Siempre hay alguien enfermo en la Tierra Salvaje. En cuanto me encuentro lo bastante bien como para salir de la enfermería y pasar a ocupar un colchón en el suelo, Squirrel toma el relevo, y después Grandpa. Por la noche, en el hogar resuenan los ruidos de toses, de respiraciones agitadas, de gente que parlotea por la fiebre: sonidos de la enfermedad que atraviesan las paredes y nos llenan a todos de temor. El problema es el espacio y la cercanía. Vivimos amontonados unos sobre otros, respiramos el mismo aire que estornudamos, lo compartimos todo. Nada ni nadie está verdaderamente limpio.
El hambre nos corroe y nos vuelve irritables. Tras mi primera exploración, me he retirado al subsuelo como un animal que se arrastra desesperadamente hasta alcanzar la seguridad de su madriguera. Pasa un día, luego otro. Siguen sin llegar víveres. Cada mañana va gente distinta a comprobar los mensajes; deduzco que han encontrado alguna forma de comunicarse con los simpatizantes y con la Resistencia del otro lado. Eso es todo lo que puedo hacer: escuchar, observar, guardar silencio.
Por las tardes duermo y, cuando no puedo dormir, cierro los ojos y me imagino que estoy de nuevo en la casa abandonada del número 37 de la calle Brooks y que Álex está tumbado junto a mí. Intento atravesar la cortina, pienso que si de algún modo consigo desandar los días que han trascurrido desde la escapada, si puedo reparar ese desgarrón en el tiempo, podré recuperarle.
Pero en cuanto abro los ojos, veo que sigo ahí, en un colchón en el suelo, aún hambrienta.
Al cabo de cuatro días, todo el mundo se mueve lentamente como si nos encontráramos bajo el agua. Me resulta imposible alzar las cazuelas. Si intento ponerme de pie demasiado rápido, me dan mareos. Paso mucho tiempo en cama y, cuando no estoy acostada, me da la impresión que todos me miran con hostilidad; puede sentir el resentimiento de los inválidos, duro, como una pared. Quizá son solo imaginaciones mías, pero, después de todo, esto es por mi culpa.
La caza tampoco ha ido bien. Roach atrapa algunos conejos y hay bastante excitación general, pero la carne es dura y tiene mucho cartílago y, cuando la sirven, casi no llega para todos.
Raven insiste en que sigamos la misma rutina y en que lo mantengamos todo limpio. Mientras barro el almacén, oigo de pronto gritos desde la superficie, risas y carreras. Por las escaleras bajan pies apresurados. Hunter entra decidido en la cocina, seguido por una mujer mayor, Miyako. Hace días que no los veo con tanta energía, ni a ellos ni a nadie.
—¿Dónde está Raven? —me pregunta Hunter sin aliento.
Me encojo de hombros.
—No lo sé.
Miyako suelta un gruñido de exasperación y ambos se dan la vuelta, dispuestos a subir las escaleras de nuevo a toda prisa.
—¿Qué pasa?
—Nos ha llegado un mensaje del otro lado —dice Hunter. Así llaman a las comunidades valladas: «el otro lado» cuando se sienten caritativos; si no Zombilandia—. Los pertrechos llegarán hoy. Necesitamos ayuda para recogerlos.
—¿Tú puedes ayudar? —pregunta Miyako, evaluándome. Ella es ancha de hombros y muy alta; si comiera la suficiente, sería una amazona. En la situación actual, es puro músculo y nervio.
Muevo la cabeza en sentido negativo.
—Yo. aún no he recuperado las fuerzas.
Hunter y Miyako intercambian una mirada.
—Los otros nos ayudarán —murmura Hunter. Luego suben de nuevo las escaleras, deprisa y me dejan sola.
Regresan esa misma tarde diez personas, cargando con las resistentes bolsas de basura empapadas de agua que nos han llegado por el río Cocheco, en la frontera. Ni siquiera Raven puede mantener el orden o controlar la excitación. Todos rompen las bolsas en pedazos, gritando y saltando de alegría a medida que los víveres caen al suelo: latas de alubias, atún, pollo, sopa, paquetes de arroz, harina, lentejas y más alubias; cecina, sacos de frutos secos y cereales, huevos cocidos envueltos en un nido de toallas, tiritas, vaselina, cacao para los labios, medicamentos, incluso un paquete nuevo de ropa interior, ropas, botes de jabón y champú.
Sarah abraza la cecina contra su pecho y Raven acerca la nariz a un paquete de jabón y aspira su aroma. Es como una fiesta de cumpleaños, pero mejor: es de todos, es para compartirlo. En ese momento siento una ráfaga de felicidad. Solo por un instante, me da la sensación de que pertenezco a este lugar.
Nuestra suerte ha cambiado. Pocas horas después, Tack caza un ciervo.
Esa noche disfrutamos de nuestra primera comida en condiciones desde que llegué. Nos servimos enormes platos de arroz integral cubierto con carne estofada, tomates triturados y hierbas secas. Está tan rico que me dan ganas de llorar y, de hecho, Sarah lo hace: solloza sentada frente a su plato. Miyako le pasa el brazo por el hombro y le susurra algo. Ese gesto me recuerda a mi madre: hace algunos días le pregunté a Raven por ella, pero no pudo decirme nada.
«¿Qué aspecto tiene?», me preguntó. Tuve que confesar que no lo sabía. Cuando yo era niña, tenía el pelo castaño, largo y suave, y la cara redonda. Pero después de más de diez años en las Criptas, la cárcel de Portland, donde pasó toda mi vida mientras yo la creía muerta, dudo que se parezca a la mujer de mis borroso recuerdos infantiles.
«Se llama Annabel», le dije, pero Raven ya estaba negando con la cabeza.
—Come, come —le insta Miyako a Sarah, y esta obedece. Todos lo hacemos, vorazmente: cogemos el arroz con la mano y lamemos el plato hasta dejarlo limpio. A alguien del otro lado hasta se le ha ocurrido incluir una botella de whisky cuidadosamente envuelta en una sudadera, y todo el mundo aplaude cuando va pasando. Solo he bebido alcohol una o dos veces cuando vivía en Portland y nunca le vi el punto, pero cuando me llega la botella le doy un traguito. Me quema a medida que baja y me hace toser. Hunter sonríe y me da palmadas en la espalda. Tack casi me arranca la botella de las manos.
—No bebas si luego lo vas a escupir —me espeta con aspereza.
—Ya te acostumbrarás —susurra Hunter, inclinado sobre mí; casi las mismas palabras que me dijo Sarah hace una semana. No estoy segura de si se refiere al whisky o a la actitud de Tack, pero ya noto un cálido bienestar que se extiende por mi estómago. Cuando la botella vuelve a llegar a mi lado, le doy un trago más largo, y luego otro, y el calor se extiende hasta mi cabeza.
Más tarde lo veo todo dividido, fragmentado, como una serie de fotografías barajadas que caen al azar. Miyako y Lu en el rincón, con los brazos entrelazados, bailando mientras los demás aplauden; Blue, hecha un ovillo en el asiento y luego Squirrel llevándola en sus brazos, dormida, fuera del cuarto; Raven, de pie en uno de los bancos, dando un discurso sobre la libertad. Se ríe también y el pelo le cae como una cortina brillante. Tack la ayuda a bajar, manos morenas en torno a su cintura, un momento suspendido cuando ella se detiene en el aire, entre sus brazos. Me recuerda a bandadas de pájaros que salen volando. Me recuerda a Álex.
Un día, Raven se vuelve hacia mí y me suelta de repente:
—Si quieres quedarte, tendrás que trabajar.
—Ya trabajo —replico yo.
—Tú limpias —me rebate ella—. Y hierves el agua. Los demás traemos agua, buscamos comida y salimos a recoger los mensajes. Hasta Grandma trae agua, y acarrea los cubos grandes durante tres kilómetros. Y eso que tiene sesenta años.
—Yo…
Claro que tiene razón, y lo sé. La culpa me acompaña cada día, tan pesada como el aire enrarecido del hogar. Oí a Tack comentarle a Raven que conmigo se desperdicia una buena cama. Tuve que quedarme agachada en el almacén durante casi media hora abrazándome las rodillas hasta que dejé de temblar. Hunter es el único de los habitantes del hogar que es bueno conmigo, pero es que él es bueno con todo el mundo.
—No estoy lista. Aún no he recuperado las fuerzas.
Ella me contempla durante un momento y deja que el silencio se extienda incómodo entre nosotras para que me percate de lo absurdo de mis palabras. Si todavía no estoy lo suficientemente fuerte, también es por mi culpa.
—Pronto nos iremos. El traslado comenzará dentro de algunas semanas. Necesitaremos toda la ayuda posible.
—¿El traslado? —repito.
—Nos vamos al sur —se vuelve y hace ademán de alejarse por el pasillo—. Cerramos el hogar para el invierno. Si quieres venir, tendrás que colaborar.
Luego se detiene.
—También puedes quedarte aquí, claro —añade volviéndose y arqueando una ceja—. Aunque los inviernos son letales. Cuando se hiela el río, no podemos conseguir más provisiones. Pero quizá es eso lo que quieres.
Yo no digo nada.
—Tienes hasta mañana para decidir —sentencia.
A la mañana siguiente, Raven me despierta en mitad de una pesadilla. Me incorporo jadeando. Recuerdo que caía por el aire y que había una masa de pájaros negros. Todas las chicas siguen durmiendo y la habitación está llena de su respiración rítmica.
Debe haber una vela encendida en el pasillo, porque un rayito de luz penetra en el cuarto. Apenas puedo distinguir la silueta de Raven, agachada junto a mí. Me doy cuenta de que ya está vestida.
—¿Qué has decidido? —musita.
—Quiero ir con vosotros —susurro a mi vez. Es lo único que soy capaz de decir. Mi corazón sigue latiendo con fuerza en el pecho.
No puedo ver su sonrisa, pero me parece oírla: los labios que chasquean, una pequeña exhalación que podría ser una risa.
—Me alegro por ti —sostiene un cubo abollado—. Es hora de ir por agua.
Se retira y yo busco a tientas mi ropa en la oscuridad. Cuando llegué al hogar, el cuarto de dormir me provocó una sensación de caos, una explosión de telas, de prendas y de pertenencias desordenadas. Con el tiempo me he dado cuenta de que no está tan desorganizado. Cada persona tiene un pequeño espacio, circunscrito por sus posesiones. Hemos trazado círculos invisibles en torno a nuestras pequeñas camas, mantas o colchones, y la gente defiende esos nichos como sea, como perros que marcan su territorio. Hay que mantener todo lo que posees y necesitas dentro de tu pequeño círculo. Si sale de esa línea, deja de ser tuyo. La ropa que he cogido del almacén está doblada al pie de mi manta.
Salgo del cuarto y camino por el pasillo, guiándome por el tacto. Encuentro a Raven en la cocina, rodeada de cubos vacíos, atizando el fuego de anoche con el extremo romo y calcinado de un palo largo. No ha encendido las linternas aquí tampoco: sería un desperdicio de pilas. El olor de la madera quemada, las sombras y los hombros de Raven recubiertos de un resplandor naranja que me dan la impresión de que continúo soñando.
—¿Lista?
Se vuelve hacia mí, se endereza y se cuelga un cubo de cada brazo.
Yo asiento y ella me señala con la cabeza los demás cubos.
Subimos las escaleras y salimos al mundo exterior. Abandonar el subterráneo, el aire cerrado y la falta de espacio, resulta tan asombroso y abrupto como la primera vez, cuando exploré el resto del hogar con Sarah. Lo primero que me sorprende es el frío. El viento helado me atraviesa la camiseta, y suelto un grito ahogado sin darme cuenta.
—¿Qué pasa? —pregunta Raven, hablando con un tono normal ahora que estamos afuera.
—Frío —replico. El aire huele ya a invierno, aunque las copas aún conservan sus hojas. En el borde del horizonte, por encima de la irregular y deshilachada línea de los árboles, se ve un pequeño resplandor dorado donde el sol comienza a elevarse poco a poco. El mundo es gris y morado, y los animales y los pájaros comienzan a moverse.
—Falta menos de una semana para octubre —comenta Raven encogiéndose de hombros—. Cuidado con lo que pisas —añade cuando tropiezo con un trozo de metal retorcido medio hundido en la tierra.
Entonces me doy cuenta de que he estado dejándome llevar al ritmo de los días, sin pensar en las fechas: mientras estaba enterrada bajo el suelo, he supuesto que el resto del mundo también se mantenía inmóvil.
—Dime si camino demasiado rápido —me pide Raven.
—Vale —respondo. Mi voz suena extraña en el aire vacío, tenue, de este mundo otoñal.
Nos abrimos paso a través de la antigua calle mayor. Raven camina con facilidad, evitando casi instintivamente los trozos rotos de hormigón y la basura de metal retorcido, al igual que lo hacía Sarah. En la entrada a la cámara acorazada del banco, donde duermen los chicos, nos espera Bram. Tiene el pelo oscuro y la piel color café. Es uno de los más silenciosos, uno de los pocos que no me dan miedo. Hunter y él están siempre juntos, y verlos así me trae recuerdos de Hana y yo: la una morena, la otra rubia. Raven le pasa varios cubos en silencio y él se une a nosotros sin hablar, pero me sonríe y se lo agradezco.
Aunque el aire es frío, pronto empiezo a sudar y el corazón me presiona dolorosamente contra las costillas. Hace más de un mes que no camino más de veinte metros de una vez. Tengo los músculos débiles y enseguida me duelen los hombros de cargar incluso con los cubos vacíos. No hago más que mover las asas en las palmas; me niego a quejarme o a pedirle ayuda a Raven, aunque debe de haberse dado cuenta de que me cuesta mantenerme a su altura. No quiero ni pensar en lo largo y lento que va a ser el camino de vuelta, cuando los cubos estén llenos.
Hemos dejado atrás el hogar y la antigua calle mayor y nos dirigimos hacia los árboles. En torno a nosotros, las hojas muestran diferentes matices de dorado, naranja, rojo y marrón.
Es como si el bosque entero estuviera ardiendo, un bello fuego lento. Siento el espacio a mi alrededor, sin límites ni muros, el aire libre y brillante. Los animales se mueven a ambos lados sin que los veamos, produciendo un crujido al pisar las hojas secas.
—Casi hemos llegado —informa Raven desde delante—. Lo estás haciendo muy bien, Lena.
—Gracias —respondo entre jadeos. Me cae el sudor en los ojos y me cuesta creer que antes tuviera frío. Ni siquiera me molesto en apartar de mi camino las ramas sueltas. Bram va delante de mí y, según avanza, las ramas se doblan. Cuando paso me golpean fuerte en brazos y piernas, dejándome pequeñas marcas de latigazos en la piel. Estoy demasiado cansada para que me importe. Siento como si llevara horas caminando, pero eso es imposible. Sarah comentó que el río estaba a unos dos kilómetros. Además, el sol acaba de elevarse.
Avanzamos un poco más y lo oímos, por encima del gorjeo de los pájaros y del ruido del viento entre los árboles: un sonido bajo, el murmullo del agua en movimiento. Luego, los árboles se separan, el suelo se vuelve rocoso y nos encontramos en el borde de un riachuelo amplio y calmo. El sol se refleja en el agua y da la sensación de que hay monedas brillando bajo la superficie. A unos quince metros hacia la izquierda, cae una pequeña cascada y el río rodea una serie de piedrecitas negras, manchadas de líquenes. De repente tengo que contener las ganas de llorar. Este lugar ha existido siempre: cuando las ciudades fueron bombardeadas y cayeron en la ruina, cuando los muros se elevaron, el riachuelo estaba aquí, saltando sobre las rocas, lleno de su propia risa secreta.
Somos cosas tan pequeñas, tan tontas… Durante la mayor parte de mi vida pensé que la naturaleza era estúpida: ciega, animal, destructora. Nosotros, los humanos, éramos limpios e inteligentes, y teníamos el control; habíamos luchado para someter al resto del mundo, lo habíamos derribado a golpes, lo habíamos fijado en una diapositiva y en las páginas del Manual de FSS.
Raven y Bram ya se han metido en el río y se inclinan para llenar los cubos.
—Venga —ordena Raven, cortante—. Los otros se estarán despertando.
Ambos han venido descalzos; yo me agacho para desatarme los cordones. Tengo los dedos hinchados de frío, aunque ya no puedo sentirlo. Me arde el cuerpo. Lo paso mal con los cordones y, cuando me acerco al agua, Raven y Bram ya tienen sus cubos llenos y alineados en la orilla. En la superficie flotan briznas de hierba e insectos muertos que giran. Luego los quitaremos y herviremos el agua para esterilizarla.
En cuanto doy un paso en el río, estoy a punto de caerme. Incluso acerca de la orilla la corriente es mucho más fuerte de lo que parece. Muevo los brazos como loca tratando de mantener el equilibrio y dejo caer uno de los cubos. Bram, que está esperando en la orilla, se echa a reír. Su risa es aguda y sorprendentemente dulce.
—Venga —Raven le da un empujón—. Ya vale de espectáculo. Nos vemos en el hogar.
Bram se lleva obedientemente dos dedos a la sien.
—Hasta luego, Lena —se despide, y me doy cuenta de que es la primera vez que alguien que no sea Raven, Sarah o Hunter me dirige la palabra en una semana.
—Hasta luego —contesto.
El lecho del riachuelo está cubierto de pequeños guijarros. Los siento resbaladizos y duros contra la planta de los pies. Recupero el cubo caído y me agacho bastante, como han hecho Raven y Bram, para llenarlo. Cargar con él hasta la orilla me cuesta más. No tengo fuerza en los brazos y las asas de metal se me clavan dolorosamente en las palmas.
—Falta uno más —indica Raven, observándome de brazos cruzados.
El siguiente es un poco más ancho que el primero, y más difícil de manejar una vez lleno. Tengo que llevarlo con las dos manos, algo agachada, y me golpea la espinilla. Llego a la orilla y lo deposito con un suspiro de alivio. No tengo ni idea de cómo conseguiré volver al hogar cargando los dos a la vez. Es imposible. Me va a llevar horas.
—¿Lista? —pregunta Raven.
—Dame solo un minuto —digo posando las manos en las rodillas. Ya me tiemblan un poco los brazos. Me gustaría quedarme aquí el mayor tiempo posible, con el sol que se cuela entre los árboles, el arroyo que habla su propio lenguaje antiguo y los pájaros que vuelan de un lado a otro como sombras oscuras. «A Álex le encantaría este sitio», me digo sin querer. He intentado con todas mis fuerzas no pensar en su nombre, ni siquiera recordar la idea.
Junto a la orilla hay un pajarito con un plumaje de color azul tinta que se acicala con el agua, y de repente me entra un deseo intenso de desnudarme y nadar para limpiarme todas las capas de polvo, sudor y mugre que no he podido quitarme en el hogar.
—¿Te puedes dar la vuelta? —le pregunto a Raven. Pone los ojos en blanco con aire divertido, pero accede.
Me quito los pantalones, la ropa interior y la camiseta, y lo dejo todo en la hierba. Entrar en el agua me produce dolor y placer a partes iguales; me recorre el cuerpo entero un frío cortante, una sensación pura. A medida que avanzo hacia el centro del riachuelo, las piedras que piso se hacen amplias y planas y la corriente tira de mis piernas con más fuerza. Aunque no es muy ancho, más allá de la cascada diminuta hay un espacio oscuro donde el lecho se hunde y forma una poza natural en la que se puede nadar. Estoy de pie temblando, el agua me llega a las rodillas, y en el último momento me echo atrás. Está tan fría. El agua parece tan oscura, negra y profunda.
—No te voy a esperar eternamente —me grita Raven, vuelta de espaldas.
—¡Cinco minutos! —contesto, y extiendo los brazos y me zambullo en la profundidad del agua. Siento un golpe: el frío es un muro gélido e impenetrable que me desgarra cada nervio del cuerpo; me pitan lo oídos y siento un murmullo a mi alrededor. El aliento me abandona y salgo con la respiración entrecortada, rompiendo la superficie del agua, mientras el sol se eleva y el cielo se vuelve más profundo, se hace sólido, casi inalcanzable.
Y así, de repente, el frío desaparece. Meto la cabeza bajo el agua, tragando líquido, y dejo que la corriente me arrastre en la dirección que quiera. Con la cabeza bajo el agua, casi puedo comprender su idioma, el sonido balbuceante, como un gorgoteo. Sumergida, escucho cómo el arroyo pronuncia el nombre que me he esforzado en olvidar: Álex, Álex, Álex. También oigo cómo se lleva el nombre lejos de mí. Salgo del arroyo temblando y riendo, y me visto mientras me castañetean los dientes, con las uñas ribeteadas de azul.
—Nunca antes te había oído reír —comenta Raven una vez que me he puesto la ropa. Lleva razón. No me había reído desde que llegué a la Tierra Salvaje. Es una sensación tontamente maravillosa—. ¿Estás lista?
—Sí —respondo.
Ese primer día cargo un solo cubo cada vez, agarrándolo con las dos manos. Se me cae agua al avanzar, y yo juro y maldigo. Un pequeño avance, deposito el cubo, vuelvo por el otro. Avanzo algunos metros. Luego, pausa, descanso, jadeo.
Raven se adelanta. De vez en cuando hace una parada, deja sus cubos, arranca trozos de corteza de los árboles y los tira por el sendero para que encuentre el camino cuando se ha alejado demasiado y no la veo. Vuelve media hora después, con una taza de metal llena de agua potabilizada y un retal de algodón lleno de almendras y pasas. El sol ya está alto y brillante y su luz penetra entre los árboles como una cuchilla.
Raven se queda conmigo, aunque en ningún momento me ofrece ayuda. Tampoco se la pido. Me mira impasible, con los brazos cruzados, mientras yo recorro mi lento y doloroso trayecto por el bosque.
Recuento final: dos horas y tres ampollas en las palmas, una del tamaño de una cereza. Los brazos me tiemblan tanto que apenas puedo llevármelos a la cara cuando intento enjuagarme el sudor. Un corte rojo en una mano, donde el asa de metal de uno de los cubos me ha abierto la piel.
Durante la cena, Tack me sirve una enorme cantidad de arroz con alubias y, aunque apenas puedo sostener el plato por las ampollas y a Squirrel se le ha quemado el arroz, que está marrón y crujiente por la parte de abajo, me parece que es lo mejor que he comido desde que vine a la Tierra Salvaje.
Después de cenar, me siento tan cansada que me quedo dormida con la ropa puesta, casi en cuanto apoyo la cabeza contra la almohada, y por eso se me olvida pedirle a Dios, en mis oraciones, que no me deje despertar.
Solo a la mañana siguiente me doy cuenta de qué día es: veintiséis de septiembre.
A Hana le hicieron la operación ayer.
Hana se ha ido.
No he llorado desde que Álex murió.
Álex está vivo.
Eso se convierte en mi mantra. Es lo que me repito cada día a medida que emerjo al amanecer oscuro y a la niebla, y comienzo, lenta y concienzudamente, a entrenarme otra vez.
Si soy capaz de llegar corriendo hasta el antiguo banco, con los pulmones que me estallan y los muslos temblorosos, entonces Álex estará vivo.
Primero son solo quince metros; luego, veinte; luego, dos minutos seguidos; luego, cuatro.
Si consigo llegar hasta aquel árbol, Álex volverá.
Álex está justo más allá de esa colina; si consigo llegar arriba sin detenerme, estará allí.
Al principio, tropiezo y casi me tuerzo el tobillo media docena de veces. No estoy acostumbrada a este paisaje accidentado, lleno de basura, y apenas distingo los obstáculos a la luz baja y turbia del alba. Pero mi vista mejora o mis pies se aprenden el camino, y algunas semanas después me acostumbro a los planos y ángulos del terreno y a la geometría de todas estas calles y edificios rotos, y consigo recorrer toda la calle mayor sin mirar al suelo.
Y después llego más lejos, y más rápido.
Álex está vivo. Un esfuerzo más, solo el sprint final, y ya verás.
Cuando Hana y yo estábamos en el equipo de cross, solíamos motivarnos con este tipo de jueguecitos mentales. Correr es una disciplina de la mente más que otra cosa. Uno vale tanto como su entrenamiento, y tu entrenamiento vale solo lo que tu fuerza mental. Si consigues hacer los doce kilómetros sin caminar, sacarás un diez en los exámenes de Historia. Nos solíamos decir la una a la otra ese tipo de cosas. A veces funcionaba; otras veces, no. A veces, riendo, nos rendíamos en el kilómetro diez: «¡Vaya! A la mierda la nota de Historia».
Esa es la cuestión: en realidad, no nos importaba. Un mundo sin amor es también un mundo donde no hay nada en juego.
Álex está vivo. Un poco más, más, más. Corro hasta que se me hinchan los pies, hasta que me sangran los dedos y me salen ampollas. Raven me riñe mientras me prepara cubos de agua fría para que ponga los pies en remojo, me dice que tenga cuidado y me advierte del riesgo de infección. Los antibióticos no se consiguen fácilmente por aquí.
La mañana siguiente, me envuelvo los dedos en trapos antes de meterlos en las zapatillas y vuelvo a correr. Si eres capaz, solo un poco más lejos, solo un poco más deprisa, ya verás, ya verás, ya verás. Álex está vivo.
No estoy loca. Ya sé que no está vivo, no de verdad. En cuanto acabo de correr y vuelvo cojeando hacia la cripta de la iglesia, me doy cuenta de la verdad: la estupidez de todo esto, el sinsentido. Álex se ha ido y, por mucho que corra, que me esfuerce o que sangre, no va a volver.
Lo sé. Pero cuando estoy corriendo, hay siempre una fracción de segundo en que el dolor me parte por la mitad, casi no puedo respirar y todo lo que veo es una mancha de color, y en esa décima de segundo, justo cuando el dolor alcanza su punto culminante y se hace imposible y noto cómo me atraviesa algo blanco, entonces veo algo a mi izquierda, un parpadeo de color (pelo castaño, intenso, como una corona de hojas), y entonces sé también que si volviera la cabeza, él estaría ahí, riendo, mirándome, con los brazos abiertos hacia mí.
Nunca vuelvo la cabeza para mirar, claro. Pero un día lo haré. Un día miraré y él estará de vuelta, y todo irá bien.
Mientras tanto, corro.