Enterramos a Blue junto al río. Nos lleva horas romper el suelo helado y cavar un hoyo en el que quepa su cuerpo. Antes de introducirla, tenemos que quitarle el chaquetón. No podemos permitirnos no aprovecharlo. Al bajarla al agujero, pesa tan poco que es como una cría de pájaro, frágil y de huesos ligeros.
En el último momento, cuando estábamos a punto de cubrirla de tierra, Raven se lanza hacía delante con una histeria repentina.
—Va a tener frío —dice—. Así se va a congelar.
Nadie quiere detenerla. Se quita el jersey y salta al interior de la improvisada tumba, toma a la niña en sus brazos y la envuelve en la prenda. Está llorando. Casi todos nos damos la vuelta, incómodos. Solo Lu da un paso adelante.
—Raven, Blue estará bien —musita suavemente—. La nieve la abrigará.
Raven alza la vista, con la cara surcada por las lágrimas y un gesto feroz. Recorre nuestros rostros con la mirada como si estuviera luchando por recordar quiénes somos. Se incorpora de golpe y sale de la tumba.
Bram se adelanta y empieza a echar paladas de tierra otra vez sobre el cuerpo de Blue, pero Raven le detiene.
—Déjala —pronuncia en voz alta, con un extraño tono agudo—. Lu tiene razón. Va a nevar en cualquier momento.
Así es: se pone a nevar según estamos recogiendo el campamento. Sigue nevando durante todo el día, mientras caminamos por los bosques en una larga línea irregular. El frío es ya un dolor constante, un tormento atroz en los dedos de las manos y los pies. La nieve está helada y quema como ceniza ardiente, pero me imagino que cae dulcemente sobre Blue y que la cubre como una manta, para cobijarla y mantenerla a salvo hasta la primavera.