ahora

Por la mañana sigue lloviendo.

Me incorporo despacio. Tengo un dolor de cabeza tremendo y estoy mareada. Julián no está a mi lado. La lluvia cae por las rejillas como largas cintas negras que se retuercen. Julián está de pie bajo ellas.

Permanece de espaldas, vestido únicamente con un par de gastados pantalones cortos de algodón que debió de encontrar mientras buscábamos ropa y provisiones. El aliento se me corta en la garganta. Sé que debería apartar la vista, pero no puedo. Estoy paralizada por la visión de la lluvia que se desliza por su espalda: una espalda ancha, fuerte, musculosa, como la de Álex; atrapada en el paisaje ondulado de sus brazos y sus hombros; en su pelo, oscuro ahora por el agua, en la forma en que inclina la cabeza hacia atrás y deja que el agua le entre en la boca.

En la Tierra Salvaje me acostumbré por fin a ver hombres desnudos o semidesnudos. Me acostumbré a sus cuerpos extraños, al pelo rizado del pecho, que a veces se extendía por la espalda y los hombros, a la superficie ancha y plana de su estómago y las alas de sus caderas, que se arquean sobre la cinturilla de los pantalones. Pero esto es diferente. Julián permanece en una quietud perfecta y, a la pálida luz gris, parece brillar un poco, como una estatua tallada en roca blanca.

Es bello.

Sacude un poco la cabeza y el agua salta de su pelo haciendo molinillos en un semicírculo centelleante; feliz y ajeno, se pone a tararear quedamente. De repente me da mucha vergüenza: estoy invadiendo un momento íntimo. Me aclaro la garganta ruidosamente y se da vuelta. Al ver que me he despertado, salta fuera del agua, recoge su ropa del extremo del andén y se cubre con ella.

—No sabía que estabas despierta —dice, luchando por ponerse la camiseta a pesar de que está empapado. Sin darse cuenta introduce la cabeza por un agujero de los brazos y luego lo intenta de nuevo. Me reiría si no tuviera un aire tan desesperado.

Ahora que se ha lavado la sangre, le veo claramente la cara. Ya no tiene los ojos hinchados, pero conserva profundos cardenales alrededor. Los cortes de la frente y el labio están empezando a cicatrizar. Eso es buena señal.

—Acabo de despertarme —le informo cuando consigue ponerse la camiseta—. ¿Has dormido algo?

Ahora lucha con los vaqueros. Su pelo crea un dibujo de manchas de agua en el cuello de la camiseta.

—Un poco —admite con aire culpable—. No quería. Creo que caí sobre las cinco. Estaba empezando a amanecer—ya se ha puesto los vaqueros y sube a la plataforma de un salto, con una elegancia inesperada—. ¿Estás lista para seguir?

—Enseguida —digo—. Me gustaría… me gustaría lavarme, como tú. Bajo las rejillas.

—Vale.

Asiente pero no se mueve. Noto que me vuelvo a poner colorada. Hace mucho que no me sentía así, tan abierta y expuesta. Estoy perdiendo la conexión con la nueva Lena, la dura, la guerrera forjada en la Tierra Salvaje. Es como si no pudiera volver a meterme en su cuerpo.

—Tengo que desnudarme —suelto, ya que Julián parece no captar la indirecta.

—Ah. Ah, vale —tartamudea, retrocediendo—. Claro. Yo. voy a adelantarme para explorar.

—Me daré prisa —digo—. Tenemos que ponernos en marcha otra vez.

Espero hasta que sus pisadas se convierten en un eco amortiguado antes de quitarme la ropa. Durante un minuto me olvido de que los carroñeros están por ahí en la oscuridad, buscándonos. Durante un minuto olvido lo que he hecho, lo que he tenido que hacer para escapar. Olvido la sangre que se extendía por el suelo del almacén, los ojos de la carroñera, sorprendidos, acusadores. Me quedo desnuda al borde del andén, con los brazos alzados hacía el cielo, mientras los ríos de agua caen sin cesar por las rejillas: líquido gris, como si el cielo hubiera empezado a derretirse. El aire frío hace que se me ponga la carne de gallina. Me agacho, salto a la vía y empiezo a andar sintiendo la dureza del metal y la madera en los pies descalzos. Voy chapoteando hasta las rejillas y levanto la cara para que la lluvia me caiga en ella directamente y baje por el pelo, la espalda los hombros doloridos y el pecho.

Nunca he sentido nada tan asombroso en mi vida. Desearía gritar de alegría, o cantar. El agua está helada y huele a limpio, como si en su descenso en espiral se hubiera empapado de los aromas de las ramas desnudas y los diminutos brotes de marzo.

Después de dejar que el agua me caiga por la cara y se acumule en mis ojos y en la boca, me inclino hacia delante y siento su golpeteo contra la espalda, como el tamborileo de miles de pies diminutos. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo dolorida que estoy. Me duele todo. Tengo las piernas y los brazos cubiertos de cardenales.

Sé que ya no puedo quitarme más suciedad, pero me cuesta apartarme de la corriente de agua, aunque el frío me hace temblar. Es un frío bueno, que purifica.

Por fin regreso al andén. Me lleva dos intentos saltar las vías por lo débil que estoy. Salpico agua por todas partes, dejo charcos con forma humana, en el oscuro cemento. Me recojo el pelo, lo estrujo e incluso esto me produce alegría: la normalidad de la acción, rutinaria y familiar.

Me meto los pantalones que les cogí a los carroñeros y les doy una vuelta en la cintura para que no se me caigan; aun así me cuelgan bastante en las caderas.

Luego, pisadas a mis espaldas. Me doy la vuelta rápidamente, tapándome el pecho con las manos.

Julián sale de las sombras y yo agarro la camiseta sin dejar de cubrirme.

—Espera —grita. Algo en su tono de voz, entre la orden y la urgencia, me impulsa a detenerme—. Espera —repite con más suavidad.

Nos separan unos ocho metros, pero por la manera en que me mira me siento como si estuviéramos pegados. Noto sus ojos sobre mi piel, como una comezón. Sé que debería ponerme la camiseta, pero no puedo moverme. Casi no puedo ni respirar.

—Nunca antes había podido mirar —dice sencillamente, y da otro paso hacía mí. La luz cae directamente sobre su cara y en este momento distingo una suavidad en sus ojos, algo difuso que hace que el ardor rugiente en mi cuerpo se funda y dé paso a una calidez, un sentimiento firme y maravilloso. Al mismo tiempo, se alza una voz diminuta en el fondo de mi mente: «Peligro, peligro, peligro». Por debajo, un eco más tenue «Álex, Álex, Álex».

Álex solía mirarme así.

—Tienes una cintura tan estrecha.

Eso es todo lo que dice, en una voz tan baja que casi no le oigo.

Me obligo a darme la vuelta. Me tiemblan las manos mientras forcejeo con el sujetador deportivo para metérmelo por la cabeza. Luego hago lo mismo con la camiseta. Cuando me giro otra vez, no sé por qué Julián me da miedo. Se ha acercado más. Huele a lluvia.

Me ha visto sin sujetador, expuesta.

Me ha mirado como si fuera guapa.

—¿Te sientes mejor? —pregunta.

—Sí —murmuro bajando la mirada. Me paso el dedo con cuidado por el corte del cuello. Mide unos dos centímetros y ya le ha salido una costra de sangre seca.

—Déjame ver —alarga la mano y luego titubea, con los dedos casi rozándome la cara. Levanto la vista; parece que me esté pidiendo permiso. Asiento con la cabeza y me pasa la mano con dulzura por la barbilla, alzándola para poder verme el cuello—. Deberíamos vendarlo.

Deberíamos, en plural. Ahora estamos del mismo lado. Ha enterrado el hecho de que yo le mentí y de que soy una incurada. Me pregunto cuánto le durará.

Se acerca a la mochila. Revuelve buscando artículos que robamos del botiquín y se aproxima a mí con una venda ancha, un frasco de agua oxigenada, un ungüento antibacteriano y varias bolas de algodón.

—Puedo hacerlo yo —dice. Primero moja las bolas de algodón con el agua oxigenada y me limpia el corte con cuidado. Escuece, y me echo hacía atrás con un gemido. Enarca las cejas—. Venga —me anima, curvando los labios para formar una sonrisa—. No duele tanto.

—Si duele —insisto.

—¿Ayer te enfrentaste a dos maniacos homicidas y ahora no aguantas un poco de escozor?

—Eso es distinto —replico con hostilidad. Sé que se está burlando de mí y no me gusta—. Aquello era una cuestión de supervivencia.

Él levanta las cejas, pero no dice nada. Me vuelve a frotar una vez más con el algodón y ahora aprieto los dientes y aguanto. Luego deposita una fina línea de pomada en la venda y me la coloca cuidadosamente en el cuello. Álex me curó una vez, justo así. Fue una noche de redada, estábamos escondidos en una caseta de herramientas diminuta y un perro acababa de llevarse un buen pedazo de mi pierna. Hacía mucho que no pensaba en esa noche y, cuando las manos de Julián se deslizan por mi piel, de repente me quedo sin aliento.

Me pregunto si así íntima a la gente: se curan unos a otros las heridas, se arreglan la piel rasgada.

—Ya está. Como nuevo —sus ojos han tomado el color gris del cielo que se divisa por encima de las rejillas—. ¿Te encuentras con fuerzas para que nos marchemos?

Asiento con la cabeza, aunque aún me siento débil y muy mareada.

Julián alarga la mano y me da un apretón en el hombro. Me pregunto qué pensará cuando me toca, si notará el pulso eléctrico que recorre mi cuerpo. No está acostumbrado a tener contacto con chicas, pero no parece preocuparle. Ha cruzado una frontera. Me pregunto qué hará cuando finalmente salgamos de aquí. Sin duda volverá a su antigua vida, a su padre y a la ASD.

Quizá haga que me arresten.

Siento un ataque de náuseas y cierro los ojos, tambaleándome un poco.

—¿Estás segura de que te encuentras lo bastante bien como para que sigamos?

Su voz es tan dulce que el pecho me estalla en miles de piececitas aleteantes. Esto no formaba parte del plan. Esto no tenía que suceder.

Pienso en lo que le dije la noche pasada: «Se supone que no tienes que saberlo». La verdad, dura, insoportable, hermosa.

—Julián —abro los ojos, luchando porque mi voz suene menos temblorosa—, no somos iguales. Estamos en lados diferentes. Eso lo sabes, ¿verdad?

Sus ojos se endurecen un poco, son más intensos: incluso en la penumbra tienen un azul resplandeciente. Pero cuando habla, su voz sigue siendo suave y tranquila.

—Yo ya no sé en qué lado estoy —dice.

Da otro paso hacia mí.

—Julián.

Casi no puedo pronunciar su nombre.

Entonces lo oímos: un sonido amortiguado que procede de uno de los túneles, un tamborileo de pisadas. Julián se tensa y en ese instante, cuando nos miramos, no hay ninguna necesidad de hablar.

Los carroñeros han llegado.

El terror es una descarga repentina. Las voces proceden del túnel por el que vinimos anoche, Julián recoge la mochila y yo me calzo rápidamente las zapatillas sin preocuparme de los calcetines. Cojo el cuchillo del suelo; Julián me agarra la otra mano y me empuja hacia adelante, más allá de las cajas de madera y del extremo más alejado del andén. Incluso a unos quince metros de las rejillas es casi imposible ver nada. Nos tragan una vez más el barro y las tinieblas. Parece como si entráramos en una boca, e intento luchar contra el terror que se sacude en mi interior.

Sé que debería estar agradecida por la penumbra y por todas las oportunidades que ofrece para esconderse, pero no puedo evitar pensar en lo que esa negrura podría ocultar: cosas silenciosas que aparecen de repente, cuerpos que se bambolean colgados de las tuberías.

Al final del andén se abre un túnel, tan bajo que tenemos que agacharnos para entrar. Al cabo de varios metros llegamos a una estrecha escalera de metal que nos conduce a un túnel más amplio de un nivel inferior. También lo recorren unas viejas vías de tren, pero por suerte está libre de agua. Cada pocos pasos, Julián se detiene para comprobar si se oyen ruidos de carroñeros.

Y luego oímos, inconfundible y ya más cerca, una voz que dice con un gruñido:

—Por aquí.

Esas dos palabras me dejan sin aliento, exactamente como si me hubieran dado un puñetazo. Es el albino. Me maldigo a mi misma por haber guardado la pistola en la mochila, tonta, tonta, ya no hay forma de sacarla en medio de la oscuridad, mientras avanzamos. Aprieto el mango del cuchillo, sintiéndome un poco reconfortada por el tacto suave de la madera, por el peso. Pero sigo débil, mareada y también hambrienta. Rezo en silencio para que podamos perderlos en la oscuridad.

—¡Por aquí abajo!

Pero las voces se hacen más fuertes, están más cerca. Oímos pies que golpean en la escalera de metal, un sonido que hace que se me hiele la sangre de terror. Justo entonces lo veo: una luz que zigzaguea en las paredes lanzando tentáculos amarillos. Están usando linternas, claro. Por eso avanzan tan rápido. Ellos no tienen que preocuparse por ser vistos u oídos. Ellos son los depredadores.

Y nosotros somos la presa.

Ocultarnos. Es nuestra única esperanza. Debemos ocultarnos.

Hay un arco a la derecha, un recorte de oscuridad más intensa todavía. Aprieto la mano de Julián y tiro de él, dirigiéndole hacia ese otro túnel. Está unos centímetros más abajo que el anterior y se encuentra salpicado de charcos de agua estancada y maloliente.

Avanzamos muy despacio, a ciegas, palpando. Las paredes son completamente lisas, no hay entrantes ni cajas de madera apiladas. No hay donde esconderse, y mi pánico aumenta. Julián también debe de sentirlo, porque pierde el equilibrio en la oscuridad y tropieza en uno de los charcos con un chapoteo repentino.

Nos quedamos inmóviles.

Los carroñeros también se paran. Sus pasos se detienen, sus voces enmudecen.

Y entonces la luz se cuela por el arco como un animal que olfatea y se arrastra recorriendo el terreno, hambriento. Julián y yo no nos movemos. Me aprieta la mano una vez antes de soltarme. Le oigo bajarse la mochila del hombro y sé que debe de estar buscando un arma. Ya no tiene sentido correr. Ya no tiene sentido luchar tampoco, pero al menos pondremos llevarnos por delante a un carroñero o dos.

Se me enturbia la visión de pronto y me sobresalto. Las lágrimas hacen que me escuezan los ojos, y me las limpio con el dorso de la muñeca. Solo puedo pensar: «Aquí no, así no, no en este subterráneo, no con las ratas».

La luz se expande y se le une un segundo rayo. Los carroñeros se mueven ahora en silencio, pero noto que se toman su tiempo, que lo disfrutan, como un cazador que tensa su arco antes de soltar la flecha, esos últimos momentos de silencio y quietud antes de matar a la presa. Se me humedece la palma que sostiene el cuchillo. A mi lado, Julián respira pesadamente.

Así no, así no. Tengo la cabeza llena de ecos, de fragmentos desdibujados: el olor pesado de la madreselva en verano, los abejorros que zumban, los árboles que se inclinan bajo el peso de una nevada abundante, Hana que corre delante de mí, riendo, con su pelo rubio meciéndose.

Y curiosamente, lo que me sorprende en ese instante preciso en que sé con sólida certeza que voy a morir, es que he dejado atrás todos los besos que me han dado. Los deliria, el dolor, todos los problemas que ha provocado, todo aquello por lo que hemos luchado, para mí está acabado, ha quedado atrás, arrastrado por la marea de mi vida.

Y entonces, justo cuando los rayos de luz se amplían y se convierten en focos que nos apuntan, enormes y cegadores, cuando las sombras se desdoblan y se convierten en personas, me lleno de una rabia desesperada. No puedo ver; la luz me ha deslumbrado y la oscuridad se ha fundido para convertirse en explosiones de color, en puntos brillantes que flotan. Mientras me lanzo hacia delante y ataco ciegamente con el cuchillo, oigo gritos y rugidos atenuados y un aullido que reverbera en mi pecho, que sale entre mis dientes como el reflejo de un filo metálico.

Todo es caos: cuerpos calientes y jadeos. Siento un codo contra el pecho y gruesos brazos que me sujetan, ahogándome. Agarro un mechón de pelo grasiento, noto un filo de dolor en el costado, un aliento nauseabundo en la cara y gritos guturales. No sé cuantos carroñeros hay. ¿Tres, cuatro? No sé dónde está Julián. Golpeo sin mirar, luchando por respirar, y todos son cuerpos duros que me acorralan —no hay forma de huir, no hay forma de liberarse— y movimientos de mi cuchillo. Encuentro carne y más carne hasta que me arrebatan el arma y alguien me retuerce la muñeca hasta hacerme gritar.

Unas manos enormes encuentran mi cuello y aprietan. El túnel se queda sin aire, se arruga y se agudiza hasta que se convierte en la punta de un bolígrafo contra mis pulmones. Abro la boca para respirar, pero no puedo. En lo alto veo una diminuta burbuja de luz que flota inalcanzable en la oscuridad. Intento llegar a ella y lucho por salir de esa densidad espesa, absorbente, pero siento los pulmones como si estuvieran llenos de barro. Me hundo.

Hundirme. Morir.

Débilmente, escucho un diminuto tamborileo, un ruidito constante, repetido. Pienso que debe de estar lloviendo otra vez.

En ese momento vuelven a aparecer luces que me deslumbran a ambos lados: luces móviles que bailan, se retuercen y viven. Fuego.

De repente se rompe la presión en torno a mi cuello. El aire es como agua fresca que me lava y me hace jadear y resoplar. Caigo de rodillas y durante un momento de confusión me parece que estoy soñando. Me derrumbo sobre una corriente blanda y peluda, un borrón de pequeños cuerpos.

Mi mente empieza a aclararse y el mundo resurge de la niebla. Me doy cuenta de que el túnel está lleno de ratas. Cientos y cientos de ellas: ratas que saltan unas sobre otras, que se revuelven y se contorsionan, que chocan contra mis muñecas y me mordisquean las rodillas. Se oyen dos disparos que reverberan en el túnel; alguien grita de dolor. Por encima se distinguen formas, gente que forcejea que huelen a aceite sucio y cortan el aire con su fuego como los granjeros siegan el trigo en el campo. Varias imágenes inmóviles, iluminadas brevemente: Julián doblado en dos, con una mano en la pared del túnel; una carroñera con la cara contorsionada, que grita con el pelo en llamas.

Este es un nuevo tipo de terror. Me quedo quieta de rodillas mientras las ratas pasan apresuradas junto a mí, golpeándome con sus cuerpos, chillando y dándome latigazos con la cola. Estoy asqueada, paralizada por el miedo.

Esto es una pesadilla. Debe de serlo.

Una rata se me sube al regazo. Grito y la aparto de un manotazo, mientras la náusea se me sube por la garganta. Golpea la pared con un sonido repugnante, chillando, y al momento cae de pie y se une de nuevo a la corriente hasta confundirse con ella. Siento tanta repugnancia que no puedo ni moverme.

Se me escapa un gemido. Quizá he muerto y he ido al infierno; quizá me estén castigando por los deliria y por todas las cosas horribles que he hecho, por vivir en el caos y la miseria, justo como predice el Manual de FSS que les sucederá a los desobedientes.

—Ponte de pie.

Alzo la cabeza. Hay dos monstruos por encima de mí, armados de antorchas. Eso es lo que parecen: bestias del subsuelo, no del todo humanas. Uno de los monstruos es enorme, casi un gigante. Tiene un ojo blanco lechoso, ciego; el otro posee un brillo tan oscuro como el de un animal.

La segunda figura está agachada, y su espalda parece tan abombada y torcida como el casco de un barco. No sé si es hombre o una mujer. El cabello largo y grasiento oculta la cara casi por completo. Ella, o él, le ha atado las manos a Julián por detrás con un cable. Los carroñeros han desaparecido.

Me levanto. Se me ha aflojado la venda del cuello y noto la piel húmeda y resbaladiza.

—Camina.

El hombre rata hace un gesto con su antorcha, apuntando hacia la oscuridad a mi espalda. Veo que está un poco torcido y que se agarra el costado derecho con la mano que no sostiene la antorcha. Me acuerdo de los disparos y de haber oído que alguien gritaba. Me pregunto si estará herido.

—Escucha —me tiembla la voz. Alzo las manos en un gesto de paz—. No sé quiénes sois ni qué queréis, pero solo estamos intentando salir de aquí. No tenemos mucho, pero podéis coger lo que queráis. Solo… dejadnos ir. Por favor. ¿Vale? —Se me quiebra un poco la voz—. Por favor, dejadnos ir.

—Camina —repite el hombre rata, y esta vez me acerca tanto la antorcha que siento el calor de la llama.

Miro a Julián. Hace un mínimo movimiento negativo con la cabeza. La expresión de sus ojos es clara. ¿Qué podemos hacer?

Me vuelvo y camino. El hombre rata va detrás de mí con su antorcha. Por delante, cientos de ratas desaparecen en la oscuridad.