Miyako, que debería haber sido una de las exploradoras, es, por el contrario, la última en pasar por la enfermería.
—Volverá a estar bien mañana —dice Raven—. Ya verás. Es fuerte como un toro.
Pero al día siguiente tose tanto que oímos cómo el ruido reverbera en las paredes. Su respiración suena pesada y acuosa. Suda hasta empapar las mantas mientras se queja de que tiene frío; está helada.
Empieza a toser sangre. Cuando me toca cuidar de ella, veo que se le ha secado en las comisuras de la boca. Se la limpio con un trapo húmedo, pero tiene todavía fuerza suficiente para oponerse. La fiebre le hace ver formas y sombras en el aire, les da manotazos y musita algo incompresible.
Ya no puede ponerse de pie, ni siquiera cuando Raven y yo intentamos alzarla entre los dos. Gime de dolor, y al final nos damos por vencidas. En vez de eso, cambiamos las sábanas cuando se orina. Yo creo que deberíamos quemarlas, pero Raven insiste en que no podemos; esa noche la veo frotándolas furiosamente en la pila mientras sube el vapor del agua hirviendo. Sus antebrazos tienen el color rojo brillante de la carne cruda.
Y después, una noche me despierto y el silencio es perfecto, un estanque fresco y profundo.
Durante un momento, aún envuelta por la niebla de mis sueños, pienso que Miyako debe de haberse puesto mejor. Mañana estará agachada en la cocina, atizando el fuego. Mañana haremos las rondas juntas y la veré preparar trampas con sus largos dedos. Cuando me vea observándola, sonreirá.
Pero todo está demasiado silencioso. Me levanto; un nudo de temor se tensa en mi pecho. El suelo está helado.
Raven permanece sentada al pie de la cama de Miyako, mirando el vacío. Lleva el pelo suelto, y las sombras aleteantes de la vela hacen que sus ojos parezcan dos pozos huecos.
Los ojos de Miyako están cerrados. Sé sin lugar a dudas que está muerta.
El deseo de reírme, histérico e inapropiado, me atenaza la garganta. Para sofocarlo digo:
—¿Está…?
—Sí —responde Raven brevemente.
—¿Cuándo?
—No estoy segura. Me he quedado dormida un momento —se pasa una mano por los ojos—. Cuando me he despertado, ya no respiraba.
Mi cuerpo sufre un golpe de calor y después se queda completamente frío. No sé qué decir, así que me quedo ahí un rato, intentando no mirar el cuerpo de Miyako: una estatua, una sombra, un rostro adelgazado por la enfermedad, reducido al hueso.
Solo puedo pensar en sus manos, que hace apenas unos días se movían de forma tan experta sobre la mesa de la cocina, tocando un ritmo suave para que Sarah cantara. Eran como un fogonazo, como alas de colibrí, llenas de vida.
Siento como si algo se me hubiera quedado atrapado en el fondo de la garganta.
—Lo… lo siento.
Raven no dice nada durante un rato. Luego:
—No tendría que haberle hecho cargar agua. Me dijo que no se encontraba bien. Tenía que haberla dejado descansar.
—No puedes culparte —digo rápidamente.
—¿Por qué no?
Entonces Raven alza la vista. En ese momento parece muy joven, desafiante, testaruda, como mi prima Jenny cuando la tía Carol le decía que era hora de hacer los deberes. Recuerdo que Raven es muy joven: veintiún años, solo unos pocos más que yo. La Tierra Salvaje te envejece.
Me pregunto cuánto tiempo duraré yo aquí.
—Porque no es culpa tuya —me pone nerviosa no verle los ojos—. No puedes, no debes sentirte mal por esto.
Entonces se pone de pie, protegiendo la vela con una mano.
—Ahora estamos del otro lado de la valla —murmura con cansancio al pasar a mi lado—. ¿No lo entiendes? Aquí no puedes decirme lo que debo sentir.
Al día siguiente nieva. Durante el desayuno, Sarah llora en silencio mientras sirve la papilla de avena: era amiga de Miyako.
Los exploradores dejaron el hogar hace cinco días: Tack, Hunter, Roach, Buck, Lu y Squirrel. Se han llevado la pala para enterrar las provisiones, así que buscamos trozos de metal y madera, cualquier cosa que sirva para cavar un hoyo.
Por suerte, la nevada es ligera: a media mañana apenas han caído dos centímetros, pero hace frío y el suelo está helado. Después de golpear y escarbar durante media hora, apenas hemos conseguido abrir un pequeño agujero en la tierra. Raven, Bram y yo estamos sudando. Sarah, Blue y algunos otros están acurrucados a algunos metros de distancia, temblando.
—Esto no funciona —declara Raven, jadeante. Suelta un trozo retorcido de metal que ha usado como pala y lo manda lejos de una patada. Luego se vuelve y comienza a caminar de regreso hacia la madriguera—. Tendremos que quemar su cuerpo.
—¿Quemar su cuerpo? —las palabras me salen como una explosión antes de que pueda detenerlas—. No podemos quemar su cuerpo. Eso es…
Raven se vuelve de repente, con los ojos centelleantes.
—¿De veras? ¿Y tú qué quieres hacer, eh? ¿Quieres dejarla en la enfermería?
Normalmente, cuando Raven alza la voz yo cedo, pero esta vez me mantengo firme.
—Se merece que la enterremos —replico, deseando que no me tiemble la voz.
Raven se me acerca en dos zancadas.
—Es un desperdicio de nuestra energía —responde entre dientes, y entonces me doy cuenta de toda la furia y desesperación que siente. Me acuerdo de que le oí decirle a Tack: «No va a morir nadie»—. No podemos permitírnoslo.
Se vuelve de nuevo de espaldas a mí y anuncia en voz alta, para que los otros lo oigan:
—Tenemos que quemar su cuerpo.
Envolvemos el cadáver de Miyako en las sábanas que Raven lavó. Quizá supiera todo el tiempo que se usarían para esto. No hago más que pensar que voy a vomitar.
—Lena —Raven me ladra, cortante—. Tómala de los pies.
Obedezco. Su cuerpo pesa más de lo que parece posible. En la muerte, se ha convertido en un bloque de hierro. Me siento furiosa con Raven, tanto que podría escupirle.
A esto nos vemos reducidos aquí. Esto es lo que nos hace a todos la Tierra Salvaje: pasamos hambre, morimos, envolvemos a nuestros amigos en sábanas viejas y andrajosas y los quemamos al aire libre.
Sé que no es culpa de ella: es de la gente del otro lado de la alambrada, es de ellos, de los zombis, de mi antigua gente, pero el enfado se niega a disiparse. Me quema hasta abrirme un agujero en la garganta.
A medio kilómetro del hogar hay un barranco por el que algún momento discurrió un arroyo. La colocamos ahí y Raven salpica el cuerpo con gasolina: solo un poco, porque no tenemos mucha.
La nieve cae ahora con más fuerza. Al principio no arde. Blue empieza a llorar a gritos y Grandma se la lleva bruscamente lejos del fuego diciéndole:
—Calla, Blue. No estás ayudando.
La niña entierra la cara en el chaquetón de pana demasiado largo de Grandma para amortiguar el sonido de sus lloros. Sarah está en silencio, con la cara pálida, temblando.
Raven echa más gasolina al cuerpo y por fin consigue que arda. Enseguida el aire se llena de un humo asfixiante, del olor del cabello quemado; el ruido también es horrible, un crujido que te hace pensar en carne que se desprende del hueso. Raven ni siquiera puede pronunciar el elogio fúnebre completo antes de que le den náuseas.
Me aparto con los ojos llenos de lágrimas, no sé si por el humor o por el enfado.
De repente siento unas ganas locas de cavar, de enterrar, de hacerles unos buenos tajos a la tierra. Me muevo a ciegas, camino atontada de regreso a la guarida. Me lleva un rato localizar los pantalones cortos de algodón y la vieja camiseta hecha jirones que llevaba cuando vine a la Tierra Salvaje. La camiseta la hemos estado usado como trapo para secar los platos. Estas son las únicas cosas que me quedan de antes: los restos de mi antigua vida.
Los otros están reunidos en la cocina. Bram atiza el fuego para avivarlo de nuevo. Raven hierve agua en una olla, para preparar café, sin duda. Sarah baraja unas cartas abombadas por la humedad y muy manoseadas. Los demás están sentados en silencio.
—Eh, Lena —me dice Sarah cuando pasó junto a ella. Me he guardado los pantalones y la camiseta bajo la chaqueta, y mantengo los brazos cruzados con fuerza sobre el estómago. No quiero que nadie sepa lo que voy a hacer, sobre todo Raven—. ¿Quieres jugar a los descartes?
—Ahora no —gruño. La Tierra Salvaje nos vuelve mezquinos también. Mezquinos y duros, todo aristas.
—Podemos jugar a otra cosa —dice—. Podríamos jugar a…
—Te he dicho que no.
Salgo corriendo escaleras arriba antes de percatarme de que he herido sus sentimientos.
El ambiente está pesado y el paisaje es una mancha blanca. Por un momento, el frío me deja pasmada y quedo ahí, parpadeando, confusa. Todo está cubierto con una capa de nieve como una envoltura afelpada. Aún me llega el olor a quedado del cuerpo de Miyako. Empiezo a imaginar que, con la nieve, la ceniza volará sobre nosotros. Fantaseo pensando que nos cubrirá mientras dormimos, que sellará la madriguera y nos asfixiara a todos en el interior, bajo tierra.
En el límite del hogar hay un enebro. Es donde comienzo y termino mis carreras. Debajo no se ha acumulado la nieve; solo hay una fina película que aparto con el piño del anorak.
Luego me pongo a cavar.
Araño la tierra con los dedos. El enfado y el dolor me pinzan los ojos y me estrechan la visión hasta reducirla a un túnel. Ni siquiera siento el frío y el dolor en las manos. La tierra y la sangre se me van secando en las uñas, pero no me importa. Entierro ahí los gastados recuerdos que me quedan de mi vida anterior, bajo el enebro, en la nieve.
Dos días después de quemar el cuerpo de Miyako, la nieve sigue cayendo. Raven mira al cielo ansiosamente, maldiciendo entre dientes. Es hora de irse. Lu y Squirrel, los primeros exploradores, ya han regresado. Casi todo el hogar está recogido, aunque seguimos acumulado comida y provisiones del río y cazamos y ponemos todas las trampas que podemos; pero la nieve lo hace difícil porque los animales se mantienen bajo tierra.
En cuanto vuelva el resto de los exploradores, nos iremos. Estarán de vuelta en cualquier momento, le decimos todos a Raven para calmar su ansiedad.
La nieve cae lenta, constante, y convierte el mundo en un ventisquero blanco.
He empezado a comprobar los nidos cada día a la busca de mensajes. Se hace más difícil trepar a los árboles cubiertos de hielo. Después, cuando vuelvo a la guardia, me laten los dedos dolorosamente a medida que recuperan la sensibilidad. Nos han llegado suministros de forma regular durante semanas, aunque a veces se han quedado retenidos río arriba, en las aguas poco profundas, que se hielan más rápido. Nos toca liberarlos del hielo con mangos de escoba. Roach y Buck regresan al hogar, exhaustos pero triunfantes. Por fin deja de nevar. Ahora solo queda esperar a Hunter y Tack.
Luego, un día, los nidos están amarillos. Y al día siguiente también: amarillos.
El tercer día de amarillo, Raven me lleva aparte.
—Estoy preocupada —dice—. Algo debe de suceder dentro.
—Quizá hayan vuelto a patrullar —comento—. Tal vez hayan vuelto a conectar la corriente en la valla.
Se muerde el labio y mueve la cabeza.
—Sea lo que sea, debe de ser algo importante. Todo el mundo sabe que es hora de que nos vayamos. Necesitamos todos los víveres que podamos conseguir.
—Seguro que es algo temporal —digo—. Fijo que mañana nos llega un cargamento.
Raven vuelve a mover la cabeza.
—No podemos permitirnos esperar mucho más —murmura con voz estrangulada. Sé que no solo está pensando en las provisiones, sino también en los exploradores.
Al día siguiente, el cielo está azul pálido y el sol alto produce un calor asombroso, que se cuela entre las nubes y convierte el hielo en arroyitos. La nieve trajo consigo el silencio, pero ahora los bosques vuelven a estar vivos, llenos del sonido de gotas, crujidos y gorjeos. Es como si a la Tierra Salvaje le hubieran quitado el bozal.
Todos estamos de buen humor, todos excepto Raven, que hace su inspección diaria del cielo y se limita a musitar:
—No durará.
De camino a los nidos, por la nieve, tengo tanto calor que me quito la chaqueta y me la anudo a la cintura. Hoy los nidos van a estar azules, lo intuyo. Estarán azules y llegarán las provisiones, los exploradores regresarán y todos viajaremos juntos hacia el sur. La luz es cegadora, se refleja en las hojas brillantes y me llena el campo de la visión de puntos de color, destellados rojos y verdes.
Cuando llego a los nidos, me desato la chaqueta y la cuelgo en una de las ramas bajas. Ya se me da bien trepar; encuentro el camino con facilidad y noto una especie de alegría en el pecho que hace mucho que no sentía. Desde lejos llega un zumbido vago, una vibración baja que me recuerda a los grillos que cantan en verano.
Hay un vasto mundo a nuestro alrededor, un espacio sin límites más allá de las fronteras y las reglas, y también en los intersticios entre ellas. Vamos a viajar libremente por ese mundo. Todo va a salir bien.
Casi he alcanzado los nidos. Ajusto mi peso, busco un apoyo mejor para mis pies y me impulso hacia arriba, hasta la última rama.
Justo entonces, una sombra pasa rápido junto a mí, tan repentina que me asusto y por poco me caigo hacia atrás. Durante un instante siento el terror de la caída, la inclinación, el aire frio a mis espaldas, pero en el último momento consigo enderezarme. Aun así, me late el corazón y no puedo evitar la sensación fugaz de que me hundo.
Y entonces veo que lo que me ha sobresaltado no ha sido una sombra.
Es un pájaro. Un pájaro que luchaba contra algo pegajoso, un pájaro cubierto de pintura que forcejeaba en su nido, salpicando color por todas partes.
Rojo. Rojo. Rojo.
Hay un montón: plumas marrones cubiertas con una gruesa capa de color escarlata, que aletean entre las ramas.
El rojo significa: «Huye».
No sé cómo consigo bajar del árbol. Me deslizo y caigo; debido al terror, mis miembros han perdido toda la gracia y la agilidad. El color rojo significa: «Huye». Me lanzo desde algo más de un metro de altura y aterrizo en la nieve con una voltereta. El frío se me cuela por los vaqueros y el jersey. Cojo la chaqueta y salgo corriendo, justo como Hunter me dijo que hiciera, por ese mundo deslumbrante de hielo que se funde, mientras la negrura me invade la mirada. Cada paso es una agonía, y siento como si estuviera en una de esas pesadillas en las que intentas escapar pero no puedes moverte.
El zumbido que oía antes se ha hecho más fuerte. No son grillos en absoluto. Parecen avispas.
Parecen motores.
Me arden los pulmones, me duele el pecho, las lágrimas me escuecen en los ojos mientras me dirijo tambaleante hacia el hogar. Quiero gritar. Quiero que me salgan alas y poder volar. Y por un momento pienso: «Quizá todo haya sido un error. Puede que no pase nada malo».
Entonces el zumbido se convierte en un rugido, y veo por encima de los árboles el primer avión que rasga el cielo, gritando.
Pero no. Soy yo la que grita.
Grito mientras corro. Grito cuando cae la primera bomba y la Tierra Salvaje se convierte en un incendio a mí alrededor.