejana. No sé cómo he podido llegar tan lejos. Noto los brazos pesados e inútiles, y pienso en mi madre y en su chaqueta que se impregna de agua lentamente.
Respiro hondo e intento que la cabeza deje de darme vueltas, tratando de centrarme. Es imposible que nadie sepa que Álex es un Inválido. Yo no lo sabía. Parece normal, tiene la cicatriz en su sitio. No hay forma de que nadie nos haya oído hablar.
Una ola rompe contra mi espalda. Me tambaleo hacia delante. Álex extiende la mano y me coge del brazo para impedir que me caiga, pero me revuelvo para escapar justo cuando una segunda ola se abate sobre nosotros. Me entra agua salada en la boca, los ojos me escuecen por la sal y me quedo ciega por un momento.
—No —digo tartamudeando—. No te atrevas a tocarme.
—Lena, te lo juro, no era mi intención hacerte daño. No era mi intención mentirte.
—¿Por qué haces esto? —no puedo pensar, apenas puedo respirar—. ¿Qué quieres de mí?
—¿Querer…? —mueve la cabeza.
Parece sinceramente confuso. Y herido. Como si fuera yo la que ha hecho algo malo. Durante un instante siento un destello de compasión por él. Tal vez lo vea en mi cara, esa fracción de segundo en que bajo la guardia, porque en ese momento su expresión se suaviza y sus ojos brillan como el fuego. Aunque apenas le veo moverse, de repente salva la distancia que nos separa y me pone las manos en los hombros; noto sus dedos, tan fuertes y tan cálidos que casi me hacen llorar.
—Lena, me gustas, ¿vale? Eso es todo. Eso es todo. Me gustas.
Habla en voz tan baja y con un tono tan hipnótico que parece una canción. Pienso en depredadores que saltan silenciosamente desde los árboles. Pienso en enormes felinos con relucientes ojos de ámbar, igual que los suyos.
Y entonces, haciendo un gran esfuerzo, retrocedo, chapoteo tratando de alejarme de él. La camisa y las zapatillas empapadas me pesan como piedras, el corazón me late dolorosamente en el pecho y el aire me raspa la garganta. Me impulso en el suelo y me lanzo hacia delante con los brazos estirados, medio corriendo, medio nadando, mientras la marea me alza y tira de mí hacia abajo. Apenas avanzo un centímetro cada vez, me muevo como en un tarro de melaza. Álex grita mi nombre, pero me da demasiado miedo volver la cabeza para comprobar si viene tras de mí. Es como una de esas pesadillas en las que algo te persigue pero te da demasiado miedo mirar a ver qué es. Todo lo que oyes es su respiración que se acerca más y más. Percibes su sombra amenazante a tus espaldas, pero estás paralizada. Sabes que en cualquier momento sentirás sus dedos helados sobre tu cuello.
«Nunca lo conseguiré», pienso. «No puedo llegar hasta la orilla». Algo me hiere la espinilla y empiezo a imaginar que toda la bahía a mi alrededor está llena de horrendas criaturas submarinas: tiburones, medusas y anguilas venenosas; y aunque sé que me estoy asustando demasiado, tengo la tentación de abandonar y rendirme. La playa sigue estando demasiado lejos y me pesan muchísimo los brazos y las piernas.
El viento se lleva la voz de Álex; suena cada vez más débil, y cuando por fin reúno el valor para mirar por encima del hombro, lo veo por las boyas, subiendo y bajando con el agua. Me doy cuenta de que he avanzado más de lo que creía y él no me sigue. Se atenúa mi miedo y se me afloja el nudo del pecho. La siguiente ola es tan fuerte que me ayuda a pasar sobre una roca empinada y luego me lanza de rodillas sobre la arena suave. Cuando intento ponerme de pie, el agua me llega hasta la cintura, y recorro el resto del camino hasta la orilla chapoteando, aliviada, aterida y agotada.
Me tiemblan los muslos. Me derrumbo en la playa entre toses y jadeos, con las zapatillas chorreando. Por las llamaradas de color que lamen el cielo sobre Back Cove —naranjas, rojos, rosas— deduzco que es casi la hora de la puesta de sol; deben de ser las ocho. Una parte de mí solo quiere tumbarse, abrir los brazos, estirarse y dormir toda la noche. Tengo la sensación de haber tragado la mitad de mi peso en agua salada. Me escuece la piel y tengo arena por todas partes, en la ropa interior, entre los dedos de los pies y en las uñas de las manos. Lo que me hizo daño antes, en el agua, ha dejado su marca: un largo hilillo de sangre que serpentea por la pantorrilla.
Alzo la vista y, durante un momento de pánico, no soy capaz de localizarle junto a las boyas. Se me para el corazón. Luego le veo, un punto negro que atraviesa el agua rápidamente. Al nadar, sus brazos describen elegantes molinillos. Es rápido. Me pongo de pie, cojo las zapatillas y subo cojeando hasta la bici. Tengo las piernas tan débiles que me cuesta un poco encontrar el equilibrio. Al principio zigzagueo como loca por la calle, como un niño que monta por primera vez.
No miro atrás ni una vez hasta que llego a la cancela de mi casa. Para entonces, las calles están desiertas y silenciosas. Está a punto de caer la noche, y el toque de queda llega como un enorme abrazo cálido que nos mantiene a todos en nuestro sitio, que nos mantiene a todos a salvo.