Al principio, el fuego.
Fuego en mis piernas y en mis pulmones, fuego que arrasa cada nervio y cada célula de mi cuerpo. Así es como vuelvo a nacer, en medio del dolor: surjo de la oscuridad entre un calor sofocante. Me abro camino desde la húmeda negrura, llena de ruidos y olores extraños.
Corro y corro y, cuando ya no puedo correr más, avanzo cojeando hasta que me siento incapaz de andar. Entonces me arrastro centímetro a centímetro, hundiendo las uñas en el suelo, como un gusano que repta entre la vegetación exuberante del territorio desconocido de la Tierra Salvaje.
Sangro también, cuando nazco.
No estoy segura de cuánto he avanzado ni del tiempo que llevo adentrándome en el bosque cuando me percato de que estoy herida. Al menos uno de los reguladores me alcanzó cuando estaba trepando por la alambrada. Una bala me ha rozado en el costado, justo por debajo de la axila, y tengo la camiseta empapada en sangre. Pero he tenido suerte; la herida es superficial, aunque la visión de la sangre y de la piel desgarrada hace que todo resulte real, auténtico: este sitio desconocido, esta espantosa vegetación desmesurada, todo lo que ha sucedido, todo lo que he dejado atrás.
Todo lo que me ha sido arrebatado.
Tengo el estómago vacío, pero vomito de todos modos. Toso y escupo bilis que cae sobre las hojas planas y brillantes que tengo al lado. Los pájaros gorjean por encima de mi cabeza.
Un animal que se ha acercado a investigar corre a refugiarse de nuevo entre la tupida vegetación.
Piensa, piensa, piensa. Álex. Piensa en lo que haría Álex.
Álex está aquí, justo aquí. Imagínatelo.
Me quito la camiseta, rasgo el dobladillo y me ato la parte más limpia alrededor del pecho, de forma que haga presión contra la herida y me ayude a contener la hemorragia. No tengo ni idea de dónde estoy ni adónde me dirijo. Solo pienso en moverme, seguir moviéndome, adentrarme más y más, lejos de las alambradas y de ese mundo de perros y de armas y de…
Álex.
No. Álex está aquí. Tienes que imaginártelo.
Paso a paso, avanzo luchando contra espinas, abejas y mosquitos, apartando ramas gruesas y fuertes y enjambres de insectos como neblinas suspendidas en el aire. De pronto llego hasta un río: me encuentro tan débil que la corriente casi me derriba. Es de noche, la lluvia cae torrencial, violenta y gélida; me acurruco entre las raíces de un roble gigantesco, mientras a mi alrededor multitud de animales invisibles aúllan, jadean y se pasean en la oscuridad. Estoy demasiado aterrada para dormir. Si me duermo, moriré.
No nace de pronto la nueva Lena.
Nace paso a paso, y luego centímetro a centímetro.
Arrastrándome, con las entrañas retorcidas hasta que parecen convertirse en polvo, con la boca llena de sabor a humo.
Un dedo tras otro, como una oruga.
Así es como viene al mundo esa nueva Lena.
Cuando ya no puedo avanzar más, ni siquiera un centímetro, dejo caer la cabeza en la tierra y espero a la muerte. Estoy demasiado cansada para sentir miedo. Por encima de mi cabeza y a mí alrededor solo hay negrura, y los ruidos del bosque conforman una melodía que me expulsa de este mundo. Ya estoy en mi funeral. Me bajan a un oscuro y angosto nicho, y la tía Carol está aquí, y Hana, y mi madre y mi hermana y hasta mi padre, muerto hace mucho.
Todos contemplan cómo mi cuerpo desciende hasta la tumba y cantan.
Me encuentro en un túnel oscuro, lleno de niebla, pero no tengo miedo.
Álex me espera en el otro lado; Álex de pie, sonriente, bañado en la luz del sol.
Álex alarga los brazos hacia mí, me llama…
Eh, eh…
Despierta.
—Eh. Despierta. Vamos, venga, vamos.
La voz me trae de vuelta desde el túnel, y por un momento me siento tremendamente desilusionada al abrir los ojos y ver que no estoy ante Álex, sino delante de un rostro desconocido y afilado. No puedo pensar, mi mundo está hecho añicos. Cabello negro, nariz puntiaguda, ojos verdes brillantes: piezas de un rompecabezas al que no encuentro sentido.
—Venga, eso es, quédate conmigo. Bram, ¿dónde demonios está el agua?
Una mano bajo mi nuca y entonces, de repente, la salvación. Una sensación helada, líquida, deslizante: el agua me llena la boca, la garganta, rebosa por la barbilla, se lleva el polvo y el sabor a fuego. Primero toso, me ahogo, casi lloro. Luego trago todo lo que puedo y succiono, mientras la mano sigue sujetándome la nuca, y la voz no deja de animarme susurrando:
—Eso es. Bebe, bebe todo lo que necesites. Está bien. Ya estás a salvo.
Cabello negro, suelto, que me rodea como si estuviera dentro de una tienda de campaña: una mujer. No, una chica, una chica con boca fina y apretada, arrugas en las comisuras de los ojos y las manos tan ásperas como la madera y tan grandes como dos cestas. Pienso: «Gracias». Pienso: «Madre».
—Estás a salvo. Todo está bien. Estás bien.
Así es como nacen los bebés: acunados en brazos de alguien, succionando, indefensos.
Después, la fiebre me arrastra una vez más. Tengo escasos momentos de vigilia y capto impresiones inconexas. Más manos me levantan, escucho más voces y distingo un caleidoscopio de verdes y de fractales en el cielo. Después percibo el olor de un fuego de campamento y noto algo frío y húmedo contra mi piel, huelo el humo y escucho conversaciones amortiguadas, siento un dolor lacerante en el costado; luego, el hielo y el alivio. Una suavidad que se desliza por mis piernas.
Mis sueños son completamente diferentes a los que he tenido en toda mi vida. Están llenos de explosiones y violencia: sueños de piel que se derrite y de esqueletos calcinados hasta convertirse en restos negros.
Álex nunca volverá a mí. Me ha adelantado y ha desaparecido en el fondo del túnel. Se ha ido más allá.
Casi siempre que me despierto está ahí la mujer del pelo negro, pidiéndome que beba agua o poniéndome una toalla fresca en la frente. Las manos le huelen a humo y a cedro. Y, por debajo, entre el sueño y el despertar, entre la fiebre y los escalofríos, laten las palabras que repite una y otra vez, de forma que se van introduciendo en mis sueños, que empiezan a hacer retroceder parte de la oscuridad y me traen de vuelta desde el abismo. A salvo. A salvo. A salvo. Ya estás a salvo.
La fiebre cede, por fin, después de no sé cuánto tiempo, y finalmente me deslizo hacia la conciencia, aupada por la cadencia de esas palabras, suavemente, con delicadeza, como si cabalgara sobre una única ola hasta llegar a la orilla.
Incluso antes de abrir los ojos, oigo el entrechocar de platos, huelo una fritura y escucho un murmullo de voces. Lo primero que pienso es que estoy en casa y que tía Carol está a punto de llamarme para que baje a desayunar: una mañana como cualquier otra.
Luego viene el aluvión de recuerdos: la huida con Álex, la escapada fallida y mis días y noches sola en la Tierra Salvaje regresan con estruendo. Abro los ojos de repente, tratando de incorporarme, pero el cuerpo no me obedece. Solo puedo alzar la cabeza, es como si me hubiera convertido en piedra.
La chica del pelo negro, la que debe de haberme encontrado y traído aquí —sea donde sea «aquí»—, está de pie en el rincón, junto a una pileta grande de roca. Se da la vuelta en cuanto me oye moverme en la cama.
—Con cuidado —dice. Saca la mano de la pila, empapada hasta el codo. Tiene la cara afilada y alerta, como un animal. Sus dientes son diminutos, demasiado pequeños para el tamaño de tu boca, y están un poco torcidos. Atraviesa el cuarto y se agacha junto a la cama—. Llevas inconsciente un día entero.
—¿Dónde estoy? —consigo articular con un graznido. Tengo la voz áspera; apenas la reconozco como propia.
—Campamento base —responde, observándome detenidamente—. Así lo llamamos, vaya.
—No, quiero decir… —me esfuerzo por organizar mis recuerdos, por recomponer lo que sucedió después de que escalara la verja. Solo puedo pensar en Álex—. O sea, ¿esto es la Tierra Salvaje?
Un gesto que parece de sospecha le cruza rápidamente la cara.
—Estamos en una zona libre, sí —contesta con cautela. Se pone en pie y, sin decir una palabra más, se aleja de la cama y desaparece por una puerta oscura. Me llegan voces indistintas del interior del edificio. Siento una breve punzada de miedo y me pregunto si habré cometido un error al mencionar la Tierra Salvaje y si estas personas serán de fiar. Es la primera vez que oigo a alguien llamar a la tierra no regulada «zona libre».
Pero no. Sean quienes sean, deben de estar de mi lado; me han salvado y me han tenido completamente a su merced durante días.
Consigo incorporarme hasta quedar casi sentada, con la cabeza apoyada en la dura pared de piedra a mis espaldas. Todo el cuarto es de piedra: el suelo, de piedra ordinaria, y las paredes, de piedra con una fina película de moho negro en partes de la superficie. Hay un fregadero de piedra anticuado con un grifo oxidado. Tiene aspecto de no haber funcionado en años. Estoy tumbada en un catre estrecho y duro, cubierto de edredones raídos. Es el único mueble de la estancia, además de una silla de madera y unos cuantos cubos metálicos en el rincón, bajo la pila. No hay ventanas ni luces, solo dos focos de emergencia que funcionan con baterías y llenan la habitación de una débil luz azulada.
En una pared hay una pequeña cruz de madera con la figura de un hombre suspendido en el centro. Reconozco el símbolo: pertenece a una de las antiguas religiones de los tiempos anteriores a la cura, aunque no recuerdo a cuál.
De repente me acuerdo de mi primer año de Historia de América y de la señora Dernler, que nos miraba desde detrás de sus enormes gafas mientras golpeaba el libro de texto abierto con el dedo y decía:
—¿Lo veis? ¿Lo veis? Las viejas religiones, corruptas, manchadas con el amor. Apestaban a deliria, rezumaban amor.
Y, claro, en aquel momento aquello resultaba terrible y verdadero.
El amor, la más letal de las cosas letales.
El amor que mata.
Álex.
Tanto si lo tienes…
Álex.
Como si no.
Álex.
—Cuando te encontramos estabas medio muerta —comenta con naturalidad la chica del pelo negro al regresar al cuarto. Trae entre las manos un cuenco de arcilla que sostiene con cuidado—. O incluso peor. No creíamos que fueras a conseguirlo. Yo pensé que al menos había que intentarlo.
Me dirige una mirada dubitativa, como si no estuviera segura de si ha valido la pena el esfuerzo. Durante un instante me acuerdo de mi prima Jenny, de la forma en que solía poner los brazos en jarras y me miraba de hito en hito, y tengo que cerrar los ojos rápidamente para que no me regrese de golpe la avalancha de imágenes y recuerdos de una vida que ya está muerta.
—Gracias —digo.
Se encoge de hombros, pero replica: «De nada», y parece decirlo en serio. Acerca la silla de madera a la cama y se sienta. Lleva la larga melena sujeta tras la oreja izquierda. Más abajo se ve la marca de la operación, una cicatriz de tres puntas, justo como la que tenía Álex. Pero no puede estar curada porque se encuentra aquí, al otro lado de la verja: es una inválida.
Intento levantarme del todo, pero tengo que volver a recostarme tras luchar unos segundos, agotada del esfuerzo. Me siento como una marioneta medio muerta. Además noto un dolor abrasador en los ojos. Cuando bajo la vista veo que tengo la piel todavía llena de cortes, rozaduras y arañazos, picaduras de insectos y costras.
El bol que sostiene la chica está lleno de un caldo verdoso bastante claro. Hace ademán de pasármelo, luego vacila.
—¿Puedes sujetarlo tú sola?
—Claro que puedo —contesto con voz cortante sin pretenderlo. El cuenco pesa más de lo que pensaba. Me cuesta llevármelo a la boca, pero lo consigo finalmente. Tengo la garganta tan áspera como la lija y el caldo me sienta bien, aunque deja un sabor extraño, como a musgo. Trago con avidez y me lo termino entero.
—Despacio —aconseja la chica, pero me siento incapaz de parar. Es como si el hambre abriera las fauces en mi interior, mostrando un fondo negro, infinito, que lo llena todo. En cuanto me acabo el caldo, quiero más desesperadamente, aunque casi al momento me empiezan a dar calambres en el estómago—. Te vas a poner enferma —dice moviendo la cabeza, y me quita el recipiente.
—¿Hay más? —pregunto con un graznido ahogado.
—Dentro de un rato —contesta.
—Por favor.
El hambre es una serpiente que culebrea al fondo de mi estómago, devorándome desde el interior.
La chica del pelo negro suspira, se levanta y desaparece por la puerta oscura. Me parece oír que las voces se alzan en el pasillo y el ruido se hace más fuerte. Luego, de repente, el silencio. Regresa con un segundo cuenco de caldo. Se lo quito de las manos y se vuelve a sentar a mi lado. Se abraza las piernas apretándolas contra el pecho, como lo haría un niño pequeño. Tiene las rodillas morenas y huesudas.
—Bueno —dice—, ¿desde dónde cruzaste? —al verme dudar, se contradice rápidamente—. No importa. No tienes que hablar de ello si no quieres.
—No, no. No pasa nada —bebo a sorbitos de la escudilla, más despacio, degustando el extraño sabor a tierra; es como si lo hubieran cocido con piedras. Igual lo han hecho así. Álex me contó una vez que los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, han aprendido a arreglárselas con las provisiones más escasas—. Vine de Portland —demasiado pronto el cuenco vuelve a estar vacío, aunque la serpiente de mi estómago dista mucho de estar satisfecha—. ¿Dónde estamos ahora?
—A algunos kilómetros al este de Rochester.
—¿Rochester, en New Hampshire? —pregunto.
Se sonríe.
—Exacto. Debes de haber caminado un montón. ¿Cuánto tiempo estuviste sola?
—No lo sé —apoyo la cabeza en la pared. Rochester, New Hampshire. Eso significa que, aunque crucé por la frontera norte, me debo de haber desviado mientras estuve perdida en la Tierra Salvaje: he acabado noventa kilómetros al suroeste de Portland. Vuelvo a sentirme exhausta, aunque llevo días durmiendo sin parar—. Perdí la noción del tiempo.
—Los tienes bien puestos —comenta. No estoy muy segura de lo que significa, pero me lo puedo imaginar—. ¿Cómo cruzaste?
—No estaba…, no estaba yo sola —digo, y la serpiente me muerde las entrañas y se contrae después—. O sea, se suponía que no iba a estar yo sola.
—¿Estabas con alguien más? —Me escudriña de forma penetrante, con los ojos casi tan oscuros como el pelo—. ¿Algún amigo?
No sé cómo corregirla. Mi mejor amigo. Mi novio. Mi amor. Sigo sin sentirme del todo cómoda con esa palabra y me parece casi sacrílega, así que me limito a asentir con la cabeza.
—¿Qué pasó? —pregunta con voz más suave.
—ÉL… él no lo consiguió —sus ojos relampaguean de comprensión cuando pronuncio «él»: si veníamos juntos de Portland, de un lugar segregado, debemos de haber sido algo más que simplemente amigos. Por suerte, no sigue preguntando—. Conseguimos llegar hasta la misma alambrada fronteriza. Pero luego los reguladores y los guardias… —se intensifica el dolor en mi estómago—. Había demasiados.
De repente se pone de pie y coge uno de los cubos metálicos del rincón, lo coloca junto a la cama y se vuelve a sentar.
—Nos llegaron rumores —dice brevemente—. Historias de una gran escapada en Portland, mucha policía, y que habían tapado todo el asunto.
—¿Sí? —vuelvo a intentar incorporarme, pero los calambres hacen que me apoye de nuevo en la pared—. ¿Y sabéis qué le pasó a… a mi amigo?
Pregunto aunque sé la respuesta. Claro que la sé.
Lo vi allí de pie, cubierto de sangre, cuando se abalanzaron sobre él como un enjambre, como las hormigas negras de mi sueño.
La chica no contesta, se limita a apretar la boca en una línea rígida y mueve la cabeza. No tiene que añadir nada más, está claro lo que quiere decir. Está escrito en la compasión de su cara.
La serpiente se desenrosca del todo y empieza a dar latigazos. Cierro los ojos. Álex, Álex, Álex: mi razón de vivir, mi futuro, la promesa de algo mejor, se ha ido, se ha convertido en ceniza. Nada volverá a ir bien.
—Yo tenía la esperanza…
Suelto un pequeño gemido a medida que la horrible serpiente de mi estómago repta hasta mi garganta y me provoca un acceso de náusea.
La chica vuelve a suspirar y separa la silla de la cama.
—Creo —logro articular, conteniendo las ganas de vomitar—. Creo que voy a…
Y entonces me doblo sobre la cama y devuelvo en el cubo que me ha colocado al lado, con el cuerpo retorcido por las arcadas.
—Sabía que lo ibas a echar —asiente con un gesto. Luego desaparece por el pasillo oscuro. Un segundo después, vuelve a asomar la cabeza por la puerta—. Por cierto, me llamo Raven.
—Yo, Lena —digo, y las palabras traen consigo una nueva oleada de vómito.
—Lena —repite. Da un golpe en la pared con los nudillos—. Bienvenida a la Tierra Salvaje.
Luego vuelve a desaparecer y me quedo a solas con el cubo.
Esa misma tarde, Raven regresa y pruebo de nuevo el caldo. Esta vez lo bebo a sorbitos pequeños y consigo retenerlo. Sigo tan débil que apenas puedo alzar el bol hasta los labios.
Necesito que me ayude a sostenerlo. Supongo que debería darme vergüenza, pero soy incapaz de sentir nada. Cuando se me pasa la náusea, me siento invadida por una sensación de atontamiento tan completa como si me hubiera sumergido en agua helada.
—Muy bien —sentencia Raven con tono aprobador cuando consigo tomar la mitad del líquido. Aparta el cuenco y se marcha de nuevo.
Ahora que estoy despierta y consciente, lo único que deseo es volver a dormirme. Al menos en sueños puedo estar con Álex, puedo soñar que estoy en un mundo diferente. Aquí, en este mundo, no tengo nada: ni familia, ni hogar, ni un sitio al que ir. Álex se ha ido. Ahora mismo, hasta mi identidad habrá sido invalidada oficialmente.
No puedo ni llorar. Tengo las entrañas deshechas. No hago más que recordar una y otra vez el instante final en que me volví y lo vi de pie tras aquella pared de humo. Intento alargar los brazos mentalmente a través de la alambrada, más allá del humo, trato de cogerle la mano y tirar de él.
Álex, vuelve.
No hay nada que hacer más que hundirse. Las horas se cierran en torno a mí y me ahogan. Me siento encajonada, como si estuviera en una tumba.
Poco después oigo ruidos de pasos, y luego, ecos de risas y conversaciones. Esto, por lo menos, me da algo en lo que concentrarme. Intento diferenciar las voces, adivinar cuántas personas hablan, pero no consigo más que distinguir algunos tonos (hombres, chicos) y alguna risa aguda; de vez en cuando, una carcajada. Oigo a Raven gritar: «Vale, vale», pero en general las voces son olas de sonido, tonos indistintos, como una canción lejana.
Claro, es lógico que chicas y chicos compartan casa en la Tierra Salvaje. Después de todo, ese es el objetivo principal: la libertad para elegir, la libertad para estar cerca unos de otros, la libertad para mirar y tocar y amarse unos a otros; pero el simple pensamiento me resulta tan alejado de lo habitual que no puedo evitar que me dé un poco de miedo.
En realidad, Álex es el único chico que he conocido, el único con el que he hablado. No me gusta la idea de tener a un montón de hombres desconocidos justo al otro lado de la pared de piedra, con sus voces de barítono y sus resoplidos de risa. Antes de conocer a Álex, viví casi dieciocho años con una fe ciega en el sistema, creyendo al cien por cien que el amor era una enfermedad, que debíamos protegernos, que las chicas y los chicos tenían que mantenerse estrictamente separados para evitar el contagio. Miradas, contactos, abrazos: todo traía consigo el riesgo de contaminación. Y aunque estar con Álex me cambió, ese miedo no desaparece de la noche a la mañana. Es imposible.
Cierro los ojos, respiro profundamente e intento de nuevo obligarme a descender capa tras capa de conciencia para llegar hasta el sueño y abandonarme en él.
—Venga, Blue. Fuera de aquí. Hora de dormir.
Abro los ojos de golpe. Una niña de unos seis o siete años lleva un rato mirándome desde el umbral de la puerta. Es morena y delgada, lleva unos harapientos vaqueros cortos y una sudadera de algodón que le queda como catorce tallas demasiado grande, tan grande que se le cae en los hombros y deja al descubierto unos omóplatos tan puntiagudos como las alas de un pájaro. Su pelo, de un color rubio sucio, le llega casi hasta la cintura, y está casi descalza. Raven intenta esquivarla con un plato en las manos.
—No estoy cansada —replica la niña sin dejar de mirarme fijamente. Da saltitos sobre un pie y luego sobre el otro, pero no se atreve a adentrarse en el cuarto. Tiene los ojos de un matiz azul asombroso, del color de un cielo resplandeciente.
—No discutas —la riñe Raven, dándole un empujón cariñoso con la cadera al pasar a su lado—. Fuera.
—Pero…
—¿Cuál es la regla número uno, Blue? —la voz de Raven se vuelve severa.
La niña se lleva el pulgar a la boca y se muerde la uña.
—Obedecer a Raven —farfulla.
—Obedecer siempre a Raven. Y Raven dice que es hora de dormir. Ya. Vete.
Blue me lanza una última mirada de pesar y se va corriendo.
Raven suspira, pone los ojos en blanco y aparta la silla de la cama.
—Lo siento —se disculpa—. Todo el mundo está deseando conocer a la chica nueva.
—¿Quién es todo el mundo? —pregunto. Tengo la garganta seca. No he sido capaz de levantarme y llegar hasta el fregadero, y de todos modos, seguro que las cañerías no funcionan. En la Tierra Salvaje no puede haber agua corriente. Todas esas instalaciones, el agua y la electricidad, fueron destruidas hace años, durante la gran campaña de bombardeos—. Quiero decir, ¿cuántos sois?
Raven se encoge de hombros.
—Bueno, el número varía, ya sabes. La gente va y viene, pasa de un hogar a otro. Probablemente en este momento seamos unos veinte o así, pero en junio hemos llegado a tener hasta cuarenta flotantes, y en invierno este hogar se cierra completamente.
Asiento con la cabeza, aunque me confunden los términos hogares y flotantes. Álex me contó lo mínimo sobre la Tierra Salvaje y, claro, solo llegamos a cruzar con éxito una vez: la primera y única que estuve en territorio no regulado antes de nuestra gran escapada.
Antes de mi gran escapada.
Hinco las uñas en las palmas de mis manos.
—¿Estás bien?
Raven me contempla con atención.
—No me vendría mal un poco de agua —confieso.
—Aquí tienes —dice—. Tómate esto.
Me entrega un plato con dos pastelitos redondos, parecidos a crepes pero más oscuros y toscos. Agarra de un rincón una lata de sopa abollada y la usa como cazo para recoger un poco de agua de uno de los cubos que hay bajo la pila. Solo espero que ese cubo no sea el mismo en el que vomité.
—Es difícil encontrar vidrio por aquí —comenta al verme alzar las cejas ante la lata de sopa—. Por las bombas.
Lo dice como si estuviera en una frutería y pidiera pomelos, como si fuera lo más natural del mundo. Se vuelve a sentar, trenzándose un mechoncito de pelo con los largos dedos morenos.
Me acerco a los labios la lata de sopa. Tiene los bordes dentados, así que bebo con precaución.
—Aquí aprendes a apañártelas con lo que hay —declara con cierto orgullo—. Somos capaces de construir cosas a partir de la nada, solo con basura, desechos y huesos. Ya verás.
Me quedo mirando el plato que tengo en el regazo. Estoy hambrienta, pero las palabras basura y huesos hacen que se me quiten las ganas de comer.
Raven debe de adivinar lo que estoy pensando, porque se ríe.
—No te preocupes —añade—. No es nada asqueroso. Solo frutos secos, un poco de harina y algo de aceite. No es lo mejor que has comido en tu vida, pero te dará fuerzas. Andamos mal de provisiones; hace una semana que no hemos recibido ninguna entrega. La huida nos fastidió pero bien, ya sabes.
—¿Mi huida?
Asiente con la cabeza.
—Las fronteras han estado muy vigiladas durante toda la semana pasada, con seguridad reforzada en las alambradas —abro la boca para pedir disculpas, pero me corta—. No pasa nada. Eso lo hacen cada vez que hay una violación en la seguridad. Andan siempre preocupados porque vaya a producirse un levantamiento masivo y la gente salga corriendo hacia la Tierra Salvaje. Dentro de poco volverán a relajarse y entonces recibiremos más víveres. Mientras tanto. —Apunta con la barbilla hacia el plato—. Frutos secos.
Le doy un pequeño mordisco a uno de los pastelillos. La verdad es que no está mal: tostadito, crujiente y un poco grasiento. Me deja los dedos pringosos. Es mucho mejor que el caldo, y así se lo digo a Raven.
Me dedica una sonrisa luminosa.
—Sí, Roach es el cocinero habitual. Puede preparar una comida deliciosa con prácticamente nada. Bueno, es capaz de elaborar algo comestible casi a partir de la nada.
—¿Roach? ¿Es su nombre auténtico?
Raven acaba de trenzarse un mechón, se echa la trencita por detrás del hombro y empieza a hacer otra.
—Tan autentico como cualquier nombre —dice—. Roach lleva toda la vida en la Tierra Salvaje. Procedía de uno de los hogares más al sur, cerca de Delaware. El nombre se lo pondría alguien de allí. Cuando llegó aquí ya se llamaba Roach.
—¿Y Blue? —pregunto. Consigo comerme todo el primer pastelito sin que se me revuelva el estómago y dejo el plato en el suelo junto a la cama. No quiero arriesgarme a tomar el segundo.
Raven duda apenas un instante.
—Ella nació justo aquí, en el hogar.
—Y le pusisteis el nombre por sus ojos —comento.
Raven se pone de pie de repente y se aparta antes de contestar.
—Eso es.
Se acerca al fregadero y apaga una de las linternas. El cuarto se sume aún más en las sombras.
—¿Y tú? —le pregunto.
Se señala el pelo, negro como el ala de un cuervo.
—Raven —sonríe—. No es que sea lo más original.
—No, lo que quiero decir es... ¿has nacido aquí? ¿En la Tierra Salvaje?
La sonrisa desaparece de pronto como si alguien soplara una vela. Durante un momento, parece casi enfadada.
—No —responde secamente—. Vine aquí cuando tenía quince años.
Ya sé que no debería hacerlo, pero no puedo evitar insistir en el tema.
—¿Tú sola?
—Sí.
Recoge la segunda linterna, que sigue emitiendo una luz tenue, y se acerca a la puerta.
—¿Y cómo te llamabas antes? —pregunto, y ella se queda inmóvil, de espaldas a mí—. Antes de que vinieras a la Tierra Salvaje, quiero decir.
Continua quieta unos instantes. Luego se da la vuelta. Mantiene la linterna baja, así que tiene la cara envuelta en la oscuridad. Sus ojos son dos reflejos desnudos, como piedras negras iluminadas por la luz de la luna.
—Más vale que te acostumbres cuanto antes —dice, con serenidad pero con firmeza—. Todo lo que fuiste, la vida que tenías, la gente que conocías son polvo —menea la cabeza y su tono se endurece—. No hay un antes. Solo hay el ahora y lo que venga después.
Luego sale al pasillo. Se lleva la linterna y me deja en una oscuridad completa. El corazón me late a toda velocidad.
A la mañana siguiente, me despierto muerta de hambre. El plato sigue ahí con el segundo pastelillo. Al intentar cogerlo, me caigo de la cama y me golpeo las rodillas contra el frío suelo de piedra.
Hay un escarabajo recorriendo el dulce. Antes me habría dado tanto asco que ya no me lo habría comido, pero ahora tengo tanta hambre que me da lo mismo. Aparto el insecto de un golpecito, veo cómo se escabulle por un rincón y me como el pastelillo con avidez, sujetándolo con las dos manos y chupándome los dedos. Apenas amortigua los gruñidos de mi estómago.
Me incorporo lentamente, apoyándome en la cama. Es la primera vez que me pongo de pie en días, la primera vez que hago algo más que gatear hasta el barreño que Raven dejó en un rincón para que hiciera mis necesidades. Agachada en la oscuridad, con la cabeza baja y las piernas temblorosas, soy como un animal; ya no soy humana.
Estoy tan débil que, al llegar a la puerta, tengo que hacer un descanso, apoyada en la jamba. Me siento igual que una garza, con su pico descomunal y sus patas flacuchas, igual que aquellas que se veían en la ensenada en Portland, totalmente desproporcionadas y torcidas.
Mi cuarto desemboca en un corredor largo y oscuro, también sin ventanas, también de piedra. Oigo voces de gente que habla y que ríe, ruidos de sillas contra el suelo, alguien que chapotea con agua y tintineo de cacharros. Sonidos de comida. El pasillo es estrecho y voy palpando el muro con las manos a medida que avanzo, según voy sintiendo de nuevo las piernas y el cuerpo. A la izquierda hay un vano sin puerta que da a un cuarto amplio, lleno de productos de limpieza y de materiales médicos: gasas, frascos y frascos de antibióticos, cientos de cajas de jabón y de vendas. Al otro lado hay cuatro colchones estrechos colocados directamente sobre el suelo, con un revoltijo de mantas y de ropa encima. Un poco más allá veo otro cuarto que debe de usarse solo para dormir. Tiene colchones extendidos de lado a lado; cubren la superficie casi por entero, de forma que el suelo recuerda a un enorme edredón de retales.
Siento una punzada de culpa. Está claro que me han dado la mejor cama y el mejor cuarto. Me sigue asombrando lo equivocada que estuve durante todos aquellos años en que creía los rumores y las mentiras que me contaban. Pensaba que los inválidos eran animales; pensaba que me iban a destrozar con sus garras. Pero esta gente me ha salvado y me ha dejado el sitio más blando para dormir, me ha cuidado para que me cure y no me ha pedido nada a cambio.
Los animales son los del otro lado de la alambrada: esos monstruos que llevan uniforme. Hablan con voz dulce y suave, y mienten y sonríen mientras te rebanan el cuello.
El pasillo gira bruscamente a la izquierda y las voces aumentan de volumen. Ahora huelo carne que se está cocinando y el estómago me gruñe ruidosamente. Paso al lado de otros cuartos. Algunos son dormitorios, pero hay uno casi vacío, lleno de estanterías. En un rincón hay media docena de latas de alubias, un paquete a medio usar de harina y, extrañamente, una cafetera cubierta de polvo. Al otro lado se apilan cubos y latas de café junto a una fregona.
Otro giro a la derecha; el pasillo termina bruscamente y se abre en una sala grande, mucho más iluminada que las otras. A lo largo de una pared entera se extiende una pileta de piedra similar a la de mi cuarto. Por encima, sobre una balada larga, descansan media docena de linternas a pilas, que llenan el espacio con una luz cálida. En el centro hay dos mesas de madera largas y estrechas, llenas de gente.
Cuando entro, la conversación se detiene de repente. Docenas de ojos se alzan en mi dirección y de pronto me doy cuenta de que no llevo nada más que una amplia camiseta sucia que me llega a la mitad del muslo.
Hay hombres en la sala, sentados junto a las mujeres. Son personas de todas las edades, todas incuradas, y esto me resulta tan extraño, tan contrario a como debiera ser, que casi me quedo sin aliento. Estoy muerta de miedo. Abro la boca para hablar, pero no me salen las palabras. Y sigo sintiendo el peso del silencio, la ardiente quemadura de todas esas miradas.
Raven acude en mi ayuda.
—Seguramente tendrás hambre —comenta incorporándose, y le hace un gesto a un chico que está sentado al final de la mesa. Tendrá unos trece o catorce años; está muy delgado, casi esquelético, y tiene unos cuantos granos en la piel.
—Squirrel —llama con dureza. Otro mote extraño—. ¿Has terminado de comer?
El chico contempla su plato vacío con aire compungido, como si pudiera hacer que se materializara más comida por arte de magia.
—Sí —responde lentamente. Alza la vista hacia mí y luego la baja de nuevo al plato vacío. Me abrazo el cuerpo, me rodeo la cintura.
—Entonces, levántate. Lena necesita un sitio para sentarse.
—Pero. —Squirrel hace ademán de protestar, pero Raven lo fulmina con la mirada.
—Arriba, Squirrel. Haz algo útil. Vete a mirar los nidos, a ver si hay mensajes.
El chico me lanza una mirada hosca, pero se pone de pie y lleva su plato al fregadero. Lo deja caer sobre la piedra con estrépito, lo que provoca que Raven, que se ha vuelto a sentar, suelte un grito: «¡Squirrel, como lo rompas, te toca comprar otro!». Esto provoca algunas risitas ahogadas, y el chico sube dramáticamente por los escalones de piedra que hay en el extremo más lejano de la sala.
—Sarah, ponle a Lena algo de comer.
Raven ha vuelto a concentrarse en su comida: una especie de papilla grisácea que forma un montón grumoso en el centro del plato.
Una niña se pone de pie con entusiasmo, igual que un resorte. Tiene los ojos muy grandes y el cuerpo como un alambre. Todos en la sala están delgados, la verdad. Solo veo codos y hombres por todas partes, bordes y ángulos.
—Ven, Lena —parece disfrutar al decir mi nombre, como si fuera un privilegio especial—. Te serviré un plato.
Señala el rincón: un caldero de acero enorme y abollado y una cazuela combada con tapa, dispuestos sobre una vieja cocina de leña. Al lado hay platos y fuentes, cada uno procedente de una vajilla distinta, y algunas tablas de cortar, todo apilado sin orden ni concierto.
Llegar allá significa entrar de verdad en la sala: pasar junto a las mesas. Si antes notaba las piernas inseguras, ahora lo que me preocupa es que me fallen en cualquier momento y se me doblen. Curiosamente, noto la diferencia de textura de las miradas masculinas. Los ojos de las mujeres son penetrantes, evaluadores; los de los hombres son más cálidos, sofocantes, igual que una caricia. Me cuesta trabajo respirar.
Vacilante, me acerco a la cocina. Sarah me anima con gestos como si yo fuera un bebé, aunque ella misma no tendrá más de doce años. Me mantengo lo más cerca posible del fregadero, por si me tambaleo; quiero ser capaz de agarrarme con la mano y recuperar rápidamente el equilibrio.
En general, los rostros de la sala forman un manchón indistinto de trazos de color, pero algunos se destacan: veo a Blue que me contempla con los ojos muy abiertos, y a un chico más o menos de mi edad, con una extraña mata de pelo rubio, que parece a punto de echarse a reír en cualquier momento. Hay otro chico un poco mayor con el ceño fruncido y una mujer con una larga melena de color castaño que le cae por la espalda. Por un momento se cruzan nuestras miradas y siento un latido fuerte, como si me tartamudeara hasta el corazón. Pienso: «Mamá». Hasta este instante no se me había ocurrido que mi madre podría estar aquí, que debería estar aquí, en alguna parte, en la Tierra Salvaje, en alguno de los hogares o campamentos o como quiera que los llamen.
Luego, la mujer se mueve un poco, le veo la cara y me doy cuenta de que no, por supuesto: no es ella. Es demasiado joven. Debe de tener la edad de mi madre la última vez que la vi, hace doce años. Ni siquiera estoy segura de que fuera capaz de reconocerla si la volviera a ver. Mis recuerdos de ella están borrosos, distorsionados por capas de tiempo y de sueños.
—Gachas —dice Sarah en cuanto llego hasta ella. Me ha agotado cruzar la sala. No puedo creer que este sea el mismo cuerpo que solía correr nueve kilómetros fácilmente en un día, que subía y bajaba la colina de Munjoy Hill a toda velocidad como si nada.
—¿Cómo?
—Gachas —destapa la olla—. Así las llamamos. Es lo que comemos cuando andamos cortos de provisiones. Avena, arroz, a veces algo de pan, lo que nos quede de cereales. Lo hervimos cagando leches y ya está: gachas.
Me sobresalta el taco que sale de su boca.
Sarah coge un plato de plástico para niños pequeños, con fantasmales siluetas de animalitos que aún se vislumbran en la superficie, y me sirve una enorme ración de gachas. Detrás de mí, en las mesas, la gente ha regresado a sus conversaciones. La sala se llena con el zumbido bajo de las voces y yo empiezo a sentirme algo mejor; al menos eso significa que ya no soy el centro de atención.
—La buena noticia —continúa Sarah alegremente— es que anoche Roach trajo un regalito a casa.
—¿Un regalito? —estoy haciendo auténticos esfuerzos por entender su manera de hablar—. ¿Consiguió provisiones?
—Mejor que eso —me dedica una sonrisa y levanta la tapa de la segunda olla. Dentro hay una carne dorada, chamuscada, crujiente: un olor que casi me hace lloran—. Conejo.
Nunca en mi vida había comido conejo. Jamás me había planteado que ese animal fuera comestible, y menos para desayunar, pero acepto agradecida el plato y me falta muy poco para devorar la carne ahí mismo, de pie. La verdad es que preferiría quedarme donde estoy. Cualquier cosa antes que sentarme entre todos esos extraños.
Sarah debe de notar mi ansiedad.
—Vamos —dice—. Siéntate conmigo.
Me coge del brazo y me lleva hacia la mesa. Esto también me sorprende. En Portland, en las comunidades, todo el mundo tiene mucho cuidado de no tocarse. Hana y yo pocas veces nos dábamos abrazos o nos pasábamos el brazo por los hombros, y eso que era mi mejor amiga.
Un retortijón recorre mi cuerpo y me doblo por la mitad. Casi tiro el plato.
—Cuidado —al otro lado de la mesa está el chico rubio, el que antes casi no podía contener la risa. Arquea las cejas, del mismo rubio pálido que el pelo: resultan prácticamente invisibles. Tiene la marca del procedimiento bajo el oído izquierdo, al igual que Raven, pero las dos deben de ser falsas. Solo los incurados viven en la Tierra Salvaje; solo la gente que ha elegido huir de las ciudades enclaustradas o se ha visto obligada a ello—. ¿Estás bien?
No respondo. No puedo. Una vida entera de temores y de amenazas se apodera de mí, y las palabras destellan rápidamente en mi mente: ilegal, malo, simpatizante, enfermedad.
Respiro hondo e intento ignorar la sensación de rechazo. Esas son palabras de Portland, palabras antiguas; ellas, como la antigua Lena, se han quedado al otro lado de la alambrada.
—Está bien —interviene Sarah—. Solo tiene hambre.
—Estoy bien —respondo como un eco quince segundos más tarde. El chico vuelve a sonreírse.
Sarah se sienta en el banco y señala el espacio vacío junto a ella, el que acaba de dejar Squirrel. Menos mal que estamos al final de la mesa y no tengo que preocuparme por estar apretujada entre dos personas. Me siento, con la vista fija en el plato. Me doy cuenta de que todos me miran de nuevo. Por lo menos, la conversación continúa como una reconfortante manta de ruido.
—Venga, come.
Sarah me hace gestos para animarme. Le saco al menos seis años, pero me trata como si yo fuera la niña. Y a su lado me siento como si lo fuera.
—No tengo tenedor —murmuro. El rubio se ríe entonces, con una carcajada larga y estruendosa. También Sarah.
—No hay tenedores —dice—. Ni cucharas. Ni nada. Tú come.
Me arriesgo a levantar la cabeza y veo que la gente de alrededor me mira y sonríe: parece que les hago gracia. Uno de ellos, un hombre de pelo gris que debe de tener por lo menos setenta años, me hace una señal de asentimiento, y yo bajo los ojos rápidamente. Todo mi cuerpo arde de vergüenza. Claro, cómo van a preocuparse por los cubiertos y esas cosas en la Tierra Salvaje.
Cojo con los dedos un trozo de conejo y muerdo la carne, separándola del hueso. En ese momento estoy a punto de llorar: nunca en toda mi vida había probado algo tan rico.
—Está bueno, ¿eh? —comenta Sarah, pero yo solo puedo asentir con la cabeza. De pronto se me olvida que la sala está llena de desconocidos y que todos me están mirando. Me lanzo a por el conejo como un animal. Agarro un puñado de gachas con la mano, me lo meto en la boca y me chupo los dedos. Hasta eso me sabe bueno. Tía Carol alucinaría si me viera. Cuando era pequeña, solo me comía los guisantes si no tocaban el pollo; solía separar muy bien cada alimento en el plato.
Casi enseguida dejo el plato vacío. Solo quedan unos pocos huesos totalmente mondados. Chupo los restos de gachas de mis dedos y me paso el dorso de la mano por la boca. Siento una náusea y cierro los ojos, luchando por que pase.
—Vamos —interviene Raven poniéndose en pie de repente—. Hora de hacer las tareas.
Se produce una oleada de actividad: todos se levantan ruidosamente de los bancos y se oyen fragmentos de conversación que no puedo seguir («pusimos las trampas ayer», «te toca a ti echarle un vistazo a Grandma»). La gente pasa por detrás de mí, suelta su plato con estrépito en el fregadero y luego sube por las escaleras de la izquierda que están más allá de la cocina. Siento hasta el olor de sus cuerpos: es una corriente, un cálido río humano. Mantengo los ojos cerrados hasta que la sala se queda vacía y se me pasan un poco las ganas de vomitar.
—¿Cómo te encuentras?
Abro los ojos. Raven está de pie frente a mí, con las manos apoyadas en la mesa. Sarah sigue sentada a mi lado. Se ha abrazado una pierna y tiene el mentón sobre la rodilla. En esa postura se nota la edad que tiene.
—Mejor —contesto, y es cierto.
—Puedes ayudar a Sarah con los platos —dice Raven—, si te ves con fuerzas.
—Vale —respondo, y ella asiente con la cabeza.
—Bien. Y luego, Sarah, puedes acompañarla arriba. Lena es mejor que vayas conociendo la casa, pero no te precipites tampoco. No quiero tener que traerte de vuelta de los bosques otra vez.
—Vale —repito, y ella sonríe, satisfecha. Obviamente, está acostumbrada a mandar. ¿Cuántos años tendrá? Imparte órdenes con gran autoridad, aunque debe de ser más joven que la mitad de los inválidos de aquí. Se me ocurre que a Hana le caería bien, y el dolor regresa como una cuchillada justo debajo de las costillas.
—Ah, otra cosa. Sarah —Raven va hacia las escaleras—, consíguele a Lena unos pantalones en el almacén, ¿vale? Para que no tenga que andar pavoneándose por ahí medio en bolas.
Noto que me vuelvo a poner colorada y, tímidamente, me pongo a tirar del dobladillo de la camiseta para que me cubra los muslos. Raven me mira y se ríe.
—No te preocupes —dice—, no tienes nada que no hayamos visto antes.
Luego sube los escalones de dos en dos y desaparece.
En casa de Carol normalmente me tocaba lavar los platos, y me acostumbré. Pero fregar los cacharros en la Tierra Salvaje es harina de otro costal. Primero, está el tema del agua. Sarah me acompaña por el pasillo hasta una de las habitaciones por las que pasé de camino a la cocina.
—Este es el cuarto de las provisiones —explica, y contempla con el ceño fruncido todos los estantes vacíos y el paquete de harina casi terminado—. En este momento andamos un poco mal —continúa, como si no fuera evidente. Siento una punzada de ansiedad por ella, por Blue, por todos los de aquí, que son solo delgadez y puro hueso.
—Aquí guardamos el agua —continúa—. La cogemos por la mañana. Yo no, porque aún soy demasiado pequeña. Los chicos, y a veces también Raven.
Se acerca al rincón de los cubos y veo que están llenos. Levanta uno por el asa con las dos manos, y suelta un gruñido. Es muy grande, casi tanto como ella.
—Con uno más seguramente bastará —dice—. Agarra uno pequeño y ya está.
Sale de la habitación con el cubo a cuestas, caminando como un bebé patoso.
Avergonzada, me doy cuenta de que apenas soy capaz de levantar uno de los cubos más pequeños. El asa de metal se me clava dolorosamente en las palmas, que siguen cubiertas de ampollas y costras por el tiempo que pasé sola en la Tierra Salvaje. Antes de llegar al pasillo, tengo que dejarlo en el suelo y apoyarme en la pared.
—¿Estás bien? —me grita Sarah desde delante.
—Sí, sí —contestó, un poco cortante. No pienso permitir que venga en mi auxilio. Vuelvo a alzar el cubo, avanzo titubeante unos pasos, lo dejo en el suelo, descanso. Lo levanto, arrastro los pies, suelo, descanso. Lo levanto, arrastro los pies, suelo, descanso. Cuando llego a la cocina, estoy sin aliento y empapada. El sudor hace que me piquen los ojos. Por suerte, Sarah no lo nota. Está agachada junto a la cocina, atizando el fuego con el extremo chamuscado de un palo de madera para que arda más vivamente.
—Por las mañanas hervimos el agua para desinfectarla —me cuenta—. Tenemos que hacerlo o nos iríamos por la patilla de la mañana a la noche.
Reconozco en su forma de hablar a Raven: este debe ser uno de sus mantras.
—¿De dónde viene el agua? —pregunto, agradecida porque esté de espaldas. Así puedo descansar, al menos por el momento, en uno de los bancos más cercanos.
—Del río Cocheco —responde—. No está lejos. Un kilómetro y medio, dos como mucho.
Imposible: no puedo imaginarme cargar esos cubos, llenos, durante kilómetro y medio.
—También conseguimos por el río muchas otras cosas —continúa Sarah—. Nuestros amigos de dentro nos las mandan por ese medio. El Cocheco entra en Rochester y vuelve a salir —se ríe—. Raven dice que algún día le harán llenar un formulario de «propósito del viaje».
Sarah alimenta la estufa con madera de una pila que hay en el rincón. Luego se pone de pie y hace un gesto de asentimiento.
—Solo vamos a calentar el agua un poco. Limpia mejor si está caliente.
En una de las baldas altas sobre el fregadero hay una cazuela metálica, tan grande que podría servir para bañar cómodamente a un niño. Antes de que pueda ofrecerle ayuda, Sarah se sube a la pila, equilibrándose con cuidado sobre el borde como una gimnasta, y se endereza hasta coger la olla. Luego da un salto y aterriza sin ruido en el suelo.
—Vale —se aparta de la cara el pelo que se le ha salido de la coleta—. Ahora tenemos que echar el agua en la cazuela y ponerla al fuego.
En la Tierra Salvaje todo es proceso, un lento avance hacia delante. Todo lleva tiempo. Mientras esperamos a que hierva el agua, Sarah me hace una lista de la gente que vive en este hogar y me suelta un lío de nombres que no seré capaz de retener: Grandpa, el mayor; Lu, abreviatura de Lucky, que perdió un dedo por una grave infección pero consiguió salvar la vida y conservar el resto de sus miembros; Bram, abreviatura de Bramble, que apareció milagrosamente un día en la Tierra Salvaje, en medio de una maraña de zarzas y espinas, como si lo hubieran depositado allí los lobos. Casi cada nombre tiene su anécdota, hasta el de Sarah. Cuando llegó a la Tierra Salvaje, hace siete años, con su hermana mayor, les rogó a los habitantes del hogar que le dieran un nombre nuevo, uno que molara. Al acordarse, hace una mueca: quería un nombre duro como Blade o Iron, pero Raven se limitó a reírse, le puso una mano en la cabeza y dijo:
—Pues a mí me pareces una Sarah.
Y así se quedó.
—¿Quién es tu hermana? —pregunto. Por un momento me acuerdo de la mía, Rachel. No de la que dejé atrás, la curada, carente de expresión y lejana, como cubierta por un velo, sino la Rachel que aún recuerdo de mi infancia. Luego cierro los ojos un instante y dejo que la imagen se desvanezca.
—Ya no está aquí. Dejó el hogar este verano, no hace mucho, para unirse a la R. Volverá por mí en cuanto yo tenga edad de ayudar.
En su voz hay una nota de orgullo, así que asiento para darle ánimos, aunque no tengo ni idea de lo que es «la R».
Más nombres: Hunter, el chico rubio que estaba sentado frente a mí en la mesa («Ese es su nombre de antes», dice Sarah, pronunciando la palabra antes de forma apagada, como si fuera un taco. «No tiene ni idea de caza») y Tack, que vino del norte hace unos años.
—Todo el mundo dice que es un maleducado —comenta, y de nuevo percibo un eco de Raven en sus palabras. Juguetea con la tela de su camiseta, que está tan gastada que parece casi traslúcida—. Pero yo no lo creo. Conmigo tiene buen rollo.
Por su descripción, deduzco que Tack es el chico de pelo negro que me contempló con el ceño fruncido cuando entré en la cocina. Si esa es su forma normal de mirar, no me extraña que la gente piense que es un borde.
—¿Por qué se llama Tack?
Se ríe.
—Porque pincha igual que una chincheta —dice—. Se lo puso Grandpa.
Decido mantenerme alejada de él, si finalmente me quedo en el hogar. No es que crea que tengo muchas opciones, pero siento que no pinto nada en este sitio, y una parte de mí desearía que Raven me hubiera dejado donde me encontró. Allí estaba más cerca de Álex. Él se encontraba al otro extremo del túnel negro y largo. Yo podría haber atravesado aquella negrura y haberme reunido de nuevo con él.
—El agua ya está —anuncia por fin Sarah.
Proceso exasperantemente lento: llenamos una de las pilas con el agua caliente y Sarah va echando el jabón despacio, sin malgastar ni una gota. Esa es otra particularidad de la Tierra Salvaje: todo se usa y se vuelve a utilizar, se mide y se raciona.
—¿Y qué pasa con Raven? —pregunto mientras meto los brazos en el agua caliente.
—¿Cómo que qué pasa?
La cara de Sarah se ilumina. Le tiene cariño a Raven, lo noto.
—¿Cuál es su historia? ¿Dónde estaba antes?
No sé por qué insisto en ese tema. Supongo que siento curiosidad. Me gustaría saber cómo se convirtió en la persona que es: segura, temible, una líder.
El rostro de Sarah se ensombrece.
—El antes no existe —replica con sequedad. Luego se queda en silencio por primera vez en una hora. Lavamos los platos sin hablar.
Sarah abandona su mutismo cuando terminamos y vamos a buscar algo que ponerme. Me lleva a un cuarto pequeño que antes me pareció un dormitorio. Hay ropa esparcida por todas partes, montones y montones por el suelo y las estanterías.
—Esto es el almacén —dice, riéndose tontamente mientras hace un gesto ampuloso con una mano.
—¿Y de dónde viene toda esta ropa?
Entro con cuidado en la habitación, pisando camisetas y calcetines enrollados. Cada centímetro del suelo está cubierto de prendas.
—La encontramos —contesta Sarah vagamente, y de repente adopta un aire feroz—. La gran campaña de bombardeos no fue como ellos dijeron, ¿sabes? Los zombis mintieron, al igual que mienten sobre todo lo demás.
—¿Los zombis?
Sarah sonríe.
—Es como llamamos a los curados, una vez que han pasado la intervención. Raven dice que es como si fueran zombis. Dice que la cura vuelve estúpida a la gente.
—Eso no es cierto —rebato instintivamente, y estoy a punto de corregirla: son las pasiones las que nos vuelven estúpidos animales. Librarse del amor es acercarse al amor. Ese es un viejo dicho del Manual de FSS. Se suponía que la cura nos libraba de las emociones extremas y nos aportaba claridad de pensamiento y de sentimiento.
Pero cuando me acuerdo de los ojos vidriosos de la tía Carol y de la cara inexpresiva de mi hermana, me doy cuenta de que en realidad la palabra zombi es bastante adecuada. Y es cierto que todos los libros de Historia y los profesores nos mintieron sobre la gran campaña de bombardeo: se suponía que la Tierra Salvaje había sido barrida por completo y que los inválidos, o los habitantes de los hogares, no existían.
Sarah se encoge de hombros.
—Si eres lista, te implicas. Si te implicas, amas.
—¿Eso también te lo ha dicho Raven?
Vuelve a sonreír.
—Raven es super lista.
Me lleva un rato rebuscar, pero al final encuentro un par de pantalones verde caqui y una camiseta de algodón larga. Me resulta raro ponerme la ropa interior vieja de otra persona, así que me quedo con lo que llevo puesto. Sarah quiere que me ponga el nuevo modelo; está disfrutando con esto y no hace más que decirme que me pruebe cosas distintas, comportándose por primera vez como una chica normal. Cuando le pido que se dé la vuelta para cambiarme de ropa, me mira como si estuviera loca; supongo que en la Tierra Salvaje no hay mucha intimidad. Pero al final se encoge de hombros y se vuelve hacia la pared.
Es un gusto quitarme la camiseta larga que he llevado durante varios días. Sé que huelo mal y me encantaría darme una ducha, pero de momento agradezco tener ropa relativamente limpia. Los pantalones me van bien, me quedan bajos en las caderas y no arrastran mucho después de darles unas cuantas vueltas, y la camiseta es suave y cómoda.
—No está mal —sentencia Sarah cuando se vuelve a mirarme—. Ya casi pareces humana.
—Gracias.
—He dicho casi.
Se vuelve a reír.
—Bueno, entonces, casi gracias.
Me cuesta más encontrar zapatos. En la Tierra Salvaje, casi nadie los usa durante el verano, y Sarah me enseña orgullosa las plantas de sus pies, morenas y encallecidas. Finalmente encontramos un par de zapatillas de deporte que me quedan un poquito grandes; con calcetines gordos, me irán perfectas.
Al arrodillarme para atarme los cordones, me atraviesa una nueva oleada de dolor. He hecho esto tantas veces antes en carreras de cross, en los vestuarios, sentada junto a Hana, rodeada de una maraña de cuerpos, bromeando sobre quién corre mejor de las dos. Y, de alguna manera, siempre lo daba por hecho.
Por primera vez me viene el pensamiento: «Ojalá no hubiera cruzado». Lo aparto al instante, intento enterrarlo. Ya está hecho y Álex ha muerto por esto. No tiene sentido mirar atrás. No puedo mirar atrás.
—¿Estás lista para ver el resto del hogar? —pregunta Sarah.
Hasta el simple hecho de desnudarme y volverme a vestir me ha dejado exhausta, pero necesito aire y espacio desesperadamente.
—Muéstrame el camino —digo.
Volvemos por la cocina y subimos la estrecha escalera de piedra del fondo. Sarah se adentra corriendo y desaparece de mi vista cuando las escaleras hacen un giro abrupto.
—¡Ya casi estamos! —me grita.
Tras una última curva sinuosa, se acaban las escaleras de repente: salgo a una brillantez resplandeciente y siento el suelo blando bajo mis pies. Tropiezo, confundida, ciega por un momento. Casi me parece estar soñando. Me quedo ahí, parpadeando, esforzándome por encontrarle sentido a este mundo tan extraño.
Sarah está a unos pocos metros, riendo a carcajadas. Alza los brazos, bañados por la luz del sol.
—Bienvenida al hogar —dice, y baila un poco dando saltitos sobre la hierba.
He dormido bajo tierra; me lo podía figurar por la falta de ventanas y la humedad, y ahora las escaleras nos han conducido hacia la superficie de forma repentina. Donde debería haber una casa, un edificio, no se ve más que una amplia extensión de hierba cubierta de madera carbonizada y enormes cascotes.
No estaba preparada para sentir la luz del sol ni el olor de la vida y la vegetación. En torno a nosotras hay árboles altísimos. Las hojas tienen un tono amarillento, como si estuvieran ardiendo, y el suelo es un mosaico donde se alternan puntos de luz y de sombra.
Durante un instante, algo antiguo y profundo surge dentro de mí; siento deseos de tirarme al suelo y llorar de alegría o abrir los brazos y dar vueltas. Después de pasar tanto tiempo en el interior, quiero beberme todo ese espacio, todo el aire brillante y todo el vacío que se extiende a mí alrededor.
—Esto era una iglesia —explica Sarah. Apunta hacia las piedras rotas y la madera ennegrecida que tengo a mi espalda—, pero las bombas no afectaron la cripta. Hay un montón de sitios subterráneos en la Tierra Salvaje que sobrevivieron a los bombardeos, ya verás.
—¿Una iglesia?
Esto me sorprende. En Portland, nuestras iglesias están hechas de acero, cristal y paredes claras de yeso blanco. Son espacios asépticos, lugares donde se celebra el milagro de la vida y se demuestra la ciencia de Dios con microscopios y tubos de ensayo.
—Es una de las antiguas —continúa Sarah—. También hay un montón de estas. En el lado oeste de Rochester queda una entera, aún en pie. Ya te la enseñaré algún día, si quieres —luego alarga el brazo y me tira de la camiseta—. Venga, vamos. Hay un montón de cosas que ver.
La única vez que había estado en la Tierra Salvaje fue con Álex. Entonces logramos pasar la frontera a hurtadillas para que él pudiera enseñarme dónde vivía. Aquel asentamiento, como este, estaba situado en un claro, en un lugar que estuvo habitado anteriormente, una zona de la que los árboles y la maleza no se habían apoderado todavía. Pero este claro es enorme y está lleno de arcos de piedra medio derruidos y de paredes que se mantienen en pie a duras penas. A un lado hay unas escaleras de cemento que se elevan del suelo y desembocan en la nada. En el último peldaño han anidado varios pájaros.
Apenas puedo respirar mientras Sarah y yo nos abrimos paso lentamente por la hierba húmeda, que casi me llega a las rodillas en algunas zonas. Es un mundo en ruinas, un lugar absurdo, con puertas que no separan nada, con un camión oxidado, sin ruedas, en mitad de un tramo de hierba de color verde pálido. Un árbol crece justo en el centro y hay desperdigados por todas partes brillantes trozos de metal retorcido, fundidos y doblados en formas irreconocibles.
Sarah camina a mi lado dando brincos, excitada por estar al aire libre. Esquiva con facilidad las piedras y los desechos de metal que ensucian la hierba, mientras que yo tengo que mantener la vista constantemente en el suelo. Avanzo despacio, y es cansado.
—Aquí había una ciudad —informa Sarah—. Probablemente esto fuera la calle mayor. Por aquí no queda casi ningún edificio, pero los árboles son jóvenes. Así es cómo sabes dónde estaban las casas. La madera se quema mucho más fácilmente. Por supuesto —baja la voz hasta que es solo un susurro, con los ojos muy abiertos—, no fueron las bombas las que causaron más daño, ¿sabes? Fueron los incendios que vinieron después.
Consigo asentir con la cabeza.
—Esto era una escuela —me señala una enorme de vegetación rastrera con la forma aproximada de un rectángulo. Los árboles del perímetro están marcados por el fuego: blancos, calcinados y casi sin hojas. Me recuerdan a fantasmas altos y flacos—. Las taquillas estaban ahí sin más, abiertas. Y en algunas había ropa y cosas.
Por un momento adopta un aire culpable, y luego caigo en la cuenta: la ropa del almacén, los pantalones y la camiseta que llevo puestos; toda esa ropa debe de venir de algún sitio, debe de haber sido rescatada de los restos.
—Espera un momento.
Siento que me falta la respiración, así que nos paramos un rato delante de la antigua escuela para que descanse. Estamos en un trozo donde da el sol, y agradezco el calor. Los pájaros gorjean y silban por encima de nosotras como pequeñas sombras veloces sobre el fondo del cielo. Más lejos, distingo sonidos de risas y gritos alegres: los inválidos que recorren los bosques. El aire está lleno de hojas entre el verde y el dorado, que revolotean en remolinos.
Una ardilla, sentada sobre las patas traseras, mordisquea rápidamente un fruto seco en el peldaño superior de lo que debía de ser una de las entradas de la escuela. Ahora las escaleras están demolidas y se han convertido en tierra blanda, cubierta de flores silvestres. Pienso en todos los pies que las habrán pisado, que habrán pasado justo por donde está la ardilla. Imagino todas las manos pequeñas que marcaron las combinaciones numéricas en las taquillas, en todas las voces y en el ajetreo de gente en movimiento. Pienso en lo que debieron ser los bombardeos: el pánico, los gritos, las carreras, el fuego.
En la escuela siempre nos enseñaron que la campaña de bombardeo, la limpieza, todo aquello, fue algo rápido. Vimos imágenes de pilotos que saludaban del avión mientras las bombas caían sobre una lejana alfombra verde, con árboles tan pequeños que parecían de juguete y finas columnas de fuego que se alzaban como plumas sobre la vegetación. Nada de caos, nada de dolor, nada de ruidos y gritos. Solo una población entera, la gente que había resistido y se había quedado, que se negó a trasladarse a los lugares aprobados y vallados, los no creyentes y los contaminados, borrados todos a la vez, con la rapidez con la que se pulsa un botón, como si todo fuera un sueño.
Pero no pudo haber sido así en realidad. Imposible. Las taquillas seguían llenas, claro. A los chicos no les dio tiempo a hacer nada más que luchar con uñas y dientes para alcanzar las salidas.
Algunos, pocos, puede que escaparan y consiguieran adaptarse a vivir en la Tierra Salvaje, pero la mayoría murió. Nuestros profesores nos dijeron la verdad, al menos en eso. Cierro los ojos, siento que me mareo y casi pierdo el equilibrio.
—¿Te pasa algo? —me pregunta Sarah. Me toca la espalda con su mano fina y firme—. Podemos volver si quieres.
Abro los ojos. Solo nos hemos alejado unos cien metros de la iglesia. Ante nosotras se extiende casi toda la calle mayor, y estoy empeñada en verla entera.
Caminamos aún más despacio mientras Sarah me va señalando los lugares vacíos, los cimientos destrozados donde alguna vez debieron de alzarse los edificios: un restaurante («Era una pizzería; ahí es donde conseguimos la cocina»), una tienda de delicatessen («Aún se puede ver el letrero, ¿lo ves, medio enterrado por allí?: SÁNDWICHES A LA CARTA») y una tienda de comestibles.
Esta última parece deprimir a Sarah. Aquí el terreno está calcinado y la hierba parece más reciente que en los otros sitios, por haber excavado la tierra durante años y años.
—Durante mucho tiempo no hacíamos más que encontrar cosas de comer, todas enterradas por aquí. Latas de comida, ya sabes, y hasta artículos empaquetados que consiguieron sobrevivir al fuego —suspira con aire apenado—. Ahora eso ya se ha terminado.
Seguimos caminando. Otro restaurante, con un mostrador enorme de acero, y dos sillas de respaldo metálico, colocadas una junto a la otra en un cuadrado donde da la luz, una ferretería («Nos ha salvado la vida un montón de veces»). Junto a la ferretería hay un antiguo banco: aquí también hay escaleras que desaparecen de repente hundiéndose en la tierra, como una boca que bosteza tallada en el suelo. El joven de pelo oscuro, el mirón, acaba de llegar adonde da el sol. Camina tranquilamente, con un rifle colgado al hombro.
—Hola, Tack —saluda Sarah con timidez.
Él le revuelve el pelo al pasar.
—Eso es solo para chicos —dice—. Ya lo sabes.
—Ya sé, ya sé —ella pone los ojos en blanco—. Solamente le estoy enseñando esto a Lena. Ahí es donde duermen los chicos —explica dirigiéndose a mí.
Así que ni siquiera los inválidos han acabado del todo con la segregación de sexos. Este pequeño elemento de normalidad, de familiaridad, es un alivio.
Los ojos de Tack se vuelven hacia los míos y frunce el ceño.
Hola.
La voz me hace un gallo. Intento sonreír, sin éxito. Tack es muy alto y, como todos los de la Tierra Salvaje, está delgado, pero sus brazos son puro músculo. Tiene la mandíbula cuadrada y fuerte y lleva la marca de la operación: una cicatriz de tres puntas tras la oreja izquierda. Me pregunto si será falsa, como la de Álex, o si quizá en su caso la cura no funcionó.
—Sea como sea, manteneos alejadas de los sótanos.
Las palabras están dirigidas a Sarah, pero mantiene los ojos fijos en mí. Son fríos y calculadores.
—Lo haremos —dice Sarah, y Tack se aleja—. Es así con todo el mundo —susurra.
—Ya entiendo lo que dice Raven de que es un maleducado.
—Pero no te sientas mal, vamos. No te lo puedes tomar como algo personal.
—No, no —contesto, pero lo cierto es que el breve encuentro me ha dejado muy agitada. Aquí todo está mal, todo está al revés, invertido: marcos de puertas que se abren al aire, estructuras invisibles, edificios, señales, calles que arrojan la sombra del pasado sobre todas las cosas. Los siento, puedo oír el ajetreo de cientos de pies, escucho la risa antigua que corre por debajo de los cantos de los pájaros. Es un lugar construido con ecos y recuerdos.
De pronto me siento agotada. Solo hemos recorrido la mitad de la antigua calle, pero mi empeño inicial entera me parece absurdo en este momento. El brillo del sol, el aire y el espacio abierto me desorientan. Me doy la vuelta demasiado rápido, aturdida, y tropiezo con un bloque de piedra manchado de cagadas de pájaro; pierdo el equilibrio y aterrizo de bruces en la tierra.
—¡Lena! —Sarah se acerca a mí rápidamente y me ayuda a ponerme de pie. Me he mordido la lengua y tengo un sabor metálico en la boca—. ¿Estás bien?
—Dame un momento —digo respirando entrecortadamente. Me siento en la roca y caigo en que ni siquiera sé qué día es ni en qué mes estamos—. ¿Qué día es hoy?
—Veintisiete de agosto —contesta, con la cara fruncida de preocupación, pero manteniendo la distancia.
Veintisiete de agosto: me fui de Portland el veintiuno. He perdido casi una semana en la Tierra Salvaje, en este mundo al revés.
Este no es mi lugar. Mi mundo se encuentra a kilómetros de distancia: un mundo donde las puertas dan a habitaciones y a limpias paredes blancas, un mundo donde los frigoríficos emiten un zumbido apagado, un mundo de calles bien definidas y de aceras que no están llenas de grietas. Me recorre otra punzada y me doblo en dos, abrazándome las rodillas. En menos de un mes, Hana se someterá a la operación.
Álex entendía cómo eran aquí las cosas. Podría haber reconstruido para mí esta calle destruida y haberla convertido en un lugar con sentido y con orden. Él iba a ser mi guía en este territorio inexplorado. Con él me habría sentido bien.
—¿Te traigo algo?
La voz de Sarah suena insegura.
—Estoy bien —apenas puedo pronunciar las palabras entre el dolor—. Es por la comida. No estoy acostumbrada.
Me voy a marear otra vez. Dejo caer la cabeza sobre las piernas y toso para mantener a raya el sollozo que me estremece.
Pero Sarah debe de haberse dado cuenta de lo que me sucede, porque murmura en voz muy bajita:
—Cuando pasa un tiempo, te acostumbras.
Me da la sensación de que habla de algo más que del desayuno.
Después de esto, lo único que podemos hacer es regresar, recorrer la calle bombardeada y pasar entre los fragmentos de metal, que brillan entre la hierba alta como serpientes al acecho.
El dolor es como hundirse, como ser enterrado. Estoy entre unas aguas del color pardo de la tierra removida. Me ahogo con cada respiración. No hay nada a lo que agarrarse, no tiene fin, no existe ningún asidero. No puedo hacer nada más que dejarme ir.
Dejarme ir. Sentir a mí alrededor el peso, cómo me aprietan los pulmones, la presión lenta, baja. Dejarme ir más profundamente. No hay nada más que el fondo. No queda nada más que el sabor a metal y los ecos de los recuerdos y los días que parecen oscuridad.