ahora

El paraíso es agua caliente. El paraíso es jabón.

Salvamento, como siempre hemos llamado a este hogar, se compone de cuatro habitaciones. Hay una cocina; un amplio espacio para guardar cosas, que tiene casi el tamaño del resto de la casa, y un abarrotado dormitorio lleno de literas destartaladas y torpemente construidas.

El último cuarto es para bañarse. Varias tinas de metal han sido transformadas en bañeras de distintos tamaños. Se asientan en una plataforma elevada que tiene una amplia rejilla; por debajo hay una parte de piedra plana y de maderos calcinados, restos de los fuegos que mantuvimos encendidos durante el invierno para calentar el cuarto y el agua a la vez.

En cuanto me abro paso en la oscuridad y encuentro una linterna, enciendo un fuego usando la madera que hay amontonada en una esquina de la caseta de almacenamiento, mientras Julián explora las otras partes de la casa con un quinqué. A continuación. Saco agua del pozo. Estoy débil y solo puedo llenar la mitad de una bañera antes de que me tiemblen los brazos. Pero es suficiente.

Cojo una pastilla de jabón del almacén y hasta encuentro una toalla de verdad. Me pica la piel, cubierta de polvo. Lo siento en todas partes, hasta en los párpados.

Antes de comenzar a desvestirme, grito:

—¿Julián?

—¿Sí? —su voz suena amortiguada. Deduzco por el sonido que está en el espacio de dormir.

—Quédate donde estás, ¿vale?

No hay puerta en el cuarto de baño. No hace falta, y en la Tierra Salvaje las cosas que no hacen falta no se construyen ni se usan.

Hay una ligera pausa.

—Vale —responde.

Me pregunto qué estará pensando. Su voz tiene un tono agudo, crispado, aunque podría ser el efecto de la distorsión al atravesar las paredes de conglomerado y metal.

Dejo la pistola en el suelo y me quito la ropa. Disfruto del sonido pesado de los vaqueros al caer. Durante un momento, mi cuerpo me resulta ajeno. Hubo un tiempo en que yo era redondita, salvo por los músculos de los muslos y las pantorrillas, desarrollados de tanto correr. Tenía un poco de tripa, y mis pechos eran abundantes y pesados.

Ahora estoy tallada hacia dentro, soy toda alambre y cuerda. Mis pechos forman dos picos pequeños y duros y tengo la piel cubierta de moretones. Me pregunto si a Álex le seguiría pareciendo bella. Me pregunto si Julián piensa que soy fea.

Aparto ambos pensamientos. Innecesarios, irrelevantes.

Me froto cada centímetro de piel: entre las uñas, por detrás y dentro de las orejas, entre los dedos de los pies y entre las piernas. Me enjabono el pelo y dejo que la espuma me entre en los ojos y me produzca escozor. Cuando por fin me pongo de pie, aún resbaladiza de jabón, como un pez, la bañera tiene un anillo de suciedad. Una vez más, agradezco que aquí no tengamos espejos; en la superficie del agua, mi reflejo es algo oscuro e indistinto, un ser de sombra. No quiero ver mi aspecto con mayor claridad.

Me seco y me pongo ropa limpia: pantalones de chandal, calcetines gordos y una amplia sudadera. El baño me ha revitalizado y me siento con fuerza suficiente para sacar más agua del pozo y llenar otra bañera para Julián.

Le encuentro en el almacén, agachado ante una estantería baja. Alguien ha dejado algunos libros, todos ellos prohibidos hace mucho. Está hojeando uno de ellos.

—Te toca —digo, y se sobresalta y cierra el libro de golpe. Se endereza y, cuando se vuelve, tiene cara de culpabilidad. Luego, sus ojos cambian de expresión y ya no puedo identificarla.

—No importa —le tranquilizo—. Aquí puedes leer lo que quieras.

—Yo… —titubea y luego se interrumpe, moviendo la cabeza. Sigue mirándome con esa extraña expresión en el rostro. Noto la piel acalorada. El baño debía de estar demasiado caliente—. Me acuerdo de este libro —murmura por fin, pero da la sensación de que no iba a decir eso inicialmente—. Estaba en el estudio de mi padre. En el segundo estudio, del que te hablé.

Asiento con la cabeza. Me enseña el libro: es un ejemplar de Grandes esperanzas, de Charles Dickens.

—Aún no lo he leído —confieso—. Tack siempre decía que era uno de sus preferidos.

Contengo el aliento. No debería haber mencionado el nombre de Tack. He ido confiando en Julián, contándole cosas poco a poco.

Pero sigue siendo Julián Fineman, y la fuerza de la Resistencia depende de su secreto.

Por suerte, no hace comentarios.

—Mi hermano.

Tose y vuelve a comenzar:

—Encontré este libro entre sus cosas. Después de su muerte. No sé por qué; no sé qué es lo que buscaba… «una forma de volver atrás», pienso, pero no lo digo.

—Lo observé —Julián tuerce un lado de su boca en una leve sonrisa—. Hice una raja en el colchón y la usé para guardarlo allí, para que mi padre no lo encontrara. Ese día empecé a leerlo.

—¿Es bueno? —pregunto.

—Está lleno de cosas ilegales —pronuncia despacio, como si estuviera volviendo a valorar el significado de las palabras. Sus ojos se van apartando de los míos y, por un momento, se produce una pausa tensa. Luego me mira y esta vez, cuando sonríe, sus ojos están llenos de luz—. Pero sí. Es bueno. Es muy bueno, creo yo.

Por alguna razón, me río; solo eso, la forma en que lo dice, rompe la tensión del cuarto y hace que todo sea fácil y manejable. Nos han secuestrado, nos han dado una paliza y nos han perseguido; no tenemos forma de volver a casa. Procedemos de dos mundos distintos y estábamos en dos lados opuestos. Pero todo va a ir bien.

—Te he llenado la bañera —digo—. Ya debería estar caliente. Puedes coger ropa limpia.

Señalo las baldas, ordenadas y etiquetadas: camisetas de hombre, pantalones de mujer, zapatos de niño. Esto es obra de Raven, por supuesto.

—Gracias —Julián elige en las estanterías una camiseta y pantalones nuevos y, tras un momento de duda, vuelve a dejar Grandes esperanzas entre los otros libros. Luego se endereza apretando la ropa contra el pecho—. Esto no está nada mal, ¿sabes?

Me encojo de hombros.

—Hacemos lo que podemos —digo, pero en secreto me siento complacida.

Para dirigirse al baño tiene que pasar junto a mí. Cuando llega a mi altura se detiene de repente. Todo su cuerpo se pone en tensión. Veo que le recorre un temblor y, durante un instante de pánico, pienso: «Ay, Dios mío, le va a dar un ataque».

Luego dice sencillamente:

—Tu pelo.

—¿Qué?

Me sorprendo tanto que apenas puedo soltar la palabra con un graznido.

Julián no me mira, pero siento que todo su cuerpo está alerta, absorto, y eso me hace sentir incluso más expuesta que si estuviera mirándome fijamente.

—Tu pelo huele a rosas.

Antes de que pueda responderle, se aparta de repente, se va por el pasillo y yo me quedo sola, con un aleteo en el pecho.

Mientras él se baña, yo organizo la cena. Estoy demasiado cansada para encender la vieja cocina de madera, así que saco galletas saladas y abro dos latas de alubias, una de champiñones y otra de tomates; todo lo que no requiere ser cocinado. También hay carne salada de vaca. Solo cojo una lata pequeña, aunque tengo tanta hambre que podría comerme una vaca entera yo sola. Pero hay que dejar algo para los que vengan después. Esa es la norma.

En Salvamentento no hay ventanas y todo está oscuro. Apago la linterna porque no quiero desperdiciar pilas, busco unas cuantas velas gordas bastante gastadas y las pongo en el suelo. No hay mesa en este hogar, cuando viví aquí con Raven y Tack, después de que Hunter se fuera con los otros más al sur, a Delaware, comíamos así cada noche, agachados sobre un plato común, con las rodillas en contacto mientras las sombras se reflejaban en las paredes. Creo que entonces fui más feliz que nunca desde que salí de Portland.

Del cuarto de baño me llegan ruidos de salpicaduras y un tarareo. Julián también ha encontrado el paraíso en las cosas pequeñas. Voy a la puerta principal y la entreabro. El sol ya se está poniendo; el cielo es de color azul pálido y está entretejido de nubes rosas y doradas. Los detritos metálicos que rodean el hogar, los escombros y la metralla, lanzan un resplandor rojo. Me parece distinguir un leve movimiento a mi izquierda. Debe de ser otra vez el gato, caminando entre la basura.

—¿Qué miras?

Me giro y cierro la puerta sin querer. No había oído venir a Julián. Está muy cerca de mí. Puedo oler su piel: desprende un aroma a jabón y, sin embargo, sigue oliendo a chico. Su pelo forma rizos húmedos en torno a la mandíbula.

—Nada —respondo. Se queda ahí, observándome con fijeza—. Casi pareces humano.

—Me siento casi humano —dice, pasándose la mano por el pelo. Ha encontrado una sencilla camiseta blanca y vaqueros de su talla.

Me alegro de que no haga demasiadas preguntas sobre este hogar, sobre quién vive aquí y cuándo se construyó, aunque debe de tener muchas ganas de saberlo. Enciendo las velas y nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas. Durante un rato estamos demasiado ocupados comiendo como para decir nada, pero una vez hemos saciado el hambre —ese horrible filo agudo—, hablamos: Julián me cuenta su infancia en Nueva York y me pregunta cosas de Portland. Me dice que quería estudiar Exactas en la universidad y yo le hablo de cuando practicaba cross.

No hablamos de la cura, de la Resistencia, de la ASD ni de lo que pasará mañana, y durante esa hora, mientras estamos sentados en el suelo uno enfrente del otro, siento que tengo un amigo de verdad. Se ríe con facilidad, como hacía Hana. Sabe hablar, y sabe escuchar incluso mejor. Me siento curiosamente a gusto con él, hasta más a gusto de lo que me encontraba con Álex.

No tenía intención de comparar, pero lo hago y me pongo en pie de golpe mientras Julián está en mitad de una historia. Llevo los platos al fregadero y él se interrumpe para observar cómo los suelto con estrépito.

—¿Estás bien? —pregunta.

—Muy bien —replico, bastante cortante. En ese momento, me odio a mí misma y también a Julián, sin saber por qué—. Solo estoy cansada.

Eso al menos es verdad. De repente me siento más cansada de que he estado nunca. Podría dormir eternamente, podría dejar que el sueño cayera sobre mí como la nieve.

—Voy a buscar algunas mantas —se ofrece Julián, y se levanta. Siento que vacila detrás de mí y finjo que estoy ocupada en el fregadero. En este momento no soporto mirarle.

—Eh… —dice—. No te he dado las gracias —tose—. Me has salvado la vida ahí abajo, en los túneles.

Me encojo de hombros sin volverme hacia él. Agarro los bordes de la pila con tal intensidad que se me ponen blancos los nudillos.

—Tú también me has salvado la vida —respondo—. Por poco me agarra uno de los carroñeros.

Cuando vuelve a hablar, noto que está sonriendo.

—Bueno, entonces supongo que nos hemos salvado el uno al otro.

Me vuelvo en ese momento, pero él ya ha cogido una vela y se ha alejado por el pasillo, así que me quedo a solas con las sombras.

Ha seleccionado dos literas bajas y ha hecho las camas lo mejor que ha podido, con sábanas que no acaban de encajar y finas mantas de lana. Ha colocado mi mochila a los pies de mi cama. Hay una docena de camas en el cuarto y, sin embargo, ha elegido dos que están juntas. Intento no pensar en lo que significa esto. Está sentado en su litera, con la cabeza inclinada, quitándose los calcetines. Cuando entro con la vela, alza la mirada hacia mí con el rostro tan lleno de felicidad que casi la dejo caer. La llama se apaga y nos quedamos en penumbra.

—¿Puedes ver por dónde vas? —dice.

—Sí.

Avanzo hacia su voz, usando las otras literas para orientarme con cuidado.

Noto que su mano se desliza brevemente por mi espalda cuando paso junto a él antes de encontrar mi propia cama. Me tumbo entre la sábana y la manta de lana. Ambas huelen a moho y, muy tenuemente, a caca de ratón, pero agradezco que me abriguen. El calor del fuego de la sala de baños no ha llegado hasta aquí. Cuando suelto el aliento, pequeñas nubes de vaho cristalizan en la oscuridad. Va a ser difícil dormir. El agitamiento que se apoderó de mí después de la cena se ha evaporado tan rápido como llegó. Mi cuerpo está en máxima alerta, lleno de escarcha reluciente. Me siento tremendamente consciente de la respiración de Julián, de su largo cuerpo casi al lado del mío en la profunda oscuridad. Noto que él también está despierto.

Poco después habla. Su voz es grave, un poco ronca.

—¿Lena?

Me late el corazón a toda velocidad en la garganta y en el pecho. Noto que se da la vuelta para mirarme. Estamos a menos de medio metro.

—¿Te acuerdas de él alguna vez? ¿Del chico que te contagió?

Las imágenes se suceden a toda velocidad en la oscuridad: el pelo castaño como hojas de otoño que arden, la mancha de un cuerpo, una sombra que corre a mi lado, una figura de sueño.

—Intento no hacerlo —digo.

—¿Por qué no?

La voz de Julián es muy baja.

—Porque duele.

Su respiración es rítmica, me reconforta.

Pregunto:

—¿Tú te acuerdas alguna vez de tu hermano?

Hay una pausa.

—Todo el tiempo —responde Julián—. Me dijeron que mejoraría después de que me operaran —guarda un momento de silencio—. ¿Puedo contarte otro secreto?

—Sí.

Me aprieto más la manta sobre los hombro. Todavía tengo el pelo húmedo.

—Sabía que no funcionaría; la cura, quiero decir. Sabía que me mataría. Yo… yo quería que fuera así —las palabras salen apresuradas y bajas—. Esto nunca se lo he contado a nadie.

De repente podría ponerme a llorar. Desearía alargar la mano y coger la suya. Quiero decirle que no importa, y sentir la suavidad de su oreja en mis labios. Quiero enroscarme junto a él, como hubiera hecho con Álex, y permitirme aspirar su cálida piel.

Él no es Álex. No quieres a Julián. Quieres a Álex. Álex está muerto.

Pero eso no es del todo cierto. Quiero a Julián también. Mi cuerpo está lleno de anhelo. Deseo sus labios llenos y suaves contra los míos, y sus manos cálidas en mi espalda y mi pelo. Quiero perderme en él, disolverme en su cuerpo y sentir que nuestras pieles se funden.

Aprieto bien los ojos, deseando que esa idea desaparezca. Pero con los ojos cerrados, Julián y Álex se mezclan. Sus rostros se juntan y se separan para volverse a unir como imágenes reflejadas en un arroyo, pasan una sobre otra hasta que ya no estoy segura de cuál es la intento agarrar en la oscuridad, en mi mente.

—¿Lena? —vuelve a preguntar Julián, esta vez en voz aún más baja. Hace que mi nombre suene como si fuera música. Se ha acercado más. Puedo sentir las líneas largas de su cuerpo, el lugar donde ha desplazado la sombra. Yo también me he movido sin querer. Estoy al borde de la cama, lo más cerca posible de él. Pero no me doy la vuelta. Me obligo a quedarme quieta, dándole la espalda. Inmovilizo mis brazos y piernas y procuro paralizar también mi corazón.

—¿Si, Julián?

—¿Cómo es?

Sé a qué se refiere, pero aun así pregunto:

—¿Cómo es qué?

—Los deliria —se detiene. Luego le oigo bajar lentamente de la cama. Se arrodilla en el espacio entre nuestras literas. No puedo moverme ni respirar. Si giro la cabeza, nuestros labios estarán a unos veinte centímetros de distancia… a menos, incluso— estar contagiado.

—No… no puedo describirlo.

Tengo que obligarme a hablar. No puedo respirar, no puedo respirar, no puedo respirar. Su piel huele a humo de un fuego de leña, a jabón, a paraíso. Me imagino probando su piel, me imagino mordiendo sus labios.

—Quiero saber cómo es —sus palabras son un susurro, apenas audibles—. Quiero saber cómo es contigo.

Entonces sus dedos comienzan a recorrer mi frente con mucha dulzura. Su toque también es un susurro, el aliento más ligero, y yo sigo paralizada, inmóvil. Acaricia el puente de mi nariz y mis labios, con la más tenue presión, de forma que pruebo el sabor salado de su piel y siento las crestas y espirales de su pulgar en mi labio inferior, y luego pasar por mi barbilla y en torno a mi mandíbula y viaja hacia mi pelo, y me lleno de una blancura caliente y estruendosa que me ancla a la cama y me mantiene en mi sitio.

—Te dije… —Julián traga saliva, su voz suena ahora potente y ronca—. Te dije que una vez vi a dos personas besándose. ¿Quieres…?

Julián no termina su pregunta. No hace falta. De golpe, mi cuerpo sale de su inmovilidad; un calor blanco estalla en mi pecho y me afloja los labios. Todo lo que tengo que hacer es volver la cabeza, sólo un poco, y ahí está su boca.

Y entonces nos besamos, al principio despacio porque él no sabe cómo y para mí hace mucho tiempo, tanto que parece desde siempre. Percibo sabores a sal y a azúcar y jabón; paso la lengua por su labio inferior y durante un segundo se queda inmóvil. Sus labios son cálidos y llenos y maravillosos. Su lengua recorre mi boca y de repente nos separamos y respiramos cada uno el aliento del otro, y él sostiene mi cara con sus manos y yo cabalgo una ola de pura alegría; estoy tan feliz que casi podría llorar. Su pecho es sólido, y se aprieta contra el mío. Sin saber muy bien cómo, hago que suba a la cama conmigo. No quiero que esto termine. Podría besarle y sentir sus dedos en mi pelo, oírle decir mi nombre eternamente.

Por primera vez desde que Álex murió, he encontrado el camino hasta un espacio verdaderamente libre: un espacio sin los límites de unos muros y sin las inhibiciones del miedo.

—Lena —jadea con esfuerzo, como si acabara de correr una larga distancia.

—No lo digas —aún siento que podría llorar. Hay tanta fragilidad en besar, en las otras personas. Todo es cristal—. No lo estropees.

Pero él lo dice de todos modos:

—¿Qué va a suceder mañana?

—No lo sé —atraigo su cabeza hacia la almohada, junto a la mía. Durante un segundo me parece percibir una presencia junto a nosotros en la oscuridad, una figura en movimiento. Vuelvo la vista rápidamente hacia la izquierda. Nada. Me estoy imaginando fantasmas a nuestro alrededor. Estoy pensando en Álex—. No te preocupes por eso ahora —añado, tanto para él, como para mí.

La cama es muy estrecha. Me vuelvo de lado, de espaldas a Julián, pero cuando me rodea con sus brazos me relajo y me aprieto contra él; me cobijo en la larga curva de su cuerpo como si hubiera sido moldeada para mí. Quiero salir corriendo y llorar. Quiero rogarle a Álex, dondequiera que esté, allá donde se encuentre, que me perdone. Quiero volver a besar a Julián.

Pero no lo hago. Me quedo quieta y siento la respiración regular de Julián en mi espalda hasta que mi corazón se calma a su vez. Dejo que me abrace y, justo antes de quedarme dormida, pronuncio una breve oración para que nunca llegue la mañana.

Pero la mañana llega. Encuentra su camino colándose por las grietas del contrachapado y por las fisuras del techo. Es un gris turbio, un ligero amortiguamiento de la oscuridad. Mis primeros momentos de consciencia son confusos: me parece estar con Álex. No. Julián. Su brazo me rodea, su aliento cálido envuelve mi cuello. Durante la noche he apartado las sábanas hasta el pie de la cama. Veo un ligero movimiento en el pasillo, el gato se las ha ingeniado para entrar en la casa.

Luego, de repente, una certeza: no, anoche cerré la puerta y eché el cerrojo. El terror me aprieta el pecho.

—Julián —le llamo incorporándome.

Y entonces todo estalla. Entran por la puerta, echan abajo las paredes gritando y vociferando, decenas de policías y reguladores con máscaras antigás y uniformes grises a juego. Uno de ellos me agarra y otro tira de Julián para sacarlo de la cama. Ya está despierto, me llama, pero su voz queda ahogada por el tumulto y por esos gritos que deben de proceder de mí. Agarro la mochila, que seguía a los pies de la cama, y golpeo con ella al regulador, pero hay tres más, rodeándome en el estrecho espacio entre las literas. Es imposible. Me acuerdo de la pistola: todavía sigue en la sala de baños, lejos de mi alcance. Alguien me tira del cuello y me ahogo. Otro regulador me dobla los brazos hacia atrás y me esposa. Me empuja hacia adelante y camino medio a rastras, obligada desde atrás. Salimos de Salvamento a la brillante luz del sol y veo más armas y máscaras antigás. Permanecen inmóviles, silenciosos, esperando.

Una trampa. Esas son las palabras que martillean mi mente atravesando el pánico. Una trampa. No cabe otra posibilidad.

—Los tenemos —anuncia alguien por un intercomunicador. De repente, el aire parece hacerse vivo y vibra de sonido: todos se gritan unos a otros y se hacen gestos. Dos agentes de policía arrancan sus motos y la peste de humo se extiende por el aire. Los intercomunicadores chasquean por todas partes con un zumbido, una cacofonía de sonidos.

—Diez-cuatro, diez-cuatro. Los tenemos.

—A treinta kilómetros de territorio regulado… parecía una especie de escondite.

—Unidad quinientos ocho a Cuartel General.

Julián está detrás de mí, rodeado de reguladores; él también ha sido esposado.

—¡Lena, Lena!

Le oigo gritar mi nombre. Intento volverme, pero el regulador me empuja hacia adelante.

—Sigue andando —dice, y me sorprende oír una voz de mujer distorsionada por la máscara antigás.

Una caravana de vehículos está aparcada en el camino por el que vinimos Julián y yo, y ahí hay más agentes de policía y más miembros de las fuerzas especiales. Algunos llevan puesto el uniforme completo y todo el equipo, pero otros se apoyan relajados en sus coches, vestidos de paisano, charlando y soplando sus tazas desechables de café. Me miran mientras avanzo por la línea de vehículos sin dejar de debatirme. Me llena una rabia ciega, una furia que me hace desear escupir. Para ellos, esto es algo rutinario. Al final del día volverán a casa, a sus casas ordenadas y a sus familias ordenadas, y no pensarán ni por un minuto en la chica a la que vieron gritando y dando patadas mientras se llevaban a rastras probablemente hacia la muerte.

Veo un turismo negro; el rostro blanco y estrecho de Thomas Fineman me observa impasible al pasar. Si pudiera soltar un puño, lo metería por la ventana para estallar el cristal y clavárselo en el rostro; a ver lo tranquilo que estaba entonces.

—¡Eh, eh, eh!

Un agente de policía nos hace señales con la mano desde más adelante, señalando con su intercomunicador un furgón policial. Las palabras en negro se destacan claramente en la pintura blanca reluciente: Ciudad de Nueva York, Departamento de Corrección, Reforma y Purificación. En Portland teníamos una sola cárcel: las Criptas. Albergaba a todos los delincuentes y miembros de la Resistencia, además de a los locos residentes que habían perdido la razón como consecuencia de operaciones prematuras o chapuceras. En Nueva York y sus ciudades hermanas hay una red de cárceles interconectadas que se extiende por todas las ciudades. Su nombre es casi tan malo como el de la prisión de Portland: Craps.

—¡Por aquí, por este lado!

Ahora un policía nos indica otro furgón y hay una pausa momentánea. Toda la escena es un revoltijo confuso, más caótico que las demás redadas que he visto. Hay demasiada gente. Hay demasiados coches ahogando el aire con sus humos, demasiadas radios zumbando a la vez, gente que habla y grita sin hacerse caso. Un regulador y un agente de las fuerzas especiales discuten sobre jurisdicción.

Me duele la cabeza, el sol me quema los ojos. Todo lo que veo es la luz solar brillante, cegadora; un río metálico de coches y motocicletas y el humo que convierte el aire en un espejismo, en una bruma densa.

De repente, el pánico alcanza la cumbre. No sé qué le ha sucedido a Julián. Ya no está detrás de mí y no puedo verle en la multitud.

—¡Julián! —grito. No hay respuesta, aunque un policía se vuelve al oírme. Menea la cabeza y lanza un escupitajo marrón al suelo, a mis pies. Lucho otra vez contra la mujer que me sujeta desde atrás, intentando soltarme, pero me agarra con fuerza por las muñecas y, cuanto más forcejeo, más me aprieta.

—¡Julián!, ¡Julián!

No hay respuesta. El pánico se ha convertido en un grumo sólido que me atasca la garganta. No, no, no, no. Otra vez no.

—Venga, sigue andando.

La voz de la mujer, distorsionada por la máscara, me insta a que siga delante. Me lleva más allá de la línea de coches que esperan. El regulador que dirigía la procesión discute velozmente por el intercomunicador sobre quién va a llevarme a la comisaria, y apenas nos mira mientras atravesamos la multitud. Sigo luchando con toda la fuerza que tengo. La mujer me sujeta el brazo de forma que me duele intensamente desde las muñecas a los hombros; aunque consiguiera liberarme, seguiría esposada y no podría alejarme más que unos pocos metros sin que me atraparan.

Pero la roca en mi garganta sigue ahí, y el pánico, y la certeza. Tengo que encontrar a Julián. Tengo que salvarle.

Por debajo, palabras más antiguas, más urgentes, siguen recorriéndome: «Otra vez no, otra vez no, otra vez no».

—¡Julián!

Lanzo un golpe hacia atrás con el pie y le doy a la mujer en la espinilla. La oído maldecir y durante un segundo afloja un poco. Pero vuelve a retenerme, tirando de mis muñecas con tal fuerza que tengo que inclinarme hacia atrás, jadeante.

Y entonces, según estoy echada hacia atrás para aliviar mis brazos; intentando recobrar el aliento, intentando no llorar, ella se inclina un poco hacia delante de forma que la boca de la máscara me roza una oreja.

—Lena —murmura—. Por favor. No quiero hacerte daño. Soy una luchadora por la libertad.

Esas palabras me inmovilizaron: es un código secreto que usan simpatizantes e inválidos para identificarse. Dejo de intentar luchar y ella, a su vez, relaja la presión. Pero sigue impulsándome hacia delante, más allá de la caravana de coches. Camina rápidamente y con tal determinación que nadie la detiene o interfiere.

Más adelante veo un furgón blanco aparcado en la cuneta del camino de tierra. Tiene también el letrero de CRAP, pero las marcas parecen un poco extrañas: algo pequeño, aunque hay que mirarlas detenidamente para darse cuente. Hemos pasado una curva en el camino y estamos ocultos de resto del personal de seguridad por una enorme pila de metal retorcido y hormigón fragmentado.

De repente, la mujer me suelta los brazos. Va hasta el furgón y saca un juego de llaves de uno de sus bolsillos. Abre las puertas de atrás: el interior está oscuro y vacío, y desprende un olor ligeramente agrio.

—Adentro —dice.

—¿Adónde me lleváis?

Estoy harta de esta impotencia; llevo días en un remolino de confusión, y me invade una impresión de alianzas secretas y conspiraciones complicadas.

—A un sitio seguro —contesta, y través de la máscara percibo la urgencia de su voz. No me queda más remedio que creerla. Me ayuda a subir al vehículo y me ordena que me vuelva mientras me quita las esposas. Luego me entrega la mochila y cierra la puerta de golpe. Doy un respingo cuando la oigo echar el cierre. Ahora estoy atrapada, pero no puede ser peor que lo que me esperaría fuera. Se me cae el alma a los pies cada vez que pienso en Julián. Me pregunto qué le va a suceder. Siento un breve aleteo de esperanza: le tratarán con indulgencia, por su padre. Quizá decidan que todo ha sido un error.

Y fue un error: los besos, la forma en que nos tocamos.

¿O no?

El furgón se pone en marcha y me tambaleo. Las ruedas traquetean mientras avanzamos por el camino lleno de baches. Intento reproducir mentalmente nuestro avance: ya debemos de estar cerca del vertedero, luego pasamos la vieja estación de tren y nos dirigimos hacia el túnel que entra en Nueva York. Diez minutos después, nos detenemos. Me arrastro hasta la parte delantera y aprieto el oído contra el cristal pintado de negro, totalmente opaco, que me separa del asiento del conductor. Me llega la voz de la mujer. Distingo una segunda voz, esta de hombre. Debe de ser un guardia de control de Fronteras.

La espera es una agonía. Ahora estarán comprobando su tarjeta SVS, pienso. Pero los segundos van pasado lentamente y se entienden hasta convertirse en minutos. La mujer guarda silencio. Quizá el SVS esté colapsado. Aunque hace frio en el interior de vehículo, tengo las axilas mojadas de sudor. A veces se tarda un rato.

Luego vuelvo a escuchar la segunda voz, que suelta una orden como un ladrido, se apaga el motor y el silencio es repentino y extremo. La puerta de conductor se abre y se cierra con un golpe. El furgón se mece un poco.

¿Por qué se ha bajado? Mi mente va a toda velocidad: si ella forma parte de la Resistencia, puede que la hayan cogido, que la hayan reconocido. Seguro que después me encuentran a mí. O puede que no me encuentren. No sé qué es peor; si me quedo atrapada aquí, moriré de hambre o me asfixiaré. De repente me cuesta respirar. El aire parece denso y pesado. El sudor me gotea por el cuello y me cubre el cuero cabelludo.

Luego se vuelve a abrir la puerta del conductor, el motor se pone en marcha y el furgón se lanza hacia delante. Suelto el aire casi con un sollozo. De alguna forma puedo sentir cuándo entramos en el túnel de Holland: la larga garganta oscura en torno al camión, un lugar acuoso lleno de ecos. Me imagino el rio por encima de nosotros, con un moteado grisáceo. Me acuerdo de los ojos de Julián, de la forma en que cambian como el agua para reflejar distintos tipos de luz.

La furgoneta pilla un bache y mi estómago se sobresalta cuando salto en el aire como un cohete y caigo de nuevo al piso de la furgoneta. Luego subimos una cuesta y me llegan ruidos de tráfico a través de las paredes metálicas: el runrún distante de una sirena, una bocina que suena cerca. Seguramente estamos en Nueva York. Espero que el vehículo pare en cualquier momento; espero que se abran las puertas y que la mujer de la máscara me lleve a Craps, aunque me ha dicho que estaba de mi lado. Pasan otros veinte minutos. He dejado de intentar adivinar dónde estamos. En vez de eso me hago un ovillo en el suelo sucio, que vibra bajo mi mejilla. Aún tengo náuseas. El ambiente huele a comida putrefacta y a cuerpos sin lavar.

Por fin el furgón reduce la velocidad, y luego se detiene del todo. Me siento, con el corazón golpeándome en el pecho. Oigo una breve conversación, la mujer dice algo que no puedo distinguir y alguien más comenta: «Todo despejado». Luego se oye un chirrido prolongado, como si unas puertas viejas giraran sobre sus bisagras. El vehículo avanza otros cinco o diez metros y vuelve a parar. El motor se queda en silencio. Oigo que la conductora se baja y me tenso agarrando la mochila con una mano, preparada para luchar o huir.

Se abren las puertas y, mientras me acerco cautelosamente, la decepción es un puño en mi garganta. Esperaba descubrir alguna clave, alguna respuesta sobre por qué me han detenido y quién lo ha hecho. En vez de eso, me encuentro en un cuarto sin rasgos distintivos, todo cemento y vigas metálicas. En una pared hay una enorme puerta doble, lo suficientemente ancha para que quepa el furgón; en otra hay otra puerta metálica, pintada del mismo gris apagado que el resto. Al menos hay luces eléctricas. Eso significa que estamos en una ciudad aprobada, o al menos cerca.

La conductora se ha quitado la máscara de gas, pero aún lleva justada a la cabeza una especie de tela de nailon con agujeros recortados para los ojos, nariz y boca.

—¿Dónde estamos? —Pregunto mientras me enderezo y me cuelgo la mochila de un hombro—. ¿Quién eres tú?

Me mira atentamente sin contestarme. Sus ojos son grises, un color tormentoso. De repente, extiende el brazo como para tocarme la cara. Doy un salto hacia atrás y me golpeo con el furgón. Ella también retrocede un paso, apretando el puño.

—Espera aquí —dice. Se vuelve para salir por las puertas dobles, pero la agarro por la muñeca.

—Quiero saber de que va esto —insisto. Estoy cansada de paredes vacías y cuartos cerrados y máscaras y juegos. Necesito respuestas—. Quiero saber cómo me encontrasteis y quién te envió a por mí.

—Yo no te puedo dar las respuestas que necesitas —responde tratando de escabullirse.

—Quítate la máscara —exijo. Durante un segundo me parece distinguir un destello de miedo en sus ojos. Luego, eso desaparece.

—Suéltame.

Su voz es suave, pero firme.

—Vale —digo—. Te la quitaré yo misma.

Intento alcanzar la máscara. Me aparta la mano, pero no lo suficientemente rápido. Consigo alzar una esquina de la tela y dejar al descubierto el cuello, donde se ve un número tatuado verticalmente desde el oído hacia el hombro: 5996. Antes de que pueda subir más la capucha, me agarra la muñeca y me aparta.

—Por favor, Lena —dice, y de nuevo oigo la urgencia en su voz.

—Deja de decir mi nombre.

No tienes derecho a decir mi nombre. La cólera brota en mi pecho y le lanzo un golpe con la mochila, pero ella la esquiva. Antes de que pueda golpearla de nuevo, se abre la puerta que está detrás de mí y me doy la vuelta justo en el momento en que Raven entra en la sala.

—¡Raven! —grito corriendo hacia ella. Impulsivamente, lanzo mis brazos alrededor de ella. Nunca nos habíamos abrazado, pero me permite que la apriete fuerte durante unos segundos antes de apartarse. Está sonriendo.

—Hola, chica —me pasa un dedo suavemente por el corte del cuello y me mira la cara buscando otras heridas—. Tienes una pinta horrible.

Detrás de ella está Tack, apoyado en la jamba. Sonríe igualmente y casi no puedo contener las ganas de lanzarme también sobre él. Me contento con acercarme y apretarle la mano que me ofrece.

—Bienvenida de vuelta, Lena —dice. Sus ojos cálidos.

—No lo entiendo —estoy abrumadoramente feliz; el alivio hace olas en mi pecho—. ¿Cómo me habéis encontrado? ¿Cómo sabíais dónde iba a estar? Ella no me ha querido decir nada, y yo.

Me vuelvo para señalar a la mujer enmascarada, pero se ha ido. Ha debido de escabullirse por la puerta doble.

—Tranquila, tranquila —Raven se ríe y me pasa un abrazo por los hombros—. Vamos a buscarte algo de comer, ¿vale? Probablemente también estés cansada. ¿Estás cansada?

Me dirige hacia la puerta abierta, más allá de Tack. Debemos de estar en una especie de nave reconvertida. A través de los endebles tabiques divisorios, oigo otras voces que hablan y ríen.

—Me secuestraron —en este momento las palabras me salen como burbujas. Necesito contárselo todo a Tack y Raven. Ellos lo entenderán, ellos me lo podrán explicar y encontrarle sentido—. Después de la manifestación, seguí a Julián hasta los antiguos túneles. Unos carroñeros aparecieron, me atacaron y me capturaron, solo que creo que estaban conchabados con la ASD y…

Raven y Tack intercambian una mirada.

—Oye, Lena —interviene Tack con voz tranquilizadora—. Sabemos que lo has pasado muy mal. Relájate, ¿vale? Ahora estás a salvo. Come y descansa.

Me han llevado a una sala dominada por una amplia mesa metálica plegable. En ella hay alimentos que no he probado desde hace un montón de tiempo: fruta fresca, verdura, pan, queso. Es lo más bonito que he visto nunca. Huele a café, bueno y fuerte.

Pero todavía no me puedo sentar a comer. Primero tengo que saber. Y necesito que ellos sepan, necesito hablarles de los carroñeros y de la gente que vive en el subsuelo y de la redada de esta mañana y de Julián.

Ellos pueden ayudarme a rescatarle: la idea se me ocurre de repente, como una liberación.

—Pero, —empiezo a protestar. Raven me interrumpe poniéndome una mano en el hombro.

—Tack tiene razón, Lena. Tienes que recuperar las fuerzas. Ya habrá tiempo de sobra para hablar cuando estemos de camino.

—¿De camino? —repito mirándolos. Ambos me siguen sonriendo, y eso me produce una especie de picor nervioso en el pecho. Es una sonrisa paternalista, como la que usan los médicos con los niños cuando les tiene que poner una inyección dolorosa «vamos, te prometo que esto va a ser solo un pequeño pinchazo».

—Nos vamos al norte —dice Raven con una voz demasiado alegre—. De vuelta al hogar. Bueno, no al de siempre; pasaremos el verano a las afueras de Waterbury. Hunter ha tenido noticias de un gran hogar cerca del noreste de la ciudad. Al otro lado hay muchos simpatizantes y.

Se me ha quedado la mente en blanco.

—¿Nos vamos? —murmuro atontada, y Raven y Tack se vuelve a mirar entre ellos—. No podemos irnos ahora.

—No tenemos otra opción —dice ella, y yo comienzo a sentir que la ira se alza en mi pecho. Usa una voz cantarina, como si le estuviera hablando a un bebé.

—No —muevo la cabeza en sentido negativo, aprieto los puños contra los muslos—. No ¿No lo entendéis? Creo que los carroñeros están colaborando con la ASD. Me secuestraron junto a Julián Fineman. Nos tuvieron presos bajo tierra durante días.

—Lo sabemos —dice Tack, pero yo sigo navegando sobre la furia, dejando que aumente.

—Tuvimos que salir luchando. Casi… casi me matan. Julián me salvo —la roca que tengo en el estomago se está desplazando hacia la garganta—. Y ahora le han cogido a él y quién sabe lo que le van a hacer. Probablemente, llevarle directamente a los laboratorios o meterle en la cárcel y…

—Lena —Raven me pone las manos en los hombros—. Cálmate.

Pero no puedo, estoy temblando, de miedo y de rabia, Tack y Raven deben comprender, tienen que comprender.

—Tenemos que hacer algo. Tenemos que ayudarle. Tenemos que…

—Lena —la voz de Raven se hace más cortante—. Sabemos lo de los carroñeros, ¿vale? Sabemos que han estado trabajando con la ASD.

Y lo sabemos todo sobre Julián y lo que pasó en el subsuelo. Te hemos buscado por todas las salidas de los túneles. Esperábamos que consiguieras salir hace días.

Esto, por lo menos, me hace callar. Por fin han dejado de sonreír, en vez de hacerlo, me miran ambos con el mismo aire compasivo

—¿Qué quieres decir? —me aparto de Raven y me tambaleo un poco; cuando Tack aparta una silla de la mesa, me dejo caer en ella, ninguno de los dos me responde—. No lo entiendo.

Tack coge la silla de enfrente. Se mira las manos y luego dice lentamente:

—La Resistencia sabe desde hace tiempo que a los carroñeros los unta la ASD, fueron contratados para montar aquel número que viste durante la manifestación.

—Eso no tiene sentido.

Es como si tuviera el cerebro cubierto de una pasta espesa: mis pensamientos están confusos y no llegan a concretarse. Me acuerdo de los gritos, los disparos, los cuchillos relucientes de los carroñeros.

—Tiene todo el sentido —interviene Raven. Sigue de pie, con los brazos cruzados frente al pecho—. En Zombilandia nadie conoce la diferencia entre los carroñeros y el resto de nosotros los inválidos. Para ellos, todos somos lo mismo. Así que ellos llegan y actúan como animales, y ASD le muestra al país entero lo horribles que somos sin la cura y lo importante que es que todo el mundo sea tratado inmediatamente de los deliria. De otro modo, el mundo se irá al carajo. Los carroñeros lo demuestran.

—Pero... —me acuerdo de cómo los carroñeros irrumpieron entre la gente como un enjambre, de los rostros monstruosos que gritaban—. Pero murió gente.

—Doscientos —dice Tack en voz baja. Sigue sin mirarme—. Veinticuatro agentes, el resto, civiles. No se molestaron en contar los carroñeros que murieron —se encoge de hombros, en una rápida convulsión—. A veces es necesario que los individuos se sacrifiquen por la salud del común.

Eso parece sacado directamente de un panfleto de la ASD.

—Vale —digo. Me tiemblan las manos y me agarro a los lados de la silla. Me sigue costando pensar de manera lógica—. Vale. ¿Y qué vamos a hacer al respecto?

Los ojos de Raven vuelan hacia Tack, pero este mantiene la cabeza inclinada.

—Ya hemos hecho algo, Lena —dice ella, aún con esa voz dedicada a los bebés, y de nuevo siento un extraño picor en el pecho. Hay algo que no me están contando, algo malo.

—No lo entiendo.

Mi voz suena hueca.

Siguen algunos minutos de silencio tenso. Luego Tack suspira y se dirige a Raven:

—Te lo dije, se lo teníamos que haber contado desde el principio. Te dije que debíamos confiar en ella.

Raven no dice nada. Le tiembla un músculo en la mandíbula. Y de repente me acuerdo de cuando bajé al sótano, pocas semanas antes de la concentración, y los pille discutiendo.

Es que no entiendo por qué no podemos ser sinceros unos con otros… se supone que estamos del mismo lado.

Ya sabes que eso es muy poco realista, Tack. Es mejor así. Tienes que fiarte de mí.

Eres tú la que no se fía…

Se estaban peleando por mí.

—¿Contarme el qué?

La comezón se está convirtiendo en un zumbido sordo, agudo y doloroso.

—Adelante —le dice Raven a Tack—. Si estás desesperado por contárselo, no te cortes.

Su tono es mordaz, pero noto que por debajo tiene miedo. Tiene miedo de mí y de cómo voy a reaccionar.

—¿Contarme el qué?

Ya no puedo soportar las miradas enigmáticas, la red impenetrable de frases a medias.

Tack se pasa una mano por la frente.

—Vale, mira —habla rápidamente, como si estuviera ansioso por terminar la conversación—. No fue un error que los carroñeros os cogieran a Julián y a ti, ¿vale? No fue un error. Estaba planeado.

El calor me sube por la nuca. Me humedezco los labios.

—¿Quién lo planeó? —pregunto, aunque ya lo sé: tiene que haber sido la ASD. Contesto a mi propia pregunta murmurando: «La ASD», justo en el momento en que Tack hace una mueca y dice:

—Nosotros.

Se produce un silencio palpable, uno, dos, tres, cuatro. Cuento los segundos, respiro hondo, cierro los ojos y los vuelvo a abrir.

—¿Qué?

Tack hasta se pone colorado.

—Lo hicimos nosotros. Lo planeo la Resistencia.

Más silencio. La garganta y la boca se han convertido en polvo.

—No… no lo entiendo.

El vuelve a evitar mi mirada. Pasa un dedo por el borde de la mesa, arriba y abajo, arriba y abajo.

—Pagamos a los carroñeros para que se llevaran a Julián. Bueno, lo hizo la Resistencia. Uno de los más altos cargos del movimiento ha estado haciéndose pasar por un agente de la ASD, aunque eso no importa. Los carroñeros harían lo que fuera por dinero. Es verdad que la ASD los tiene en el bolsillo desde hace tiempo, pero eso no significa que su lealtad no esté en venta.

—Julián —murmuro. El aturdimiento se está apoderando de mi cuerpo—. ¿Y qué pasa contigo?

Tack duda durante una fracción de segundo.

—Les pagaron para que te cogieran también a ti. Se les informó de que Julián le seguía una chica, para que os pusieran a los dos juntos.

—Y ellos pensaron que obtendrían un rescate por nosotros —digo. Tack asiente con la cabeza. Mi voz suena extraña, como si llegara de lejos. Apenas puedo respirar—. ¿Por qué? —consigo soltar con un jadeo.

Raven está de pie, quieta, mirando fijamente al suelo. De repente suelta:

—Nunca estuviste en peligro. No en peligro de verdad. Los carroñeros sabían que no se les pagaría si te tocaban.

Me acuerdo de la discusión que escuche en los túneles, de la voz aduladora que urgía al albino a seguir con el plan original, de la forma en la que intentaron sonsacar a Julián sus códigos de seguridad. Evidentemente, los carroñeros se estaban impacientando. Querían adelantar el día de paga.

—¿Qué nunca estuve en peligro? —repito. Raven tampoco me mira—. Estuve a punto de morir —la cólera extiende sus calientes tentáculos por mi pecho—. Pasamos hambre. Nos atacaron. A Julián le dieron una paliza que lo dejaron medio muerto. Tuvimos que luchar.

—Y luchaste —por fin Raven me mira y me horroriza ver que le brillan los ojos, que está contenta—. Conseguiste escapar y también conseguiste salvar a Julián.

Durante varios segundos, no puedo hablar. Me quemo, estallo en llamas cuando me doy cuenta del verdadero significado de todo esto.

—Esto… ¿todo esto es una prueba?

—No —dice Tack con firmeza—. No, Lena. Tienes que comprender. Eso era una parte, pero… —me aparto bruscamente de la mesa, me alejo del sonido de su voz. Desearía hacerme una bola, gritar o darle un golpe a algo—. Fue mucho más que eso lo que hiciste, lo que nos has ayudado a conseguir. Y nos habíamos asegurado de que estuvieras a salvo. Tenemos a nuestra propia gente en el subsuelo. Se le dijo que os cuidaran.

El hombre rata y Coin. Con razón nos ayudaron. Se les había pagado para ello.

Ya no puedo hablar. Me cuesta tragar. Solo mantenerme en pie requiere toda mi energía. La celda, el miedo, los guardaespaldas que fueron asesinados en el metro, todo culpa de la Resistencia. Culpa nuestra. Una prueba.

La voz de Raven está llena de tranquila urgencia: es como un vendedor intentando convencerte de que compres, compres, compres.

—Has hecho una gran cosa por nosotros, Lena has ayudado a la Resistencia de más maneras de las que crees.

—No he hecho nada —suelto.

—Lo has hecho todo. Julián tenía importancia tremenda para la ASD. Era un símbolo de todo lo que representa la organización. Líder de las Juventudes. Eso son seiscientas mil personas, solas, jóvenes, incuradas. No convencidas.

Toda mi sangre se vuelve hielo. Me doy cuenta despacio. Raven y Tack me miran esperanzados, como si pensaran que esto me iba a gustar.

—¿Qué tiene que ver Julián con todo esto? —pregunto.

De nuevo intercambian una mirada. Esta vez deduzco lo que piensan: estoy resistiéndome, haciéndome la tonta. Ya debería haberlo comprendido todo.

—Julián tiene que ver con todo esto, Lena —explica Raven. Se sienta junto Tack. Ellos son los padres pacientes y yo la adolescente que monta una escenita. Podríamos estar comentando un examen suspendido—. Julián está fuera de la ASD, si le expulsan.

—O mejor aún, si él decide irse —interviene Tack, y Raven extiende las manos como para decir: «Por supuesto».

Raven continúa:

—Tanto si le expulsan como si se va solo, en cualquier caso eso constituye un mensaje muy poderoso para todos los incurados que le han seguido y le consideran su líder. Puede que se piensen de qué lado están; por lo menos, algunos lo harán. Tenemos una oportunidad de atraerlos a nuestra causa. Piénsalo, Lena. Eso basta para marcar la diferencia de verdad. Eso basta para dar vuelta a la tortilla a nuestro favor.

Mi mente se mueve lentamente, como si estuviera metida en hielo, la realidad de esta mañana, planeada. Se me había ocurrido que era una trampa, y tenía razón. La Resistencia estaba detrás: les dieron el soplo a la policía y a los reguladores. Han revelado la ubicación de uno de sus propios hogares solo para atrapar a Julián.

Y yo he contribuido. Me acuerdo de la cara de su padre, flotando en la ventanilla del turismo negro: tiesa, sombría, resuelta. Me acuerdo de la historia que Julián me contó sobre su hermano mayor, la forma en que su padre le encerró en el sótano, herido, para que muriera solo en la oscuridad. Y solamente por participar en una manifestación.

Julián estaba en la cama junto a mí. Quien sabe lo que le van a hacer como castigo.

La negrura se alza en mi interior. Cierro los ojos y veo las caras de Álex y Julián: se funden y se separan como en mí sueño. Está sucediendo otra vez. Está volviendo a suceder y una vez más es culpa mía.

—¿Lena? —Oigo el ruido de una silla que se aparta de la mesa y Raven me pasa un brazo por los hombros—. ¿Estás bien?

—¿Te podemos traer algo? —pregunta Tack.

Me aparto.

—No me toques.

—Lena —llama Raven con voz persuasiva—. Venga, siéntate.

Vuelve a intentar rodearme con el brazo.

—He dicho que no me toques.

Me aparto de ella, me tambaleo hacia atrás tropiezo con una silla.

—Voy a traer un poco de agua—dice Tack. Se levanta de la mesa y se dirige a un pasillo que seguramente conduzca al resto de la nave. Durante un momento oigo que las conversaciones suben de volumen, estridentes, acogedoras. Luego, silencio.

Me tiemblan tanto las manos que ni siquiera puedo apretar los puños. Si no, le daría un puñetazo en la cara a Raven.

Ella suspira.

—Entiendo por qué estas tan furiosa. Quizá Tack tuviera razón. Quizá tendríamos que haberte contado todo el plan desde el inicio.

Se le oye cansada.

—Vosotros… vosotros me habéis utilizado —suelto.

—Dijiste que querías ayudar —responde Raven simplemente.

—No. Así no.

—No podemos elegir —vuelve a sentarse y coloca las manos sobre la mesa—. No es así como funciona.

Siento que desea fervientemente que yo ceda, que me siente, que comprenda. Pero no puedo y no lo voy a hacer.

—¿Y qué pasa con Julián?

Me obligo a mirarla a los ojos y me parece que la veo estremeceré ligeramente.

—Él no es problema tuyo.

Su voz es ahora un poco más dura.

—¿Ah, sí? —me acuerdo de los dedos de Julián acariciándome el pelo, del cálido abrigo de sus brazos, de cómo me susurro: «Quiero saber. Quiero saberlo contigo»—. ¿Y qué pasa si quiero que sea mi problema?

Nuestros ojos se encuentran y nos miramos fijamente. A ella se le está acabando la paciencia. Su boca traza una línea enfadada y tiesa.

—No hay nada que puedas hacer —replica cortante—. ¿No lo entiendes? Lena Morgan Jones ya no existe. Paf. Ha desaparecido. No hay forma de que regrese. Tu trabajo ha terminado.

—¿Así que dejamos que le maten? ¿O que le metan en la cárcel?

Suspira una vez más, como si yo fuera una niña mimada con una rabieta.

—Julián Fineman es el presidente de las Juventudes de la ASD —comienza de nuevo.

—Ya sé todo eso —estallo—. Me hiciste memorizarlo, ¿te acuerdas? ¿Y qué? ¿Tiene que ser sacrificado por la causa?

Raven me mira en silencio: asentimiento.

—Vosotros sois tan malos como ellos —consigo articular, a pesar de la opresión de la furia en la garganta y de la pesada losa de la indignación. Ese es también el lema de la ASD; «algunos morirán por la salud del común». Nos hemos hecho como ellos.

Raven se pone de píe otra vez y se dirige al pasillo.

—No puedes sentirte culpable, Lena —dice—. Esto es una guerra, ya lo sabes.

—¿No lo entiendes? —contraataco con las mismas palabras que ella usó conmigo hace mucho tiempo en la madriguera. Cuando murió Miyako—. No puedes decirme lo que debo sentir.

Ella mueve la cabeza. Veo un destello de compasión en su cara.

—¿Te… te gustaba de verdad, entonces? ¿Julián?

No puedo contestar. Solo asiento con la cabeza.

Se frota la frente con aire cansado y vuelve a suspirar. Durante un segundo me parece que va a dar marcha atrás. Va a aceptar ayudarme. Siento una oleada de esperanza.

Pero luego me mira de nuevo y su rostro está sereno, sin emociones.

—Salimos mañana hacia el norte —informa y así termina la conversación. Julián irá a la cárcel por nosotros, y nosotros sonreiremos y soñaremos con la victoria, un amanecer cercano, una mañana de neblina roja, color de sangre.

El resto del día pasa entre la bruma. Deambulo de habitación en habitación. Las caras se vuelven hacia mí, expectantes y sonrientes, y se dan la vuelta cuando no les hago caso. Deben de ser otros miembros de la Resistencia. Solo reconozca uno, un tipo de la edad de Tack que fue una vez a Salvamento para llevarnos nuestras tarjetas de identidad. Busco a la mujer que me ha traído aquí, pero no veo a nadie que se le parezca, nadie que hable como ella.

Me dejo llevar y escucho. Voy comprendiendo que estamos a unos treinta kilómetros al norte de Nueva York, junto al sur de la ciudad llamada White Plains. Debemos de estar puenteándoles la electricidad, porque tenemos luces, una radio y hasta una cafetería eléctrica. Un de los cuartos está lleno de tiendas de campaña y de sacos de dormir enrollados. Tack y Raven ya nos han preparado para el traslado. No tengo ni idea de cuántos miembros más de la Resistencia se unirán a nosotros; es de imaginar que se queden algunos, por lo menos aparte de la mesa plegable, las sillas y los catres para dormir, no hay muebles. La radio y la cafetera están colocadas directamente en el suelo de cemento, entre una maraña de cables. La radio esta encendida la mayor parte del día. El sonido traspasa los finos tabiques y, vaya, no puedo escapar de él.

«Julián Fineman… presidente de las Juventudes de América sin Deliria e hijo del presidente de la organización… él también víctima de la enfermedad…»

Cada emisora es igual. Todas cuentan la misma historia.

«… descubierto hoy…

»…en este momento bajo arresto domiciliario…

»… Julián, ha dimitido de su puesto y se ha negado a recibir la cura…»

Hace un año, de esta historia ni siquiera se habría informado. Se habría ocultado. Como seguramente se fue eliminando de los registros públicos lenta y sistemáticamente la propia existencia de su hermano después de su muerte. Pero las cosas han cambiado desde los incidentes. Raven lleva razón en una cosa: ha estallado la guerra, y los ejércitos necesitan símbolos.

«… reunión de emergencia del Comité Regulador de Nueva York, el CRNY… juicio sumarísimo… prevista la ejecución por inyección letal mañana a las diez de la mañana…

»…algunos consideran las medidas innecesariamente estrictas… protesta pública contra la ASD y el CRNY…»

Me hundo en una opacidad, en un espacio suspendido: ya no puedo sentir nada. El enfado se ha disuelto, y también la culpa. Estoy completamente aturdida. Julián va a morir mañana. Yo he contribuido a que muera.

Ese era el plan desde el principio. No me reconforta saber que si le hubieran operado, con toda probabilidad también habría muerto. Tengo el cuerpo helado, congelado como el hielo. Aunque llevo puesta un sudadera, no puedo entrar en calor.

«… la declaración oficial de Thomas Fineman…

»… las ASD apoya la decisión del Comité Regulador… Los Estados Unidos se hallan en una encrucijada crítica, y ya no podemos tolerar a quienes quieren hacernos daño… hay que sentar un precedente…»

La ASD y los Estados Unidos de América ya no pueden permitirse ser indulgentes. La Resistencia es demasiado fuerte. Está creciendo de forma clandestina bajo el subsuelo, en túneles y madrigueras, en los lugares oscuros y húmedos a las que no pueden legar.

Así que van a usar esto para hacer un escarmiento público. A la luz del día.

En la cena consigo comer algo y, aunque aún soy incapaz de mirar a Raven y a Tack, noto que interpretan el hecho de que coma como una señal de que he transigido. Muestran una alegría forzada, demasiado chillona. Cuentan chistes e historias para los otros cuatro o cinco miembros de la Resistencia que se han reunido en torno de la mesa. La voz de la radio se filtra y penetra por las paredes como el siseo sibilante de una serpiente.

«… ninguna otra declaración de Julián ni de Thomas Fineman…»

Después de la cena voy a la letrina exterior, una pequeña cabaña a veinte metros del edificio principal, más allá de una extensión de pavimento agrietado.

Es la primera vez que salgo en todo el día y aprovecho para echar un vistazo. Estamos en una especie de nave vieja, ubicada al final de un largo y sinuoso sendero rodeado de bosques. Hacia el norte distingo el resplandor brillante de la iluminación urbana: eso debe ser White Plains. Hacia el sur, contra el cielo rosa azulado del atardecer, puedo detectar apenas un resplandor desvaído, como un halo: corona artificial de luces que identifica a la ciudad de Nueva York. Deben de ser sobre las siete, demasiado pronto para el toque de queda o el apagón obligatorio. Julián tiene que encontrarse en algún sitio entre esas luces, en esa maraña de gente y edificios. Me pregunto si estará asustado. Me pregunto si estará pensando en mí.

Sopla un viento frío, pero lleva consigo el olor de la tierra que se deshiela y de la vegetación que vuelve a crecer: un olor a primavera. Me acuerdo de muestro apartamento en Brooklyn, todo recogido ya o quizás registrado de arriba abajo por los reguladores y la policía. Lena Morgan Jones está muerta, como ha dicho Raven, y ahora habrá una nueva Lena, al igual que cada primavera a los árboles les salen nuevas hojas y brotes por encima de los viejos, sobre lo muerto y lo podrido. Me pregunto quién será esa Lena.

Durante un momento siento una punzada de tristeza. Ya he tenido que renunciar a tanto, a tantas vidas y a tantos yos. He crecido y he resurgido de los escombros de mis antiguas vidas, de las cosas y las personas a las que he amado. Mi madre, Grace, Hana, Álex.

Y ahora, Julián.

No quería ser esta persona.

Un búho ulula es algún sitio. Es un sonido agudo en la creciente penumbra, como una alarma lejana. Entonces me doy cuenta de la verdad, y la certeza es como un muro de hormigón que se eleva en mi interior. Esto no es lo que yo quería. No vine a la Tierra Salvaje para esto. Álex no quiera que yo viniera para ser así, para volver la espalda y enterrar a las personas que me importan y erigirme dura e indiferente sobre sus cadáveres, como hace Raven. Como hace también los zombis.

Pero yo no lo haré. He dejado que desaparezcan demasiadas cosas. Ya he renunciado a bastante.

El búho vuelve a ulular y ahora el sonido se oye agudo, nítido. Todo me parece más claro: el crujido de los árboles secos: los olores que flotan en el aire, matizados y profundos; un estruendo distante, que se hace más fuerte y luego vuelve a decaer.

Camiones. Los escuchaba sin pensar, pero luego la palabra, la idea, se vuelve más clara; no podemos estar lejos de una autopista. Tenemos que haber llegado en un coche desde la ciudad, lo que significa que debe haber una forma de entrar.

No necesito a Raven ni a Tack. E incluso aunque Raven tuviera razón sobre Lena Morgan Jones —ella ya no existe, después de todo—, por suerte, tampoco la necesito a ella.

Vuelvo al interior del edificio. Raven está sentada frente la mesa plegable, empaquetando comida en fardos de tela. Nos los ataremos a las mochilas y, cuando acampemos por la noche. Los colgaremos de los árboles para que los animales no puedan alcanzarlos.

Por lo menos, eso es lo que va a hacer ella.

—Hola —me sonríe demasiado amistosa, como ha hecho toda la noche—. ¿Has comido suficiente?

Asiento con la cabeza.

—Hacía mucho tiempo que no comía tanto —respondo, y hace una pequeña mueca. Es una indirecta, pero no puedo evitarlo. Me apoyo en la mesa; hay varios cuchillos afilados puestos a secar sobre un trapo de cocina.

Raven se abraza una rodilla contra el pecho.

—Oye, Lena. Siento no habértelo dicho antes. Pensé que sería… Bueno, sólo pensé que sería mejor así.

—Además, así la prueba era más real —replico, y ella alza la mirada rápidamente. Me inclino hacia adelante y coloco la palma sobre el mango de uno de los cuchillos. Siento cómo su contorno se me clava en la carne.

Ella suspira y aparta la vista.

—Sé que en este momento debes de odiarnos —empieza a decir, pero la corto.

—No os odio.

Me vuelvo a enderezar, llevándome conmigo el cuchillo. Me lo guardo cuidadosamente en el bolsillo trasero.

—¿De verdad?

Durante un momento parece mucho más joven de lo que es.

—De verdad —repito, y me dedica una sonrisa pequeña, tensa, aliviada. Es una sonrisa sincera—. Pero tampoco quiero ser como vosotros.

Su sonrisa flaquea. Mientras estoy ahí de pie, mirándola se me ocurre que esta podría ser la última vez que la veo. Me atraviesa un dolor afilado, como un filo en el centro del pecho. No estoy segura de haberla amado alguna vez, pero ella me parió aquí, en la Tierra salvaje. Ha sido tanto una madre como una hermana. Es otra persona más que tendré que enterrar.

—Algún día lo comprenderás —dice, y sé que lo cree de verdad. Me mira con los ojos muy abiertos, deseando que entienda que la gente debe de ser sacrificada por las causas, que la belleza se puede construir sobre la espalda de los muertos.

Pero no es culpa suya. En realidad, no. Raven ha sufrido pérdidas profundas una y otra vez, y ella también ha tenido que enterrarse a sí misma. Hay fragmentos de Raven repartidos por todas partes. Su corazón está acurrucado junto a un pequeño conjunto de huesos enterrados a la orilla de un río helado, que volverán a salir con el deshielo de primavera como el armazón de un barco que se eleva de las aguas.

—Espero que no —declaro, con toda la suavidad que puedo y así es como le digo adiós.

Guardo el cuchillo en la mochila y palpo para asegurarme de que aún conservo el pequeño paquete de tarjetas de identificación que les robé a los carroñeros. Desde luego, me van a venir muy bien. Cojo un anorak de uno de los catres y robo barritas de cereales y varias botellas de agua de una bolsa de nailon ya preparada para mañana. Me pesa la mochila, incluso después de sacar el Manual de FSS —eso ya no lo voy a necesitar nunca más—, pero no me atrevo a dejar las provisiones. Si consigo liberar a Julián, tendremos que huir rápido e irnos lejos, aún no sé cuánto tiempo puede pasar hasta que nos encontremos con un hogar.

Me desplazo sin ruido hacia la parte de atrás de la nave hacia una puerta lateral que da al aparcamiento y la letrina exterior. Solo me cruzo con una persona, un tipo alto y desgarbado con pelo rojo fuego que me mira una vez y luego aparta la vista. Esa es una habilidad que aprendí en Portland y que nunca he olvidado: cómo encogerme sobre mí misma y hacerme invisible. Me escabullo rápidamente y paso de largo el cuarto en le que están la mayor parte de los miembros de la Resistencia, incluido Tack, holgazaneando en torno a la radio, riendo y hablando. Alguien fuma un cigarrillo liado a mano. Otro juega con una baraja de cartas. Veo la nuca de Tack y mentalmente le mando un adiós.

Y luego salgo una vez más a la oscuridad, y soy libre.

Al sur de aquí, Nueva York sigue lanzando su aureola resplandeciente hacia el cielo. Debe de faltar una hora larga para el toque de queda y el apagón que afecta a casi toda la ciudad. Solo los ricos, los funcionarios del gobierno, los científicos y la gente como Thomas Fineman tienen acceso ilimitado a la luz.

Echo a correr en dirección a la autopista, haciendo pausas de vez en cuando para tratar de escuchar el ruido de los camiones. En general hay silencio, solo interrumpido por los búhos que ululan y los pequeños animales que se escabullen en la oscuridad. El tráfico es esporádico. Sin duda es una carretera que se usa casi exclusivamente para camiones de aprovisionamiento.

De repente, ahí está: un río largo y grueso de cemento, iluminado por la luz plateada de la luna que se alza en el cielo. Giro hacia el sur y reduzco la velocidad hasta ir al paso. Mi aliento se convierte en vaho delante de mí. El aire está limpio y frío y me parte los pulmones cada vez que aspiro, pero es una buena sensación.

Sigo caminando de forma que la autopista quede a mi derecha, con cuidado de no acercarme demasiado. Puede que haya puestos de control por el camino, y lo último que necesito es que me agarre una patrulla.

Quedan aproximadamente unos treinta kilómetros hasta la frontera norte de Manhattan. Resulta fácil perder la noción del tiempo, pero creo que pasan al menos seis horas antes de que vea, en la distancia, los altos muros de hormigón que marcan la frontera de la ciudad. La marcha ha sido lenta. No tengo linterna y a menudo la luna se perdía entre la densa maraña de ramas entrelazadas por encima de mí, entre esos dedos esqueléticos que se enredan unos con otros. En algunos tramos prácticamente tenía que avanzar a tientas. Por suerte, la autopista producía alguna luz a mi derecha y me servía para orientarme. De otro modo, estoy segura de que me hubiera perdido.

Portland estaba completamente rodeado por una alambrada de tela metálica que teóricamente estaba electrificada. En Nueva York hay tramos de la frontera que están hechos de hormigón y alambre de espino. Se ven altas torres de vigía situadas a intervalos a lo largo del muro, con potentes focos dirigidos a la oscuridad que iluminan las siluetas de los árboles del otro lado, la Tierra Salvaje. Aún me faltan unos cientos metros hasta el puesto de cruce y se ven un poco las luces entre los árboles, pero me agacho y me muevo lentamente hacia la autopista, atenta a cualquier movimiento. Dudo que haya patrullas a este lado de la frontera, pero por otro lado, las cosas están cambiando.

Nunca se es lo suficientemente cuidadoso.

A unos cinco metros de la carretera hay un barranco largo y poco profundo cubierto por una fina capa de hojas en descomposición. Todavía tiene charcos de lluvia y nieve derretida. Bajo hasta él y me tumbo boca abajo. De esta forma debería ser prácticamente invisible desde la autopista, incluso si alguien estuviera de patrulla. La humedad traspasa mis pantalones y me doy cuenta de que, cuando llegue a Manhattan, voy a necesitar otro juego de ropa y un sitio para cambiarme. Va a ser imposible caminar por las calles de la ciudad vestida así sin levantar sospechas. Ya me ocuparé más tarde de eso.

Pasa mucho tiempo antes de que oiga a lo lejos un rugido del motor de un camión. Luego aparecen los faros en la oscuridad, iluminando la neblina. El camión pasa renqueante junto a mí, enorme, blanco, estampado con el logotipo de una cadena de alimentación. Va frenando a medida que se acerca al puesto fronterizo. Me alzo sobre los codos. Hay un hueco en el muro a través del cual la autopista se extiende como una lengua plateada. Está cerrado con una pesada verja de hierro. Cuando el camión frena, salen dos figuras oscuras de una garita. Iluminadas por los focos, no son más que sombras grabadas en las que se destaca la silueta negra de los rifles. Estoy demasiado lejos para distinguir lo que dicen, pero imagino que están comprobando los papeles del conductor. Uno de los guardias da una vuelta en torno al vehículo, para inspeccionarlo. Sin embargo, no abre la puerta trasera para comprobar el interior. Descuidado. El descuido es bueno.

A lo largo de las horas siguientes, observo pasar otros cinco camiones más. En cada caso se repite el ritual, aunque un camión que luce un letrero de EXXON es abierto y registrado exhaustivamente. Mientras espero, hago planes. Me acerco más, manteniéndome en el suelo, moviéndome sólo cuando la carretera está vacía y la luna se ha ocultado tras alguna de las pesadas masas de nubes en el cielo. Cuando me faltan unos quince metros para llegar al muro, me agacho de nuevo a esperar. Estoy tan cerca que puedo distinguir rasgos particulares de los guardias, ambos hombres, cuando salen de la garita para dar la vuelta a los camiones que se acercan. Oigo también fragmentos de conversaciones: piden la tarjeta de identidad, comprueban el permiso y la matrícula. El ritual no dura más de tres o cuatro minutos. Tendré que actuar rápidamente.

Debería haberme puesto algo de más abrigo que un anorak, aunque al menos el frío me mantiene despierta.

Cuando veo la oportunidad de moverme, el sol ya se está alzando tras una fina capa de nubes oscuras. Los focos siguen encendidos, pero su potencia se ve reducida por el turbio amanecer y ya no resultan tan cegadores.

Un camión de la basura, con una escalera que asciende por uno de los lados hasta el techo metálico, se detiene con un estremecimiento ante la verja. Me agacho y agarro bien la piedra que he cogido antes en la zanja. He de flexionar los dedos unas cuantas veces para que circule la sangre. Tengo los miembros agarrotados y me duelen de frío.

Un guardia da la vuelta al vehículo mientras completa la inspección, sosteniendo el rifle contra su pecho. El otro se mantiene en la ventana del conductor, echándose el aliento en las manos y preguntando las cosas habituales: «¿De dónde vienes? ¿A dónde te diriges?»

Me pongo de pie con la piedra en la mano derecha y me meto rápidamente entre los árboles, con cuidado de pisar donde las hojas se han convertido ya en un mantillo húmedo para que amortigüen mis pisadas. Me late tan fuerte el corazón que casi no puedo respirar. Los guardias están a unos siete metros hacia la derecha, quizá menos. Sólo tengo una oportunidad.

Cuando estoy lo suficientemente cerca del muro como para poder confiar en mi puntería, tomo impulso y lanzo la piedra hacia uno de los reflectora. Al impactar contra él, hay una pequeña explosión y se oye el ruido del cristal que cae. Inmediatamente, vuelvo sobre mis pasos dando una vuelta por detrás, mientras los dos guardias se giran.

—¿Qué diablos? —dice uno de ellos, y echa a correr hacia el foco dañado, preparando el rifle. Rezo para que el segundo guardia le siga. Este vacila, se pasa el arma de la mano derecha a la izquierda. Escupe.

Ve, ve, ve.

—Espera aquí —le dice al conductor, y entonces él también se aleja del camión de basura.

Eso es, esta es mi oportunidad, mientras los guardias están distraídos estudiando la luz rota a quince metros de distancia. Tengo que acercarme al camión en ángulo, por el lado del copiloto. Me doblo en dos e intento hacerme lo más pequeña posible. No puedo arriesgarme a que el conductor me vea por el retrovisor.

Durante veinte minutos de pánico estoy en la carretera, al descubierto, lejos de los árboles y de los retorcidos arbustos pardos que me han servido de protección, y justo en ese momento me acuerdo de la primera vez que Álex me llevó a la Tierra Salvaje, del miedo que tenía de trepar la alambrada, de lo vulnerable que me sentía, aterrorizada y expuesta, como si me hubieran cortado para abrirme.

Tres metros, dos metros, un metro. Y luego subo por la escalera: el metal helado me muerde los dedos. Cuando llego al techo, me tumbo boca abajo sobre una capa de polvo y cagadas de pájaro. Hasta el metal huele dulce y extraño, como a basura podrida. Es un olor que ha debido de ir penetrando a lo largo de los años en el armazón del camión. Entierro la cara contra el puño del anorak para no toser. El techo es un poco cóncavo y está bordeado por una barandilla metálica de unos seis centímetros de alto, lo que significa que al menos no corro peligro de carme cuando el vehículo se ponga en marcha. Eso espero.

—¡Oye! —grita el conductor llamando a los guardias—. ¿Me dejáis pasar o qué? Tengo un horario que cumplir.

No hay una reacción inmediata. Parece que pasa una eternidad antes de que oiga las pisadas que vuelven al camión y la voz de uno de los guardias, que dice:

—Vale, adelante.

La verja metálica se abre con un chasquido y el camión se pone en marcha. Cuando coge velocidad, me deslizo hacia atrás, pero consigo encajar manos y piernas en la barandilla de metal. Desde arriba debo de parecer una estrella de mar gigante, pegada al techo de ventosas. El viento golpea fuerte y me hace llorar; el frio cortante trae consigo los olores del río Hudson, y sé que debe de estar cerca. A la izquierda, justo al lado de la autopista, se encuentra la ciudad: vallas publicitarias, farolas desmanteladas y los feos edificios de apartamentos con fachadas entre el gris y el morado, como caras hostiles y magulladas vueltas hacia el horizonte.

El camión prosigue por la autopista y yo tengo que hacer un esfuerzo para sostenerme, para no caer al suelo en un bache. El frío es ya una agonía: mil agujas en la cara y las manos. Tengo que apretar los ojos por lo mucho que me lloran. Llega el día, oscuro y lento. El resplandor rojo del horizonte arde rápidamente y se consume, tragando por unas nubes esponjosas como la lana. Comienza a lloviznar. Cada gota de agua es una esquirla de cristal contra mi piel, y el techo del camión se pone resbaladizo, lo que me hace más difícil permanecer agarrada.

Por suerte, el camión enseguida reduce la velocidad y sale de la autopista. Es aún muy temprano y las calles están prácticamente en silencio. Pasamos por estrechos cañones entre torres enormes de piedra y acero. Por encima se ciernen edificios de apartamentos como dedos enormes que apuntan al cielo. Ahora percibo aromas a comida que salen a la calle por las ventanas de millones y millones de personas.

Esta es mi parada.

En cuanto el camión se detiene en un semáforo, me deslizo por la escalera, observando la calle para asegurarme de que no haya nadie mirando, y salto a la acera. El camión de la basura prosigue su torpe viaje mientras yo intento entrar en calor dando saltitos y soplándome en las manos. La 72. Julián vive en Charles Street, según me dijo, al otro lado del centro. A juzgar por la luz, deben de ser sobre las siete, quizá algo más tarde, pues la espesa cubierta de nubes hace difícil precisar la hora con exactitud. No puedo arriesgarme a que me vean en un autobús con la pinta que tengo: con manchas de agua, cubierta de barro.

Doblo hacia West Side Highway y atravieso el sendero para peatones que corta de norte a sur por el parque amplio y bien cuidado que discurre paralelo al Hudson. Por ahí será más fácil evitar a la gente; nadie va a dar un paseo tan pronto por la mañana en un día lluvioso. En este momento, el agotamiento me arde en los ojos y noto los pies como si fueran de plomo. Cada paso es una agonía.

Pero cada paso me acerca más a Julián y a la persona en que he prometido convertirme.

He visto en las noticias fotos de la casa de los Fineman y, una vez llego a la maraña de calles estrechas del West Village, tan diferente a la plantilla ordenada que define al resto de Manhattan —una elección sorprendente para Thomas Fineman—. No tardó mucho en dar con ella. La lluvia sigue cayendo, y mis zapatillas chapotean en la acera a cada paso que doy. La casa de los Fineman es inconfundible; es la más grande de la manzana y la única que está rodeada por un alto muro de piedra. Una verja de hierro, medio cubierta de hiedra parda, ofrece una vista parcial del sendero delantero y de un pequeño patio marrón, cubierto casi completamente de barro. Me paseo por la calle buscando señales de actividad en la casa, pero todas las ventanas están oscuras y, si hay guardias que vigilen a Julián deben estar dentro. Siento una oleada de placer al ver la pintada que alguien ha hecho en el muro de la casa: ASESINO. Raven llevaba razón: la Resistencia crece cada día.

Otra vuelta a la manzana y esta vez observo toda la calle, manteniendo la vista alta y buscando testigos, vecinos fisgones, problemas, rutas de escape. Aunque estoy empapada, agradezco la lluvia. Me facilitará las cosas. Al menos, mantiene a la gente fuera de las calles.

Me acerco a la verja de hierro de los Fineman, intentando ignorar la ansiedad que me recorre como un zumbido. Hay un teclado electrónico, justo como me dijo Julián: una diminuta pantalla me pide que teclee un código de acceso. Durante un instante, a pesar de la lluvia y del golpeteo desesperado de mi corazón en el pecho, no puedo evitar quedarme ahí, asombrada ante esa elegancia: un mundo de cosas hermosas y vibrantes, electricidad generosa y controles remotos, mientras la mitad del país lucha penosamente en la oscuridad y los espacios cerrados, entre el frio y calor, rebañando migajas de poder como los perros chupan cartílago de un hueso.

Por primera vez se me ocurre que esto, en realidad, puede haber sido el objetivo de los muros y las fronteras, de la intervención y las mentiras: convertirse en un puño que aprieta cada vez más. Es un mundo hermoso para la gente a la que le toca hacer de puño.

Siento que el odio se tensa en mi interior. Eso también me va a ayudar.

Julián comento que su familia dejaba claves en la verja o alrededor para recordar el código.

No tardo mucho en deducir los tres primeros dígitos. En lo alto de la cerca hay una placa metálica grabada con una cita del Manual de FSS: «felices son quienes tiene un lugar, sabios son quienes siguen el sendero, benditos son quienes obedecen la palabra».

Es un proverbio famoso, uno que procede, por cierto, del Libro de Magdalena, un pasaje del Manual que conozco bien. Magdalena es mi tocaya, así que solía leer esas páginas con detenimiento, buscando huellas de mi madre, de sus razones y de su mensaje para mí.

Libro 9, Proverbio 17. Tecleo 917 en el teclado: si tengo razón solo me falta un numero. Estoy a punto de probar al azar cuando algo capta mi atención. Cuatro farolillos blancos de papel con el logo de la ASD ondean sobre el porche, agitándose con el viento, uno casi se ha soltado de la cuerda; cuelga de una manera rara, como una cabeza medio decapitada, y golpea rítmicamente en la puerta principal. Salvo por el logo de la ASD, las lamparitas parecen decoraciones típicas de una fiesta infantil de cumpleaños. Resultan extrañamente incongruentes coronado el enorme porche de piedra, meciéndose por encima del desolado patio.

Una señal. Tiene que serlo.

9174. la verja produce un chasquido cuando se deslizan los cerrojos.

Entro rápidamente en el patio delantero y cierro a mi espalda, tratando de absorber la mayor cantidad de información posible. Cinco pisos, incluido un sótano; las cortinas echadas, todo a oscuras. Ni siquiera me planteo entrar por la puerta principal. Estará cerrada con llave y, si hay guardias en alguna parte, sin duda estarán esperando en el recibidor. En vez de eso, me deslizo por el costado de la casa y encuentro unas escaleras de cemento que descienden hasta una puerta combada de madera: la entrada al sótano. Hay una ventanita en la pared de ladrillo, pero está tapada por unas pesadas persianas de madrea y no consigo ver el interior. Tendré que entrar a ciegas y rezar por que no haya guardias aquí.

Esta puerta también está cerrada, pero el pomo es viejo y esta suelto, así que debería resultar bastante fácil abrirlo… me pongo de rodillas y saco el cuchillo. Tack me mostro una vez como abrir cerrojos con la punta de una navaja, pero Hana y yo habíamos adquirido esa habilidad hacia años, porque sus padres guardaban todas las galletas y los dulces bajo llave es un despensa. Introduzco la punta del cuchillo en el resquicio entre la puerta y el marco. Tras unos instantes de forcejeo, noto que el cerrojo cede. Me guardo el cuchillo en el bolsillo de anorak. Ahora tendré que tenerlo a mano. Respiro hondo y entro con cautela en la casa.

Esta muy oscuro. Lo primero que noto es el olor: un olor a lavandería, a toallas con aroma a limón y sabanas pasadas por la secadora. Lo segundo que noto es el silencio. Me apoyo en la puerta y dejo que mis ojos se adapten a la oscuridad. Las formas comienzan a precisarse: una lavadora y una secadora en un rincón, un cuarto lleno de cuerdas de tender.

Me pregunto si aquí encerraron al hermano de Julián, si moriría en este lugar solo, hecho ovillo en el suelo de cemento, bajo sabanas que goteaban con el olor a humedad llenándole la nariz.

Aparto rápidamente esa idea de mi mente. La ira sirve solo hasta cierto punto. Más allá, se convierte en cólera, y la cólera te hace descuidado.

Suelto un poco de aire. Aquí abajo no hay nadie, siento el silencio.

Atravieso la lavandería, pasando por debajo de varios pares de calzoncillos que están tendidos en una cuerda. Se me cruza velozmente por la mente la idea de que alguno de ello podría ser de Julián.

Es absurdo como la mente intenta distraerse.

Pasando el cuarto de lavar hay un trastero lleno de productos de limpieza y, más allá, unas estrechas escaleras de madera que conducen a la planta baja. Las subo muy lentamente. Muchos de los peldaños están abombados y podrían hacer ruido.

En lo alto hay una puerta. Me detengo a escuchar. La casa está en silencio y me empieza a recorrer la piel un sentimiento de ansiedad creciente. Esto no está bien. Es demasiado fácil. Debería haber guardias y reguladores, algo más que este silencio de peso muerto, que cuelga insoportablemente como una manta gruesa.

Cuando abro la puerta con cuidado y salgo al vestíbulo, la constatación es como un golpe físico; ya se han ido todos. Llego demasiado tarde. Deben de haberse llevado a Julián esta mañana temprano y ahora la casa está vacía.

Aun así, me siento obligada a comprobar cada cuarto. Se está formando en mi interior una sensación de pánico: llego demasiado tarde, se ha ido, todo ha acabado, y lo único que puedo hacer para contenerla es seguir moviéndome, seguir avanzando sin hacer ruido por los suelos enmoquetados y buscar en cada armario, como si Julián pudiera estar en alguno de ellos.

Compruebo el salón, que huele a barniz. Los pesados cortinajes están cerrados. Lo que impide ver la calle. Hay una cocina inmaculada y un comedor que parece que no se usa, un baño que huele de forma empalagosa a lavanda, y un pequeño cuarto de estar, presidido por la pantalla de televisión más grande que he visto en mi vida. Hay un estudio lleno de panfletos de la ASD y otros artículos de propagada a favor de la cura. Más abajo, me encuentro una puerta cerrada con llave. Me acuerdo de lo que Julián me contó sobre el segundo estudio del señor Fineman. Este debe ser el cuarto de los libros prohibidos.

Arriba hay tres dormitorios. El primero está vacío, deshabitado, huele a cerrado. Me invade la certeza de que era la habitación del hermano de Julián y que ha permanecido cerrada desde su muerte.

Aspiro profundamente cuando llego al cuarto de Julián, sé que es el suyo. Huele a él. Aunque ha estado preso aquí, no hay señales de lucha. Hasta la cama está hecha, pero la colcha estirada de cualquier manera sobre las sabanas de rayas verdes y blancas.

Durante un instante siento un impulso de meterme en su cama y llorar, de envolverme con sus mantas como deje que me envolviera entre sus brazos en Salvamento. Su armario esta entreabierto; veo estanterías llenas de vaqueros desgastados y alegres camisas. La normalidad de todo esto casi acaba conmigo. Hasta en un mundo de revés, un mundo de guerra y locura, la gente cuelga su ropa, dobla sus pantalones, hace la cama.

Es la única forma.

La siguiente habitación es mucho más grande y está dominada por dos camas dobles, separadas por un espacio amplio: es el dormitorio principal. Me veo de repente en un enorme espejo colgado sobre una de las camas y doy un paso tras. Hacía días que no veía mi reflejo. Tengo la cara pálida y la piel tirante sobre los pómulos. Mi barbilla esta sucia de tierra, y mi ropa también. El pelo se me ha encrespado con la lluvia. Por mi aspecto, cualquiera dirías que acabo de escaparme de un manicomio.

Rebusco entre la ropa de la señora Fineman y encuentro un suave jersey de cachemir y un par de vaqueros negros limpios. Me quedan grandes de la cintura, pero cuando me pongo un cinturón tengo un aspecto casi normal. Saco el cuchillo de la mochila y envuelvo la hoja en una camiseta para llevarlo sin peligro en el bolsillo de anorak. Hago un rebujo con el resto de mi ropa y la escondo en la parte de atrás del armario, detrás del zapatero. Miro la hora en el reloj en la mesilla. Las ocho y media de la mañana.

Al bajar, veo una estantería en un entrante del pasillo y la figurita de un gallo colocada en la balda superior. No sé explicar las sensaciones que me abruman ni por qué me importa, pero de repente necesito saber si Thomas Fineman ha seguido guardando ahí la llave del segundo estudio durante todos estos años. Es el tipo de hombre que haría eso, incluso después de que su hijo hubiera descubierto el escondrijo. Estoy segura de que considero que la paliza había sido suficiente como elemento disuasorio. Es muy posible que dejara ahí la llave para ponerle a prueba y para provocarle, para que cada vez que Julián la viera, se acordara y lo lamentara.

La estantería no es particularmente grande, y la última balda no está muy alta. Julián podría llegar sin dificultad, pero yo tengo que subirme a un taburete para alcanzar la figurita. En cuanto tiro del animal de porcelana hacia mí, algo suena en su tripa. La cabeza del gallo se desenrosca y cae en mi mano una llave metálica.

Y en ese momento oigo un sonido amortiguado de pasos y alguien que dice «si, si, exacto». Se me para el corazón: es la voz de Thomas Fineman. En el extremo del pasillo, veo que el pomo de la puerta principal se mueve mientras Fineman gira una llave en la cerradura.

Instintivamente, bajo del taburete, aun con la llave en la mano, y voy corriendo a la puerta cerrada. Me lleva unos segundos meterla en la cerradura mientras oigo como se deslizan los cerrojos, primero uno y luego el otro. Me quedo inmóvil en el pasillo, aterrorizada, cuando la puerta principal se abre un poco.

Luego, Fineman dice:

—Maldición.

Se detiene

—No, Mitch, no es por ti. Se me ha caído una cosa.

Debe estar hablando por teléfono. En el tiempo que le lleva hacer una pausa y recoger lo que se ha caído, consigo introducir la llave y me meto rápidamente en el estudio prohibido. Cierro una decima de segundo antes de que la puerta principal se cierre también, en una especie de doble latido.

Luego, las pisadas se acercan por el pasillo. Yo me alejo de la puerta como si Fineman pudiera olerme. El cuarto esta en penumbra y los pesados cortinajes de terciopelo de la ventana no están bien cerrados, lo que permite que penetre un hilo de luz gris. Torres de libros y dibujos se elevan hacia el techo en espiral como tótems retorcidos. Me tropiezo con una mesa y tengo que girarme. Atrapo en el último momento un pesado volumen encuadernado en cuero, antes de que caiga al suelo y haga ruido.

Fineman se detiene frente a la puerta del estudio y creo que voy a desmayarme. Me tiemblan las manos.

Ya no me acuerdo de si he devuelto a su sitio la cabeza del gallo.

Por favor, por favor, por favor sigue tu camino.

—Ajá —dice por teléfono. Su voz es precisa y fría, dura como el pedernal: no se parece en nada al acento arrastrando y optimista que usa cuando habla en entrevistas de radio y en los actos de la ASD—. Sí, exactamente. A las diez. Está decidido.

Otra pausa, y luego dice:

—Bueno, la verdad es que hay otra opción, ¿no? ¿Qué impresión daría si yo tratara de apelar?

Sus pasos se alejan escaleras arriba y yo suelto un poco de aire, aunque sigo demasiado asustada para moverme. Me aterroriza volver a tropezarme con algo y tirar alguno de los montones de libros. Me quedo petrificada, inmóvil, hasta que los pasos de Fineman se vuelven a ir bajando las escaleras.

—Lo tengo —dice. Y su voz se va haciendo más tenue. Se va calle Dieciocho con Sexta. Centro Médico Noreste.

Luego, la puerta principal se abre y se vuelve a cerrar, y todo vuelve a quedar a silencio.

Espero algunos minutos más antes de moverme, solo para estar totalmente segura de que estoy sola, de que Fineman no va a regresar. Me sudan tanto las palmas que apenas puedo devolver el libro a su sitio. Es un volumen de gran formato, con letras doradas, que estaba colocado en una mesa junto a una docena de libros similares. Pienso que debe de ser una especie de enciclopedia hasta que veo grabadas en el lomo las palabras Costa Este, Nueva York: terroristas, anarquista, disidentes.

De repente tengo la sensación de que me han dado un puñetazo en el estomago. Me agacho para leer los títulos con más calma. No son libros, sino registros: una lista numerada de los presos más peligrosos de los Estados Unidos, divididos por zonas y por sistemas penitenciario.

Debería irme. El tiempo se acaba y tengo que encontrar a Julián, aunque sea demasiado tarde para ayudarle. Pero dentro de mi otro impulso igual de fuerte: el de encontrarla, ver su nombre. Necesito saber si está incluida en la lista, aunque sé que tiene que estar. Mi madre estuvo confinada durante doce años en el Pabellón Seis, un lugar de celdas de aislamiento reservadas exclusivamente para los miembros de la Resistencia y los agitadores políticos más peligrosos.

No sé por qué me importa. Mi madre escapó. Consiguió abrir un agujero hasta perforar el muro, escarbando y escarbando a lo largo de años, durante más de una década, como un animal. Y ahora está en algún sitio, libre. La he visto en mis sueños, corriendo por una parte de la Tierra Salvaje que es siempre verde, donde siempre hace sol y abunda la comida.

Aun así, tengo que ver su nombre.

No tardo en encontrar Costa Este, Maine Connecticut. La lista de los presos políticos que han estado encarcelados en las Criptas durante los últimos veinte años ocupa cincuenta páginas. Los nombres no están ordenados alfabéticamente, sino por fecha, este libro ha pasado por muchas manos. Tengo que acercarme a la ventana, hasta la fina grieta de luz, para leer. Me tiemblan las manos, así que apoyo el libro en una esquina del escritorio casi completamente oculta por más libros, títulos prohibidos de los tiempos anteriores a la cura. Estoy demasiado centrada en la lista de nombre —cada uno una persona, cada uno una vida oculta por muros de piedra— para que me importen o para mirar más de cerca. Solo me consuela un poco saber que algunas de estas personas habrán escapado tras el atentado de las Criptas.

Localizo sin dificultad el año en que se llevaron a mi madre, cuando cumplí seis años, cuando me dijeron que se había muerto. Es una sección de cinco o seis páginas, y contiene unos doscientos nombres.

Voy corriendo la pagina hacia abajo con el dedo, sintiéndome mareada sin razón. Sé que va a estar en el libro. Y sé que en este momento está a salvo. Pero aun así. Tengo que verlo; hay una parte de ella que existe en los desvaídos trazos de su nombre. Su vida fue tomada por ese trazo de pluma, y también la mía.

Y entonces lo veo. Se me queda el aliento atrapado en la garganta. Su nombre está escrito pulcramente, en una caligrafía amplia y elegante, como si quien tuviera el libro en aquel momento disfrutara con las amplias curvas de las aes y las eles: «Annabel Gilles Haloway. Las Criptas. Pabellón Seis. Celda de aislamiento. Agitadora nivel 8»

Junto a esas palabras figura su número. Está escrito con cuidado, nítidamente: 5996.

Mi visión se estrecha y en ese momento el número parece iluminado por un rayo enorme. Todo lo demás es negrura niebla. 5996… el descolorido número verde que tenía tatuado la mujer que me rescato de Salvamento, la mujer de la máscara.

Mi madre.

Ahora regresan mis impresiones de ella. Pero deshilvanadas, como piezas de un rompecabezas que no acaban de encajar. Su voz, grave, desesperada y algo más. ¿Quizás suplicante? La forma en que alargó la mano como para tocarme el rostro, antes de que yo la rechazara de un manotazo. La forma que repetía mi nombre, su altura. La recordaba alta, pero es bajita como yo, no debe medir más de un metro sesenta y dos. La última vez que la vi, yo tenía seis años. Como no iba a parecerme alta entonces.

Dos palabras me recorren ardientes y cada una es una mano caliente que me desgarra las entrañas: imposible y madre.

La culpa y la incredulidad me destrozan, me aflojan es estómago. No la reconocí. Siempre pensé que la reconocería. Me imaginaba que sería como la madre de mis recuerdos, de mis sueños: borrosa, castaña, risueña. Me imaginé que olería a jabón y a limones, que sus manos tendrían una suavidad de crema.

Ahora me doy cuenta de que era una tontería. Ha pasado más de una década en las Criptas, en una celda. Ha cambiado, se ha endurecido.

Cierro el libro de golpe, con rapidez, como si eso pudiera ayudarme, como si su nombre fuera un insecto que corriera entre las páginas y yo pudiera mandarlo de vuelta al pasado solo con aplastarlo. Madre. Imposible. Después de todo aquello, de esperar y desear y buscar, estuvimos tan cerca. Nos tocamos.

Y aun así, prefirió no decirme quien era. Aun así, prefirió marcharse.

Voy a vomitar. Camino sin ver. Dando tumbos por el pasillo. Salgo a la llovizna. No pienso, apenas puedo respirar. Solo cuando llego a la Sexta Avenida, a varia manzanas de distancia, el frio comienza a despejar la bruma de mi mente. En ese momento me doy cuenta de que sigo apretando la llave del estudio prohibido en una mano. Se me ha olvidado volver a cerrarlo. Ni siquiera estoy segura de haber cerrado la puerta principal al salir; igual la he dejado abierta de par en par.

Ya no importa. No importa nada. Llego demasiado tarde para ayudar a Julián. Llego demasiado tarde para hacer nada más que verle morir.

Los pies me llevan hacia la calle Dieciocho, donde Thomas Fineman va presenciar la ejecución de su hijo. Mientras camino con la cabeza baja, aferro el mango del cuchillo que llevo en el bolsillo del anorak.

Quizá no sea demasiado tarde para la venganza.

El Centro Médico Noreste es uno de los complejos de laboratorios más bonitos que he visto nunca, con fachada de piedra y balcones de hierro decorados. Solo una discreta placa dorada encima de la puerta de madera indica que es una institución médica. Probablemente antaño fuera un banco o una oficina de correos, en aquellos días en que el gasto no estaba regulado, cuando la gente se comunicada libremente entre ciudades y fronteras. Tiene ese aire majestuoso e imponente. Claro que Julián Fineman no puede ser ejecutado entre mortales comunes, en uno de los pabellones municipales o en el ala hospitalaria de las Criptas. Solo lo mejor para los Fineman, hasta el mismo fin.

La llovizna por fin afloja un poco y me detengo en la esquina. Me meto en el portal de un edificio vecino y miro rápidamente el montón de tarjetas de identidad que robe a los carroñeros. Elijo a Sarah Beth Miller, una chica que se me parece mucho en edad y aspecto, y uso el cuchillo para hacer una muesca donde indica la altura, 1,72 metros, de forma que no se pueda leer bien. Luego emborrono el número de identificación que aparece bajo la foto. No cabe duda de que ese número ha sido inválido. Con toda probabilidad, Sarah Beth Miller está muerta.

Me aliso el pelo, rezando para tener un aspecto medio decente, y abro de un empujón la puerta principal del laboratorio.

Dentro hay una sala de espera decorada con gusto, con una lujosa moqueta verde y muebles de caoba. En la pared, un gran reloj, ostentosamente antiguo o fabricado para parecerlo, marca la hora sin hacer ruido. El péndulo oscila a intervalos rítmicos. Tras un amplio escritorio hay una enfermera sentada. Tras ella, una pequeña zona de oficina: una serie de archivadores metálicos, otro escritorio y una cafetera medio llena. Pero el reloj, los muebles caros y hasta el aroma a café recién hecho no pueden ocultar el olor a desinfectante de los laboratorios.

—¿Querías algo? —me pregunta la enfermera.

Camino directamente hasta él y pongo las manos en el mostrador, queriendo parecer segura de mí misma, serena.

—Necesito hablar con alguien —digo—. Es muy urgente.

—¿Tiene que ver con un tema médico? —pregunta. Tiene las uñas largas, bien limadas en forma redonda, y una cara que me recuerda a un bulldog, con los carrillos caídos y pesados.

—Sí. Bueno, no. Más o menos —me lo estoy inventado todo allí mismo. Frunce el ceño y yo vuelvo a intentarlo—. No es un tema médico mío. Tengo que informar —bajo la voz hasta que es solo un susurro—. Actividades no autorizadas. Creo… creo que mis vecinos se han contagiado.

Ella golpetea con las uñas en el mostrador.

—Lo mejor es presentar un informe oficial en comisaría. También puedes ir a cualquiera de las oficinas reguladoras municipales.

—No.

La interrumpo. Junto a mí hay un montón de hojas de asistencia, unidas con un clip, y las enderezo mientras leo rápidamente la lista de médicos, pacientes, dolencias: «Problemas de insomnio/¡sueños!; estados de ánimo desregulados; gripe». Elijo un nombre al azar.

—Mire, tengo que hablar con el doctor Branshaw.

—¿Eres paciente suya?

Vuelve a golpear con las uñas. Está aburrida.

—El doctor Branshaw sabrá qué hacer. Estoy muy alterada. Tiene que comprenderlo. Vivo debajo de esa gente. Y mi hermana, es incurada. Estoy pensando también en ella, ¿sabe? ¿No hay algún tipo de, no sé, vacuna que se le pueda dar?

Suspira. Vuelve su atención a la pantalla del ordenador, teclea algo rápidamente.

—El doctor Branshaw tiene el día completo. Todos nuestros especialistas médicos tienen citas copadas. Un hecho extraordinario lo ha hecho necesario.

—Sí, lo sé. Julián Fineman. Lo sé todo.

Hago un gesto con la mano y me mira con el ceño fruncido. Sus ojos son cautelosos.

—¿Cómo te has enterado…?

—Está en todos los boletines de noticias —la interrumpo. Ahora ya me estoy metiendo en mi papel: hija rica y mimada de político, quizá de un miembro importante de la ASD. Una chica acostumbrada a salirse con la suya—. Bueno, ya me imagino que querían mantener todo el asunto en secreto. Que no quieren que aparezca la prensa en manada. No se preocupe, no dicen dónde es. Pero yo tengo amigos que tienen amigos y… Bueno, ya sabe cómo se difunden están cosas.

Me inclino hacia delante colocando las dos manos en el escritorio, como si ella fuera mi mejor amiga y yo estuviera a punto de contarle un secreto.

—Personalmente, creo que es un poco tonto, ¿no? Si el doctor Branshaw le hubiera administrado la cura antes, la primera vez que vino aquí, un pequeño corte, un pequeño tijeretazo. Así es como funciona, ¿no? Todo esto se podría haber evitado.

Me echo hacia atrás.

—Y se lo voy a decir a él también, cuando le vea.

Rezo en silencio para que el doctor Branshaw sea un hombre. Es una apuesta bastante segura. La carrera de medicina es larga y dura, y lo que esta sociedad espera de las mujeres, por muy inteligentes que sean, es que dediquen su vida a cumplir con sus deberes de procreación y crianza de los hijos.

—Ese caso no le corresponde a él —replica la enfermera rápidamente—. No se le puede culpar.

Pongo los ojos en blanco como hacía Hana cuando Andrea Grengol comentaba algo particularmente tonto en clase.

—Claro que sí. Todo el mundo sabe que el doctor Branshaw es el médico de cabecera de Julián.

—El médico de cabecera de Julián es el doctor Hillebrand —me corrige.

Siento un rápido pulso de excitación, pero lo escondo con un resoplido desdeñoso.

—Lo que usted diga. ¿Va a avisar al doctor Branshaw o no? —me cruzo de brazos—. No me iré hasta haberle visto.

Me lanza una mirada de animal herido, de reproche, como si la hubiera pellizcado en la nariz. Estoy perturbando su mañana, la quietud rutinaria de sus horas.

—Tarjeta de identidad, por favor —dice.

Saco la tarjeta de Sarah Beth Miller del bolsillo y se la paso. El sonido del reloj parece haberse amplificado: el paso de los minutos suena muy fuerte y el aire de la sala vibra con él. Solo puedo centrarme en los segundos que acercan a Julián a la muerte. Me obligo a estarme quieta mientras lo comprueba, frunciendo el ceño otra vez.

—No puedo leer este número —me dice.

—Se quedó dentro de la secadora el año pasado —comento sin darle importancia—. Mire, le agradecería mucho si pudiera simplemente avisar al doctor Branshaw. Si pudiera decirle que estoy aquí.

—Tendré que comprobarte en el SVS —dice. Ahora su expresión de infelicidad se ha hecho más profunda. Lanza una mirada compungida a la cafetera que hay a su espalda y distingo una revista medio oculta bajo un montón de expedientes. Sin duda está pensando que su pacífica mañana se ha evaporado. Se pone de pie. Es una mujer corpulenta. Los botones de su uniforme corren un gran peligro: apenas consiguen mantener la tela cerrada sobre sus pechos y su estómago—. Siéntate. Esto me va a llevar algunos minutos.

Asiento con la cabeza y ella camina balanceándose entre las filas de archivadores antes de desaparecer. Se abre una puerta y por un momento oigo el sonido de un teléfono y voces. Luego, la puerta se cierra y todo queda en silencio excepto el tictac del reloj. Al momento, abro de un empujón la puerta doble y entro.

La imagen de riqueza no llega hasta esta zona. Aquí, por fin, se ve el mismo revestimiento de linóleo apagado, las mismas paredes deslucidas de tantos laboratorios y hospitales. Justo a la izquierda hay otra puerta doble, marcada con un letrero de salida de emergencia; por un pequeño panel de cristal veo una escalera estrecha.

Avanzo rápido por el corredor. Mis zapatillas resuenan en el suelo. Voy mirando las puertas de los lados; casi todas están cerradas, pero algunas permanecen abiertas de par en par mostrando habitaciones vacías, oscuras.

Una doctora viene hacia mí mientras consulta un historial. Me observa con curiosidad cuando paso, pero yo mantengo la mirada baja. Por suerte, no me para. Me froto las manos en la parte de atrás del pantalón. Me sudan.

El laboratorio es pequeño, y cuando llego al final del pasillo me doy cuenta de que tiene una distribución sencilla: un único corredor discurre a lo largo del edificio, y al final se accede a los otros seis pisos por un ascensor. No tengo más plan que encontrar a Julián, verle. No estoy segura de qué espero conseguir, pero el peso del cuchillo apretado contra mi estómago me reconforta como un secreto afilado.

Cojo el ascensor hasta la primera planta. Aquí hay más actividad: pitidos y conversaciones amortiguadas, médicos que entran y salen apresurados de las salas de consulta.

Me meto rápidamente en la puerta de la derecha, que resulta ser un baño. Respiro hondo, intento centrarme y calmarme.

Hay una bandeja en la parte de atrás de la estancia con un montón de vasos de plástico para muestras de orina. Cojo uno, lo lleno a medias de agua y vuelvo a salir al pasillo.

Dos técnicas están de pie junto a la puerta de una de las salas. Al acercarme se quedan calladas, aunque evito mirarlas a los ojos. Noto que me miran fijamente.

—¿Necesitas algo? —pregunta una cuando paso. Ambas parecen idénticas y por un momento pienso que son gemelas, pero es solo el efecto del pelo peinado hacia atrás, de los uniformes impolutos y de la misma mirada de indiferencia cínica.

Les enseño el vaso de plástico.

—Solo tengo que darle mi muestra al doctor Hillebrand —digo.

La enfermera se retira un poquito.

—La auxiliar del doctor Hillebrand está en la sexta planta —dice—. Se la puedes dejar a ella.

—Gracias —digo. Siento que sus ojos me siguen mientras continúo por el pasillo. El aire es seco, hace demasiado calor y me duele la garganta cada vez que intento tragar. Al final del pasillo veo una puerta de cristal. Al otro lado hay varios pacientes sentados en sillones, viendo la televisión, vestidos con camisones de papel blanco. Están atados de brazos y piernas a los asientos.

Entro por la puerta que da a la escalera. Con toda probabilidad, el doctor Hillebrand presidirá la muerte de Julián y, si su auxiliar está en la planta sexta, hay bastantes posibilidades de que sea ahí donde el médico lleva a cabo la mayor parte de su trabajo. Cuando llego a ese piso, me tiemblan las piernas y ya no sé si son los nervios, la falta de sueño o ambas cosas. Me deshago del vaso de plástico y me detengo un momento para recuperar el aliento. El sudor me va bajando por la espalda.

«Por favor», pienso sin dirigirme a nadie en particular. No estoy segura de lo que estoy pidiendo exactamente. Una oportunidad de salvarle. Una oportunidad, incluso, de verle. Necesito que sepa que he venido por él.

Por favor.

En cuanto salgo de la escalera, me doy cuenta de que lo he encontrado. A unos quince metros más allá, en el pasillo, está Thomas Fineman de pie ante la puerta de una sala de consulta, de brazos cruzados, rodeado de guardaespaldas, hablando en voz baja con un médico y tres técnicos de laboratorio.

Dos, tres segundos. Solo dispongo de un momento hasta que se vuelvan, hasta que me vean y me pregunten qué hago aquí.

Desde donde estoy no puedo descifrar su conversación porque hablan prácticamente en susurros. Por un instante se me funde el corazón y sé que es demasiado tarde, que ya ha sucedido y que Julián está muerto.

Luego, el médico —¿será el doctor Hillebrand? —mira el reloj. Las siguientes palabras que pronuncia son más altas, imposiblemente altas, y atraviesan el espacio y el silencio como si las gritara.

—Es la hora —dice, y a medida que el grupo comienza a deshacerse, a mí se me acaba el tiempo. Me meto a toda velocidad por la primera puerta que veo. Es una pequeña sala que por suerte está vacía.

No sé qué hacer a continuación. El pánico se alza en mi pecho, Julián está aquí, a mi lado, pero es totalmente inalcanzable. Había al menos tres guardaespaldas con Thomas Fineman, y no me cabe duda de que habrá más dentro. Nunca conseguiré pasar.

Me apoyo en la puerta procurando centrarme, pensar. He acabado en una pequeña antecámara. En una pared hay una puerta que conduce a una sala más grande, de operaciones, donde se llevan a cabo las cirugías complejas y la intervención para curar los deliria.

El pequeño espacio está presidido por una mesa cubierta de papel: en ella hay batas apiladas y dobladas, y una bandeja de instrumental quirúrgico. El cuarto huele a lejía y parece idéntico a aquel donde me desvestí para mi evaluación hace casi un año, el día en que empezó todo, el día que me lanzó hacia delante como un cohete y me hizo aterrizar aquí, en este nuevo cuerpo, en este nuevo futuro. Durante un instante me siento mareada y tengo que cerrar los ojos. Cuando los abro, tengo la impresión de estar mirando dos espejos colocados cara a cara, de estar siendo propulsada del pasado al ahora y de vuelta hacia atrás. Los recuerdos comienzan a brotar, y se acumulan: el paseo hasta los laboratorios en el aire pegajoso de Portland, las gaviotas, la primera vez que vi a Álex, la oscura caverna de su boca mientras me miraba desde la plataforma de observación, riéndose.

Entonces me doy cuenta: la plataforma de observación. Álex me miraba desde una plataforma que discurría a lo largo de la sala de operaciones. Si este laboratorio tiene una distribución similar al de Portland, quizá pueda acceder a la sala de Julián desde el séptimo piso.

Salgo con cautela al pasillo. Thomas Fineman ha desaparecido y solo queda un guardaespaldas. Por un momento me planteo probar suerte con él. El cuchillo está ahí, pesado, esperando, como una necesidad, pero luego el hombre vuelve los ojos en mi dirección. Son duros: no tienen color, son como dos piedras, y me hacen retroceder como si hubiera extendido el brazo por el corredor y me hubiera golpeado.

Antes de que pueda decirme nada, antes de que pueda identificar mi cara, doblo la esquina y salgo a la escalera.

El séptimo piso es oscuro y está más sucio que los demás. Reina el silencio: no hay conversaciones tras puertas cerradas, no hay pitidos regulares de equipos médicos ni técnicos de laboratorio que recorran los pasillos haciendo ruido con sus zapatillas blancas. Todo está quieto, como su el aire no se moviera muy a menudo.

Por el pasillo de la derecha se extiende una serie de puertas. El corazón me da un salto al ver que en la primera pone PLATAFORMA DE OBSERVACIÓN A.

Recorro el corredor de puntillas. Obviamente, no hay nadie aquí arriba, pero el silencio me pone nerviosa. Hay algo siniestro en tanta puerta cerrada, en el aire pesado y caliente como una manta; tengo la sensación amenazadora de que alguien me observa, de que todas las puertas son bocas listas para abrirse y denunciar a gritos mi presencia.

La última está marcada como PLATAFORMA DE OBSERVACIÓN D. Me sudan tanto las manos que casi no puedo girar el pomo para abrirla. En el último momento saco el cuchillo del bolsillo del anorak, por si acaso, y desenvuelvo la camiseta de la señora Fineman para dejar la hoja al descubierto. Entro agachada por la puerta, agarrando el arma con tanta fuerza que me duelen los nudillos.

La plataforma es amplia y oscura, está vacía y tiene forma de ele. Se extiende a lo largo de dos paredes enteras de la sala de operaciones de abajo. Está recubierta de cristal y contiene cuatro filas escalonadas de asientos, todos los cuales miran al piso principal. Huele como un cine, a chicle y a tapicería húmeda.

Bajo las escaleras manteniendo el cuerpo agachado, agradecida porque las luces estén apagadas y porque el muro bajo de ladrillo que sustenta los paneles de cristal me mantenga oculta, al menos parcialmente, de la vista de quienes están abajo.

No tengo ni idea de qué hacer a continuación.

Las luces de la sala de operaciones son deslumbrantes. Hay una camilla de metal en el centro y un par de técnicos de laboratorio que circulan, ajustan el equipo y apartan cosas a un lado. Thomas Fineman y otros pocos hombres, los del pasillo, han sido trasladados a una sala adyacente, también separada por dos cristales. Aunque se han dispuesto sillas para ellos, están todos de pie. Trato de imaginar en qué pensará Fineman. Me acuerdo brevemente de la madre de Julián. Me pregunto dónde estará.

No veo a Julián por ninguna parte.

Un destello de luz. Pienso: «Una explosión», pienso: «Corre», y todo en mí se hace un nudo apretado y despavorido, hasta que me doy cuenta de que en una esquina hay un hombre con una cámara y una identificación de prensa prendida en la corbata. Está tomando fotos del escenario. El resplandor del flash se refleja en las superficies metálicas pulidas y zigzaguea por las paredes.

Claro. Debería haber supuesto que los medios estarían invitados a tomar fotos. Deben dejar constancia del hecho y difundir la noticia para que tenga algún significado.

Se alza el odio y, con él, una ola alta, hinchada, de furia. Todos ellos se pueden ir al infierno.

Hay movimiento en una esquina, en la parte de la sala que queda oculta bajo la plataforma. Veo que Thomas Fineman y los otros se giran en esa dirección. Por detrás del cristal, Thomas se seca la frente con un pañuelo; es la primera señal de incomodidad de muestra. El cámara se gira también: flash, flash. Dos momentos de blanca luz cegadora.

Y entonces Julián entra en la sala. Está flanqueado por dos reguladores, aunque camina sin que le fuercen. Los sigue un hombre que lleva el alzacuello de los sacerdotes y sostiene delante del pecho una copia encuadernada en oro del Manual de FSS, como un talismán que le protegiera de todo lo sucio y horrible del mundo.

El odio es una cuerda que se tensa en torno a mi garganta.

Julián tiene las manos esposadas por delante. Lleva una americana azul oscuro y vaqueros planchados. Me pregunto si lo ha elegido él o si le han obligado a vestirse bien para su propia ejecución. Está de espaldas a mí, y le envío el deseo silencioso de que se vuelva y alce la vista. Necesito que sepa que estoy aquí, que no está solo. Alzo la mano sin pensar y la paso por el cristal. Querría hacerlo añicos, bajar de un salto y llevarme a Julián, pero el vidrio es grueso y posiblemente irrompible. Nunca funcionaría. No podríamos sacar más que unos pocos metros de ventaja, y luego habría una doble ejecución.

Pero quizá ya no importe. No me queda nada, no tengo nada a lo que regresar.

Los reguladores se han detenido en la mesa. Hay una breve conversación y oigo que Julián dice:

—Prefiero no tumbarme.

Su voz suena amortiguada y poco definida por el cristal, por la altura, pero su sonido me da ganas de gritar. Ahora todo mi cuerpo es un latido, una urgencia pulsante de hacer algo. Pero estoy inmóvil, pesada como una piedra.

Uno de los reguladores da un paso hacia adelante y le quita las esposas. Julián se vuelve y puedo verle la cara. Se masajea las muñecas con una mueca de dolor. Casi al momento, el regulador le amarra la mano derecha a una de las patas de la mesa y lo empuja de forma que se ve obligado a sentarse. No ha mirado a su padre ni una sola vez.

En la esquina de la sala, el médico se lava las manos en un lavabo amplio. El agua que golpetea contra el metal suena demasiado fuerte. Hay un silencio excesivo. Parece mentira que las ejecuciones tengan lugar aquí, en medio de esta brillantez y este silencio. El médico se seca las manos y se pone unos guantes de látex.

El sacerdote se adelanta y comienza a leer. Su voz es un zumbido bajo, monótono, amortiguado por el cristal.

Y así Isaac creció y fue el orgullo de su padre anciano, y durante un tiempo fue un reflejo perfecto de la voluntad de Abraham…

Esta leyendo el Libro de Abraham. Por supuesto. En él, Dios ordena a Abraham que mate a su único hijo, Isaac, cuando este enferma de deliria. Y lo hace. Lleva a su hijo a una montaña y le clava un puñal en el pecho. Me pregunto si el señor Fineman habrá pedido que leyeran este pasaje. Obediencia a Dios, a la seguridad, al orden natural. Eso es lo que nos enseña el Libro de Abraham.

Pero cuando Abraham vio que su hijo ya no era limpio, pidió consejo en su corazón.

Me trago el nombre de Julián. Mírame.

El doctor y los dos técnicos de laboratorio se adelantan. El médico sostiene una jeringa. La prueba dándole un toquecito con un dedo, mientras uno de los técnicos le sube a Julián la manga de la camisa hasta el codo.

Justo en ese momento, se produce un alboroto abajo. Inmediatamente se propaga por la sala. Julián alza la cabeza de golpe; el médico se aparta de él y vuelve a colocar la jeringa en la bandeja metálica que lleva el técnico. Thomas Fineman se inclina hacia adelante con el ceño fruncido y le susurra algo aun guardaespaldas en el momento en que otro técnico irrumpe la sala. No distingo lo que dice. Lleva una mascarilla de papel. Y una bata de laboratorio demasiado grande. Veo que es una mujer por la trenza que se balancea a su espalda. Gesticula agitadamente.

Algo sucede.

Me inclinó para acercarme más al vidrio, intentando oír lo que dice. Una idea aletea en el fondo de mi mente, una idea que no puedo precisar. Hay algo familiar en esa mujer, en la forma en que mueve las manos haciendo grandes aspavientos mientras señala el pasillo al doctor. Él mueve la cabeza, se quita los guantes y los hace una bola que guarda en su bolsillo. Suelta una orden breve como un ladrido antes de salir de la sala de operaciones. Uno de los técnicos se escurre detrás de él.

Thomas Fineman se dirige a la puerta de acceso al laboratorio. Julián se ha puesto pálido e incluso desde mi posición me doy cuenta de que está sucediendo. Su voz es más aguda de lo normal, tensa.

—¿Qué pasa? —su voz llega hasta mi—. Que alguien me diga que está pasando.

La técnica de la trenza se ha desplazado por la sala para abrirle la puerta a Thomas Fineman. Se mete una mano en el bolsillo de la bata cuando él irrumpe en la sala, con el rostro colorado.

La idea rompe como una ola y se alza sobre mí: la trenza, las manos, Raven. Y justo entonces se produce una única explosión, un chasquido y la boca de Thomas Fineman se abre sin control. Se tambalea hacia atrás y se desploma mientras rojos pétalos de sangre florecen en la parte delantera de su camisa.

Durante un momento, todo se detiene: Thomas Fineman, despatarrado en el suelo como una muñeca de trapo; Julián, pálido en la camilla; el periodista, con la cámara aun colocada; el sacerdote, en la esquina; los reguladores, junto a Julián, con las armas todavía en los cinturones; Raven, con una pistola.

Un destello.

El técnico de laboratorio, el de verdad, chilla.

Y todo es caos.

Más disparos que rebotan por toda la sala. Los reguladores gritan:

—¡Al suelo! ¡Al suelo!

Crac. Una gruesa bala se incrusta en el grueso cristal encima de mi cabeza, y desde ahí comienza a extenderse una red de fisuras. Es todo lo que necesitaba. Agarro una silla y la lanzo fuerte, en arco, rezando para que Julián haya agachado la cabeza.

El ruido es tremendo. Durante una fracción de segundo, todo está en silencio excepto la cascada de vidrio, una lluvia afilada. Luego salto sobre el murete de cemento y caigo al suelo del piso inferior. El cristal cruje bajo mis zapatillas y al aterrizar pierdo el equilibrio. Trato de recuperarlo apoyando una mano en el suelo. Al alzarla, esta manchada de sangre.

Raven es una mancha difusa en movimiento. Gira el cuerpo para escapar de un regulador, se vuelve hacia atrás y le golpea fuerte en la rodilla con el mango de la pistola. Cuando él se inclina hacia adelante, Raven le pone un pie en la espalda y empuja; se oye un chasquido cuando la cabeza choca con el lavabo de metal. Se vuelve hacia el cuarto donde están los guardaespaldas de Fineman e inserta un bisturí en el agujero de la cerradura para inutilizarla. Por si acaso, coloca una bandeja de metal con ruedas como una cuña en la puerta. Cuando los reguladores le dan empellones a la puerta, gritando, el instrumento quirúrgico sale despedido en todas direcciones y la bandeja se inclina algunos centímetros, pero la puerta resiste, al menos por el momento.

Estoy a tres metros de Julián. Gritos, disparos y el aullido de una alarma estridente; luego, dos metros y cuando por fin llego a su lado, le agarro de los brazos, de los hombros. Solo quiero sentirle, asegurarme de que es real.

—¡Lena!

Estaba forcejeando con las esposas que mantienen una de sus muñecas unida a la camilla, intentando abrirla. Ahora alza la vista, los ojos brillantes, relucientes, azules como el cielo.

—¿Qué haces tú…?

—No hay tiempo —le digo—. Quédate agachado.

Corro hacia el regulador que aun esta caído junto a los lavabos. A duras penas soy consciente de los gritos, de que Raven sigue dando vueltas esquivando golpes —desde lejos parece que baila— y de las explosiones amortiguadas. No veo al periodista; debe de haber huido.

El regulador esta casi inconsciente. Me arrodillo y le quito el cinturón rápidamente; luego cojo las llaves y regreso a la camilla. Tengo la palma derecha ensangrentada, pero casi no siento el dolor. Hago dos intentos antes de lograr introducir la llave en el cierre de las esposas; por fin lo consigo y Julián extiende el brazo, ya libre de la camilla, y me atrae hacia sí.

—Has venido —dice.

—Claro.

Raven se acerca a nosotros.

—¡Hora de irse!

Ha pasado un minuto, quizá menos. Thomas Fineman está muerto y la sala es un caos, pero estamos libres. Atravesamos la antesala corriendo justo cuando se oyó un estruendo metálico estremecedor y gritos cada vez más altos: los guardaespaldas habrán conseguido escapar. Luego salimos al pasillo, donde resuenan las alarmas, y escuchamos un ruido de pasos por la escalera.

Raven vuelve la cabeza hacia la derecha, hacia una puerta donde pone: ACCESO A LA TERRAZA, SOLO PARA EMERGENCIAS. Nos movemos rápidamente en silencio, tensos, hacia la puerta que lleva a la salida de incendios. Luego bajamos a toda velocidad por la escalera metálica, en fila india, hacia la calle. Raven se quita su enorme bata de laboratorio y la mascarilla de papel, hace una bola con todo y se lo coloca bajo el brazo. Me pregunto donde lo habrá conseguido hasta que me acuerdo de la mujer corpulenta de la recepción, aquella cuyos pechos casi hacían estallar la bata.

—Por aquí —indica brevemente Raven en cuanto llegamos abajo. Cuando vuelve la cabeza, veo que tiene cortes en la mejilla y en el cuello; las esquirlas de cristal deben de haberle pasado rozando.

Acabamos en un pequeño patio sucio, dominado por un juego de muebles de jardín oxidados y alfombrados por un trozo de áspera hierba parda. Lo bordea una valla de tela metálica de poca altura, que Raven salta sin dificultad. A mí me cuesta un poco más y Julián, que va detrás de mí, tiene que ayudarme a recobrar el equilibrio. Ha empezado a dolerme la mano y la tela metálica esta resbaladiza. La lluvia arrecia.

En el lado opuesto de la valla hay otro patio diminuto, casi idéntico al anterior, y otro desolado edificio marrón. Raven se lanza directa hacia la puerta, que se mantiene abierta por un ladrillo. Entramos en un pasillo oscuro lleno de puertas cerradas con placas doradas. Durante un momento me entra el pánico; pienso que hemos acabado volviendo a los laboratorios. Pero salimos a un amplio vestíbulo, también a oscuras, decorado con varias plantas falsas y letreros que indican el camino a las oficinas de Edward Wu y Metropolitan Vision Associates. Una puerta giratoria nos ofrece una visión borrosa de la calle: gente que pasa con paraguas, empujándose unos a otros.

Raven se dirige directamente a la salida, deteniéndose solo lo suficiente para recoger una mochila que habrá dejado antes detrás de una de las macetas. Se vuelve y nos lanza un paraguas a cada uno. Se pone un impermeable amarillo y se coloca la capucha. La ata de forma que los cortes en la cara queden ocultos.

Luego salimos a la calle y nos mezclamos con el flujo de gente que viene o va a algún sitio, entre la muchedumbre sin rostro, en una masa de cuerpos en movimiento. Nunca me he sentido más agradecida por el tamaño de Manhattan, por su apetito. Nos sumergimos en sus calles y ellas nos tragan, nos convertimos en cualquiera y en nadie: una mujer con un poncho amarillo, una chica bajita con un anorak rojo, un chico con la cara oculta por un paraguas enorme.

Giramos a la derecha en la Octava Avenida, luego a la izquierda en la calle Veinticuatro. Para entonces hemos escapado de la multitud: las calles están vacías; los edificios ciegos; las cortinas, corridas, y los postigos, cerrados contra la lluvia. Por encima de nuestras cabezas, la luz parpadea detrás de las finas persianas de los cuartos que se vuelven hacia adentro, de espaldas a la calle. Avanzamos inadvertidos, invisibles, por el mundo gris y acuoso las alcantarillas rebosan y se forman remolinos con basura, trozos de papel y colillas. He soltado la mano de Julián, pero camina a mi lado adaptando su zancada al ritmo de mi paso, de forma que casi nos tocamos.

Llegamos a un aparcamiento vacio, excepto por un furgón blanco que reconozco: es el que la Resistencia ha camuflado para hacerlo pasar por un vehículo de CRAP. Me acuerdo otra vez de mi madre, pero no es momento de preguntarle a Raven por ella. Abre las puertas traseras y se quita la capucha.

—Adentro —dice.

Julián vacila durante un minuto. Veo que sus ojos patinan sobre las palabras.

—Todo va bien —digo y subo a la parte de atrás. Me siento con las piernas cruzadas en el suelo sucio. El me sigue. Raven asiente y cierra la puerta. Oigo que se monta en el asiento del copiloto. Luego hay silencio. Solo se oye la lluvia que golpea el fino techo de metal. Su ritmo produce una vibración en todo mi cuerpo. Hace frio.

—¿Qué…? —pregunta Julián, pero le hago callar. Aun no estamos fuera de peligro, no del todo, y no voy a relajarme hasta que hayamos salido de la ciudad. Uso el anorak para limpiarme la sangre de la mano, hago un fruncido con el dobladillo y presiono.

Oímos unos pasos fuertes, el ruido de la puerta del conductor al abrirse y la voz de Tack: un gruñido.

—¿Los tienes?

La respuesta de Raven:

—¿Estaría aquí de no ser así?

—Estas sangrando.

—Es solo un rasguño.

—Vámonos, entonces.

El motor se pone en marcha con un rugido, y de repente podría gritar de alegría. Raven y Tack han vuelto y discuten como han hecho y seguirán haciendo siempre. Han vuelto por mi y ahora nos iremos al norte. Volvemos a estar del mismo lado. Volvemos a la tierra salvaje y veré de nuevo a Hunter, a Sara y a Lu.

Nos enroscaremos como un helecho que se dobla para protegerse de la helada y dejaremos a la a Resistencia con sus armas y sus planes, a los carroñeros con sus túneles, a la ASD con sus curas y al mundo entero con su enfermedad y su ceguera. Dejaremos que caiga en la destrucción. Nosotros estaremos a salvo, protegidos bajo los árboles, haciendo nidos como los pájaros.

Y tengo a Julián. Le he encontrado y él me ha seguido. En la penumbra extiendo el brazo, sin hablar, y encuentro sus manos. Entrelazamos los dedos y, aunque no diga nada, siento la calidez y la energía que pasan del uno al otro, un dialogo mudo. «Gracias», dice él, y yo respondo: «Estoy muy contenta, estoy tan contenta, necesitaba que tu estuvieras a salvo».

Espero que lo comprenda.

Hace veinticuatro horas que estoy despierta y, a pesar de las sacudidas del vehículo y del ruido atronador de la lluvia, acabo por quedarme dormida. Me despierta Julián llamándome suavemente, mi cabeza descansa en su regazo y aspiro el olor de sus vaqueros. Me incorporo rápidamente, avergonzada, frotándome los ojos.

—Nos hemos detenido —indica, aunque es obvio. La lluvia se ha reducido a un suave golpeteo. Las puertas del furgón dan un portazo; Raven y Tack ríen a carcajadas, en voz alta llenos de alegría. Nos hemos tenido que alejar bastante de la frontera.

Las puertas traseras se abren y ahí está ella con una sonrisa de oreja a oreja, delante de Tack, que esta de brazos cruzados, muy satisfecho consigo mismo. Reconozco la vieja nave por el suelo agrietado del aparcamiento y por la forma de la letrina exterior.

Raven me ofrece la mano y me ayuda a bajar. Me agarra fuerte.

—¿Cuál es ala palabra mágica? —dice en cuanto mis pies tocan el suelo. Esta relajada, sonriente y feliz.

—¿Cómo me has encontrado? —pregunto. Quiere que le dé las gracias, pero no lo hago. No hay necesidad. Me da un abrazo antes de soltarme y sé que entiende lo agradecida que estoy.

—Solo había un sitio donde pudieras estar —señala a Julián con los ojos antes de volver a mirarme, y siento que es su forma de hacer las paces conmigo y de admitir que estaba equivocada.

Julián también se ha bajado de la furgoneta y mira a su alrededor, con los ojos y la boca abiertos de par en par. Sigue teniendo el pelo mojado y se le ha empezado a rizar un poco por las puntas.

—Está bien —le digo. Alargo el brazo y le cojo la mano. La alegría vuelve a recorrerme. Aquí está bien cogerse de la mano, acurrucarse juntos para darse calor, acoplarse por la noche como estatuas diseñadas para encajar una al lado de la otra.

—¡Venga! —Tack camina hacia tras, dando saltitos, hacia la nave—. Estamos acabando de preparar el equipaje y nos vamos. Ya hemos perdido un día. Hunter nos estará esperando con los otros en Connecticut.

Raven sube un poco más la mochila y me hace un guiño.

—Ya sabes cómo es Hunter cuando esta de mal humor —dice. Más vale que nos pongamos en marcha.

Noto la confusión de Julián: el tamborileo del diálogo, los nombres desconocidos, la cercanía de los árboles, descuidados y sin podar; todo eso debe de ser abrumador. Pero yo se lo enseñaré y a él le encantará. Aprenderá y amará, y le encantará aprender. Las palabras discurren por mi interior como un rio, serenas, hermosas. Ahora hay tiempo absolutamente para todo.

—¡Esperad!

Salgo corriendo tras Raven, que ya ha echado a andar detrás de Tack. Julián se queda atrás. Mantengo la voz baja para que no me oiga.

—¿Tú… lo sabías? —pregunto tragando saliva. Me noto sin aliento, aunque he corrido menos de ocho metro—. Lo de mi madre, quiero decir.

Raven me mira confundida.

—¿Tú madre?

—Chist.

Por alguna razón, no quiero que Julián se entere, es demasiado, demasiado profundo, demasiado pronto. Ella niega con la cabeza.

—La mujer que vino por mí en Salvamento —insisto a pesar de la mirada de total confusión de Raven—. Tiene un tatuaje en el cuello: 5996. Ese era el número de presa de mi madre en las Criptas —trago saliva. Era mi madre.

Ella extiende los dedos como para tocarme el hombro: luego se lo piensa y deja caer la mano.

—Lo siento, Lena. No tenía ni idea.

Su voz es inusitadamente tierna.

—Tengo que hablar con ella antes de que nos vayamos —le pido—. Hay… hay cosas que tengo que decirle.

La verdad es que tan solo hay una cosa que quiero decirle, y pensar en ella hace que el corazón se me acelere. ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué dejaste que te llevaran? ¿Por qué permitiste que pensara que habías muerto? ¿Por qué no volviste por mí? ¿Por qué no me amaste más?

Una vez que permites que la palabra se introduzca, una vez que permites que arraigue. Se extiende como el moho por todos los rincones y lugares oscuros. Con ella aparecen las preguntas y los miedos temblorosos, escindidos, suficientes para mantenerte siempre despierta. La ASD tiene razón sobre eso, al menos.

Raven junta las cejas.

—Se ha ido, Lena.

Se me seca la boca.

—¿Qué quieres decir? Ella se encoge de hombros.

—Se ha ido esta mañana con algunos otros. Tiene una posición superior a la mía. No se adonde se dirigían. No debo preguntar.

—Entonces... ¿entonces ella pertenece a la Resistencia? —pregunto, aunque está claro.

Asiente con la cabeza.

—Es de las que mandan —dice suavemente, como si eso lo compensara todo. Abre las manos—. No sé más.

Aparto la vista mordiéndome el labio. Hacia el sur, las nubes se abren como la lana. Se desenredan lentamente, mostrándome fragmentos de cielo desnudo.

—Durante la mayor parte de mi vida, he creído que estaba muerta —murmuro. No sé por qué se lo cuento ni que va a cambiar por decírselo.

Entonces ella me roza el codo.

—Anoche llego alguien de Portland, un fugitivo. Se escapó de las Criptas después del atentado. No ha contado mucho. No ha dicho siquiera su nombre. No estoy segura de que le harían allí dentro, pero… —Raven se interrumpe—. Bueno, quizás sepa algo de tu madre. Sobre el tiempo que paso allí. Por lo menos.

—Vale —digo. La desilusión me hace torpe. Apagada. No quiero contarle a Raven que a mi madre la mantuvieron en una celda de aislamiento todo el tiempo que estuvo en la cárcel. Además, no me hace falta saber cómo era en aquella época. Quiero conocerla ahora.

—Lo siento —repite Raven, y me doy cuenta de que lo dice de verdad—. Pero al menos sabes que está libre. ¿No? Esta libre y a salvo —sonríe brevemente—. Como tú.

—Si —lleva razón, claro. La desilusión se aligera un poco. Libres y a salvo Julián, Raven, Tack, mi madre y yo. Todos vamos a estar bien.

—Voy a ver si Tack necesita ayuda —declara Raven, otra vez con tono práctico—. Nos vamos esta noche.

Asiento con la cabeza a pesar de todo lo sucedido, me gusta hablar con ella y verla de esta forma, preparada para partir, así es como debería ser. Entra en la nave y yo me quedo un momento con los ojos cerrados, aspirando el aire frio: olores a tierra húmeda y a corteza de árbol mojada; un aroma húmedo a renacimiento. Nos va a ir bien. Y algún día volveré a encontrar a mi madre.

—¿Lena? —la voz de Julián suena suavemente a mis espaldas. Me vuelvo. Está de pie junto a la furgoneta, con las manos caídas a los costados como si le diera miedo moverse por este nuevo mundo—. ¿Estás bien?

Al verle aquí, junto a los árboles que se extiende tupidos a nuestro alrededor y las nubes que se retiran, la alegra me llena una vez más. Me acerco corriendo, sin pensar, y me lanzo a sus brazos con tanta fuerza que casi se cae de espaldas.

—Si —digo—. Estoy bien, estamos bien —me rio—. Todo va a ir bien.

—Tú me has salvado —susurra. Siento su boca contra mi frente. El tacto de sus labios hace que el calor baile en mi interior—. No podía creerlo, nunca pensé que vendrías.

—Tenía que hacerlo. —Me aparto para poder mirarlo a los ojos, manteniendo los brazos en torno a su cintura. Él apoya las manos en mi espalda. Aunque he pasado mucho tiempo en la Tierra Salvaje, me sorprende una vez más lo prodigioso que es estar con alguien. Nadie puede decirnos que no. Nadie puede detenernos. Nos hemos elegido el uno al otro y el resto del mundo se puede ir a la mierda.

El alza una mano y me aparta un mechón de pelo de los ojos.

—¿Qué va a pasar ahora? —pregunta.

—Lo que nosotros queramos —respondo. La alegría es una descarga. Podría elevarme con ella y ascender hasta el cielo.

—¿Cualquier cosa?

Su sonrisa se extiende lentamente desde la boca hasta los ojos.

Los dos nos movemos al mismo tiempo y nuestros labios se encuentran. Al principio es torpe. Su nariz me golpea los labios y mi barbilla choca con la suya. Pero él sonríe y nos tomamos nuestro tiempo hasta que encontramos el ritmo del otro.

Paso mis labios lentamente por los suyos, exploro su lengua suavemente con la mía. Él me acaricia el pelo. Aspiro el olor de su piel; huele fresco y también a bosque, a jabón y a arboles perennes, todo mezclado.

Nos besamos despacio, delicadamente, porque ahora disponemos de todo el tiempo del mundo, tenemos todo el tiempo y el espacio para conocernos en libertad, y para besarnos cuanto queramos. Mi vida comienza de nuevo.

Julián se aparta de mí. Recorre mi mandíbula con un dedo.

—Creo que me los has pasado —dice, casi sin aliento—. Los…

—Amor —digo, y le aprieto la cintura—. Dilo.

Duda un momento;

—Amor —dice, probando la palabra. Luego sonríe—. Creo que me gusta.

—Te va a encantar. Confía en mí.

Me pongo de puntillas y me besa la nariz; luego me roza los labios hasta llegar a los pómulos, pasa junto al oído y deposita pequeños besos en mi coronilla.

—Prométeme que estaremos juntos, ¿vale? —sus ojos vuelven a tener el azul claro de una piscina totalmente transparente. Son ojos en los que nadar, en los que flotar para siempre—. Tú y yo.

—Te lo prometo —respondo. A nuestras espaldas, se entreabre la puerta y me vuelvo esperando que sea Raven. En ese momento, una voz corta el aire.

—No la creas.

El mundo entero se cierra a mí alrededor como un parpado por un momento, todo se vuelve oscuro.

Me caigo. Tengo los oídos llenos de ruido; una fuerza ha tirado de mí para meterme en un túnel, en un lugar de caos y de presión. Mi cabeza está a punto de estallar.

Ha cambiado. Esta mucho más delgado y tiene una cicatriz que baja desde la ceja hasta la mandíbula. En el cuello, justo detrás del oído izquierdo, un pequeño número tatuado se curva en torno a la cicatriz de tres puntas que me llevo creer, durante mucho tiempo, que se había curado. Sus ojos, que antes tenía un tono dulce como caramelo fundido, como almíbar, se han endurecido. Ahora son fríos, impenetrables.

Solo su pelo sigue siendo del mismo color, esa corona castaña, rojiza, como hojas de otoño.

Imposible. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir: el muchacho de un sueño, el de otra vida. Un chico que ha regresado de la muerte.

Álex.