ahora

Julián y yo nos movemos en una oscuridad sofocante. Avanzamos despacio, trabajosamente; aunque estamos deseando con todas nuestras fuerzas echar a correr, no podemos arriesgarnos a hacer ruido ni a que se vea la luz de una linterna. Aunque andamos por lo que parece ser una vasta red de túneles, me siento como una rata dentro de una caja. No camino con seguridad. La oscuridad está llena de formas que giran como en un remolino y tengo que mantener la mano izquierda apoyada en la pared resbaladiza del túnel, cubierta de humedad y de insectos.

Hay ratas. Ratas que salen de los rincones con un chillido, ratas que corretean por las vías, patas que resuena contra la piedra con un tic, tic, tic.

No sé durante cuánto tiempo avanzamos. Es imposible calcularlo porque no se percibe ningún cambio en el sonido ni en la negrura. No hay forma de saber si vamos hacia el este o el oeste o si estamos caminando en círculos interminables.

A veces nos desplazamos a lo largo de viejas vías de ferrocarril, por lo que deben de ser los túneles de los trenes subterráneos, a pesar del agotamiento y los nervios, no puedo evitar el asombro ante la idea de estos espacios laberínticos y retorcidos. Los imagino llenos de tuneladoras y de gente que grita libremente en la oscuridad.

Otras veces los túneles están inundados, ya sea con un pequeño reguero de agua o con un charco grande de algún líquido maloliente y lleno de basura que probablemente proceda de una alcantarilla. Eso significa que nos estamos demasiado lejos de una ciudad.

Cada vez doy más traspiés. Hace días que no como nada sólido y me duele mucho el cuello, en el punto en que el carroñero me corto la piel con el cuchillo. Gradualmente, Julián tiene que sujetarme con más fuerza hasta que me pone una mano en la espalda para dirigirme hacia delante. Agradezco el contacto. Hace más soportable la agonía de caminar, el silencio y el esfuerzo por distinguir los sonidos de los carroñeros de los ecos y las goteras.

Seguimos durante horas sin detenernos. Por fin la oscuridad se va haciendo blanquecina hasta que veo un poco de luz, una larga corriente plateada que se filtra desde arriba. En el techo hay cinco rejillas. Sobre nuestras cabezas, por primera vez en días, veo el cielo: un fragmento de cielo nocturno, lleno de nubes y estrellas.

Sin darme cuenta, suelto un grito. Es lo más bello que he visto en mi vida.

—Las rejillas —digo— ¿podemos…?

Julián se adelanta y nos arriesgamos a encender la linterna. La enfoca hacia arriba y luego niega con la cabeza.

—Están atornilladas desde el exterior —se pone de puntillas y da un empujón—. No hay forma de moverlas.

La decepción me quema en el fondo de la garganta. Estamos tan cerca de la libertad, lo puedo oler: el viento y el espacio y algo más. La lluvia. Debe de haber llovido hace poco. El olor me hace llorar. Nos encontramos en un andén elevado. Las vías están inundadas de agua y tiene una capa de hojas que habrán caído por las rejillas. A la izquierda hay un hueco a medio excavar lleno de cajas de madera; en la pared se distingue un cartel, asombrosamente bien conservado, PELIGRO, dice. ZONA DE CONSTRUCCIÓN. OBLIGATORIO LLEVAR CASCO.

No puedo soportarlo más. Me aparto del apoyo de Julián y caigo pesadamente de rodillas.

—Oye —se arrodilla a mi lado—. ¿Estás bien?

—Cansada —suelto con un jadeo. Me hago un ovillo en el suelo y oculto la cabeza en el hueco del brazo, se me hace cada vez más difícil mantener los ojos abiertos. Cuando lo consigo, las estrellas de arriba se confunden y se mezclan en un único punto enorme de luz antes de volver a fragmentarse.

—Duerme —dice Julián mientras deja en el suelo la mochila y se sienta junto a mí.

—¿Y si vienen los carroñeros?

—Yo me quedare despierto —contesta—. Y a la escucha.

Un minuto después, se tumba de espaldas. Por las rejillas sopla el viento, y me estremezco sin querer.

—¿Tienes frio? —me pregunta.

—Un poco —admito. Apenas puedo hablar. También la garganta se me ha quedado helada.

Hay una pausa. Luego, se vuelve de lado y me pasa un brazo por los hombros. Me va acercando hasta que estamos pegados, hasta que me arropa con su cuerpo. Su corazón late contra mi espalda con un ritmo extraño, como un tartamudeo.

—¿No te preocupan los deliria? —le pregunto

—Sí —ríe brevemente— pero yo también tengo frio.

Poco después, sus latidos se hacen más regulares y los míos se van calmando para acoplarse a los suyos. Se me empieza a pasar el frio.

—¿Lena? —susurra Julián. Abro los ojos: la luna está ahora justo encima de nosotros, un alto rayo blanco.

Noto que su corazón ha vuelto a acelerarse.

—¿Quieres saber cómo murió mi hermano?

—Mi hermano y mi padre nunca se llevaron bien. Mi hermano era testarudo, muy obstinado, y además tenía mal genio. La gente decía que todo iría bien cuando estuviera curado —se detiene—, pero se volvió cada vez peor a medida que crecía. Mis padres hablaban de adelantar la operación. No daba buena impresión, ya sabes, para la ASD y todo eso. Era un rebelde, no hacía caso a mi padre y ni siquiera estoy seguro de que creyera en la cura. Tenía seis años más que yo. Yo tenía… yo tenía miedo por él. ¿Sabes lo que quiero decir?

No puedo hablar, así que asiento con la cabeza. Los recuerdos se me están acumulando. Surgen lo de los lugares oscuros en los que los había encerrado: la constante ansiedad que sentía cuando era niña, como un zumbido, cuando veía a mi madre reír, bailar, y cantar al ritmo de la música extraña que salía de nuestros altavoces; una alegría entretejida de pánico; miedo por Hana, miedo por Álex, miedo por todos nosotros.

—Hace siete años, tuvimos otra gran concentración en Nueva York. La ASD estaba alcanzando repercusión nacional. Fue el primer mitin al que acudí; tenía once años. Mi hermano no fue. No sé qué excusa dio.

Julián se mueve. Durante un momento me aprieta con los brazos en un gesto involuntario, luego se relaja una vez más. Sin saber cómo, sé que es la primera vez que le cuenta a alguien esta historia.

—Fue un desastre. A mitad de la concentración, los manifestantes irrumpieron donde estábamos, en el ayuntamiento. La mitad de ellos iban enmascarados. La protesta se volvió violenta y llegó la policía para disolverla, y de repente se convirtió en una auténtica pelea. Yo me escondí detrás del estrado, como un niño pequeño. Me dio tanta vergüenza después. Uno de los manifestantes se acercó demasiado al escenario, donde estaba mi padre. Gritaba algo, pero no entendí lo que decía. Llevaba puesto un pasamontañas, y un guardia lo derribó con la porra. Curiosamente, recuerdo que oí eso: el chasquido de la madera contra su rodilla, el ruido cuando se desplomó. Entonces fue cuando mi padre debió de ver la marca de nacimiento en el dorso de la mano izquierda, como una gran media luna. La marca de mi hermano. Saltó del estrado hacía el público, le quitó el gorro y… era él. Mi hermano yacía ahí, paralizado por el dolor, con la rodilla destrozada en mil fragmentos. Nunca olvidaré la mirada que le lanzó a mi padre. Totalmente serena y también resignada, como… como si supiera lo que iba a suceder. Finalmente conseguimos salir, la policía nos escoltó hasta casa. Mi hermano iba tendido en la parte trasera de la camioneta, gimiendo. Yo quería preguntarle si se encontraba bien, pero sabía que mi padre me mataría. Fue conduciendo todo el camino a casa sin decir una palabra, sin apartar los ojos de la calzada. No sé que sentiría mi madre. Quizá no mucho, pero sé que estaba preocupada. El manual de FSS dice que nuestra obligación para con nuestros hijos es sagrada, ¿no? «Y la buena madre solo termina de dar cumplimiento a sus deberes en el cielo.» —cita en voz baja—. Ella quería que lo viera un médico, pero mi padre no quiso ni oír hablar de ello. La rodilla de mi hermano tenía mal aspecto. Estaba hinchada, prácticamente como una pelota. Sudaba un montón y sentía muchísimo dolor. Yo quería ayudar. Yo quería —le recorre un temblor—. Cuando llegamos a casa, mi padre metió a mi hermano en el sótano y lo encerró. Pensaba dejarle ahí durante un día, en la oscuridad, para que aprendiera la lección.

Me imagino a Thomas Fineman; la ropa limpia y planchada los gemelos de oro que deben darle tanta satisfacción; el reloj elegante; el pelo bien arreglado. Puro, limpio, sin tacha, como un hombre que siempre duerme bien por la noche. «Te odio» pienso en nombre de Julián, que nunca ha tenido la oportunidad de decir esas palabras, de sentir el alivio que representan.

—Oíamos a mi hermano gritar al otro lado de la puerta. Le oíamos desde el comedor mientras cenábamos. Mi padre nos hizo estar ahí quietos toda la comida. Nunca lo perdonaré.

La única frase es apenas un susurro. Busco su mano, entrelazo los dedos con los suyos y aprieto. Me devuelve el gesto.

Durante un rato nos quedamos en silencio. Luego, desde arriba, nos llega un sonido suave que pronto se divide y se convierte en miles de gotas de lluvia que golpean la acera. El agua se cuela por las rejillas y resuena en los raíles de metal de las viejas vías.

—Luego, los gritos cesaron —dice Julián con sencillez, y yo me acuerdo de aquel día en la Tierra Salvaje con Raven, cuando nos turnábamos para enjuagar la frente de Blue mientra el sol salía como una ola sobre los árboles, aunque hacía bastante rato que Blue se había quedado fría. Julián se aclara la garganta—. Dijeron que había sido un accidente inesperado; un coágulo de sangre de la herida le había subido hasta el cerebro. Una posibilidad entre un millón. Mi padre no tenía forma de saberlo. Pero aún así, yo… —se interrumpe—. A partir de eso, sabes, siempre tuve mucho cuidado. Lo hacía todo bien. Era el hijo perfecto un modelo para la ASD. Incluso cuando me enteré de que la cura probablemente me mataría. Era más que miedo —dice, en un torrente apresurado de palabras—. Pensé que si cumplía las reglas, las cosas irían bien. Eso es lo que tiene la cura, ¿no? No solo por los deliria. Tiene que ver con el orden. Un sendero para cada uno. Solo tienes que seguirlo y todo irá bien. De eso va la ASD. Eso es él lo que yo creía, en lo que tenía que creer. Porque si no, solo hay caos.

—¿Le echas de menos? —pregunto.

No me contesta inmediatamente y sé, de alguna manera, que nadie le ha hecho esa pregunta antes.

—Creo que sí —admite por fin, en voz baja—. Le eché de menos durante mucho tiempo. Mi madre me dijo que después de la operación no sería tan malo. Dijo que ya no pensaría más en él de esa forma.

—Eso es incluso peor —murmuro suavemente—. Entonces se cuando se han ido de verdad.

Cuento tres largos segundos de silencio y, en cada uno de ellos, el corazón de Julián golpea contra mi espalda. Ya no tengo frío. Si acaso, tengo demasiado calor. Nuestros cuerpos están muy cerca, piel contra piel, los dedos entrelazados, su aliento en mi cuello.

—Ya no sé lo que está pasando —susurra Julián—. Ya no entiendo nada. No sé qué es lo que se supone que ocurre después.

—Se supone que no tienes que saberlo —respondo, y es cierto: los túneles pueden ser largos, llenos de curvas y oscuros, pero debes recorrerlos igualmente.

Más silencio. Por fin, Julián dice:

—Tengo miedo.

Es solo un susurro, pero siento que sus labios se mueven contra mi cuello. Es como si deletreara ahí las palabras.

—Lo sé —digo—. Yo también.

Ya no puedo seguir despierta. Navego por el tiempo y la memoria, entre esta lluvia y otras lluvias antes que esta, subiendo y bajando por una escalera de caracol. Julián me rodea con el brazo y luego lo hace Álex; después, Raven me acuna, pongo la cabeza en su regazo, y más tarde, mi madre me canta.

—Contigo tengo menos miedo —dice Julián. Quizá es Álex quien habla, o tal vez solo he soñado las palabras. Abro la boca para responder, pero no puedo hablar. Trago agua y luego estoy flotando y después ya no queda nada más que sueño, líquido y profundo.