El túnel que seguimos empieza a descender. Por un minuto me imagino que estamos avanzado hacia el centro de la Tierra.
Más adelante hay luz y movimiento: un resplandor intenso y sonidos de golpes y voces. Tengo el cuello empapado en sudor y los mareos son más intensos que antes. Me cuesta mantenerme en pie.
Tropiezo y apenas puedo volver a enderezarme. El hombre rata da un paso adelante y me agarra por el brazo. Intento soltarme, pero mantiene la mano firmemente en mi codo mientras camina junto a mí. Huele fatal.
La luz se extiende y se abre en una sala cavernosa llena de fuego y de gente. El techo esta abovedado, y salimos de la oscuridad a un espacio con altos andenes a ambos lados. En ellos hay más monstruos: gente sucia, astrosa, harapienta, todos ellos pálidos, como si les faltara la sangre. Bizquean y cojean, se desplazan entre cubos de basura metálicos en los que arden varias hogueras. El ambiente está cargado de humo y de olor a aceite usado. Las paredes están cubiertas de azulejos, empapeladas con anuncios desgastados y llanas de pintadas.
A medida que avanzamos por las vías, la gene se vuelve y se nos queda mirando. Todos están marchitos o dañados de algún modo. A muchas les falta algún miembro o tienen otros tipos de defectos: manos infantiles retorcidas, extraños tumores en la cara, la columna vertebral torcida o las rodillas tullidas
—Arriba —ordena el hombre rata apuntando con la barbilla hacia el andén. Este muy alto.
Julián continúa con las manos atadas a la espalda. Dos de los hombres más corpulentos de los andenes se acercan le agarran por las axilas y la ayudan a subir. El jorobado se mueve con elegancia sorprendente. Atisbo brazos fuertes y muñecas delicadas, bien torneadas. Así que se trata de una mujer
—Yo… yo no puedo —digo. La gente de los andenes se ha quedado inmóvil. Nos miran fijamente a Julián y a mí—. Está demasiado alto.
—Arriba —repite el hombre rata. Me pregunto si conocerá otras palabras aparte de en pie, camina, arriba, abajo.
El andén queda al nivel de mis ojos. Apoyo las manos sobre el cemento e intento darme impulso, pero estoy demasiado débil. Me caigo hacia atrás.
—Esta herida —grita Julián—. ¿No lo veis? Por Dios bendito tenemos que salir de aquí. Es la primera vez que habla desde que los carroñeros dieron con nosotros, y su voz está llena de miedo y dolor.
El hombre rata me vuelve a dirigir hacia el andén, pero esta vez, como si siguieran un acuerdo silencioso, se nos acercan al mismo tiempo algunos observadores, se agachan junto al extremo de la plataforma y alargan los brazos, intento retorcerme, pero el hombre rata me agarra fuerte por la cintura.
—Parad —ahora Julián intenta liberarse de sus captores. Los dos hombres que le ayudaros a subir le siguen sujetando con fuerza— ¡soltadla!
Me agarran manos por todas partes. No puedo dejar de gritar. Caras monstruosas se ciernen sobre mí, flotando en la luz mortecina.
Julián sigue gritando.
—¿Me oís? ¡Apartaos de ella! ¡Soltadla!
Una mujer avanza entre la gente hacia mí. Parece faltarle parte de la cara, tiene la boca torcida en una mueca horrible.
No. Quiero gritar. Las manos me agarran y me suben al andén. Doy patadas y me sueltan. Caigo de costado con dureza y me giro hasta quedar de espaldas. La mujer con la media cara se cierne sobre mí. Extiende las dos manos.
Me va a estrangular.
—¡Apártate de mí! —grito debatiéndome, intentado apartarla, mi cabeza golpea el suelo y durante un instante veo una exposición de colores.
—Quieta —susurra con voz tranquilizadora, una voz de canción de cuna, curiosamente tierna y el dolor cede y los gritos cesan y me adentro en la niebla.