entonces

Cada día hace más frío. Por las mañanas, la hierba está cubierta de escarcha. El aire me hace daño en los pulmones cuando corro, y los bordes del río están cubiertos por una fina capa de hielo que se quiebra en torno a nuestros tobillos cuando nos metemos en el agua con los cubos. El sol está aletargado y se hunde tras el horizonte cada día más temprano, tras un débil trayecto aguado por el cielo.

Estoy recuperando las fuerzas. Soy una roca que se erosiona lentamente por el roce del agua; soy un palo endurecido al fuego. Tengo las palmas y las plantas de los pies encallecidas, tan gruesas y duras como piedras. Nunca dejo de correr. Cada día me ofrezco voluntaria para traer el agua, aunque se supone que tenemos que rotar. Pronto consigo cargar los dos cubos yo sola todo el trayecto hasta el campamento sin detenerme a hacer un solo descanso.

Álex pasa junto a mí, entrando y saliendo de las sombras, colándose entre los árboles de color amarillo y carmesí. En el verano tenía una silueta más definida: podía verle los ojos, el pelo, parte del brazo. A medida que las hojas van cayendo al suelo entre espirales y los árboles se quedan cada vez más desnudos, Álex se va convirtiendo en una sombra negra que aletea al borde de mi mirada.

También aprendo. Hunter me enseña cómo nos llegan los mensajes, cómo los simpatizantes del otro lado nos alertan de la llegada de un cargamento.

—Vamos —me insta una mañana después del desayuno. Blue y yo estamos en la cocina lavando los platos. La niña nunca se ha abierto a mí. Contesta mis preguntas con simples movimientos de cabeza. Su pequeño tamaño, su timidez, lo fino de sus huesos. Cuando estoy con ella, no puedo evitar acordarme de Grace.

Por eso la evito siempre que puedo.

—¿Adónde? —le pregunto.

Sonríe.

—¿Se te da bien trepar?

La pregunta me intriga.

—Más o menos —me sorprende acordarme de repente de cuando escalé la alambrada fronteriza con Álex. Enseguida la sustituyo por otra imagen; trepo entre las ramas frondosas de uno de los grandes arces de Deering Oaks Park. El pelo rubio de Hana aparece por entre las capas de verde. Da vueltas en torno al tronco, animándome para que suba más arriba.

Pero en ese momento tengo que apartarla del recuerdo. Aquí, en la Tierra Salvaje, he aprendido a hacer eso. La borro de mi mente: su voz, el brillo de su pelo. Dejo solo la sensación de la altura, las hojas que se mueven, la hierba verde por debajo.

—Entonces es hora de enseñarte los nidos —dice Hunter.

No me seduce la idea de salir al exterior. Anoche hacía un frío paralizante. El viento aullaba entre los árboles, se colaba por las escaleras y entraba por cada grieta hasta alcanzar todos los rincones de la madriguera con dedos largos y gélidos. Esta mañana, después de correr, he vuelto medio congelada, con los dedos entumecidos, ateridos e insensibles. Pero los nidos me inspiran curiosidad; he oído a los otros habitantes del hogar usar esa palabra y estoy deseando alejarme de Blue.

—¿Puedes acabar tú sola? —le pregunto, y ella asiente mordiéndose el labio inferior. Grace también solía hacer ese gesto cuando estaba nerviosa. Me siento muy culpable. No es culpa suya que me recuerde a Grace.

No es culpa suya que yo dejara atrás a Grace.

—Gracias, Blue —digo, y le pongo una mano en el hombro. Siento como tiembla ligeramente bajo mis dedos.

El frío es un muro, una fuerza física. Entre la colección de ropas he conseguido encontrar un viejo anorak, pero me viene demasiado grande y no impide que se me congelen las manos y el cuello. El viento se desliza por el interior hasta que se me entumece el corazón en el pecho. El suelo está helado y la hierba escarchada cruje bajo nuestros pies. Caminamos deprisa para conservar el calor. Nuestro aliento forma nubecitas de vaho.

—¿Por qué no te cae bien Blue? —me pregunta Hunter de improviso.

—Sí me cae bien —replico rápidamente—. Bueno, la verdad es que ella no me habla, pero —me interrumpo—. ¿Es tan evidente?

Se ríe.

—O sea, que no te cae bien.

—Lo que pasa es que me recuerda a alguien, eso es todo —contesto con brusquedad, y Hunter se pone serio.

—¿De antes? —pregunta.

Asiento, y él alarga la mano y me aprieta ligeramente el codo, para indicar que me entiende. Hunter y yo hablamos de todo menos de antes. De todos los habitantes del hogar, es con el que me llevo mejor. Nos sentamos juntos en la cena y a veces nos quedamos charlando después, hasta que el aire del cuarto se desdibuja con el humo del fuego agonizante.

Hunter me hace reír, aunque durante mucho tiempo pensé que no volvería a hacerlo.

No me ha sido fácil sentirme cómoda con él. Me ha resultado duro dejar de lado todas las lecciones que había aprendido en el otro lado, en Portland, advertencias que me habían repetido hasta la saciedad todas las personas a las que admiraba y en las que confiaba.

Me habían enseñado que la enfermedad crecía en el espacio entre hombres y mujeres, entre chicos y chicas, que se transmitía por el contacto, por las miradas y las sonrisas, y arraigaba en su interior al igual que el moho que pudre un árbol desde dentro hacia fuera.

Pero Hunter es un amigo, nada más, y cuando estoy con él nunca tengo miedo.

Ahora nos dirigimos hacia el norte, lejos del hogar. Es temprano y el bosque está silencioso. Solo se oye el sonido de nuestros zapatos sobre la gruesa capa de hojas muertas. No ha llovido desde hace varias semanas. Los bosques están sedientos. Es curioso cómo he aprendido a sentir el bosque, a entenderlo: sus estados de ánimo y sus rabietas, sus explosiones de alegría y color; es tan distinto de los parques cuidadosamente mantenidos de Portland. Aquellos espacios verdes eran como animales en el zoológico: enjaulados y, de alguna forma, sometidos. La Tierra Salvaje está viva, es hermosa y muy temperamental. A pesar de las privaciones de esta vida, me doy cuenta de que estoy comenzando a amar este lugar.

—Casi hemos llegado —declara Hunter mientras señala hacia la izquierda con la cabeza. Más allá de las ramas desnudas, veo un alambre de pinchos enrollado en lo alto de una valla y siento un zarpazo de miedo, caliente y repentino. No me había dado cuenta de que habíamos llegado tan cerca de la frontera. Debemos de estar bordeando el límite de Rochester—. No te preocupes —alarga la mano y me aprieta el hombro—. En esta parte de la barrera no hay patrullas.

Ya llevo un mes y medio en la Tierra Salvaje y casi me había olvidado de las vallas. Es asombroso lo cerca que he estado, todo este tiempo, de mi antigua vida. Sin embargo, la distancia que me separa de ella es inmensa.

Nos volvemos a alejar de la alambrada. Pronto llegamos a una zona de árboles my altos, con ramas grises desnudas y retorcidas como dedos artríticos. Parecen llevar muertos mucho tiempo.

Cuando se lo comento a Hunter, se limita a reír y mueve la cabeza.

—Nada de muertos —le da un golpecito a uno con los nudillos al pasar—. Solo están esperando su momento. Están almacenando energía. Acumulan toda su vida en lo más profundo, para el invierno. Cuando llegue el calor, volverán a florecer. Ya verás.

Me siento reconfortada por sus palabras. «Ya verás» significa: «Vamos a volver aquí». Significa: «Ya eres una de nosotros». Paso los dedos por el tronco y siento la corteza seca que se descama bajo mis yemas. Es imposible imaginar que pueda quedar algo vivo bajo toda esa dureza, que algo fluya o se mueva.

Hunter se detiene tan de repente que casi me choco con él.

—Ya hemos llegado —dice sonriendo—. Estos son los nidos.

Señala hacia arriba. En lo alto de las ramas hay grandes marañas de palos y ramilletes, trozos de musgo y de matas trepadoras colgantes, todo entretejido hasta dar la sensación de que los árboles están coronados por una cabellera… y lo que es más raro: las ramas están pintadas.

Gotas de pintura azul y amarilla manchan la corteza y delicadas huellas de pájaro, también de colores, bailan en torno a los nidos.

—¿Pero qué…?

Veo un pájaro grande, del tamaño de un cuervo, que se dirige hacia un nido justo por encima de nosotros. Se detiene, nos observa. Todo el pájaro es negro excepto las patas, que están pintadas de un tono muy vivo azul claro. Lleva algo en el pico. Un momento después, vuela hasta el nido y comienza un coro de gorjeos.

—Azul —dice Hunter con aire satisfecho—. Eso es buena señal. Las provisiones llegarán hoy.

—No entiendo.

Me paseo bajo la red de nidos. Debe de haber cientos de ellos. En realidad, algunos están colgados entre ramas de árboles distintos, como formando un dosel. Aquí hace incluso más frío, el sol apenas llega penetrar.

—Ven —dice Hunter—. Te lo enseñaré.

Se sube al árbol más cercano y trepa sin dificultad por el tronco, usando los abundantes salientes y ramas para apoyar manos y pies.

Le sigo con torpeza, imitando sus movimientos y agarrándome en los mismos sitios. Hace mucho tiempo que no subo a los árboles. Lo recuerdo como algo que hacia sin esfuerzo en la infancia: trepaba por las ramas sin pensar y encontraba inconscientemente los huecos y las grietas del árbol. Ahora me resulta difícil y doloroso.

Por fin consigo llegar a una de las ramas bajas más gruesas. Hunter está sentado a horcadas encima, esperándome. Me agacho detrás de él. Me tiemblan un poco las piernas, y él me sujeta por los tobillos para que no me caiga.

Los nidos están llenos de pájaros: montones de plumas oscuras y lisas y de chispeantes ojos negros. Saltan y picotean entre multitud de pequeñas semillas marrones, almacenadas para el invierno. Varios de ellos, molestos por nuestra llegada, vuelan hacia el cielo chillando y graznando.

Los nidos están pintados con la misma pintura azul vivo, una enmarañada red de huellas de cuando las aves pasan de un nido a otro.

—Sigo sin entender —digo—. ¿De dónde viene el color?

—Del otro lado —contesta Hunter, y noto el orgullo en su voz—. De Zombilandia. En el verano crecen matas de arándanos al otro lado de la valla. Los pájaros buscan comida por allí. A lo largo de los años, los de dentro empezaron a alimentarlos con frutos y semillas, a mantenerlos a lo largo del invierno. Cuando tienen que enviarnos mensajes, colocan comedores de diferentes colores, con semillas y pintura a partes iguales. Los pájaros picotean esa mezcla y luego vuelan de regreso aquí para almacenar las semillas. Los nidos se colorean y recibimos el mensaje. Azul, amarillo, o rojo. Azul si todo va bien, si podemos esperar un cargamento. Amarillo si algún problema o retraso.

—¿Y no se mezclan los colores? —pregunto.

Hunter se gira con los ojos brillantes.

—Eso es lo maravilloso —dice, y señala con la cabeza en dirección a los nidos—. A los pájaros no les gusta el color. Atrae a los depredadores. Por eso están aseando los nidos. Cada día comienzan con la paleta en blanco.

Según estoy mirando, el pájaro del nido más cercano a nosotros escoge las ramitas de color azul y las separa del resto con el pico: está puliendo, cortando y limpiando, como alguien que arranca las malas hierbas de su jardín. Ante nuestros ojos, el nido se transforma en algo gris y pardo, de colores discretos.

—Es asombroso —comento.

—Es la naturaleza —la voz de Hunter adopta un tono serio—. Los pájaros alimentan, y luego anidan. Los puedes pintar de cualquier color que quieras y mandarlos al otro lado del mundo, pero siempre encontrarán un modo de volver. Y al final mostrarán su verdadero color una vez más. Eso es lo que hacen los animales.

Mientras habla, de repente me acuerdo de las redadas del verano pasado: cuando los reguladores uniformados irrumpieron en una fiesta ilegal, con bates de béisbol y porras, y usaron a los perros contra la multitud. Los animales soltaban espuma por la boca y enseñaban los dientes. Me acuerdo de un enorme charco de sangre en una pared, del sonido de cráneos quebrándose bajo el golpe de la madera dura. Bajo sus insignias y sus miradas inexpresivas, los curados están llenos de un odio que resulta más frío y también da más miedo. Están desprovistos de pasión, pero también carecen de empatía.

Bajo sus colores, ellos también son animales. No podría haberme quedado allí, nunca volveré. No me convertiré en uno de los muertos vivientes.

Hasta que regresamos al suelo y nos dirigimos al hogar, no caigo en lo que había dicho Hunter.

—¿Y qué significa el rojo? —pregunto.

Me mira sobresaltado. Llevamos un rato en silencio, ambos perdidos en nuestros pensamientos.

—¿Qué?

—El azul se refiere a los cargamentos. El amarillo es para ha habido un retraso. ¿Y qué significa el rojo, entonces?

Durante un momento me parece ver miedo en sus ojos y de golpe vuelvo a sentir frío.

—El rojo significa «huye» —dice.

Pronto comenzará el traslado en toda regla. Nos iremos todos, el hogar entero, en dirección al sur. Es una empresa ardua, y Raven y Tack pasan horas planeando, debatiendo y peleando. No es la primera vez que organizan un traslado, pero deduzco que todos fueron duros y peligrosos y que para Raven resultaron un fracaso.

Sin embargo, pasar los inviernos en el norte es todavía más penoso y está demostrando que resulta más peligroso aún, así que nos iremos. Raven insiste en que esta vez no morirá nadie. Todo el que salga del hogar llegará sano y salvo a nuestro destino.

—Eso no lo puedes garantizar —oigo que dice Tack una noche. Es tarde; me ha despertado el ruido de arcadas que viene de la enfermería. Ahora le toca a Lu.

Me he levantado de la cama y me he dirigido a la cocina a buscar agua cuando me doy cuenta de que Tack y Raven siguen ahí, iluminados por el resplandor atenuado del fuego. La cocina está oscura, llena de humo de la madera.

Me detengo en el pasillo.

—Nadie va a morir —repite Raven con testarudez. La voz le tiembla un poco.

Tack suspira. Se le nota cansado, y también algo más. Sensible. Preocupado. He llegado a pensar en él como si fuera un perro, todo ladrido y gruñidos. Sin nada de suavidad o de cariño.

—No puedes salvarlos a todos, Raven —dice.

—Puedo intentarlo —dice ella.

Me vuelvo a mi cuarto sin beber agua y me tapo con las mantas basta la barbilla. El ambiente está lleno de sombras, de formas cambiantes que no puedo identificar.

Una vez abandonemos el hogar, habrá dos problemas esenciales: comida y cobijo. Hay otros campamentos, otros grupos de inválidos más al sur, pero los asentamientos son escasos y están separados por vastas extensiones de terreno descubierto. En otoño e invierno, la parte norte de la Tierra Salvaje es implacable: yerma y precaria, llena de animales hambrientos.

A lo largo de los años, los invitados que se desplazaban han trazado un itinerario. Han marcado los árboles con un sistema de agujeros y tajos de cuchillo para indicar la ruta más sencilla hacia el sur.

La próxima semana, un grupo de exploradores del hogar iniciará las expediciones preliminares. Seis irán caminando hasta nuestro siguiente campamento grande, que está a unos ciento veinte kilómetros hacia el sur, llevarán consigo comida y pertrechos en mochilas. Cuando lleguen, enterrarán la mitad de los alimentos para que no se los coman los animales, y marcarán el sitio con un grupo de piedras. Dos volverán y los cuatro restantes avanzarán otros noventa kilómetros y enterrarán la mitad de lo que quede. De ellos, dos volverán al hogar.

El quinto explorador esperará allí mientras el sexto, con lo que quede de comida, sigue otros setenta kilómetros y deja las provisiones, luego, los dos volverán juntos al hogar, sobreviviendo con lo que consigan encontrar y cazando con trampas. Para entonces el resto habremos terminado los preparativos y lo tendremos todo empaquetado.

Cuando le pregunto a Raven por qué los campamentos están cada vez más cerca a medida que se llega al sur, apenas levanta la vista de lo que está haciendo.

—Ya lo verás —replica, cortante. Lleva el cabello sujeto con muchas trencitas pequeñas. Se lo ha peinado Blue y lo ha decorado con hojas doradas y bayas negras de cristobalina, que son venenosas.

—¿No sería mejor avanzar todo lo que podemos cada día? —insisto.

El tercer campamento está a unos ciento cincuenta kilómetros de nuestro destino final, aunque supongo que, según avancemos hacia el sur, encontraremos otros hogares, más caza y gente que compartirá su comida y alojamiento con nosotros.

Raven suspira.

—Para entonces estaremos débiles —dice por fin, enderezándose para mirarme—. Estaremos hambrientos y tendremos frío. Probablemente nevará. Te digo que la Tierra Salvaje te absorbe la energía. No es como cuando sales a dar una de tus carreritas matutinas. No se puede hacer mayor esfuerzo. Yo he visto… —se interrumpe moviendo la cabeza, como para apartar un recuerdo— tenemos que tener mucho cuidado —concluye.

Me siento tan ofendida que por un momento no puedo habla. Raven las ha llamado «carreritas», como si fueran una especie de juego. Pero ahí me he dejado fragmentos de mí misma, piel, sangre, sudor y vómito, trozos de Lena Haloway, que se han ido deshaciendo poco a poco, esparcidos en la oscuridad.

Raven nota que me ha sentado mal.

—Ayúdame con esto, ¿vale? —pregunta. Está confeccionando bolsitas de emergencia, una para cada habitante del hogar, con aspirinas, tiritas y toallitas antibacterianas. Lo apila todo en el centro de un cuadrado de tela de una sabana vieja, luego lo dobla para hacer una bolsa y la ata con un trozo de alambre—. Tengo los dedos tan gordos que no hago más que enredarme con todo.

No es cierto tiene los dedos tan finos como el resto de su cuerpo, y sé que está intentando que me sienta mejor. Pero contesto:

—Sí, claro.

Casi nunca pide ayuda, así que cuando la pide, se la das.

Los exploradores acabaran agotados. Aunque llevarán la carga de toda la comida, es para conservarla, no para comérsela, y solo gastarán un poco para sí mismos. El último explorador, el que va a recorrer los trescientos veinte kilómetros, tiene que ser el más fuerte. Sin debatirlo ni hablar de ello, todo el mundo sabe que será Tack.

Una noche, consigo reunir el valor para abordarle. Está de un humor raro. Hoy Bram ha traído tres conejos que habían caído en las trampas, y por una vez todos hemos comido hasta llenarnos.

Después de la cena, Tack se sienta junto al fuego para liarse un cigarrillo. No alza la mirada mientras me aproximo.

—¿Qué? —pregunta, abrupto como siempre, pero su voz sostiene el filo habitual.

—Quiero ser una de los exploradores.

Llevo toda la semana dándole vueltas. He escrito mentalmente discursos completos, pero en el último momento no me salen más que esas pocas palabras.

—No —responde Tack sin más miramientos. Y así, sin más toda mi preocupación, mis planes y mis estrategias se quedan en nada.

—Soy rápida —digo—. Soy fuerte.

—No lo suficiente.

—Quiero ayudar —insisto, consciente de la queja que desprende mi voz, de que me parezco a Blue cuando le da una de sus escasa rabietas.

Tack pasa la lengua por el papelillo y luego cierra el cigarro con unos cuantos giros expertos de los dedos. Alza la vista hacia mí y en ese instante me doy cuenta de que él nunca me mira. Sus ojos son astutos, evaluadores, llenos de mensajes que no comprendo.

—Hasta luego —dice. Sin más, se pone de pie, pasa a mi lado y sube la escalera.