Nos dispersamos como animales acosados, ciegos y llenos de pavor. No hemos tenido tiempo de cargar las armas y nos faltan las fuerzas para luchar. Mi cuchillo está en la mochila, fuera de mi alcance. No hay tiempo de pararse y sacarlo. Los carroñeros son veloces y fuertes; mas grandes, me parece, que una persona normal, mas grandes de lo que debería ser cualquiera que pasa la vida en la Tierra Salvaje.
—¡Por aquí! ¡Por aquí!
Raven corre delante de mí arrastrando de la mano a Sarah, que tiene demasiado miedo para gritar. Apenas puede mantener el ritmo de Raven. Tropieza en la nieve.
El terror es un latido que golpetea en mi pecho. Nos persiguen tres carroñeros. Uno de ellos sostiene una hacha. Oigo el silbido del filo en el aire. Me arde la garganta, y a cada paso me hundo quince centímetros y tengo que sacar la pierna para volver a avanzar. Me tiemblan los muslos por el esfuerzo.
Llegamos a una colina y, de repente, ante nosotras aparece un afloramiento de roca, grandes piedras unidas unas a otras como si se juntaran para darse calor. Están cubiertas de hielo y forman una serie de cuevas que se comunican, bocas oscuras donde no ha penetrado la nieve. No hay forma de rodearlas o de escalarlas. Aquí nos van a atrapar, aprisionadas como animales en un corral.
Raven se detiene un momento y veo que está aterrorizada. Un carroñero se lanza sobre ella y yo suelto un grito. Raven tira otra vez a Sarah hacia delante y corre directa hacía la roca; no hay otra salida. La veo buscar en el cinturón su largo cuchillo. Mueve los dedos con torpeza; los tiene completamente helados. No consigue sacarlo de la funda y me doy cuenta, con el corazón encogido, de que tiene intención de plantar cara. Ese es su único plan: vamos a morir aquí y nuestra sangre empapará la nieve.
Tengo la garganta áspera; las ramas desnudas me golpean la cara, haciéndome llorar. Un carroñero esta cerca de mí, tan cerca que puedo oír sus jadeos y ver su sombra corriendo al tiempo que la mía, a la izquierda: dos largas figuras gemelas proyectadas en la nieve. En ese momento, antes de que me alcance, me acuerdo de Hana. Dos sombras en las calles de Portland, el sol alto y cálido, las piernas que se mueven al mismo ritmo.
Y luego ya no queda ninguna salida.
—¡Vete!
Raven esta gritando mientras empuja a Sarah hacia delante para que se meta en un espacio oscuro, una de las cuevas formadas por las rocas. Sarah es pequeña cabe. Es de esperar que los carroñeros no puedan alcanzarla. Luego noto una mano en la espalda, doy un traspié y caigo violentamente de rodillas. Los dientes me retumban cuando choco con el hielo. Me doy la vuelta a pocos centímetros de la pared de roca.
Esta encima de mí: un gigante, un monstro maligno. Alza el hacha y el filo reluce al sol. Tengo tanto miedo que no puedo moverme, ni respirar, ni gritar.
Se tensa, listo para blandir el arma.
Cierro los ojos.
En el silencio resuena un disparo de rifle y luego dos más. Abro los ojos y el carroñero se desploma a un lado como una marioneta a la que le han cortado los hilos de repente. El hacha cae en la nieve, con el fio hacia abajo. Otros dos carroñeros han caído también, perforados por las balas: su sangre se extiende por el blanco de la nieve.
Y entonces los veo: Tack y Hunter corren hacia nosotros con los rifles en la mano, delgados, pálidos, demacrados y vivos.