entonces

Tack y Hunter no pudieron rescatar muchas provisiones del hogar de Rochester porque las bombas y los incendios posteriores cumplieron su función, pero encontraron algunas cosas, milagrosamente conservadas entre los escombros humeantes: latas de alubias, varias armas, trampas y, extrañamente, una barra de chocolate entera, intacta, sin fundir. Tack insiste en que no nos la comamos. La ata a su mochila, como un amuleto. Sarah la mira mientras caminamos.

Desde luego, el chocolate nos trae buena suerte, o quizá es sólo que tener de vuelta a Tack y Hunter le cambia el ánimo a Raven. El tiempo se estabiliza. Sigue haciendo frio, pero todos agradecemos el sol.

Las alubias bastan para darnos energía con la que continuar, y sólo medio día después de abandonar el último campamento nos encontramos por casualidad con una casa totalmente conservada en mitad del bosque. Debió de construirse lejos de cualquier carretera importante y parece un champiñón que sobresale de la tierra; sus muros están cubiertos de hiedra marrón, tupida como si fuera pelo, y tiene el tejado bajo y redondo, inclinado como un gorro. Antes de la campaña de bombardeos sería una casa de ermitaño, alejada del mundo. No es de extrañar que haya sobrevivido intacta. Los bombarderos no la verían, y ni siquiera los incendios llegarían hasta aquí.

Unos inválidos la han convertido en su hogar. Nos invitan a acampar en su terreno. Hay dos hombres, dos mujeres y cinco niños, ninguno de los cuales parece pertenecer a una pareja en particular. Nos cuentan durante la cena que todos se comportan como una única familia y que llevan diez años viviendo en esta casa. Son lo suficiente generosos como para compartir lo que tienen: berenjena y calabacitas encurtidas, muy agrias, con ajo y vinagre, tiras de venado seco conservado desde el otoño y varios tipos más de carne ahumada de mamíferos y aves: conejo, faisán, ardilla.

Hunter y Tack pasan la velada volviendo sobre nuestros pasos y haciendo marcas en los árboles para que el año próximo, cuando emigremos, si volvemos a hacerlo, seamos capaces de encontrar la casa champiñón.

Por la mañana, uno de los niños sale a todo correr mientras estamos preparando para irnos. Va descalzo a pesar de la nieve.

—Tomad —dice, y me da un trapo de cocina. Dentro hay varias hogazas duras y planas de pan. Una de las mujeres había comentado que lo hacían con bellotas. También nos entrega carne seca.

—Gracias —digo, pero se va corriendo de vuelta, dando saltos y riendo. Durante un momento, siento envidia: él ha crecido aquí, sin miedo, feliz. Quizá nunca sepa del mundo del otro lado de la alambrada, el mundo real. Para él no existirá tal cosa.

Pero tampoco tendrán medicinas cuando se ponga enfermo ni habrá comida suficiente para todos, y algunos inviernos serán tan fríos que las mañanas se sentirán como un puñetazo en el estomago.

Y algún día, a menos que triunfe la Resistencia y se haga cargo del país, los aviones y los incendios le encontrarán. Algún día, el ojo se volverá en su dirección, como un rayo láser, consumiendo todo lo que encuentre en su camino. Algún día, toda la Tierra Salvaje será arrastrada y nos quedaremos con un paisaje de cemento, un paisaje de casas bonitas y cuidados jardines, de parques y bosques planificados; un mundo que funciona como un reloj puesto en hora: un mundo de metal y marchas, y de gente que avanza, tic, tic, tic, hacia la muerte.

Racionamos la comida con cuidado y, por fin, después de tres días más de marcha, llegamos al puente que marca los últimos cincuenta kilómetros. Es enorme y estrecho, fabricado con gruesas cuerdas de metal. Está ennegrecido por el tiempo y resbaladizo por el hielo. Me parece un insecto gigante a horcajadas sobre el río, hundiendo sus patas puntiagudas en el agua. Hace años lo cerraron con maderas, pero lleva tanto tiempo sin que lo usen más que los inválidos, que las tablas erigidas torpemente a la entrada casi se han podrido y se han caído.

Hay una gran señal verde colgada a un lado del soporte de metal; las palabras están en vertical. Leo al pasar: PUENTE TARPAN ZEE. Se bambolea con el viento, que sopla furioso. En terreno abierto, como ahora, nos atraviesa haciéndonos llorar, y llena el aire de gemidos fantasmales.

Abajo, el agua es de color cemento y está coronada de olas. La altura de vértigo. Una vez leí que tirarse al agua desde esta altura sería como zambullirse en piedra. Me acuerdo de la historia de una incurada que se mató lanzándose desde la azotea de los laboratorios el día de su operación, y el recuerdo me trae un sentimiento de culpa.

Pero esto es lo que Álex hubiera querido para mí: la cicatriz en el cuello, milagrosamente bien curada, como si fuera una marca real de la operación; los músculos fibrosos; ese sentido de misión. Él creía en la Resistencia y ahora yo voy a creer en ella por él.

Y quizá algún día vuelva a verle. Puede que haya de verdad un cielo tras la muerte. Y tal vez esté abierto para todos, no solo para los curados.

Pero por ahora el futuro, como el pasado, no significa nada. Por ahora solo hay un hogar construido de basura y desechos al borde de la ciudad destruida, más allá de un enorme basurero urbano. Y hemos llegado hambrientos, medio congelados, a un lugar con comida, con agua y paredes que no dejan pasar los crudos vientos. Esto, para nosotros, es el paraíso.