Después de la reunión de la ASD, sigo a la muchedumbre que sale a la luz de la primavera temprana. La energía sigue ahí, latiendo en todos nosotros, pero a la luz del sol y con el frío resulta más mezquina, tiene un filo más duro; es un impulso para destruir.
Hay varios autobuses esperando en la acera, y las colas para subir describen un zigzag que sube por las escaleras del Javits Center. Llevo media hora esperando y ya he visto volver tres veces los autobuses cuando me doy cuenta de que me he dejado uno de los guantes en el salón de actos. Consigo no ponerme a maldecir. Estoy rodeada de curados y no quiero levantar sospechas.
Como me faltan solo veinte personas para llegar a la cabeza de la fila, por un momento me planteo dejar el guante. Pero los últimos seis meses me han enseñado mucho sobre la escasez: en la Tierra Salvaje es prácticamente un pecado el desperdiciar y, además, casi siempre trae mala suerte. «Si malgastas hoy, mañana te faltará»: otro de los mantras favoritos de Raven.
Me salgo de la fila, lo que atrae miradas confusas y ceños fruncidos, y vuelvo escaleras arriba hacia las puertas de cristal esmerilado. El regulador que se ocupaba del detector de metales ya se ha ido, aunque ha dejado una radio portátil enchufada y medio vaso de café sin la tapa. La mujer que comprobó mi tarjeta de identidad también se ha ido, y han retirado la mesa plegable de los folletos de la ASD. Las luces superiores están apagadas y, en la penumbra, el vestíbulo parece incluso más amplio de lo normal.
Al abrir de un empujón las puertas del salón, por un instante me siento desorientada. De repente veo la cima enorme de una montaña cubierta de nieve, como si yo cayera hacia ella desde arriba. La foto está proyectada, enorme, en la pantalla donde antes se encontraba la cara ampliada de Julián Fineman. El resto del salón está a oscuras, y la imagen es vívida y definida. Distingo un denso anillo de árboles en la base, como pelo negro, y unos picos afilados como cuchillos en la cumbre coronada de encaje blanco. Me quedo sin aliento. Es hermoso.
Luego, la imagen cambia. Esta vez contemplo una playa de arena pálida y un océano como un remolino verde y azul. Avanzo hacia el interior de la sala conteniendo un grito. No he vuelto a ver el mar desde que me fui de Portland.
La imagen cambia otra vez. Ahora la pantalla está llena de árboles enormes que se elevan hacia el cielo, apenas visible por el dosel que forman las gruesas ramas. La luz del sol se refleja en ángulos agudos sobre los troncos rojizos y la vegetación de flores y rizados helechos verdes. Sigo avanzando, encantada, embelesada, y me tropiezo con una de las sillas metálicas plegables. Al momento, una persona se levanta en la primera fila y una silueta en sombra aparece flotando en la pantalla, ocultando parte del bosque. La pantalla se queda en blanco y se encienden las luces: la silueta es Julián Fineman. En la mano tiene un control remoto.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunta enérgicamente. Claramente, le he pillado con la guardia baja—. La reunión ha terminado —añade sin esperar respuesta.
Por debajo de esa actitud agresiva, noto algo más: vergüenza. Y estoy segura, en ese momento, de que este es el secreto de Julián Fineman: se sienta en la oscuridad y se imagina en otros lugares. Mira fotos hermosas.
Me quedo tan sorprendida que apenas pudo soltar, tartamudeando:
—Yo. Se me ha perdido un guante.
Julián aparta la mirada y aprieta el mando a distancia. Cuando sus ojos vuelven a posarse en los míos, ha recuperado la compostura y la cortesía.
—¿Dónde estabas sentada? —me pregunta—. Puedo ayudarte a buscarlo.
—No —suelto en voz demasiado alta. Sigo en estado de shock. El aire entre nosotros sigue estando cargado, es inestable, como durante la reunión. Una parte profunda de mí sufre. Ver esas imágenes, ese océano aumentado en la enorme pantalla, me ha hecho sentir como si pudiera caer por el espacio y llegar al bosque, o lamer la nieve de esa cumbre igual que si fuera nata montada. Ojalá pudiera pedirle que apagara las luces y me las mostrara de nuevo.
Pero él es Julián Fineman, es todo lo que odio, y no voy a pedirle nada.
Me desplazo rápidamente adonde estaba sentada durante la reunión. Él me observa todo el rato sin moverse. Se queda ahí totalmente quiero, ante la pantalla en blanco. Solo sus ojos se mueven, están vivos. Puedo sentirlos en mi nuca, en mi espalda, enredados en mi pelo. Encuentro el guante sin dificultad, lo recojo del suelo y lo enarbolo bien alto para que lo vea.
—Lo he encontrado —digo, evitando cuidadosamente sus ojos. Me dirijo presurosa a la salida, pero me detiene con una pregunta.
—¿Cuánto tiempo llevabas ahí?
—¿Cómo?
Me vuelvo otra vez a mirarle. Su rostro en este momento resulta carente de expresión, imposible de leer.
—¿Cuánto tiempo llevabas ahí detrás? ¿Cuántas imágenes has visto?
Dudo, preguntándome si es una especie de prueba.
—He visto la montaña —digo por fin.
Se mira los pies y luego sube la vista. Incluso desde lejos me sobresalta la claridad de sus ojos.
—Estamos buscando fortalezas —comenta alzando la barbilla, como si esperara que yo le contradijera—. Campamentos de inválidos. Estamos usando todo tipo de técnicas de vigilancia.
Vale, otro hecho probado: Julián Fineman es un mentiroso.
Al mismo tiempo, es un síntoma de progreso que alguien como él use siquiera la palabra inválido. Hace dos años, se suponía que los inválidos ni siquiera existían. Se creía que habíamos sido exterminados durante la gran campaña de bombardeo. Éramos un mito, como los unicornios y los hombres lobo.
Eso fue antes de los incidentes, antes de que la Resistencia comenzara a hacerse notar con más fuerza, hasta el punto en que se hizo imposible ignorar su existencia.
Me obligo a sonreír.
—Espero que los encontréis —digo—. Espero que los encontréis a todos y cada uno de ellos.
Julián asiente con la cabeza.
Al volverme, añado:
—Antes de que ellos os encuentren a vosotros.
Su voz suena cortante.
—¿Qué has dicho?
Le lanzo una mirada por encima del hombro.
—Antes de que nos encuentren a nosotros —respondo. Abro las puertas de un empujón, y luego dejo que se cierren a mi espalda.
Cuando llego de vuelta a Brooklyn, ya se ha puesto el sol. El apartamento está frío. Las persiana están echadas y sólo hay una luz encendida en el recibidor. Sobre el aparador de la entrada hay un montón de cartas.
NADIE ESTARÁ A SALVO HASTA QUE TODOS ESTÉN CURADOS, dice el primer sobre en nítida letra de imprenta, encima de nuestra dirección. Luego, debajo: POR FAVOR, APOYE A LA ASD.
Junto al correo hay una pequeña bandeja de plata con nuestros documentos de identificación. Hay dos tarjetas de identidad colocadas una junto a la otra: Rebecca Ann Sherman y Thomas Clive Sherman, ambos con caras serias en sus retratos oficiales, mirando directamente al frente. Rebecca tiene el cabello negro como el carbón, con la raya perfectamente trazada, y grandes ojos verdes. Thomas lleva el pelo tan corto que resulta difícil saber de qué color es. Tiene los ojos semi-cerrados, como si estuviera a punto de dormirse.
Bajo las tarjetas están sus documentos, unidos con un clip. Si alguien los hojeara, podría enterarse de todos los hechos relevantes de sus vidas: fechas y lugares de nacimiento, padres y abuelos, sueldos, notas escolares, incidentes de desobediencia, evaluaciones y notas finales, fecha y lugar de su ceremonia de boda, todas sus direcciones anteriores.
Por supuesto, Rebecca y Thomas no existen en realidad, como tampoco existe Lena Morgan Jones: una muchacha de rostro delgado, que tampoco sonríe en su tarjeta oficial de identidad. Coloco mi tarjeta junto a la de Rebecca. Nunca se sabe cuándo podría haber una redada o un censo. Más vale no tener que andar buscando los documentos. Más vale que nadie se ponga a fisgar por aquí.
Hasta que llegué a Nueva York no comprendí la obsesión de Raven por el orden en la Tierra Salvaje: todas las superficies deben tener el aspecto adecuado. Deben estar pulidas. No deben tener migas.
De esa forma no hay rastro que seguir.
En el salón, las cortinas están cerradas. Así se conserva el calor y se mantienen alejados los ojos curiosos: de los vecinos, de los reguladores, de las patrullas que pasan. En Zombilandia siempre hay alguien vigilando. La gente no tiene nada más que hacer. No piensa. No siente pasión, ni odio, ni tristeza. No sienten nada más que miedo y deseo de controlar. Así que vigilan, fisgan, husmean.
En la parte de atrás del apartamento está la cocina. Colgadas en la pared, sobre la mesa, hay una fotografía de Thomas Fineman y otra de Cormac T. Holmes, el científico a quien se atribuye la primera cura que se llevó a cabo con éxito.
Más allá de la cocina hay una especie de pequeña alcoba que sirve de despensa. Está cubierta de baldas estrechas y llena a rebosar de comida. El recuerdo de haber pasado hambre es difícil de olvidar, y todos nos hemos convertido en unos acaparadores en secreto. Llevamos barritas de cereales en el bolso y nos llenamos los bolsillos con sobres de azúcar.
Nunca se sabe cuándo puede volver el hambre.
Una de las tres paredes de la despensa es, en realidad, una puerta oculta. La abro suavemente y aparece ante mis ojos un tramo de bastos peldaños de madera. Una luz mortecina ilumina el sótano y me llega el sonido entrecortado de voces. Raven y Tack están discutiendo; nada nuevo. Oigo que Tack dice con tono de reproche:
—Es que no entiendo por qué no podemos ser sinceros unos con otros. Se supone que estamos del mismo lado.
—Ya sabes que eso es muy poco realista, Tack —responde Raven cortante—. Es mejor así. Tienes que fiarte de mí.
—Tú eres la que no se fía.
La voz se corta de repente cuando cierro la puerta a mi espalda con bastante ruido, para que sepan que estoy ahí. Detesto oírlos pelear. Nunca había oído discutir a adultos hasta que escapé a la Tierra Salvaje, aunque con el tiempo me he ido acostumbrando. He tenido que hacerlo. Da la sensación de que siempre están riñendo por algo.
Bajo las escaleras. Al verme, Tack se aparta y se pasa una mano por los ojos. Raven dice bruscamente:
—Llegas tarde. La reunión ha terminado hace horas. ¿Qué ha pasado?
—He perdido la primera tanda de autobuses —antes de que se ponga a echarme un sermón, continúo hablando rápidamente—. Me había olvidado un guante y me ha tocado volver a buscarlo. He hablado con Julián Fineman.
—¿Qué? —estalla Raven, y Tack suspira y se frota la frente.
—Nada, apenas un minuto —casi les cuento lo de las imágenes y, en el último momento, decido no hacerlo—. Tranquila. No ha pasado nada.
—Nada de tranquila, Lena —gruñe Tack—. ¿Qué te habíamos dicho? Se trata de mantenerse en todo momento fuera del radar.
A veces me parece que Tack y Raven se toman sus papeles de Thomas y Rebecca, tutores rigurosos, un poco demasiado en serio, y tengo que luchar contra el impulso de poner los ojos en blanco.
—No ha sido nada importante —insisto.
—Todo es importante. ¿No lo entiendes? Nosotros.
Raven le corta:
—Si lo entiende. Lo ha escuchado miles de veces. Déjala tranquila, ¿vale?
Tack la contempla en silencio durante un momento. Su boca es una fina línea blanca. Raven le devuelve la mirada con firmeza. Sé que están enfadados por otras cosas, no solo por mí, pero de todas formas siento una oleada cálida de culpabilidad. Estoy empeorando la situación.
—Eres increíble —murmura Tack lentamente; creo que no desea que yo lo oiga.
Luego pasa junto a mí y sube las escaleras.
—¿Adónde vas? —pregunta Raven con tono exigente, y durante un instante algo arde en sus ojos, una especie de necesidad o de miedo. Pero desaparece antes de que pueda identificarlo.
—Voy a salir —dice Tack sin detenerse—. Aquí no hay aire. No puedo respirar.
Luego, dando un empujón, se abalanza dentro de la despensa. La puerta se cierra en lo alto de la escalera, y Raven y yo nos quedamos solas.
Durante un segundo permanecemos calladas. Luego, ella hace un gesto con la mano y suelta una risita.
—No le hagas caso —dice—. Ya sabes cómo es.
—Sí —digo, sintiéndome incómoda. La pelea ha enrarecido el ambiente.
Tack llevaba razón: el sótano tiene un ambiente pesado, grumoso. Normalmente, este lugar secreto es mi parte favorita de la casa, y también lo es para Raven y Tack. Es el único sitio donde podemos quitarnos nuestra piel falsa, nuestros nombres falsos, nuestros pasados falsos.
Al menos este cuarto parece habitado. La parte de arriba tiene el aspecto de una casa normal, huele como una casa normal y está llena de las cosas normales de una casa, pero de algún modo es incorrecta. Es como si estuviera inclinada algunos centímetros.
Al contrario que el resto del piso, el sótano es un desastre. Raven no es capaz de limpiar y ordenar todo lo que Tack es capaz de acumular y revolver. Libros, libros de verdad, libros prohibidos, libros viejos, amontonados por todas partes. Tack los colecciona. Los almacena como los demás acumulamos comida. He intentado leer algunos, solo para enterarme de cómo eran las cosas antes de la cura y de las alambradas, pero me produce dolor imaginármelo: toda aquella libertad, todos aquellos sentimientos, tanta vida. Es mejor, mucho mejor, no pensar demasiado en ello.
A Álex le encantaban los libros. Fue el primero que me enseñó la poesía. Esa es otra razón por la cual ya no soy capaz de leer.
Raven suspira y se pone a ordenar algunos papeles amontonados de cualquier manera en una desvencijada mesa de madera situada en el centro del cuarto.
—Es esa maldita concentración —dice—. Hace que todo el mundo esté nervioso.
—¿Qué pasa? —inquiero.
No hace caso de la pregunta.
—Es lo mismo de siempre. Hay rumores de disturbios. La red clandestina dice que van a aparecer los carroñeros, que intentarán montar una buena. Pero no se sabe nada seguro.
Su voz adopta un aire duro. A mí no me gusta ni siquiera pronunciar la palabra carroñeros. Me deja mal sabor de boca, como de algo podrido, un gusto a ceniza. Todos nosotros, los inválidos, la Resistencia, odiamos a los carroñeros. Nos dan mala fama. Estamos de acuerdo en que echarán a perder mucho de lo que tratamos de conseguir; ya lo han hecho. Los carroñeros son inválidos como nosotros, pero no luchan por nada. Nosotros queremos acabar con las vallas y terminar con la cura. Los carroñeros quieren acabar con todo, quemarlo todo hasta convertirlo en polvo, robar y matar y prenderle fuego al mundo.
Solo me he encontrado una vez con un grupo de carroñeros, pero sigo teniendo pesadillas.
—No serán capaces de llevarlo a cabo —digo intentando parecer segura de mí misma—. No están organizados.
Raven se encoge de hombros.
—Eso espero.
Apila unos libros sobre otros, asegurándose de que las esquinas se correspondan. Durante un segundo me asalta la tristeza: Raven, ahí de pie entre tanto desorden, ordenando libros como si significara algo, como si sirviera de algo.
—¿Puedo ayudarte?
—No te preocupes —me lanza una sonrisa un poco tensa—. Ese es mi trabajo, ¿vale?
Otra de sus frases hechas. Al igual que cuando insiste en que el pasado ha muerto, esto se ha convertido en una especie de mantra. Yo me ocupo, tú haz lo que yo te diga. Todos necesitamos mantras, supongo, dichos que nos repetimos para seguir avanzando.
—Vale.
Por un instante nos quedamos ahí y me siento rara. En algunas cosas Raven es como mi familia —lo que más se aproxima a una familia—, pero en otras ocasiones me doy cuenta de que no la conozco mejor que en agosto, cuando me encontró. Sigo sin saber quién era antes de llegar a la Tierra Salvaje. Ha cerrado esa parte de sí misma, la ha doblado y la ha escondido en algún lugar profundo e inalcanzable.
—Vamos —señala con la cabeza hacia la escalera—. Es tarde. Deberías comer algo.
Al subir los peldaños, rozo con los dedos la matrícula metálica que hemos pegado en la pared. La encontramos en la Tierra Salvaje, medio enterrada en el barro y la nieve casi derretida durante el traslado. En aquel momento veíamos la muerte de cerca, estábamos agotados y muertos de hambre, enfermos y congelados.
Bram fue el que la vio primero y, cuando la levantó del suelo, el sol se abrió paso a través de la cubierta de nubes y el metal relució de repente con un brillo claro, casi hasta cegarme, por lo que apenas pude leer las palabras grabadas bajo el número.
Palabras antiguas, palabras que casi me hicieron caer de rodillas.
Vive libre o muere.
Cuatro palabras. Quince letras. Crestas, bultos, volutas bajo las yemas de mis dedos.
Otro dicho. Nos aferramos a él, y nuestra fe lo vuelve realidad.