Cuando recupero el sentido, estoy tumbada sobre una sábana vieja. Julián permanece arrodillado junto a mí, con las manos libres.
—¿Cómo te encuentras?
De repente me vuelven los recuerdos: las ratas, los monstruos y la mujer con media cara. Lucho por incorporarme. En mi cabeza estallan pequeños fuegos artificiales de dolor.
—Con cuidado, con cuidado —Julián me pasa el brazo por los hombros y me ayuda a sentarme—. Te has dado un buen golpe en la cabeza.
—¿Qué ha pasado?
Estamos en una zona parcialmente separada con cajas de cartón. A lo largo de todo el andén hay sábanas de flores colgadas entre láminas rotas de contrachapado, lo que permite cierta intimidad a los que viven aquí; en el interior de las particiones han colocado colchones en enormes estructuras de cartón medio derrumbadas, y las paredes y los apuntalamientos se han conseguido trabando sillas rotas y mesas de tres patas. El ambiente es sorprendentemente cálido, y huele a aceite y ceniza. Observo cómo el humo traza una línea a lo largo del techo hasta ser absorbido por un diminuto conducto de ventilación.
—Te han curado —murmura Julián con tono de incredulidad—. Al principio he pensado que te iban a… —se interrumpe moviendo la cabeza—. Pero luego ha venido una mujer, con vendas y todo. Te ha vendado el cuello. Había vuelto a sangrar.
Me toco el cuello. Me han puesto una gasa gruesa. También se han ocupado de Julián. Le han limpiado el corte en el labio y le ha bajado la hinchazón de los moretones de los ojos.
—¿Quiénes son estas personas? —digo—. ¿Qué es este sitio?
Julián mueve la cabeza otra vez.
—Inválidos —al verme hacer un gesto de incomodad, se excusa—. No conozco otra palabra para llamarlos, ni para llamarte a ti.
—No somos iguales —replico, observando las figuras inclinadas y tullidas que se mueven más allá del fuego humeante. Están cocinando algo. Lo huelo. No quiero pensar qué tipo de comida comerán aquí abajo ni que animales conseguirán atrapar. Pienso en las ratas y mi estomago sufre una sacudida— ¿todavía no lo entiendes? Todos somos diferentes. Queremos cosas distintas. Vivimos de maneras diversas. Esa es la clave.
El abre la boca para responder, pero en ese momento aparece la mujer monstruo con la que he intentado luchar al borde del andén. Hace a un lado la barricada de cartón y me doy cuenta de que la han puesto así para que Julián y yo tengamos cierta intimidad.
—Estas despierta —dice la mujer.
Ya no me da tanto miedo. No le falta parte de la cara, como yo pensaba; lo que pasa es que el lado derecho del rostro es más pequeño que el izquierdo. Esta como hundido hacia dentro, como si estuviera compuesta de dos mascaras distintas mal unidas. Un defecto de nacimiento, imagino, aunque en mi vida solo he visto a unos pocos defectivos, en los libros de texto. En la escuela nos decían siempre que los niños de los incurados acabarían así, tullidos y destrozados. Los sacerdotes nos decían que los deliria se manifestaban en su cuerpo.
Los niños nacidos de los sanos y de los completos son sanos y completos; los niños nacidos de la enfermedad tendrán enfermedad en sus huesos y en su sangre.
Toda esta gente, nacida lisiada, contrahecha o deforme, se ha visto reducida a vivir en el subsuelo. Me pregunto que les habría sucedido cuando eran bebés, cuando eran niños, de haberse quedado en la superficie.
En ese momento me acuerdo de lo que me dijo Raven cuando encontró a Blue. Ya sabes lo que dicen de los bebés de los deliria… probablemente se la habrían llevado y la habrían matado. Ni siquiera la habrían enterrado… la habrían incinerado y la habrían tirado a la basura.
La mujer no espera a que conteste. Se arrodilla junto a mí. Julián y yo guardamos silencio, quiero decir algo, darle las gracias, pero me faltan las palabras. Quiero apartar la vista de su rostro, pero no puedo.
—Gracias —consigo decir por fin. Me mira rápidamente. Sus ojos castaños están bordeados de finas arrugas y tiene una bizquera permanente, probablemente a consecuencia de vivir en este extraño mundo crepuscular.
—¿Cuántos eran? —pregunta. Esperaba que estuviera la voz estropeada y rota, un reflejo de su cara, pero es aguda y clara. Bonita. Insiste cuando no respondo—. Los intrusos. ¿Cuántos eran?
Inmediatamente intuyo que se refiere a los carroñeros, aunque emplea una palabra distinta para denominarlos. Lo sé por la forma en que lo dice, por la mezcla de enfado, miedo y asco.
—No estoy segura —respondo—. Al menos siete. Tal vez más.
—Vinieron hace tres estaciones —comenta ella—. Quizá cuatro. Debo de parecer sorprendida porque añade:
—En los túneles es fácil perder la noción del tiempo. Días, semanas. A menos que subamos a la superficie, no hay forma de saberlo.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí abajo? —pregunto, casi con miedo de saber la respuesta.
Me mira bizqueado con esos ojos pequeños de color del barro. Hago todo lo posible por no mirarle la boca y la barbilla: ahí es donde se manifiesta más claramente la deformidad, como si su cara se curvara sobre si misma, una flor que se marchita.
Yo he estado siempre aquí —dice—. O casi siempre.
—¿Cómo…?
La pregunta se me queda atrapada en la garganta.
Sonríe. Al menos, me parece que es una sonrisa. Un lado de la boca se eleva, torcido como un sacacorchos.
—Para nosotros no hay nada en la superficie —dice—. Bueno nada más que la muerte, vaya.
Es lo que yo pensaba, entonces. Me pregunto si eso es lo que sucede siempre a los bebes que no consiguen llegar al subsuelo o a un hogar en la Tierra Salvaje. A lo mejor los encierran cárceles e instituciones mentales. O quizás sencillamente los matan.
—Durante toda mi vida, los túneles nos han pertenecido —dice. Me sigue costando reconciliar la melodía de su voz con su aspecto. Me centro en sus ojos: incluso a la luz mortecina y llena de humo, veo que están llenos de calidez—. La gente encuentra la forma de llegar a nosotros con sus bebés. Este es un lugar seguro para ellos.
Sus ojos vuelan hacia Julián e inspecciona su cuello carente de marcas; luego se vuelve hacia mí.
—Tú has sido curada —dice—. Así es como lo llaman en la superficie, ¿no?
Asiento. Abro la boca para intentar explicar: «yo soy de los buenos, estoy de vuestro lado», pero, para mi sorpresa, interviene Julián.
—Nosotros no estamos con los intrusos —dice— no estamos con nadie. Nosotros estamos solos.
No estamos con nadie, sé que lo dice solo para contentarla pero aun así las palabras me animan y me ayudan a romper el nudo de miedo que se me ha alojado en el pecho desde que nos encontramos bajo tierra.
Luego me acuerdo de Álex y me vuelven a dar náuseas. Ojalá nunca hubiéramos abandonado la Tierra Salvaje. Ojalá nunca hubiera aceptado unirme a la Resistencia.
—¿Cómo llegasteis aquí? —dice la mujer.
Sirve agua de una jarra y me ofrece una taza de plástico: una taza infantil, con un dibujo gastado de ciervos que brincan en torno al borde. Esto, como todo lo que hay aquí abajo, debe de haber llegado de arriba: desechado, descartado, se colaría por las grietas del terreno como la nieve derretida.
—Nos atraparon —la voz de Julián se hace mas fuerte—. Nos secuestraron los intrusos —duda, y sé que está pensando en las identificaciones de la ASD que encontramos, en el tatuaje que yo vi. Aún no lo entiende, y yo tampoco, pero sé que aquello no fue solo cosa de los carroñeros. Alguien debió de pagarles o prometió que les iba a pagar por ello—. No sabemos por qué —añade.
—Estamos intentando encontrar una salida —añado, y entonces recuerdo algo que ha dicho antes la mujer y siento una repentina descarga de esperanza—. Espera, has dicho antes que aquí no había forma de medir el paso del tiempo a menos que subierais a la superficie, ¿no? Así que, ¿hay una forma de salir? ¿De subir a la superficie?
—Yo no voy a la superficie —pronuncia la palabra superficie como si fuera un taco.
—Pero alguien lo sabe —insisto—. Alguien tiene que saberlo.
Tiene que haber formas de conseguir provisiones: sábanas, tazas, combustibles y todos esos montones de muebles desvencijados que nos rodean en el andén.
—Sí —dice sin alterar la voz—. Claro
—¿Nos llevaréis? —pregunto. Tengo la garganta seca. Solo pensar en el sol, en el espacio y en la superficie, me dan ganas de llorar. No sé lo que va a pasar una vez que estemos arriba de nuevo, pero destierro mis dudas.
—Aún estás muy débil —dice—. Tienes que comer y descansar.
—Estoy bien —insisto—. Puedo caminar.
Intento ponerme de pie y la visión se me nubla en negro. Me vuelvo a tumbar pesadamente.
—Lena.
Julián me pone la mano en el hombro. Algo se vislumbra en sus ojos: «Confía en mí, está bien, un poco más de tiempo no nos hará daño». No sé qué está pasando, ni cómo hemos empezado a comunicarnos en silencio, ni por qué me gusta tanto.
Se vuelve hacia la mujer
—Vamos a descansar un poco. Luego, ¿podrá alguien mostrarnos el camino para subir?
La mujer vuelve a mirarnos a Julián y a mí. Después asiente.
—Vosotros no tenéis por qué quedaros aquí abajo —sentencia, y se pone de pie.
De repente siento que he recibido una lección de humildad. Toda esta gente se ha construido una vida a base de basura y objetos rotos. Viven en la oscuridad, respirando humo, y sin embargo nos han ayudado. Nos han ayudado aunque no nos conocían, y sin más razón que porque sabían cómo hacerlo. Me pregunto si yo habría hecho lo mismo, de haber estado en su situación. No estoy segura.
Álex lo habría hecho, creo. Y luego se me ocurre que Julián también lo haría.
—¡Espera! —le dice Julián a la mujer—. Nosotros, no sabemos cómo te llamas.
Una expresión de sorpresa atraviesa su cara. Luego sonríe otra vez, con sus pequeños labios de sacacorchos.
—Me bautizaron aquí —dice—. Me llaman Coin.
Julián arruga la frente, pero yo lo pillo al momento. Es un nombre de inválido: descriptivo, fácil de recordar, gracioso, con un poco de mala idea. Coin, moneda, por lo de las dos caras.
Coin tenía razón. Es difícil medir el paso del tiempo en los túneles, incluso más que en la celda. Al menos allí teníamos la luz eléctrica para orientarnos: encendida durante el día, apagada durante la noche. Aquí cada minuto se convierte en una hora.
Julián y yo nos comemos tres barritas de cereales cada uno y parte de la cecina que robamos del alijo de los carroñeros. Es como una fiesta, e incluso antes de terminar me empiezan los calambres en el estómago. Aún así, después de comer y de beberme una jarra entera de agua, me siento mejor que en los últimos días. Dormimos un poco, tumbados tan cerca que noto que el aliento de Julián me mueve el pelo. Nuestras piernas casi se rozan, y los dos nos despertamos a la vez.
Coin está ahí otra vez. Ha rellenado la jarra de agua. Julián suelta un grito ahogado mientras trata de despejarse. Luego se incorpora rápidamente, avergonzado. Se pasa las manos por el pelo y se lo deja de puntas en todas las direcciones de manera caótica. Me entran unas ganas enormes de colocárselo.
—¿Puedes andar? —me pregunta Coin. Yo asiento—. En ese caso, haré que alguien os lleve a la superficie.
Una vez más, pronuncia superficie como si fuera un taco o una maldición.
—Gracias —las palabras resultan mínimas e insuficientes—. No tenías por qué. Quiero decir, muchísimas gracias. De no haber sido por ti y por tus amigos seguramente estaríamos muertos.
Casi digo «tu gente», pero en el último momento me corrijo. Me acuerdo de cómo me enfadé con Julián por decirme eso mismo.
Se me queda mirando un momento sin sonreír y me pregunto si la he ofendido de alguna manera.
—Como he dicho, vosotros no tenéis por qué quedaros aquí abajo —alza la voz hasta alcanzar un tono agudo—. Hay un lugar para cada cosa y para cada persona, ¿sabéis? Ese es el error que cometen arriba. Creen que solo cierta gente tiene un sitio, que solo tienen cabida determinados tipos de personas. Es resto sobra. Pero incluso las sobras han de tener su lugar. Si no, se coagularán y atascarán los conductos, se pudrirán y supurarán.
La recorre un estremecimiento y agarra de forma convulsa los pliegues de su sucio vestido.
—Voy a buscar a alguien que os lleve —dice bruscamente, como si le diera vergüenza el estallido anterior, y se aleja de nosotros.
El que viene hacia nosotros es el hombre rata. Verle me recuerda el vértigo y la náusea, aunque ahora está solo. Las ratas han vuelto a sus agujeros y escondrijos.
—Coin me ha dicho que queríais subir —es la frase más larga que le he oído hasta ahora. Julián y yo ya estamos de pie. Él ha cogido la mochila y, aunque le he dicho que puedo mantenerme en pie yo sola, insiste en cogerme el brazo. «Por si acaso», dice, y yo pienso en lo distinto que es del chico que vi en el escenario del Javits Center. Resulta impensable que aquella imagen fría que se proyectaba en la pantalla pueda ser la misma persona. Me pregunto si aquel chico es el verdadero Julián o lo es este, y si hay algún modo de saberlo.
Entonces me doy cuenta: ya tampoco estoy segura de quién es la verdadera Lena.
—Estamos listos —declara Julián.
Rodeamos los montones de basura y los improvisados refugios que cubren el andén. Por donde quiera que vayamos, alguien nos observa. Hay siluetas que se agazapan en las sombras. Han sido obligados a vivir aquí abajo, como nosotros nos hemos vistos forzados a vivir en la Tierra Salvaje: todo por una sociedad de orden y regularidad.
Para que una sociedad sea sana, ni uno solo de sus miembros puede estar enfermo. La filosofía de la ASD tiene unas implicaciones más profundas, mucho más profundas, de lo que yo cría. Los peligrosos no son solo los incurados: también los diferentes, los deformes, los anormales. Ellos también deben ser erradicados. Me pregunto si Julián se da cuenta de esto o si lo ha sabido siempre.
La irregularidad debe ser regulada, la suciedad debe ser limpiada, las leyes de la física nos enseñan que los sistemas tienden gradualmente al caos y por eso hay que trabajar sin tregua contra él. Las reglas de la censura están incluso escritas en el Manual de FSS.
Al final del andén, el hombre rata baja a las vías de un salto. Ahora camina bien. Si resultó herido durante la refriega con los carroñeros, le han atendido y vendado. Julián va detrás y luego me ayuda: alza los brazos y me sujeta de la cintura mientras bajo torpemente del andén. Aunque me siento mejor que antes, todavía no me muevo bien del todo. Llevo demasiado tiempo sin comer ni beber lo suficiente y continúo notando un zumbido en la cabeza. Al apoyar el pie izquierdo, me falla el tobillo y por un momento caigo sobre Julián. Me golpeo la barbilla contra su pecho, pero él me sujeta entre sus brazos.
—¿Estás bien? —pregunta. Me siento muy consciente de la cercanía de nuestros cuerpos y de la calidez de sus brazos.
Me aparto de él mientras el corazón se me dispara.
—Sí, sí —digo.
Luego llega la hora de adentrarse una vez más en la oscuridad. Me resisto y el hombre rata debe de pensar que tengo miedo. Se vuelve y dice:
—Los intrusos no llegan hasta aquí. No te preocupes.
Él no lleva linterna ni lámpara. Me pregunto si usaron el fuego solo para intimidar a los carroñeros. El túnel esta oscuro como la boca de un lobo, pero el hombre rata parece ver perfectamente.
—Vamos —me anima Julián, y seguimos al hombre rata a la luz mortecina de la linterna, adentrándonos en las tinieblas.
Caminamos en silencio, aunque el hombre rata se para de vez en cuando y chasquea la lengua como si llamara a un perro. En cierto momento se agacha, saca de los bolsillos del abrigo trozos de galletas aplastadas y los esparce por el suelo entre las vigas de madera de las vías. De los rincones del túnel emergen las ratas: olisquean sus dedos, se pelean por las migajas, suben de un salto hasta sus palmas abiertas y corren hacia arriba por sus brazos hasta los hombros. Es horrible verlo, pero no puedo apartar los ojos.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunta Julián cuando el hombre rata se pone derecho otra vez. Ahora oímos a nuestro alrededor un sonido de uñas y dientes pequeñitos, y la linterna ilumina rápidas sombras que se revuelven. Me entra un pánico repentino a que las ratas me rodeen por todas partes, hasta por el techo.
—No sé —contesta el hombre rata—. He perdido la cuenta.
A diferencia de las otras personas que han construido su hogar en el andén, no tiene deformidades físicas visibles. No puedo remediarlo y lo suelto:
—¿Por qué?
Se vuelve hacia mí de golpe. Durante un minuto no dice nada y los tres nos quedamos ahí, en la asfixiante oscuridad. Respiro rápidamente, con la garganta áspera.
—No quise que me curaran —replica finalmente, y las palabras suenan tan normales, tan propias de mi mundo, de la superficie, que el alivio se abre paso en mi pecho. Después de todo, no está loco.
—¿Por qué no? —pregunta Julián.
Otra pausa.
—Yo ya estaba enfermo —responde el hombre rata. Aunque no puedo verle la cara, siento que sonríe levemente. Me pregunto si Julián estará tan sorprendido como yo.
Entonces se me ocurre que las personas mismas están llenas de túneles: sinuosos espacios oscuros y cavernas imposibles de conocer. Imposibles incluso de imaginar.
—¿Qué sucedió? —insiste Julián.
—Ella fue curada —dice cortante el hombre rata antes de darnos la espalda y reanudar la marcha—. Y yo elegí, esto.
—Espera, espera —Julián tira de mí y corremos un poco para alcanzarle—. No lo entiendo. ¿Os infectasteis y luego la curaron a ella?
—Sí.
—¿Y tú elegiste esto? —Julián mueve la cabeza—. Debiste de ver lo que le pasaba. Quiero decir que la cura habría acabado con el dolor.
En las palabras de Julián se intuye una pregunta. Sé que está luchando, que se está aferrando todavía a sus antiguas creencias, a las ideas que le han reconfortado durante tanto tiempo.
—No lo vi —el hombre rata camina más deprisa. Debe de haber memorizado las curvas y depresiones del túnel, y Julián y yo casi no podemos seguirle el ritmo—. Después de aquello, no volví a verla.
—No lo entiendo —dice Julián, y durante un segundo mi corazón vuela hacia él. Tiene la misma edad que yo, pero hay tantas cosas que no sabe.
El hombre rata se detiene. No nos mira, pero veo que le suben y bajan los hombros con un suspiro inaudible.
—Ya me la habían quitado una vez —murmura—. No quería volver a perderla.
Siento ganas de ponerle una mano en el hombro y decirle: «Lo comprendo».
Pero las palabras parecen estúpidas. Nunca podemos comprender, solo intentarlo, avanzar torpemente por lo túneles tratando de alcanzar la luz.
Y en ese momento dice: «Hemos llegado», y se echa a un lado. La luz de la linterna alumbra una escalera de metal oxidado y, antes de que se me ocurra nada más que decir, él se sube al primer peldaño y empieza a ascender hacia la superficie.
En cuanto llega arriba, el hombre rata se pone a forzar una tapa metálica del techo. Cuando consigue deslizarla a un lado, y tengo que apartar la vista, parpadeando, mientras giran puntos de color en mis párpados.
El hombre rata se da impulso y sale por el agujero antes de tenderme la mano para ayudarme. Julián viene en último lugar.
Hemos salido a un amplio andén al aire libre. Más abajo hay una vía de tren destrozada: un revoltijo de madera y hierros rotos. En algún punto descenderá a los túneles subterráneos. El andén está manchado de cagadas de pájaro. Las palomas están por todas partes, posadas en los bancos descoloridos, en los viejos cubos de basura y entre las vías. Un letrero desgastado por el sol y el viento debió de contener en algún momento el nombre de la estación. Ahora resulta ilegible, salvo por unas cuantas letras: H, O, B, K. Las paredes están manchadas con eslóganes: MI VIDA, MI DECISIÓN, dice uno.
Otro dice: MANTENED A SALVO A AMÉRICA. Viejas consignas, antiguas señales de la lucha entre los creyentes y los no creyentes.
—¿Dónde estamos? —le pregunto al hombre rata. Está agachado junto a la boca negra del agujero que lleva al subsuelo. Se ha puesto la capucha del abrigo para protegerse los ojos del sol y parece tener mucha prisa por regresar a la oscuridad. Es la primera vez que tengo la oportunidad de verle bien, y me doy cuenta de que es mucho más joven de lo que pensaba. Aparte de algunas leves arrugas entrecruzadas junto a los ojos, su piel está tersa y suave, tan pálida que posee el tinte azulado de la leche. Los ojos castaños tienen una mirada confusa, borrosa; no están acostumbrados a tanta luz.
—Eso es el vertedero —dice extendiendo un brazo. A unos cien metros en la dirección hacia la que apunta hay una alta alambrada, más allá de la cual vemos un montón brillante de basura y metal—. Manhattan está al otro lado del río.
—El vertedero —repito lentamente. Claro, la gente del subsuelo necesita abastecerse y el vertedero es perfecto para ello. En él hay montones y montones de cosas que se tiran: comida, cables, muebles…
De repente siento una sacudida y me parece reconocer este lugar. Me pongo de pie de un salto.
—Sé dónde estamos —digo—. Aquí cerca hay un hogar.
—¿Un qué? —pregunta Julián con los ojos entrecerrados, pero estoy demasiado nerviosa para contestarle. Bajo corriendo del andén; mi aliento forma nubes de vaho. Alzo los brazos al sol. El vertedero es enorme. Tack me dijo que ocupaba varios kilómetros cuadrados, que daba servicio a todo Manhattan y a sus ciudades hermanas, pero seguramente nos encontramos en el extremo norte. Hay un camino de grava que nace en sus puertas y pasa entre las ruinas de viejos edificios bombardeados. Este pozo de basura fue una vez una ciudad, y a menos de un kilómetro y medio hay un hogar. Raven, Tack y yo vivimos ahí durante un mes mientras esperábamos a que llegaran nuestra documentación y las últimas instrucciones de la Resistencia para la reubicación y reabsorción. En el hogar habrá comida, agua y ropa, y encontraremos un modo de contactar con Raven y Tack. Mientras vivíamos ahí usábamos señales de radio, y cuando fue demasiado peligroso, trapos de distintos colores, que izábamos en el asta calcinada de una escuela cercana.
—Aquí os dejo —dice el hombre rata. Ya ha metido la mitad del cuerpo en el agujero. Se nota que está impaciente por alejarse del sol y regresar adonde se siente seguro.
—Gracias —digo. La palabra parece tonta e insuficiente, pero no se me ocurren otras. El hombre rata asiente y está a punto de bajar por la escalerilla cuando Julián lo detiene.
—No sabemos tu nombre —dice.
Los labios del hombre rata se tuercen en una sonrisa.
—No tengo —dice.
Julián parece sorprendido.
—Todo el mundo tiene un nombre.
—Ya no —responde el hombre rata con esa sonrisa amarga—. Los nombres ya no significan nada. El pasado está muerto.
El pasado está muerto. La cantinela de Raven. Se me seca la garganta. Después de todo, no soy tan distinta de esa gente del subsuelo.
—Tened cuidado —la mirada del hombre rata se desenfoca de nuevo—. Siempre están vigilando.
Luego se introduce por completo en el agujero. Un segundo más tarde, vuelve a colocar la tapa de hierro en su lugar. Julián y yo nos quedamos en silencio, mirándonos.
—Lo hemos conseguido —dice por fin, sonriéndome. Está un poco más abajo, en el andén, y el sol vetea el pelo de blanco y oro. A su espalda pasa un pájaro por el cielo, una sombra veloz contra el azul. En las grietas del pavimento crecen florecitas blancas.
De pronto me doy cuenta de que estoy llorando. Sollozo de alivio y de gratitud. Hemos conseguido salir, el sol sigue brillando y el mundo aún existe.
—¡Eh! —Julián se acerca a mí. Duda un momento, luego extiende la mano y me acaricia la espalda, moviéndola en pequeños círculos—. Eh, no pasa nada. Lena, no pasa nada.
Niego con la cabeza. Quiero decirle que lo sé y que por eso estoy llorando, pero no puedo hablar. Me atrae hacia sí y lloro sobre su camiseta y nos quedamos así, al sol, en el mundo exterior, donde estas cosas son ilegales. Y alrededor todo es silencio, excepto el gorjeo ocasional de los pájaros y el ruido de las palomas en el andén vacío.
Por fin me aparto. Durante un instante me parece ver movimiento detrás de él, en los recovecos sombríos de la escalera de la vieja estación, pero enseguida decido que han sido solo imaginaciones mías. La luz es implacable. No me puedo imaginar el aspecto que debo tener en este momento. A pesar de que la gente del subsuelo ha curado y tratado las heridas de Julián, su cara sigue cubierta de cardenales como un edredón de retales multicolores. Seguro que yo estoy igual o peor que él.
Bajo la superficie hemos sido aliados, amigos. Arriba no sé lo que somos, y me siento intranquila.
Por suerte, él rompe la tensión.
—Bueno… Entonces, ¿sabes dónde estamos? —dice.
Asiento con la cabeza.
Sé dónde podemos conseguir ayuda de… mi gente.
No hace ningún gesto, lo que le honra.
—Vamos, entonces —dice.
Me sigue por las vías. Espantamos a las palomas, que echan a volar a nuestro alrededor formando un remolino, un huracán difuso, emplumado. Avanzamos despacio por las vías y luego por la hierba alta y descolorida por el sol, todavía ribeteada de escarcha. El suelo está duro y recubierto de hielo, aunque aquí también se ven señales de la primavera: pequeños brotes verdes enroscados, unas pocas flores tempranas dispersas entre la tierra.
El sol nos calienta la nuca, pero sopla un viento helado Ojalá tuviera algo más abrigado que una sudadera. El frío se cuela a través del algodón, me agarra de las entrañas y tira de ellas.
Por fin el paisaje se vuelve conocido. El sol traza descarnadas sombras en el suelo: formas enhiestas y fragmentadas de viejos edificios bombardeados. Pasamos una antigua señal de tráfico, doblada por la mitad, que antaño marcaba la dirección a Columbia Avenue. En la actualidad, esa calle no es más que unas placas rotas de asfalto, hierba cubierta de escarcha y una alfombra de diminutas esquirlas de cristal, convertidas en polvo reflector.
—Aquí es —digo—. Justo aquí.
Echo a correr. La entrada al hogar está a menos de veinte metros, pasando una curva del camino.
Y sin embargo, experimento una sensación obsesiva: una alarma interior que suena en silencio. Conveniente. Esa es la palabra que gira una y otra vez por mi mente. Es tan conveniente que saliéramos tan cerca del hogar, es tan conveniente que los túneles nos condujeran hasta aquí…
Demasiado conveniente para que sea una coincidencia.
Aparto la idea.
Doblamos la esquina y lo vemos. Sin más, todas mis preocupaciones desaparecen, barridas por una descarga de alegría. Julián se detiene, pero yo voy derecha hasta la puerta, renovada y llena de energía. Casi todos los hogares, al menos los que yo he visto, están construidos en lugares ocultos: sótanos, bodegas, refugios antiaéreos y cámaras acorazadas de bancos afectados por los bombardeos. Los hemos poblado como insectos reivindicando la tierra.
Pero este hogar no se construyó mucho después de que terminara la gran campaña de bombardeos. Raven me contó que fue uno de los primeros, y que sirvió de cuartel general al primer grupo improvisado de la Resistencia. Ellos buscaron materiales y construyeron una especie de casa, una extraña estructura hecha de madera, cemento, piedra y metal. El sitio tiene un aire improvisado, una fachada a lo Frankenstein; es inverosímil que se mantenga en pie.
Y sin embargo, ahí está.
—¿Qué pasa? —digo volviéndome hacia Julián—. ¿Vienes o qué?
—Nunca… No es posible —Julián mueve la cabeza como si intentara despertarse de un sueño—. Esto no se parece en absoluto a lo que yo me imaginaba.
—Podemos construir algo casi a partir de la nada, solo con desechos —recuerdo de pronto que Raven me dijo casi lo mismo poco después de escaparme, cuando estaba enferma y débil y no sabía si quería vivir o morir. Aquello fue hace medio año, hace una vida. Durante un segundo, me asalta la tristeza: pienso en los horizontes que se desvanecen detrás de nosotros, en las personas y los lugares que dejamos atrás, como si fueran diminutas casas de muñecas que almacenamos y acabamos por enterrar.
Los ojos de Julián un tono eléctrico, reflejo del cielo, se vuelve hacia mí.
—Hasta hace dos años, creía que todo era un cuento de hadas. La Tierra Salvaje, los inválidos —da dos pasos y de repente, estamos muy cerca—. Tu. Yo. Nunca lo hubiera creído.
Nos separan todavía algunos centímetros, pero a mi me parece que nos estamos tocando. Entre nosotros hay una electricidad que hace que ese espacio encoja hasta desaparecer.
—Yo soy de verdad —declaro, y la electricidad es como un picor, un brinco nervioso bajo mi piel. Me siento demasiado expuesta. Todo está demasiado iluminado, demasiado silencioso.
Julián dice:
—No creo. No estoy seguro de que pueda regresar.
Sus ojos están llenos de una profundidad líquida. Quiero apartar la mirada de ellos, pero no puedo. Siento que estoy cayendo.
—No entiendo lo que dices —me obligo a pronunciar las palabras.
—Lo que quiero decir es que yo…
Se oye un fuerte estallido a la derecha, como si alguien te hubiera dado una fuerte patada o algo. Julián se interrumpe y veo que su cuerpo se tensa. Instintivamente, lo sitúo detrás de mi, en dirección a la puerta. Saco como puedo la pistola de la mochila. Recorro la zona con la mirada: metralla y piedra, hondonadas y huecos, muchos lugares para esconderse. Tengo el vello de punta en el cuello y todo el cuerpo en estado de alerta. Siempre están vigilando.
Nos quedamos quietos en un silencio angustioso. El viento levanta una bolsa de plástico del suelo quebradizo. Describe tres vueltas lentamente y luego cae junto a la base de una farola inutilizada desde hace tiempo.
De repente veo un movimiento hacia la izquierda. Me vuelvo con un grito, empujando el arma. Un gato sale corriendo de detrás de un montón de bloques de cemento. Julián suelta el aliento y yo aflojo la presión en la pistola, relajando el cuerpo. El gato, flaco y con los ojos muy redondos, se detiene y vuelve la cabeza en nuestra dirección. Maúlla lastimero.
Julián me roza los hombros con las dos manos y salto rápidamente, de manera instintiva.
—Vamos —ordeno. Me doy cuenta de que he herido sus sentimientos.
—Iba a decirte una cosa —dice Julián. Noto que busca mi mirada, que desea que le mire, pero yo ya estoy en la puerta, luchando con el pomo oxidado.
—Dímela luego —me inclino sobre la puerta. Por fin cede y se abre hacia adentro, soltando una vaharada de olor a polvo y moho. A él no le queda otra opción que seguirme.
Me da miedo lo que tiene que decir, lo que va a elegir y por donde va a ir. Pero me da mucho más miedo lo que yo quiero para él y, lo que es peor, de él.
Porque quiero algo. Ni siquiera estoy segura de qué exactamente pero el deseo está ahí, igual que antes estaban el odio, la ira. Pero no es una torre; es un pozo interminable, como un túnel, que se adentra profundamente y abre un agujero en mi interior.