Abro los ojos al dolor. Durante un segundo, todo es un remolino de color y por un instante siento un pánico total. ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? Luego enfoco la mirada y distingo formas y contornos. Estoy en un cuarto de piedra son ventanas, tendida en un catre. En mi confusión, pienso que tal vez he conseguido regresar a la madriguera y me encuentro en la enfermería.
Pero no. Este cuarto es más pequeño y está más sucio. No hay fregaderos, solo un cubo en un rincón. El colchón en el que estoy tumbada es fino, tiene manchas y no hay sábanas.
Me vuelven los recuerdos: el mitin en Nueva York, la entrada al metro, la visión terrible de los guardaespaldas. Me acuerdo de una voz áspera en mi oído: No tan rápido.
Intento incorporarme y al momento tengo que cerrar los ojos, abrumada por el peso que siento tras ellos, como la presión de un cuchillo.
—El agua ayuda.
Esta vez me incorporo y me giro, venciendo el dolor. Julián Fineman está sentado en otro catre estrecho detrás de mí, con la cabeza apoyada en la pared, y me mira con los ojos entrecerrados. Sostiene una taza metálica, que me ofrece.
—La han traído hace poco —dice.
Tiene un corte profundo que va desde la ceja hasta la mandíbula, cubierto de sangre seca, y un moretón en la frente, a la izquierda, justo bajo el comienzo del pelo. Hay una pequeña bombilla en la celda, en el alto techo. A la luz blanca, su pelo es del color de la paja fresca.
Inmediatamente, mis ojos se dirigen hacia la puerta. Él menea la cabeza en sentido negativo.
—Cerrada con llave desde afuera.
Vale. Presos.
—¿Quiénes son? —pregunto, aunque ya lo sé. Los que nos han traído a este sitio deben de ser carroñeros. Me acuerdo de aquella visión infernal en los túneles, del guardia colgado y el otro muerto a puñaladas. Nadie más que los carroñeros podrían haber hecho eso.
Julián mueve la cabeza. Ahora veo que también tiene cardenales en el cuello. Le deben de haber agarrado como para ahogarle. No lleva chaqueta y tiene la camisa desgarrada, manchada de sangre de la nariz, pero conserva un aire sorprendentemente tranquilo. La mano que sostiene la taza es firme.
Solo sus ojos son eléctricos, intranquilos; con ese azul vívido, imposible, están atentos y vigilantes.
Alargo la mano para aceptar la taza, pero en el último momento, él la aparta unos centímetros.
—Yo te conozco de la reunión —dice, y algo aletea en sus ojos—. Perdiste un guante.
—Sí.
De nuevo hago ademán de coger la taza.
El agua sabe a musgo, pero la sensación en mi garganta es asombrosa. En cuanto bebo un trago, me doy cuenta de que nunca en mi vida había tenido tanta sed. El vaso no alcanza más que para calmarme el ansia. Me bebo casi toda de un trago antes de darme cuenta, con cierta culpa, de que quizá Julián quiera un poco. Queda apenas un centímetro, que le ofrezco.
—Puedes acabártela —dice, y no se lo discuto. Al beber, siento que me mira otra vez y veo que contempla mi cicatriz de tres puntas junto a la nuca. Parece hacerle sentir seguro.
Aunque parezca mentira, aún tengo la mochila: por alguna razón, los carroñeros no me la han quitado. Eso me da esperanza. Puede que sean sanguinarios, pero está claro que no tienen mucha práctica en secuestrar a la gente. Saco una barrita de cereal, luego me lo pienso. Todavía no estoy muerta de hambre y no tengo ni idea de cuánto tiempo voy a estar atrapada en esta ratonera. Eso lo aprendí en la Tierra Salvaje: es mejor esperar mientras aún puedes hacerlo. Al final estarás tan desesperado que perderás el autocontrol.
Las otras cosas que he traído, el Manual del FSS, el tonto paraguas de Tack, la cantimplora que vacié en el autobús hacia Manhattan y un tubo de rímel al fondo, probablemente de Raven, no sirve nada. Ahora sé por qué no se han molestado en confiscármela.
Aun así, lo saco todo, lo coloco con cuidado sobre la cama y vuelco la mochila agitándola vigorosamente, como si de repente pudiera materializarse un cuchillo, una ganzúa o cualquier otra forma de salvación.
Nada. Sin embargo, tiene que haber alguna forma de salir de aquí.
Me pongo de pie y voy a la puerta, doblando el brazo izquierdo. El dolor en el codo se ha amortiguado hasta quedarse en un latido apagado, así que no está roto; otra buena señal.
Pruebo a abrir la puerta: está cerrada con llave, como ha dicho Julián, y es de hierro macizo. Imposible de romper. Hay una puertecita más pequeña, como del tamaño de una gatera, acoplada en la grande. Me agacho para examinarla. La forma en que están colocadas las bisagras permite que se abra solo desde su lado, no desde el nuestro.
—Por ahí han pasado el agua —dice Julián—. Y también comida.
—¿Comida? —eso me sorprende—. ¿Te han dado comida?
—Un poco de pan. También algunos frutos secos. Me lo he comido todo. No sabía cuánto tiempo ibas a estar sin sentido.
Aparta la mirada.
—No pasa nada —incorporándome, recorro las paredes a la búsqueda de grietas o fisuras, una puerta oculta, un punto débil por el que podamos evadirnos—. Yo hubiera hecho lo mismo.
Comida, agua, una celda subterránea: esos son los hechos. Me doy cuenta de que estamos bajo tierra por el moho que crece en lo alto de las paredes; es de un tipo especial, el mismo que teníamos en la madriguera. Viene de la tierra a nuestro alrededor.
Quiere decir, en esencia, que estamos enterrados.
Pero si hubieran querido matarnos, ya estaríamos muertos. Eso también es un hecho.
Aun así, no resulta particularmente reconfortante. Si los carroñeros nos han mantenido con vida hasta ahora, solo puede ser porque nos tienen preparado algo mucho peor que la muerte.
—¿Qué recuerdas? —le pregunto a Julián.
—¿Qué?
—¿Qué recuerdas sobre el ataque? ¿Ruidos, olores, orden de los acontecimientos?
Cuando le miro directamente, aparta los ojos. Claro, ha sufrido años de entrenamiento: segregación, principios de evasión, los tres protectores: Distancia, Separación, Desapasionamiento. Me siento tentada de recordarle que no es ilegal establecer contacto visual con una persona curada, pero me parece absurdo mantener aquí una conversación sobre el bien y el mal.
Supongo que aún no se ha hecho a la idea de cuál es nuestra verdadera situación. Por eso se mantiene tan sereno.
Suspira, se pasa una mano por el pelo.
—No me acuerdo de nada.
—Inténtalo.
Mueve la cabeza como esforzándose por liberar los recuerdos, se echa hacia atrás de nuevo y se queda mirando al techo.
—Cuando aparecieron los inválidos durante la concentración…
Hago una mueca inconsciente cuando pronuncia esa palabra. Tengo que morderme el labio para no corregirle: carroñeros. No inválidos. No todos somos iguales.
—Sigue —le animo. Me desplazo a lo largo de las paredes, pasando las manos por el cemento. No sé lo que espero encontrar. Estamos atrapados, no hay más. Pero parece que a Julián le resulta más fácil hablar cuando no le miro.
—Bill y Tony, los escoltas de mi padre, me agarraron y tiraron de mí hacia la salida de emergencia. Lo habíamos planeado con anterioridad: en caso de que sucediera algo, se suponía que deberíamos entrar en los túneles y esperar a mi padre —su voz se quiebra un poco al pronunciar la palabra padre y tose—. Los túneles estaban oscuros. Tony fue a buscar las linternas que había escondido antes. Entonces oímos un grito y un ruido como un chasquido. Como una nuez, Julián traga saliva. Por un momento me siento mal por él. Ha visto mucho en un tiempo muy breve.
Pero me recuerdo a mí misma que su padre y él son la razón de que existan los carroñeros, de que se vean forzados a existir. La ASD y otras organizaciones similares han ejercido presión y han recurrido a todo tipo de tretas para eliminar cualquier sentimiento del mundo. Han tratado de impedir que explotara el géiser del descontento taponándolo con un puño de hierro.
Pero la presión acaba por acumularse y al final la explosión llega siempre.
—Entonces Bill se adelantó para asegurarse de que Tom estaba bien —prosigue—. Me dijo que no me moviera, así que me quedé esperando donde estaba. Y entonces alguien me cogió del cuello desde atrás. No podía respirar. Todo se volvió borroso. Otra persona se acercó, pero no le vi la cara. Entonces me golpearon —se señala la nariz y la camisa—. Perdí el sentido. Al despertar estaba aquí. Contigo.
He terminado mi inspección de nuestra improvisada celda, pero me siento llena de energía nerviosa y no consigo sentarme. Continúo dando vueltas de un lado para otro, con los ojos fijos en el suelo.
—¿Y no te acuerdas de nada más? ¿De ningún otro ruido o algún olor?
—No.
—¿Y nadie ha hablado? ¿Nadie te ha dicho nada?
Se produce una pausa.
—No.
No estoy segura de si está mintiendo o no, pero lo paso por alto. Noto cómo se apodera de mí el agotamiento total. El dolor vuelve a martillarme el cráneo y veo puntos de color que estallan tras mis párpados. Caigo pesadamente en el suelo y me llevo las rodillas al pecho.
—¿Y ahora qué? —pregunta Julián. En su tono se percibe cierta desesperación. Me doy cuenta de que sí es consciente de nuestra situación. Y no está sereno: está asustado, y lucha contra ello.
Apoyo la cabeza en la pared y cierro los ojos.
—Ahora, a esperar.
Es imposible saber qué hora es y si es de día o de noche. La bombilla lanza una plana luz blanca. Pasan las horas. Al menos, Julián sabe estar callado. Se queda en su catre y noto que me mira cuando no le miro. Seguramente es la primera vez que está a solas con una chica de su edad durante tanto tiempo. Sus ojos recorren mi pelo, mis piernas y mis brazos, como si yo fuera una extraña especie de animal en el zoo. Me entran deseos de volver a ponerme la chaqueta y taparme, pero no lo hago. Tengo calor.
—¿Cuándo te hicieron la operación? —me pregunta en un momento dado.
—En noviembre —contesto de forma automática. Mi mente le da vueltas una y otra vez a las mismas preguntas. ¿Por qué traernos aquí? ¿Por qué mantenernos vivos? Lo de Julián lo puedo comprender. Él tiene valor; deben de querer un rescate.
Pero yo no valgo nada. Y eso me pone nerviosa.
—¿Te dolió? —pregunta.
Alzo la vista hacia él. De nuevo me sobresalta la claridad de sus ojos: ahora tienen el color de un río transparente, mezclado con sombras violeta y azul oscuro.
—No demasiado —miento.
—Yo odio los hospitales —murmura apartando la mirada—. Los laboratorios, los científicos, los médicos. Todo eso.
Se hace el silencio.
—¿No estás ya acostumbrado a ello? —replico sin poder evitarlo.
Alza un poco la comisura izquierda de la boca: una pequeña sonrisa. Me mira de soslayo.
—Hay ciertas cosas a las que uno no se acostumbra nunca, supongo —dice, y sin ninguna razón, me acuerdo de Álex y noto que se me encoge el estómago.
—Sí, supongo que sí —respondo.
Más tarde se produce un cambio, el silencio se transforma. Estaba tumbada en el catre para conservar las fuerzas, pero me incorporo hasta quedarme sentada.
—¿Qué pasa? —pregunta Julián, y levanto la mano para que se calle.
Pisadas al otro lado de la puerta que se acerca. Luego, un ruido metálico cuando las bisagras de la gatera giran con lentitud.
Me lanzo inmediatamente al suelo, para tratar de ver a nuestros secuestradores. Caigo con fuerza sobre el hombro derecho justo en el momento en que pasa una bandeja por la abertura. Se vuelve a cerrar la portezuela.
—Mierda.
Me incorporo frotándome el hombro. La bandeja contiene solo dos rebanadas grandes de pan y varios trozos de cecina. Nos han dado también una cantimplora llena de agua. No está mal, considerando algunas de las cosas que comía en la Tierra Salvaje.
—¿Has visto algo? —pregunta Julián. Muevo la cabeza en sentido negativo—. Tampoco serviría de mucho, imagino.
Duda un minuto y luego baja de la cama para sentarse también en el suelo.
—La información sirve siempre —replico con brusquedad. Esa es otra cosa que he aprendido de Raven; claro que Julián no lo entiende. La gente como él no quiere saber, ni pensar, ni tener que elegir nada: eso es parte del problema.
Ambos hacemos ademán de alcanzar el agua y nuestras manos se tocan sobre la bandeja. Julián aparta la suya como si se hubiera quemado.
—Adelante —digo.
—Tu primero —dice él.
Cojo el agua y tomo un sorbo sin dejar de observarle. Hace pedacitos el pan. Noto que quiere que dure; debe de estar muerto de hambre.
—Quédate con mi pan —digo. No estoy segura de por qué se lo ofrezco. No es inteligente: para escapar de aquí tengo que estar fuerte.
Se me queda mirando. Curiosamente, a pesar de tener el pelo rubio trigo y caramelo y los ojos azules, sus pobladas pestañas son negras.
—¿Estás segura?
—Cógelo —estoy a punto a añadir: «Antes de que cambie de idea».
Se come el segundo trozo ansiosamente, agarrándolo con las dos manos. Cuando termina, le paso la cantimplora, y duda antes de llevársela a la boca.
—Ya sabes que no puedes contagiarte por mí —le digo.
—¿El qué?
Se sobresalta un poco, como si hubiera interrumpido un largo silencio.
—La enfermedad. Los deliria nervosa de amor. No te la puedo contagiar. Estás a salvo —Álex me dijo una vez exactamente lo mismo. Sepulto los recuerdos, deseando que se queden en lo profundo de las tinieblas—. Y además, en cualquier caso, no la puedes contraer por compartir comida o bebida. Eso es un mito.
—Pero se puede contagiar por los besos —comenta él tras una pausa. Duda antes de decir «besos». No es un término que use ya muy a menudo, excepto en la intimidad.
—Eso es distinto.
—Además, no es eso lo que me preocupa —añade con aire convincente, y se bebe un gran trago de agua como para demostrarlo.
—¿Qué es lo que te preocupa, entonces?
Cojo mi trozo de cecina, me apoyo en la pared y empiezo a mordisquearlo.
No me mira a los ojos.
—Es solo que no he pasado mucho tiempo con…
—¿Chicas?
Niega con la cabeza.
—Con nadie —dice—. Con nadie de mi edad.
Por un momento nos miramos a los ojos, y entonces me recorre una pequeña sacudida. Sus ojos han cambiado: ahora las aguas transparentes se han extendido y se han hecho más profundas, se han convertido en un océano de colores cambiantes, verdes, dorados y púrpuras.
Julián parece pensar que ha hablado demasiado. Se pone de pie, camina hasta la puerta y se vuelve. Es la primera señal de agitación que le he visto. Durante todo el día ha estado muy calmado.
—¿Por qué crees que nos tienen encerrados aquí? —pregunta.
—Para pedir un rescate, probablemente.
Es lo único que tiene sentido.
Julián se pasa el dedo por el corte del labio, pensándolo.
—Mi padre pagará —dice un momento después—. Yo soy valioso para el movimiento.
Yo no comento nada. En un mundo sin amor, eso es lo que somos las personas: valores, beneficios y cargas, números y datos. Sopesamos, cuantificamos, medimos, y el alma quedara reducida a polvo.
—No le gustará tener que tratar con los inválidos —añade.
—No sabes si ellos son los responsables de que estemos aquí —replico rápidamente, y luego me arrepiento. Incluso aquí, Lena Morgan Jones tiene que actuar como se espera de ella.
Julián me mira frunciendo el ceño.
—Ya los viste en la manifestación, ¿no? —me quedo callada—. No sé. Quizá lo que ha sucedido sea para bien. Quizá ahora la gente comprenda lo que intenta hacer la ASD. Así entenderán por qué es tan necesario.
Usa su voz pública, como si se estuviera dirigiendo a una muchedumbre.
Me pregunto cuántas veces le habrán dicho esas mismas palabras, cuántas veces le habrán insistido con esas mismas ideas. Me pregunto si tendrá dudas alguna vez.
De pronto me indigno con él y con su serena certeza sobre el mundo, como si la vida se pudiera diseccionar y etiquetar nítidamente igual que un espécimen en un laboratorio.
Pero no digo nada de esto. Lena Morgan Jones mantiene la máscara puesta.
—Eso espero —sentencio fervientemente, y luego me voy a mi catre y me hago un ovillo de cara a la pared para que se dé cuenta de que no me apetece seguir hablando con él.
Como venganza, musito palabras dirigidas al cemento: palabras antiguas, palabras prohibidas que Raven me enseñó, de una de las antiguas religiones.
El Señor es mi pastor, nada me falta.
En prados de hierba fresca me hace reposar,
me conduce junto a fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. Me guía por el camino justo,
haciendo honor a su nombre.
Aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré…
Termino quedándome dormida. Cuando abro los ojos, todo está oscuro, y tengo que contener un grito. Han apagado la bombilla y nos han dejado en la negrura. Me noto congestionada y enferma. Aparto la manta de lana hasta los pies del catre y disfruto del aire fresco sobre la piel.
—¿No puedes dormir?
La voz de Julián me sobresalta. No está en su catre. Apenas puedo verle: es una silueta grande recortada contra la sombra.
—Estaba durmiendo —digo—. ¿Y tú?
—No —contesta. Su voz suena ya más suave, menos precisa, como si de algún modo la oscuridad hubiera derretido sus límites—. Es tonto, pero.
—¿Pero qué?
Imágenes del sueño siguen aleteando en mi mente, bordeando los límites de la conciencia. He soñado con la Tierra Salvaje. Estaba Raven; Hunter también estaba.
—Sueño. Tengo pesadillas —Julián pronuncia las palabras apresuradamente, parece sentirse avergonzado—. Las sufro desde siempre.
Durante una décima de segundo siento un tirón en el pecho, como si algo duro se me hubiera aflojado. Hago esfuerzos para apartar ese sentimiento. Estamos en lados opuestos, él y yo. Nunca podrá existir ninguna comprensión entre nosotros.
—Dicen que eso mejorará después de la operación —añade casi como una disculpa, y yo me pregunto si estará pensando en lo obvio: «Si consigo sobrevivir a ella».
Me quedo callada. Tose y luego se aclara la garganta.
—¿Y tú qué? —pregunta—. ¿Has tenido pesadillas alguna vez? O sea, antes de que te hicieran la operación.
Pienso en los cientos y cientos de curados que duermen sin sueños en sus camas de matrimonio, con la cabeza envuelta en niebla, en un sueño dulce y vacío.
—Nunca —respondo, y me doy la vuelta, me subo la manta por encima de las piernas y finjo que duermo.