La mañana de la concentración hace un calor impropio de esa época del año. La poca nieve que continua en el suelo y en los tejados se deshace en arroyos que se cuelan por las alcantarillas, y gotea de las farolas y de las ramas de los árboles. Hay una luz cegadora. Los charcos del suelo parecen metal pulido, un espejo perfecto.
Raven y Tack me acompañan al mitin, aunque me han advertido de que en realidad no se van a quedar conmigo. Mi trabajo es mantenerme cerca del escenario. Tengo que vigilar a Julián antes de que se dirija hacia el Columbia Memorial, en el distrito residencial, donde se le hará la intervención.
—Pase lo que pase, no le quites los ojos de encima —me ha instruido Raven—. Pase lo que pase, ¿vale?
—¿Por qué? —pregunto, sabiendo que mi pregunta no será contestada. A pesar de que oficialmente soy un miembro de la Resistencia, prácticamente no sé nada de cómo funciona ni de lo que se supone que hacemos.
—Porque lo digo yo.
Muevo los labios al mismo tiempo que ella y coreo sus palabras sin emitir ningún sonido, mientras me mantengo de espaldas para que no me vea.
Curiosamente, en las paradas de autobús hay largas colas. Dos reguladores distintos reparten los números a los pasajeros que esperan: Raven, Tack y yo iremos en el 5, cuando llegue. Hoy la cuidad ha cuadriplicado el transporte público. Se esperaran veinticinco mil personas en la manifestación, de las cuales unas cinco mil serán miembros de ASD, y el resto espectadores y curiosos.
También estarán allí mucho de los grupos que se oponen a la ASD y a la idea de una operación temprana, lo que incluye a gran parte de la comunidad científica. La intervención aun no es segura para los niños, alegan y puede derivar en defectos sociales tremendos: una nación de locos e imbéciles. La ASD alega que su cautela es excesiva. Las consecuencias positivas, dicen, sobrepasan con mucho a los riesgos. Y si es necesario, lo que haremos será ampliar nuestras prisiones para meter en ellas a los defectuosos, fuera de la vista.
—Muévanse, muévanse.
El regulador de delante nos dirige hacia el autobús. Avanzamos ordenadamente, mostrando nuestra tarjeta de identidad y volviendo a enseñarla de nuevo al subir al vehículo. Me viene a la cabeza la imagen de un rebaño de animales que camina pesadamente, con la cabeza baja.
Raven y Tack no se hablan, deben haber tenido otra pelea. Noto entre ellos una tensa electricidad que no me ayuda a calmar la desazón que siento. Raven encuentra dos sitios vacíos al fondo, pero sorprendentemente, Tack se sienta junto a mí.
—¿Qué haces? —pregunta ella, enérgica, inclinándose hasta adelante. Tiene que ir con cuidado de hablar en voz baja. Las personas curadas no discuten. Ese es uno de los beneficios de la operación.
—Quiero asegurarme de que Lena está bien —musita él como respuesta.
Alarga la mano y toma la mía, apenas un contacto rápido. Una mujer sentada al otro lado del pasillo nos mira con curiosidad.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —respondo, pero mi voz suena ahogada. Durante la mañana no estaba intranquila en absoluto. Ellos han sido los que me han puesto nerviosa. Obviamente están preocupados por algo, y creo saber qué es. Deben de creer que los rumores sobre los carroñeros son ciertos; que van a montar algo, que intentarán impedir la concentración por algún medio.
Ni siquiera cruzar el puente de Brooklyn surte el efecto habitual de tranquilizarme. Por primera vez, está atascado por el tráfico: coches particulares y autobuses que llevan gente al mitin.
A medida que nos aproximamos a Times Square, me voy poniendo más nerviosa. No he visto tanta gente junta en mi vida. Nos toca bajarnos en la Treinta y Cuatro porque los autobuses no pueden avanzar más. Las calles están abarrotas: un manchón enorme de gente, un río de color. También hay reguladores, oficiales y voluntarios que llevan uniformes inmaculados, además de miembros de la guardia armada, situados muy tiesos en filas, mirando fijamente al frente como soldaditos de juguete alineados a punto de desfilar. Solo que estos soldaditos, los de verdad, llevan enorme pistolas, con cañones que brillan a la luz del sol.
En cuanto me uno a la multitud, me empujan y me zarandean por todas partes. Aunque Raven y Tack están detrás de mí, los pierdo de vista unas cuantas veces entre la gente. Ahora no veo por qué me han dado instrucciones con anterioridad. No hay forma de que pueda mantenerme cerca de ellos.
Hay un ruido espantoso. Los reguladores usan sus silbatos para dirigir el flujo de peatones, y oigo en la distancia tambores Y gente que corea eslóganes. La manifestación no empieza oficialmente hasta dentro de dos horas, pero ya me parece distinguir el sonsonete del eslogan de la ASD: En los números hay seguridad y de nada carecemos…
Avanzamos lentamente hacia el norte por las amplias e interminables simas entre los edificios, apretados y contenidos por todos lados. La gente sale a los balcones para mirarnos. Veo cientos y cientos de estandartes blancos, pancartas de apoyo hacia la ASD, y apenas unos pocos de color esmeralda, de oposición.
—¡Lena! —me vuelvo; Tack se abre paso entre la masa de gente y me coloca un paraguas en la mano—. Dicen que va a llover más tarde.
El cielo es de un perfecto color azul pálido, veteado de finas nubes como mechones de cabello blanco.
—No creo —comienzo a decir.
—Cógelo —me interrumpe—. Confía en mí.
—Gracias.
Intento que mi voz suene amable; es raro que Tack sea tan atento. Él duda, se muerde la comisura de los labios. Le he visto hacer el mismo gesto cuando está trabajando en un puzle en el apartamento y no consigue encajar todas las piezas. Me parece que está a punto de decirme algo más, de darme algún consejo, pero solo comenta:
—Tengo que encontrar a Rebecca.
Tartamudea un poco al pronunciar el nombre oficial de Raven.
—Vale.
Ya la hemos perdido de vista. Guardo el paraguas en la mochila con dificultad. La gente de alrededor me mira mal porque apenas hay sitio para respirar, y mucho menos para quitarme la bolsa de la espalda. De repente me doy cuenta de que no hemos quedado después de la concentración. No sé dónde se supone que voy a encontrarme con ellos.
—Oye.
Alzo la vista, pero Tack ya se ha ido. Todas las caras me resultan desconocidas; estoy rodeada de extraños. Me giro en redondo y siento un pinchazo en las costillas. Un regulador me empuja hacia delante con su porra.
—Estás reteniendo a todos —dice terminante—. Muévete.
Tengo el pecho lleno de mariposas. Me ordeno seguir respirando. No hay nada de qué preocuparse; es solo como ir a las reuniones de la ASD, pero más grande.
En la calle Treinta y Ocho están los controles, donde tenemos que esperar en fila para que nos manoseen y nos cacheen agentes de policía con dispositivos electrónicos. También nos comprueban el cuello —los incurados tienen su propia sección especial separada de la concentración— y escanean nuestras tarjetas de identidad, aunque por suerte no pueden comprobarlo todo por medio del SVS, el sistema de validación segura. Aun así, me lleva una hora pasar. Más allá de las vallas de seguridad, hay voluntarios que reparten toallitas antibacterianas: pequeños paquetes blancos con el logo de la ASD.
La limpieza está cercana a la divinidad. La seguridad está en los detalles. La felicidad está en el método.
Permito que una mujer de cabello plateado me ponga un paquete en la mano.
Y luego, por fin, entro. Aquí los tambores producen un ruido furioso y el canto de eslóganes es una onda constante, como el sonido de las olas que golpean contra la orilla. El corazón me late en la garganta al mismo ritmo.
Una vez vi una foto de Times Square antes de la cura, antes de que se cerraran las fronteras. Tack la encontró cerca de Salvamento, un hogar en Nueva Jersey, justo al otro lado del rio frente a Nueva York. Nos refugiamos allí mientras esperábamos a que llegara nuestra documentación falsa. Un día encontró un álbum entero de fotos, totalmente intacto, enterrado bajo un montón de piedras y madera carbonizada. Por las noches, yo lo hojeaba y fingía que esas fotos, esa vida de amigos y de novios y de hacer tonterías, todas aquellas imágenes luminosas y alegres, eran mías.
Times Square tiene un aspecto muy distinto al de entonces. A medida que avanzo entre la multitud, se me corta el aliento en la garganta.
Hay una enorme plataforma elevada, una tarima construida en el extremo de la plaza abierta, bajo la valla publicitaria más grande que he visto en mi vida. Está cubierta de estandartes de la ASD: cuadrados rojos y blancos que ondean ligeramente al viento.
La iglesia Unificada de la Ciencia y la Religión ha tomado posesión de una valla y la ha marcado con su símbolo fundamental: una mano gigante que sostiene una molécula de hidrógeno. Los otros letreros que hay, grandísimos, sobre las paredes de un blanco reluciente, están desgastados hasta resultar ilegibles. Es imposible saber lo que anunciaban en su momento. En uno de ellos me parece distinguir la huella espectral de una sonrisa.
Y, por supuesto, todas las luces están muertas.
La foto que vi de Times Square era una toma nocturna, pero podría haber sido sacada con la luna llena: no he visto más luces en mi vida, ni podría haberlas imaginado. Luces que brillaban, que destellaban, en colores chillones que me hacían pensar en esos puntos que flotan en los ojos después de mirar al sol.
Las bombillas siguen ahí, pero no están encendidas. Las palomas se posan encima y se acomodan entre las luces apagadas. Nueva York y sus ciudades hermanas tienen controles obligatorios sobre la electricidad, como Portland. Aunque hay un mayor número de coches y autobuses, los apagones son más severos y frecuentes. Hay demasiada gente, y no llega para todos.
En el estrado hay dispuestos micrófonos y sillas; detrás se eleva una enorme pantalla de video, como la que suele usar la ASD en sus reuniones.
Hombres de uniforme se ocupan de los arreglos de último momento. Ahí es donde tiene que estar Julián; debo acercarme de alguna forma.
Comienzo a abrirme paso despacio, trabajosamente, entre la multitud. Me cuesta avanzar, no progreso mucho. Tengo que pelear, dar codazos y pedir perdón cada vez que me aprieto contra alguien para pasar. Ni siquiera me ayuda medir menos de un metro setenta: no hay espacio suficiente entre los cuerpos, no hay fisuras por las que colarse.
Entonces me vuelve a entrar el pánico. Si vienen los carroñeros, si algo sale mal, no habrá donde esconderse. Estaríamos atrapados aquí como animales en un corral. La gente se pisotearía intentando salir. Se produciría una autentica estampida.
Pero los carroñeros no vendrán. No se atreverán. Es demasiado peligroso. Hay demasiada policía, demasiados reguladores, demasiadas armas.
Apretándome, consigo pasar junto a una serie de gradas, todas acordonadas, donde se sientan miembros de la Joven Guardia de la ASD, chicas y chicos separados, por supuesto, todos esforzándose por no mirarse los unos a los otros en ningún momento.
Por fin consigo llegar hasta el pie de la plataforma, que debe de medir tres o cuatro metros de altura. Una serie de empinados peldaños de madera conduce a los potentes. Al pie se ha reunido un grupo de personas. Distingo a Thomas y Julián Fineman detrás de una maraña de guardaespaldas y agentes de policía.
Julián y su padre van vestidos igual. Julián lleva el pelo peinando hacia atrás con espuma, y se le riza justo detrás de las orejas. Cambia el peso de un pie a otro, intentando ocultar su evidente nerviosismo.
Me pregunto por qué es tan importante, por qué Tack y Raven me han dicho que no le quite ojo. Se ha convertido en un símbolo de la ASD, claro —el sacrificio en nombre de la seguridad general—, pero me pregunto si presenta algún tipo de riesgo adicional.
Me acuerdo de lo que dijo en la reunión: «Tenía nueve años cuando dijeron que me estaba muriendo».
Me pregunto qué se sentirá al morir lentamente.
Me pregunto qué se sentirá al morir deprisa.
Me clavo las uñas en la palma para mantener alejados los recuerdos.
Un retumbar de tambores llega desde el otro lado de la plataforma, una parte de la plaza que no se ve desde aquí. Seguramente allí haya una banda desfilando. El canto aumenta de volumen y ahora todo el mundo se une; la multitud entera se deja influir inconscientemente por ese ritmo. En la distancia distingo otra consigna, inconexa y entrecortada: «La ASD es peligrosa para todos nosotros. La cura debería proteger, no lastimar». Los disidentes. Deben de estar recluidos en algún otro sitio, lejos del estrado.
Más alto, cada vez más fuerte. Me uno al canto, dejo que mi cuerpo encuentre el ritmo, siento que el zumbido de todos esos miles de personas me recorre de los pies a la cabeza y anida en mi pecho.
Y aunque no crea en nada de todo esto —ni en las palabras, ni en la causa, ni en la gente que me rodea—, aun así me asombra la energía que experimento por estar en una muchedumbre, la electricidad, la sensación de poder.
Peligroso.
De repente, justo cuando el cántico llega a su punto más alto, Thomas Fineman se aparta de los guardaespaldas y sube los escalones de dos en dos hasta lo alto de la plataforma.
El ritmo se rompe entre oleadas de gritos y aplausos. Por todas partes aparecen banderolas y pancartas blancas que se despliegan y ondean al viento. Algunas son las oficiales de la ASD. Otras personas simplemente han recortado largas tiras de tela. Times Square está lleno de tentáculos blancos.
—Gracias —dice Thomas Fineman por el micrófono. Su voz resuena por encima de todos nosotros; luego hay un chirrido agudo cuando el amplificador suelta un quejido. Fineman hace una mueca, tapa el micrófono con la mano y se inclina para darle instrucciones a alguien. El ángulo de su cuello muestra a la perfección la marca de la operación. La cicatriz de tres puntas se ve ampliada en la pantalla de video.
Vuelvo la vista hacia Julián. Está de pie con los brazos cruzados, observando a su padre desde detrás de la muralla de guardaespaldas. Debe de tener frio, pues no lleva ningún abrigo sobre la chaqueta del traje.
—Gracias —Thomas Fineman vuelve a intentarlo y continúa al comprobar que el amplificador no reverbera—. Mucho mejor. Amigos míos.
Entonces es cuando sucede.
Ta, ta, ta.
Tres pequeñísimas explosiones, como los petardos que solíamos tirar el 4 de julio en Eastern Prom.
Un grito agudo y desesperado.
Y luego, todo es ruido.
Figuras de negro aparecen de ninguna parte, de todas partes. Suben desde las alcantarillas, se materializan en el suelo, adquieren forma detrás del vapor maloliente. Descienden por las fachadas de los edificios como arañas, ayudándose de largas cuerdas negras. Atraviesan la muchedumbre con cuchillos afilados y brillantes, agarrando bolsos y arrancando collares del cuello de la gente, arrebatando anillos de un tajo.
Ta, ta, ta.
Carroñeros. Las entrañas se me vuelven liquidas. El aliento se detiene en mi garganta.
La gente tira y empuja en todas direcciones, desesperada por encontrar una salida. Los carroñeros nos tienen rodeados.
—¡Al suelo, al suelo, al suelo!
Ahora el aire se llena de disparos. La policía ha abierto fuego. Un carroñero que había descendido hasta la mitad de un edificio recibe un balazo, en la espalda. Su cuerpo se sacude una vez, rápidamente, y luego se queda colgando sin vida en el extremo de la cuerda, meciéndose suavemente al viento. No sé cómo, una de las pancartas de la ASD se ha enredado en su equipo y veo la mancha de sangre que se extiende lentamente por la tela blanca.
Estoy en una pesadilla. Estoy en el pasado. Esto no está sucediendo.
Alguien tira de mí desde atrás, y caigo al suelo. El impacto contra el cemento me hace volver a la realidad. La gente corre en estampida y consigo apartarme a toda prisa de un par de pesadas botas.
Tengo que volver a ponerme de pie.
Intento incorporarme y me vuelven a derribar. Esta vez me quedo sin aliento; alguien me pisa, siento su peso en mitad de la espalda. El miedo hace que me centre y que se agudicen mis instintos. Tengo que ponerme de pie.
Ya se ha roto una de las barreras policiales. Tengo ante mí un trozo de madera astillada. Lo cojo y lo utilizo para defenderme de la multitud; golpeo al lastre abrumador de la gente, al miedo. La madera impacta contra las piernas, contra el músculo y la piel. Por un breve instante noto que cambia el peso, un ligero alivio. Me pongo en pie de un salto y corro a toda prisa hacia el estrado.
Julián se ha ido. Se supone que debo vigilarle. Pase lo que pase.
Gritos desgarradores. Olor a humo.
Luego lo veo a mi izquierda. Se lo llevan hacia uno de los antiguos accesos del metro, que está, como todas las otras entradas, tapado con tablones de madera. Uno de los guardaespaldas se adelanta y abre el contrachapado empujándolo hacia dentro.
No era una barrera. Era una puerta.
A continuación desaparecen y la hoja se cierra a sus espaldas.
Siguen los disparos. Los gritos se elevan todavía más. Un carroñero ha recibido una bala justo cuando iniciaba el descenso. Cae por el balcón hasta la multitud de abajo. La gente es una ola: cabezas, brazos, rostros crispados.
Corro hacia la entrada de metro por la que ha desaparecido Julián. Encima hay una vieja serie de números y letras, gastadas siluetas desnudas: N, R, Q, 1, 2, 3, 7. Lo encuentro reconfortante en mitad del pánico y los gritos; es un código del mundo antiguo, una señal de otra vida.
Me pregunto si el viejo mundo pudo haber sido peor que este; esa época de luces deslumbrantes, electricidad crepitante y gente que se amaba abiertamente. Me pregunto si también gritaban y se pisoteaban unos con otros hasta morir, si disparaban a sus vecinos.
Luego me dan otro golpe que me deja sin aliento y caigo hacia atrás sobre el codo izquierdo. Oigo un crujido y el dolor me atraviesa como una estaca.
Sobre mi se cierne un carroñero. Imposible saber si es hombre o mujer. Va todo vestido de negro y lleva un pasamontañas que le tapa hasta el cuello.
—Dame el bolso —gruñe, pero la voz suena más grave, pero se puede distinguir el timbre por debajo.
No sé por qué, esto hace que me enfade aún más. «¿Cómo te atreves?», me apetece soltarle. «Lo has fastidiado todo para todos». Pero me incorporo y me quito poco a poco la mochila, sintiendo pequeñas explosiones de dolor que irradian desde el codo hasta el cuello.
—Venga, venga, deprisa.
Cambia el peso de un pie a otro mientras acaricia el largo cuchillo afilado que lleva enganchado en el cinturón.
Mentalmente hago recuerdo de todo lo que llevo en la mochila: una cantimplora metálica vacía. El paraguas de Tack. Dos barritas de cereales. Llaves. Una edición en pasta del Manual de FSS. Tack insistió en que lo trajera, y ahora me alegro. Tiene casi seiscientas páginas. Debería ser lo suficiente pesado. Agarro las asas de la mochila con la mano derecha, aferrándolas bien.
—He dicho que te muevas.
La carroñera, impaciente, se inclina para agarrar la bolsa. La giro hacia arriba con ímpetu, luchando contra el dolor. Le da en la cabeza con fuerza suficiente para derribarla: se tambalea hacia un lado y cae al suelo. Me pongo en pie de un salto, pero ella se lanza a mis tobillos. Le pego dos buenas patadas en las costillas.
Los sacerdotes y los científicos llevan razón en una cosa: en nuestro corazón, en el fondo, somos como animales.
La carroñera gime, se dobla en dos y salto por encima de ella; evito todas las barreras de la policía, que están tiradas, rotas y destrozadas. Los gritos siguen formando una cresta de sonido en torno a mí: se han convertido en un aullido tremendo, como una sirena gigantesca, amplificada.
Consigo llegar a la vieja entrada del metro. Por un instante dudo, con la mano en la plancha de madera. Su textura me reconforta: gastada por el tiempo, caldeada por el sol, representa un poco de normalidad en medio de toda esta locura.
Otro disparo de rifle. Oigo un cuerpo que cae al suelo a mi espalda. Más gritos.
Me inclino hacia delante y empujo. La puerta se entreabre algunos centímetros y revela una turbia oscuridad y un olor acre, rancio.
No miro atrás.
Vuelvo a cerrar la puerta de un empujón y me quedo ahí un momento para que se me acostumbren los ojos a la falta de luz, tratando de captar sonidos de voces o pasos. Nada. El olor es más intenso aquí, es el olor de la muerte antigua: huesos de animales y putrefacción. Me llevo el puño de la chaqueta a la nariz y aspiro. Se oye un goteo continuo hacia la izquierda. Por lo demás, todo es silencio.
Ante mi se abren unas escaleras llenas de trozos de periódicos arrugados, vasos de papel aplastados y colillas, todo apenas iluminado por una lámpara eléctrica como las que teníamos en la Tierra Salvaje. Alguien debe de haberla dejado ahí antes.
Me muevo hacia las escaleras, totalmente alerta. Puede que los guardaespaldas de Julián me hayan oído abrir la puerta. Quizá estén esperando para saltar sobre mí. Mentalmente, maldigo los detectores de metales y los escáneres corporales. Daría cualquier cosa por tener un cuchillo, un destornillador, lo que fuera.
Entonces me acuerdo de las llaves. Una vez más me quito la mochila. El doblar el codo, el dolor sube hasta el hombro, y tengo que contener el aliento para no gritar. Menos mal que he caído sobre el brazo izquierdo; si fuera el derecho, estaría completamente incapacitada.
Moviéndome con dolorosa lentitud para no hacer demasiado ruido, encuentro las llaves en el fondo de la bolsa y las sujeto entre los dedos como me enseñó Tack. No es que sea una gran arma, pero es mejor que nada. Luego bajo las escaleras escudriñando la oscuridad, buscando algo que se mueva, formas repentinas que surjan de pronto.
Nada. Todo está perfectamente tranquilo y silencioso.
Al pie de la escalera hay una lúgubre cabina de cristal que todavía conserva manchas de dedos. Más allá se alinean doce tornos oxidados en un túnel. Como molinos de viento en miniatura paralizados. Los salto con cuidado y aterrizo suavemente al otro lado. Desde aquí se abren varios túneles hacia las sombras, cada uno marcado con letreros diferentes, más letras y números. Julián puede haber ido por cualquiera de ellos y todos están en tinieblas; la luz de la lámpara no llega tan lejos. Considero la idea de volver atrás para recogerla, pero eso me delataría.
Una vez más, me detengo y escucho. Al principio no se oye nada. Luego me parece oír un ruido apagado que procede del túnel de la izquierda. Sin embargo, en cuanto me pongo a caminar en la dirección del ruido, vuelve el silencio una vez más. Me invade la certeza de que solo me lo he imaginado y vacilo, frustrada, sin saber qué hacer a continuación.
He fallado en mi misión, eso es evidente. Mi primera misión de verdad para el movimiento. Por otro lado, Raven y Tack no pueden culparme por perder a Julián cuando atacaron los carroñeros. No tenía forma de preverlo o de haberme preparado para ese caos. Nadie podría haber previsto eso.
Me imagino que lo mejor que puedo hacer es esperar aquí unas horas, al menos hasta que la policía restablezca el orden; cosa que harán, no me cabe ninguna duda. Si hace falta, me quedaré aquí a pasar la noche. Mañana pensaré en cómo regresar a Brooklyn.
En ese momento, una sombra aparece repentinamente por la izquierda. Me giro rápidamente con el puño extendido, pero no hay más que aire. Una rata gigantesca pasa rápido por delante de mí, a unos centímetros de mi zapatilla. Suelto aire al ver que se mete por otro túnel, arrastrando su larga cola sobre la suciedad. Siempre he odiado las ratas.
Entonces lo oigo, claro e inconfundible: dos ruidos apagados y un gemido bajo, una voz que murmura:
—Por favor.
La voz de Julián.
Todo mi cuerpo se pone en tensión. En ese momento, el miedo tira de mis entrañas. La voz procedía de algún punto del interior del túnel, que está completamente a oscuras.
Me deslizo junto a la pared pegándome a ella todo lo posible, palpando con los dedos el musgo y los baldosines lisos a medida que avanzo, con cuidado de no hacer ningún ruido al caminar ni al respirar. Cada pocos pasos me detengo y escucho, esperando que Julián vuelva a decir algo, pero lo único que oigo es un goteo constante. Debe de haber un escape en alguna cañería.
Entonces lo veo.
Hay un hombre ahorcado, colgado de una rejilla del techo con un cinturón que le rodea el cuello. Por encima, el agua se condensa en una tubería metálica y gotea sobre el suelo del túnel. Tap, tap, tap.
Está tan oscuro que no distingo su cara. La rejilla solo deja pasar un débil hilo de luz grisácea, pero por la anchura de sus hombros lo identifico: es uno de los guardaespaldas de Julián. A sus pies yace el otro, hecho un ovillo en postura fetal. Tiene un cuchillo de mango largo clavado en la espalda.
Me precipito hacia delante, olvidando no hacer ruido. Entonces oigo otra vez la voz de Julián, más tenue:
—Por favor.
Estoy aterrada. No sé de dónde viene la voz, no puedo pensar en nada más que en salir de aquí, en escapar, escapar. Preferiría enfrentarme a los carroñeros en terreno abierto antes que atrapada como una rata, en la oscuridad. No moriré bajo tierra.
Corro ciegamente, cubriéndome los brazos, hasta que choco contra una pared. Regreso a tientas hacia el centro del túnel. El pánico me ha hecho torpe.
Tap, tap, tap.
Por favor. Por favor, sacadme de aquí. Nunca he corrido tan rápido. Me va a estallar el corazón, no puedo tomar aliento.
Dos siluetas negras se despliegan de repente a ambos lados, como enormes pájaros oscuros que extienden sus alas para envolverme.
Me agarran de la muñeca y se me caen las llaves.
—No tan rápido —dijo uno de ellos. Entonces, un dolor abrasador, un fogonazo blanco.
Me hundo en la oscuridad.