ahora

Esa es la chica que yo era entonces: tropezaba y me hundía, perdida en la brillantez y en el espacio. Mi pasado había sido borrado por completo, lavado con lejía hasta convertirlo en un blanco desnudo y puro.

Pero se puede construir un futuro a partir de cualquier cosa; de un fragmento, de un parpadeo. Del deseo de avanzar lentamente, paso a paso. Se puede construir una cuidad etérea desde las ruinas.

Esta es la chica que soy en este preciso momento: las rodillas apretadas, las manos en los muslos. Blusa de seda ceñida en torno al cuello, falda con cinturilla de lana, modelo estándar, con la divisa del Instituto Quincy Edwards. Pica. Desearía poder rascarme, pero no lo haré. Ella se lo tomaría como una señal de nerviosismo, y no estoy nerviosa; no volveré a estar nerviosa en mi vida.

Ella parpadea. Yo no. Ella es la señora Tulle, la directora, con la cara como un pescado apretado contra un cristal y los ojos tan abiertos que parecen distorsionados.

—¿Va todo bien en casa, Magdalena?

Se me hace raro escuchar mi nombre completo en sus labios. Todo el mundo me ha llamado siempre Lena.

—Sí —contesto.

Revuelve los papeles de su escritorio. Todo en su oficina está ordenado, todos los ángulos se encuentran alineados de forma precisa. Hasta el vaso de agua está perfectamente centrado sobre el posavasos. A los curados siempre les ha gustado el orden: enderezar, alinear, ajustar. La limpieza está cercana a la divinidad, y el orden es ascensión. Eso les da algo que hacer, supongo: tareas con las que llenar todas esas largas horas vacías.

—Vives con tu hermana y su marido, ¿es correcto?

Asiento con la cabeza y repito el resto de la historia de mi nueva vida.

—Mi padre y mi madre murieron en uno de los incidentes.

Esto, por lo menos, se acerca algo a la verdad. La antigua Lena también era huérfana, o como si lo fuera, vaya.

No hace falta dar más explicaciones. Todo el mundo ha oído hablar ya sobre los incidentes: en enero, la Resistencia organizó sus primeros ataques violentos y visibles de importancia.

En un puñado de ciudades, miembros de la Resistencia, ayudados por simpatizantes y, en algunos casos, por jóvenes no curados, provocaron explosiones simultáneas en varios edificios municipales importantes.

En Portland, la Resistencia eligió como objetivo parte de las Criptas. En el caos que siguió a la explosión murieron unos doce civiles. La policía y los reguladores consiguieron restaurar el orden, pero no antes de que escaparan varios cientos de prisioneros.

Me resulta irónico. Mi madre pasó diez años abriendo un túnel para escapar de aquel lugar. Si hubiera esperado seis meses, habría salido caminando sin dificultad.

La señora Tulle hace una mueca.

—Sí, ya lo vi en tu historial.

Detrás de ella, un humidificador gira silenciosamente. Sin embargo, el aire está seco. En su despacho huele a papel y, más débilmente, a espuma del pelo. Me baja por la espalda un hilillo de sudor. La falda da calor.

—Nos preocupa que estés teniendo dificultades para adaptarte —dice mirándome con esos ojos de pescado—. Siempre comes sola —es una acusación.

Hasta a la nueva Lena le da un poco de vergüenza; lo único peor que no tener amigos es que te compadezcan por no tenerlos.

—La verdad es que he tenido ciertos problemas con las chicas —dice la nueva Lena—. Las encuentro un poco, inmaduras.

Mientras hablo, ladeo la cabeza un poco para que se vea la marca triangular que tengo justo detrás del oído izquierdo: la marca de la operación, la señal de que estoy curada.

Al momento, su expresión se suaviza.

—Bueno, claro, eso es normal. Después de todo, muchas de ellas son más jóvenes que tú. Aún no han cumplido los dieciocho, no han sido curadas.

Extiendo las manos como para decir: «Era de esperar».

Pero la señora Tullen no ha terminado conmigo, aunque su voz ya no es tan cortante.

—La señora Flerstein me dice que te has vuelto a quedar dormida en clase. Estamos preocupadas, Lena. ¿Te parece que la carga de trabajo es excesiva para ti? ¿Tienes problemas para dormir por la noche?

—Estoy un poco estresada —confieso—. Es por todo lo de la ASD.

La señora Tulle arquea las cejas.

—No sabía que estabas en la ASD.

—En la división A —digo—. Tenemos una gran concentración el próximo viernes. La verdad es que esta tarde hay una reunión de planificación en Manhattan. No querría llegar tarde.

—Claro, claro, estoy al corriente de lo del mitin del viernes —la señora Tulle alza los papeles, los golpea sobre el escritorio para asegurarse de que los bordes están alineados y los coloca dentro de un cajón. Me doy cuenta de que me he librado. La ASD es la palabra mágica: América sin Delirium. Es el Ábrete Sésamo. En cuanto la menciono, la señora Tulle es todo amabilidad—. Es impresionante que estés tratando de compaginar tus compromisos extracurriculares con tus tareas escolares, Lena. Y apoyamos el trabajo que está llevando a cabo la ASD. Simplemente asegúrate de que encuentras un equilibrio. No quiero que tus calificaciones se resientan por tu trabajo social, por muy importante que sea.

—Comprendo.

Bajo la cabeza y adopto un aire compungido. La nueva Lena es buena actriz.

La señora Tulle me sonríe.

—Ya puedes irte. No quiero que llegues tarde a tu reunión.

Me pongo de pie y me cuelgo la bolsa al hombro.

—Gracias.

Hace una señal con la cabeza indicando la puerta, lo que significa que puedo irme.

Camino por los pasillos de linóleo recién fregados. Más paredes blancas, más silencio. Todas las alumnas se han ido ya a casa.

Luego salgo por la puerta de doble hoja al paisaje de un blanco deslumbrante: una inesperada nevada en marzo, una dura luz brillante, los árboles cubiertos de gruesas fundas negras de hielo.

Me aprieto la chaqueta y cruzo con paso firme la cancela de hierro hasta la Octava Avenida.

Esta es la chica que soy en este momento. Aquí está mi futuro, en esta ciudad llena de carámbanos que cuelgan como cuchillos listos para caer.

Hay más tráfico en las ciudades hermanas del que he visto en toda mi vida. En Portland casi nadie tenía coches que funcionaran; en Nueva York, la gente es más rica y puede permitirse la gasolina. Cuando llegué a Brooklyn por primera vez, solía ir a Times Square solo para verlos, a veces doce seguidos, uno detrás de otro.

Sin embargo, mientras me dirijo a Manhattan, las calles están casi vacías. En la Treinta y Uno, el autobús se para detrás de un camión de basura que se ha quedado atascado en un montón de nieve de color carbonilla. Cuando llego al Javits Center ya ha empezado la reunión de la ASD. La escalera está desierta, al igual que el enorme vestíbulo. Oigo el ruido distante y atronador de un micrófono y un aplauso que suena como un rugido. Me apresuro a llegar al detector de metales y me quito el bolso antes de quedarme de pie con los brazos y piernas abiertos, mientras un hombre imperturbable me pasa el detector sobre el pecho y entre las piernas. Hace tiempo que ya no me dan vergüenza estos procedimientos. Luego hay que pasar por la mesa plegable que está colocada justo delante de una enorme puerta de doble hoja. Me llegan aplausos entrecortados del otro lado y más voces de micrófono, amplificadas, apasionadas, atronadoras. No se distinguen las palabras.

—Tarjeta de identidad, por favor —pide automáticamente la mujer que está sentada tras la mesa, una voluntaria. Espero mientras escanea la tarjeta y paso cuando me hace una señal con la cabeza.

El salón de actos es enorme. Deben de caber al menos dos mil personas y, como siempre, está casi lleno. Quedan algunos asientos vacíos a la izquierda, cerca del escenario, así que doy la vuelta por la parte de fuera, tratando de acomodarme en un sitio sin llamar la atención. No tengo de qué preocuparme: todo el mundo está con el hombre que se encuentra tras el atril del orador. El ambiente está cargado de energía; es como si hubiera miles y miles de gotas suspendidas, a punto de caer.

—… no basta con afianzar nuestra seguridad —dice el hombre. Su voz retumba por el salón. Bajo las altas luces de los fluorescentes, el cabello le brilla con un tono negro, como un casco. Es Thomas Fineman, el fundador de la ASD—. Nos hablan de riesgos y de daños, de perjuicios y efectos colaterales. Pero ¿qué peligro entraña para nosotros como pueblo, como sociedad, el que no actuemos? Si no insistimos en proteger el todo, ¿de qué nos sirve la salud de una parte?

Aplausos dispersos. Thomas se ajusta los puños y se inclina para acercarse más al micrófono.

—Este ha de ser nuestro propósito único y unificado. Este es el objetivo de nuestra manifestación. Pedimos que nuestro gobierno, nuestros científicos, nuestras agencias, nos protejan. Pedimos que mantengan su lealtad hacia Dios y hacia su Orden. ¿No fue Dios mismo quien, a lo largo de miles de años, rechazó millones de especies que eran defectuosas o tenían algún tipo de fallo, en su camino hacia una creación perfecta? ¿No aprendemos que a veces hay que expurgar lo débil y lo enfermo para evolucionar una sociedad mejor?

El aplauso asciende hasta alcanzar la cumbre. Yo también aplaudo. Lena Morgan Jones aplaude.

Esta es mi misión, el trabajo que me ha encontrado Raven. Vigilar a la ASD. Observar. Mezclarme con ellos.

No me han dicho nada.

—Por último, pedimos al gobierno que mantenga la promesa del Manual de FSS: asegurar la Seguridad, Salud y Felicidad de nuestras ciudades y de nuestro pueblo.

Yo observo.

Filas de luces altas.

Filas de rostros como medias lunas, pálidos, hinchados, temerosos y agradecidos: los rostros de los curados.

Una moqueta gris, deshilachada por el roce de tantos pies.

Un hombre a mi derecha resuella, con los pantalones ceñidos por el cinturón demasiado apretado sobre su panza.

Cerca del escenario, en una pequeña zona acordonada, hay tres sillas. Solo una está ocupada.

Un chico.

Es lo más interesante que veo. Las otras cosas —la moqueta, los rostros— son iguales en cada reunión de la ASD. Hasta el hombre gordo. A veces es gordo, a veces es delgado, otras es una mujer. Pero da igual: todo ellos son siempre iguales.

El chico tiene el pelo ondulado y de color rubio caramelo, y le llega hasta la mitad de la mandíbula. Sus ojos son azul oscuro, de un color tormentoso. Viste un polo rojo, de manga corta a pesar del frío, y vaqueros oscuros bien planchados. Sus mocasines son nuevos, y lleva un brillante reloj plateado en la muñeca. Todo en él exuda riqueza. Mantiene las manos juntas sobre el regazo. Todo en él exuda también distinción. Hasta su expresión impasible, mientras contempla a su padre sobre el escenario, es fruto de la perfección y de la práctica, la encarnación del desapego controlado de una persona curada.

Por supuesto, no está curado, todavía no. Es Julián Fineman, el hijo de Thomas Fineman, y aunque tiene dieciocho años, aún no le han hecho la operación. Hasta ahora, los científicos se han negado a tratarle. Eso cambiará el próximo viernes, el mismo día en que está planeada la gran concentración de la ASD en Times Square. Le practicarán la intervención y entonces estará curado.

Posiblemente. También es posible que muera, o que su funcionamiento mental se vea tan dañado que será como si estuviera muerto. Pero aun así le harán la intervención. Su padre insiste. Julián insiste.

Nunca lo había visto en persona, aunque sabía quién era porque su cara aparecía en pósteres y en la parte de atrás de los panfletos. Julián es famoso. Es un mártir de la causa, un héroe de la ASD, preside la división juvenil de la organización.

Es más alto de lo que esperaba. Y más guapo, también. Las fotos no hacen justicia al ángulo de su mandíbula ni a la anchura de sus hombros: tiene constitución de nadador.

En el estrado, Thomas Fineman está acabando su parte del discurso.

—No negamos los peligros derivados de que la cura se administre más temprano —continúa—, pero afirmamos que los riesgos de retrasarla son aún peores. Estamos dispuestos a asumir las consecuencias. Tenemos el valor suficiente para sacrificar a unos pocos por el bien de todos.

Hace una pausa mientras el auditorio se llena de aplausos una vez más, e inclina la cabeza apreciativamente hasta que se desvanece el rugido. La luz destella en su reloj. Su hijo y él usan modelos idénticos.

—Y ahora me gustaría presentarles a una persona que encarna todos los valores de la ASD. Este joven entiende mejor que nadie la importancia de insistir en una cura, incluso para los jóvenes, incluso para los casos en que la operación resulta peligrosa. Él comprende que, para que los Estados Unidos progresen, para que todos nosotros vivamos felices y a salvo, ocasionalmente hay que sacrificar las necesidades de los individuos. El sacrifico es la seguridad, y la salud solo puede darse en el todo. Miembros de la ASD, por favor, den la bienvenida a mi hijo, Julián Fineman.

Clap, clap, clap, aplaude Lena junto al resto de la multitud. Thomas abandona el escenario cuando su hijo sube. Se cruzan en las escaleras, se saludan con un breve gesto de asentimiento. No se tocan.

Julián ha traído algunos apuntes que coloca en el atril, delante de él. Por un momento, el auditorio se llena con el sonido amplificado de los papeles que se rozan. Los ojos de Julián recorren la multitud y, durante un segundo, se posan en mí. Entreabre la boca y mi corazón se detiene. Es como si acabara de reconocerme. Luego sigue paseando la mirada, y mi corazón vuelve a latir contra mis costillas. Lo único que pasa es que estoy paranoica.

Julián manipula el micrófono para ajustarlo a su altura. Es incluso más alto que su padre. Es curioso que tengan un aspecto tan distinto: Thomas es alto, moreno y con aspecto feroz, como un halcón; su hijo es aún más alto y de hombros anchos, pero rubio, con esos imposibles ojos azules. Solo comparten el duro ángulo de la mandíbula.

Se pasa una mano por el pelo y me pregunto si estará nervioso, pero cuando empieza a hablar, su voz tiene un tono firme y lleno de poder.

—Tenía nueve años cuando me dijeron que me estaba muriendo —comienza sin rodeos, y de nuevo noto esa sensación de expectativa suspendida en el aire. Gotas relucientes, como si todos nos hubiéramos inclinado hacia delante solo unos centímetros—. Entonces comenzaron los ataques. El primero fue tan violento que casi me corté la lengua de un mordisco; durante el segundo, me golpeé la cabeza contra la chimenea. Mis padres se inquietaron.

Algo se desgarra en mi estomago, muy profundamente, bajo todas las capas que he ido añadiendo en los últimos seis meses. Atraviesa a la falsa Lena, con su coraza y sus tarjetas de identidad y la cicatriz de tres puntas en el cuello.

Este es el mundo en el que vivimos: un mundo de seguridad, felicidad y orden, un mundo sin amor.

Un mundo en el que los niños se golpean la cabeza en chimeneas de piedra y casi se cortan la lengua de un mordisco y los padres se inquietan. No están desconsolados, desesperados, frenéticos. Se inquietan, como cuando suspendes Matemáticas o como cuando se les olvida pagar los impuestos.

—Los médicos me dijeron que tenía un tumor en el cerebro; estaba creciendo, y eso era lo que causaba los ataques. La operación para extirparlo pondría en peligro mi vida. No estaban seguros de que pudiera soportarla. Pero si no me operaban, si dejaban que el tumor creciera y se expandiera, entonces ya no tendría ninguna posibilidad.

Hace una pausa y me parece verle lanzar una breve mirada hacia su padre. Thomas Fineman ha tomado el asiento que su hijo ha dejado vacío, y está sentado, con las piernas cruzadas y el rostro impasible.

—Ninguna posibilidad —repite Julián—. Y por eso esa cosa enferma, esa formación, tenía que ser extirpada. Tenía que ser separada del tejido limpio. De otro modo, no haría más que crecer y conseguiría que el tejido sano acabara también enfermo.

Revuelve sus papeles y mantiene los ojos fijos en ellos mientras lee en voz alta:

—La primera operación fue un éxito y, por un tiempo, los ataques desaparecieron. Luego, cuando tenía doce años, volvieron de nuevo. El cáncer estaba de vuelta y esta vez presionaba la base del tronco encefálico.

Aprieta con las manos el podio brevemente y luego lo suelta. Por un momento, reina el silencio. Alguien tose entre el público. Gotas, gotas: todos somos gotas idénticas, gotas en suspensión, esperando que alguien nos derrame, que alguien nos muestre el camino, que alguien nos vierta en una dirección determinada.

Julián alza la vista. A sus espaldas hay una pantalla donde se proyecta su imagen, quince veces más grande. Sus ojos son un remolino de azul, verde y oro, como la superficie del océano en un día de sol. Tras la placidez, tras la consumada calma, me parece ver algo que destella, una expresión que se desvanece antes de que pueda encontrarle un nombre.

—Desde la primera me han hecho tres operaciones más —continúa—. Han extirpado el tumor cuatro veces, y en tres ocasiones ha vuelto a aparecer, como sucede con la enfermedad, a menos que se elimine por completo —hace una pausa para que se comprendan las implicaciones de su declaración—. Llevo dos años sin cáncer.

Se oyen algunos aplausos. Alza la mano y el salón vuelve a quedar en silencio.

Sonríe, y el enorme Julián que hay tras él sonríe también: una versión pixelada, un borrón.

—Los médicos me han dicho que realizar más operaciones podría poner en peligro mi vida. Ya han eliminado demasiado tejido, han llevado a cabo demasiadas extirpaciones; si me hicieran la cura, podría perder por completo la capacidad de regular mis emociones. Podría dejar de hablar, de ver, de moverme —se gira un poco en el podio—. Hasta es posible que mi cerebro deje de funcionar.

No puedo remediarlo, yo también estoy conteniendo el aliento junto a todos los demás. Solo Thomas Fineman tiene un aspecto relajado: me pregunto con qué frecuencia habrá escuchado este discurso.

Julián se inclina un poco hacia el micrófono y de pronto es como si se estuviera dirigiendo a cada uno de nosotros de forma individual. Habla en un tono bajo y urgente, como si nos susurrara un secreto al oído.

—Es por eso por lo que se han negado a curarme. Llevamos más de un año luchando para que nos asignen una fecha para la operación, y por fin hemos conseguido que nos den una. El veintitrés de marzo, el día de nuestro mitin, me practicarán la intervención.

Otra ronda de aplausos, pero Julián sigue hablando. Aún no ha terminado.

—Será una fecha histórica, aunque puede que sea mi último día. No piensen que no soy consciente de los riesgos, porque sí lo soy —se endereza y su voz se hace más potente, atronadora. Los ojos relampaguean en la pantalla, deslumbrantes, llenos de luz—. Pero no hay otra opción, como no la había cuando tenía nueve años. Debemos extirpar la enfermedad. Tenemos que suprimirla, sean cuales sean los riesgos. Si no, no hará más que crecer. Se extenderá como el peor de los cánceres y nos pondrá en peligro a todos nosotros, a cada persona nacida en este vasto y maravilloso país. Así que esto es lo que os digo: vamos a eliminar la enfermedad dondequiera que esté. Tenemos que hacerlo. Muchas gracias.

Eso es, ya está. Lo ha conseguido. Nos ha inclinado hacia un lado, a todos los que aguardábamos con una expectación indefinida, y ahora nos vertemos hacia él, fluyendo en una ola de estruendosos gritos y aplausos. Lena aplaude junto con los demás, hasta que le arden las palmas; sigue aplaudiendo hasta que se le quedan entumecidas. La mitad del públicos se pone de pie, vitoreando. Alguien comienza a vocear una consigna: «¡ASD!, ¡ASD!», y pronto nos unimos todos. Es ensordecedor, casi rompe los tímpanos. En cierto momento, Thomas se une a su hijo en el estrado una vez más y se colocan juntos solemnemente, uno al lado del otro, uno rubio, el otro moreno, como las dos caras de la luna. Los contemplamos mientras seguimos aplaudiendo, cantando, mostrando nuestra aprobación con un rugido. Son la luna, nosotros somos una marea y bajo su liderazgo libramos al mundo de toda la enfermedad y la plaga.