ahora

Lena.

Mi nombre me saca del sueño. Me incorporo, con el corazón acelerado en el pecho.

Julián ha movido su catre hacía la puerta, junto a la pared, lo más lejos posible de mi. El sudor se acumula en mi labio superior. Hace días que no me ducho y el cuarto desprende un olor animal, a cerrado.

—¿Al menos es tu nombre auténtico? —pregunta Julián tras una pausa. Su voz sigue siendo fría, aunque ha perdido parte de su agresividad.

—Es mi nombre —replico. Cierro los ojos, los aprieto bien hasta que aparecen pequeños estallidos de color tras los párpados. He tenido una pesadilla. Estaba en la Tierra Salvaje, Raven y Álex estaban allí, y había también un animal, algo enorme que habíamos matado.

—Llamabas a Álex —siento un pequeño espasmo de dolor en el estómago. Más silencio—. Fue él ¿no? Fue él quien te pasó la enfermedad.

—¿Qué más te da? —digo. Me tumbo de nuevo.

—¿Y qué le pasó? —pregunta Julián.

—Murió —replico cortante; eso es lo que quiere oír. Visualizo una alta torre con paredes lisas, que se alza hasta el mismo cielo. Hay escaleras incrustadas a un lado, que van dando vueltas hacia arriba. Doy el primer paso hacia la frescura y la sombra.

—¿De qué? —pregunta Julián—. ¿Por los deliria?

Sé que si digo que sí, se sentirá bien. «¿Lo ves?», pensará. «Tenemos razón. Estábamos en lo cierto desde el principio. Si la gente muere, es porque tenemos razón».

—Vosotros —respondo—. Tu gente.

Julián toma aire rápido. Cuando vuelve a hablar, su voz es más suave.

—Dijiste que no tenías pesadillas.

Me encierro entre los muros. Desde la torre, las personas de abajo no son más que hormigas, manchitas, signos de puntuación: se borran fácilmente.

—Soy una inválida —digo—. Mentimos.

Por la mañana tengo un plan más claro, más firme, Julián sigue sentado en el rincón, observándome igual que me miraba cuando nos atraparon. Continúa llevando el trapo en torno a la cabeza, pero ahora parece más alerta y se le ha bajado la hinchazón de la cara.

Deshago el paraguas, separando la parte de nailon del armazón de metal. Luego extiendo la tela y la corto en cuatro tiras largas. Las ato juntas y pruebo su resistencia. No está mal. No aguantará mucho rato, pero solo necesito algunos minutos.

—¿Qué haces? —me pregunta Julián. Noto que está esforzándose por no parecer demasiado curioso. No le contesto. YA no me importa lo que haga, si viene conmigo o si se queda aquí pudriéndose para siempre, con tal de que no me moleste.

No me lleva mucho tiempo sacar las bisagras de la gatera. Lo consigo tirando en varias direcciones y jugando con la punta del cuchillo; estaban flojas y oxidadas. Consigo empujar la puerta hacia fuera y cae contra el corredor haciendo ruido. Eso hará que venga alguien, y pronto. Se me acelera el corazón. «Es la hora de la función», como decía Tack justo antes de salir de caza. Saco el Manual de FSS y le arranco una página.

—No vas a caber por ese espacio —comenta Julián. Es demasiado pequeño.

—Cállate —le pido—. ¿Puedes hacer eso por mi? Solo te pido que te calles.

Abro el tubito de rimel y mentalmente le mando un mensaje de agradecimiento a Raven. Ahora que está en el otro lado, en Zombilandia, busca todas esas pequeñas comodidades y chucherías, esas tiendas bien iluminadas llenas de baldas repletas de cosas que comprar.

Julián me mira mientras escribo una nota en el lado en blanco del papel.

La chica es violenta. Me da miedo que me mate. Dispuesto a hablar si me dejáis salir AHORA.

Lanzo la nota por el agujero para que caiga en el pasillo. Luego vuelvo a guardar en la mochila el libro, la cantimplora vacía con los trozos del paraguas despedazado. Agarro el cuchillo, me coloco junto a la puerta y espero, intentando disminuir la velocidad de la respiración, pasando el arma de vez en cuando a la otra mano y limpiándome el sudor de las palmas contra los pantalones. Hunter y Bram me llevaron una vez a cazar ciervos con ellos, solo a observar, y esta era la parte que no podía soportar: la inmovilidad, la espera.

Por suerte, no tengo que esperar mucho. Alguien debe de haber oído caer la gatera. Enseguida oigo que se cierra otra puerta: más información, la información es buena. Eso significa que hay otra puerta en alguna parte, otra habitación subterránea. Me llega un ruido de pasos que se acerca. Espero que sea la chica, la que llevaba el anillo de matrimonio clavado en la nariz.

Sobre todo, espero que no sea el albino.

Pero las pisadas suenan fuerte y, cuando se detienen justo ante la puerta, es un hombre quien masculla:

—¿Qué coño pasa?

Todo mi cuerpo está en tensión, cargado como un cable eléctrico. Solo voy a tener una oportunidad para que esto funcione.

Ahora que he utilizado la trampilla, distingo perfectamente unas botas militares manchadas de barro y unos pantalones verdes anchos como los que usan los técnicos de laboratorio y los barrenderos. El hombre gruñe y empuja un poco la puertecita con la bota como si fuera un ratón y quisiera ver si está vivo. Luego se arrodilla y coge la nota.

Aprieto más el cuchillo. Mi corazón parece haberse detenido. No respiro, el periodo entre latidos es eterno.

Abre la puerta. No pidas refuerzos. Abre la puerta ya. Vamos, venga, vamos.

Por fin se oye un suspiro pesado y un ruido de llaves. Y también un chasquido, me figuro que cuando le quita el seguro al arma.

Todo es muy definido y muy lento, cómo si lo viera por un microscopio. Va a abrir la puerta.

Las llaves giran en la cerradura y Julián salta alarmado, se pone de pie y suelta un grito. Durante un instante, el guardia vacila. Luego, la puerta comienza a abrirse hacia dentro, hacía mí, hacía donde estoy de pie apretada contra la pared, invisible.

Y así, sin más, es como si un columpio girara en dirección contraria. Los segundos se atropellan a tal velocidad que no puedo contarlos. Todo es instinto y una imagen borrosa. Los acontecimientos se concentran en un único momento: la puerta se abre del todo, a unos pocos centímetros de mi cara, y el guardia entra en la celda diciendo: «Vale, soy todo oídos».

En ese instante empujo la puerta con las dos manos y le golpeo con ella. Oigo una breve exclamación, una maldición y un gruñido.

—¡Joder! —Grita Julián—. ¡Joder!

Salto desde detrás de la puerta por puro instinto, sin pensar, y aterrizo sobre la espalda del carroñero. Vacila sobre sus pies y se agarra la cabeza, donde le ha debido de dar la puerta. Mi impulso le hace caer al suelo. Le golpeo con la rodilla en la espalda y le acerco el cuchillo a la garganta.

—No te muevas —estoy temblando. Espero que no lo note—. No digas nada. Ni se te ocurra gritar. Quédate así como estás, callado y tranquilito, no te pasará nada.

Julián me observa con los ojos muy abiertos, en silencio. El carroñero se porta bien. Se queda quieto. Mantengo la rodilla contra su espalda y la punta del arma en la garganta. Cojo un extremo de la cuerda de nailon con los dientes y le tuerzo los brazos a la espalda, manteniéndolos juntos con la rodilla.

De repente, Julián se separa de la pared y se acerca.

—¿Qué estás haciendo?

Mi voz suena como un gruñido, entre el nailon y los dientes apretados. No puedo enfrentarme a Julián y al carroñero a la vez. Si interfiere, se acabó.

—Dame la cuerda —me pide con calma. Durante un instante no me muevo—. Voy a ayudarte —añade.

Le paso la cuerda sin hablar y se arrodilla detrás de mí. Mantengo al carroñero sujeto contra el suelo mientras Julián le ata de pies y manos. Lo mantengo quieto presionando la rodilla contra su espalda y visualizo los espacios entre las costillas, la piel suave, las capas de carne y grasa y, más abajo el corazón, que bombea de vida. Solo haría falta un golpe rápido.

—Dame el cuchillo —dice Julián.

Aprieto más el mango.

—Dámelo.

Dudo antes de entregárselo, pero Julián se limita a cortar la cuerda sobrante. No lo maneja con excesiva precisión y tarda un minuto antes de entregarme el pedazo y devolverme el cuchillo.

—Deberías amordazarle —comenta en tono práctico—. Así no podrá pedir ayuda.

Está asombrosamente tranquilo. Levanto la cabeza del carroñero y le introduzco la improvisada mordaza en la boca. Patalea y se revuelve como un pez fuera del agua, pero consigo atarle la tela en la nuca. Los nudos no son muy fuertes se librará en diez o quince minutos, pero eso debería darnos tiempo suficiente.

Me pongo de pie con rapidez y me cuelgo la mochila de los hombros. La puerta de la celda sigue abierta. Solo eso, la puerta abierta, me llena de una alegría tan completa que podría gritar. Me imagino a Raven y Tack observándome con aprobación.

No os decepcionaré.

Vuelvo la vista. Julián se ha puesto de pie.

—¿Vienes o qué? —pregunto.

Asiente. Sigue teniendo muy mal aspecto. Sus ojos son apenas dos rendijas, pero aprieta la boca en una línea tensa.

—Vamos.

Meto el cuchillo en su funda y me lo guardo en el cinto de los pantalones. No me preocupa que Julián retrase mi huida: tal vez hasta sea de utilidad. Por lo menos, es otro objetivo. Si me persiguen o me atacan, puede servir de distracción.

Cerramos la puerta del cuarto sigilosamente a nuestra espalda, amortiguando los gritos inarticulados del guardia y el forcejeo de sus botas contra el suelo.

Al salir de la celda, nos hallábamos ante un corredor largo, estrecho y bien iluminado. Cuatro puertas de metal, todas cerradas, se suceden al lado izquierdo, y al final del pasillo hay otra puerta de acero. Esto me confunde un poco; yo daba por sentado que nuestra celda era simplemente un anexo de uno de los viejos túneles del metro, y que saldríamos a la oscuridad, al frío y la humedad. Pero obviamente nos encontramos en un espacio más complicado, dentro de un complejo subterráneo.

Las voces que he escuchado antes proceden de una de las puertas cerradas de la izquierda. Me parece reconocer el gruñido bajo y monótono del albino. Capto apenas algunas palabras de la conversación: «… esperar… mala idea desde el principio». Sigue una respuesta entrecortada, otra voz del hombre. Me tranquiliza saber dónde se encuentra el albino, pero no oigo a la chica de los piercings. Eso significa que al menos cuatro carroñeros estuvieron implicados en nuestro secuestro. Obviamente, se están organizando. Eso es malo, muy malo.

A medida que avanzamos, las voces se hacen más fuertes y claras. Los carroñeros discuten: «… Atenernos al acuerdo original. No debemos a nadie…». Siento como si se me hubiera atascado el corazón en la garganta y soy incapaz de respirar. Justo cuando estoy a punto de deslizarme junto a la puerta, se oye un ruido fuerte en el interior del cuarto. Me quedo inmóvil, pensando que ha sido un disparo. Oigo girar la manilla de la puerta. Se me aflojan las entrañas y pienso: «ya está, se acabó».

Luego, la voz que no reconozco dice fuerte:

—Venga, no te mosquees. Hablemos de esto.

—Estoy harto de hablar.

Ese es el albino. Así que, fuera lo que fuera el ruido no eran disparos.

Julián se ha quedado inmóvil junto a mí. Instintivamente nos hemos pegado a la pared; no es que vaya a ayudarnos mucho si los hombres salen de golpe al pasillo. Nuestros brazos casi se tocan y siento una leve pelusa de su antebrazo. Parece que transmite una corriente de pequeños impulsos eléctricos. Me separo un centímetro.

Por fin, el tirador hace un último ruido y entonces el albino dice:

—Vale, escucho.

Sus pasos se retiran hacia el interior del cuarto y se me relaja el espasmo del pecho. Le hago un gesto a Julián. Vámonos. Asiente con la cabeza. Tenía los puños apretados, y sus nudillos forman medias lunas blancas.

Todas las puertas del corredor están cerradas. No se oyen más voces y no hay ni rastro de otros carroñeros. Me pregunto qué contienen esos cuartos: quizá, pienso, haya prisioneros en todos, tumbados en catres gemelos, esperando a que paguen su rescate o a que los maten. La idea me enferma, pero no puedo pensar en eso mucho rato. Esa es otra regla de la Tierra Salvaje: lo primero es cuidar de uno mismo.

Esa es la desventaja de la libertad: cuando eres completamente libre, también estás completamente solo.

Llegamos a la puerta situada al final del pasillo. Agarro el pomo y tiro. Nada. Entonces observo el teclado numérico que hay colocado justo encima. Es del mismo tipo que había en la cancela de Hana.

La puerta requiere un código.

Julián debe de verlo al mismo tiempo que yo, porque murmura:

—Mierda. Mierda.

—Vale, vale, pensemos —susurro intentando aparentar serenidad. Pero la mente se me ha vuelto de nieve: en ella solo hay una idea que cae como una ventisca, congelándome la sangre. Estoy perdida. Me voy a quedar aquí atrapada y, cuando me encuentren, tendré que pagar por el guardia atado y lleno de moretones. Y ya no serán tan descuidados conmigo. Nada de puertecitas con gatera para mí.

—¿Qué hacemos? —pregunta Julián.

—¿Hacemos? —le lanzo una mirada por encima del hombro. Tiene la coronilla cubierta de sangre seca y aparto la vista para evitar sentir compasión por él—. ¿Así que ahora estamos juntos en esto?

—Tenemos que estarlo —dice—. Tendremos que ayudarnos el uno al otro si queremos escapar.

Me agarra de los codos y me aparta suavemente pero con firmeza. El contacto me sorprende; debía de hablar en serio cuando propuso dejar a un lado nuestras diferencias por el momento. Y si él puede, yo también.

—No vas a poder abrirlo sin la llave —advierto—. Necesitamos el código.

Julián pasa los dedos por el teclado. Luego da un paso atrás, se queda mirando la puerta con los ojos entrecerrados y toca el marco, como poniendo a prueba su resistencia.

—Tenemos un teclado similar en la cancela de casa —comenta pasando los dedos por la jamba y buscando grietas en el yeso—. Yo nunca me acuerdo de código. Mi padre lo ha cambiado muchas veces y entran y salen demasiados trabajadores, así que tuvimos que buscar un sistema, una serie de claves, un código dentro de un código; pequeñas señales colocadas en la puerta y alrededor para que, aunque se cambie el código, yo pueda saber cuál es.

De repente, se me enciende la lamparita: entiendo el porqué de la historia y la forma de salir.

—El reloj —señalo el que hay encima de la puerta. Está inmóvil: la manilla pequeña se encuentra situada un poco por encima de las nueve y la grande parada en las tres—. Nueve y tres —según lo digo, me siento insegura—. Pero eso son solo dos números. La mayoría tiene cuatro, ¿no?

Julián introduce 9393 y prueba a abrir la puerta. Nada. 39393 tampoco funciona.

—Mierda —Julián le da un puñetazo al teclado para mostrar su frustración.

—Vale, vale —respiro profundamente. Nunca he sido muy buena con los códigos y los rompecabezas. La asignatura que peor se me da es Matemáticas—. Pensemos detenidamente en esto.

Es ese instante, resurgen las voces pasillo abajo. Una puerta se abre apenas unos pocos centímetros.

—Sigo sin estar convencido —declara el albino—. Si dicen que no quieren pagar, nosotros nos salimos del juego.

—Julián.

Le toco el brazo, víctima de un terror repentino. El albino está saliendo al pasillo. Nos va a ver en cualquier momento.

—Mierda —repite Julián en voz baja, casi sin soltar el aire. Se desplaza un poco en el sitio hacia atrás y hacia delante, como si tuviera frío, pero sé que debe de tener tanto miedo como yo. De repente se queda inmóvil—. Las nueve y quince —señala mientras la puerta se abre otros pocos centímetros y las voces se derraman en el pasillo.

—¿Qué?

Agarro fuerte el cuchillo volviendo la cabeza una y otra vez, mirando a Julián y a la puerta que se abre, se abre.

—No es nueve y tres. Son las nueve y quince. Cero, nueve, uno, cinco.

Ya se ha inclinado sobre el teclado de nuevo e introduce los números a golpes. Se oye un zumbido bajo y un chasquido. Julián se inclina hacia la puerta, que se desplaza justo cuando las voces se hacen más claras y cortantes a nuestra espalda. Pasamos justo en el momento en que la puerta se abre del todo y los carroñeros dan sus primeros pasos por el corredor.

Entramos en un cuarto amplio y bien iluminado, con el techo alto. Las paredes están cubiertas de estanterías, tan llenas de cosas que en ciertos sitios la madera ha empezado a ceder y a combarse bajo el peso: paquetes de comida, bidones grandes de agua y mantas, pero también cuchillos, cubiertos y líos de joyas revueltas, zapatos y chaquetas de cuero, pistolas, porras de policía y botes de gas pimienta. Luego hay cosas que no sirven de nada: piezas de radio caídas por el suelo, un viejo armario de madera, taburetes de cuerda y un cofre lleno de juguetes de plástico rotos. En el otro extremo de la habitación hay una puerta de cemento pintada de color rojo cereza.

—Venga.

Julián me agarra violentamente del brazo y tira de mí hacia ella.

—No —me suelto de un tirón; no sabemos dónde estamos y no tenemos ni idea de cuánto tiempo pasará hasta que podamos escapar—. Aquí hay comida. Armas. Tenemos que aprovisionarnos.

Él abre la boca para contestar, pero desde el corredor llega un sonido de gritos y un martilleo de pies. De alguna forma, el guardia debe de haber dado la voz de alarma.

—Tenemos que escondernos.

Julián me lleva hasta el armario. Dentro huele a caca de ratón y a moho. Abro de par en par las puertas; el espacio es tan pequeño que Julián y yo prácticamente nos sentamos uno encima del otro. Me pongo la mochila en el regazo. Tengo la espalda apretada contra su pecho, y siento cómo sube y baja con la respiración. A pesar de todo, me alegra que esté conmigo. No estoy segura de que hubiera conseguido llegar tan lejos sola.

El teclado emite otro zumbido; la puerta del almacén se abre de par en par y golpea la pared. Me encojo sin querer y las manos de Julián encuentran mis hombros. Me da un apretón, una muestra rápida de aliento.

—¡Maldita sea! —es el albino, con su voz bronca, tan llena de ira, como un cable cargado de electricidad—. ¿Cómo coño ha sucedido? ¿Cómo han podido…?

—No pueden haber ido muy lejos. No tienen el código.

—Muy bien, pero entonces, ¿dónde demonios están? Dos críos de mierda, joder.

—Puede que se hayan escondido en alguno de los cuartos —dice el otro.

Interviene otra voz, esta de mujer, probablemente la de los piercings:

—Briggs lo está comprobando. La chica se ha lanzado sobre Matt y lo ha atado. Tienen un cuchillo.

—¡Joder!

—A estas alturas ya estarán en los túneles —dice la chica—. Seguro. Matt debe de haberles revelado el código.

—¿Te lo ha dicho él?

—Bueno, no iba a admitirlo, ¿no?

—Vale, mira es el albino otra vez; es el que manda. Ring, tu registra los cuartos de contención con Briggs. Nosotros miraremos en los túneles. Nick, tu coge el este. Yo voy para el oeste con Don. Diles a Briggs y Forest que se ocupen del norte, y ya encontraré a alguien que cubra el sur.

Voy haciendo una lista con los nombres y contando: así que tenemos que vérnosla con siete carroñeros por lo menos. Más de lo que esperaba.

El albino dice:

—Quiero tener a esos mierdas de vuelta en una hora. Ni de coña me van a joder el día de cobro por esto, ¿vale? No porque haya habido una metedura de pata en el último momento.

Día de cobro. Una idea se revuelve en los confines de mi conciencia, pero cuando intento centrarme el ella, se disuelve en la niebla. Si esto no tiene que ver con un rescate, ¿qué tipo de paga están esperando? Quizá supongan que Julián va a cantar y les va a soltar toda la información que necesitan para entrar en su casa, pero es un procedimiento complicado y peligroso para un robo normal en una vivienda. Además, no es la forma en la que operan habitualmente. Ellos no hacen planes. Prenden fuego, aterrorizan y se apoderan de cosas.

Y sigo sin ver qué pinto yo en todo esto.

Ahora se oye un ruido de gente que arrastra los pies, que carga armas y se coloca correas. Entonces el miedo regresa a toda velocidad: al otro lado de una fina puerta de contrachapado hay tres carroñeros con un arsenal digno de un ejército. Por un momento me parece que me voy a desmayar. Hace tanto calor y esto es tan reducido que tengo la camiseta empapada de sudor. Nunca vamos a conseguir salir vivos de aquí. Es imposible. No hay forma.

Cierro los ojos y pienso en Álex, en cuando iba apretada junto a él en la moto y tenía esa misma certeza.

—Nos vemos aquí dentro de una hora —dice el albino—. Ahora id a buscar a esa pareja de mierdas y traédmelos ensartados en un palo si hace falta.

Las pisadas se desplazan hacia la esquina opuesta, así que la puerta roja debe de conducir a los túneles. La puerta se abre y se vuelve a cerrar. Luego hay silencio.

Julián y yo nos quedamos inmóviles. En un momento dado hago ademán de moverme, pero él me detiene.

—Espera —susurra—. Solo para estar seguros.

Ahora que ya no hay voces ni distracciones, me siento incómodamente consciente del calor que desprende su piel. Su aliento me hace cosquillas en la nuca.

Por fin ya no puedo soportarlo más.

—Está bien —digo—. Vámonos.

Abrimos de un empujón la puerta del armario con cautela, por si acaso hay más carroñeros husmeando.

—¿Y ahora qué? —pregunta Julián en voz baja—. Nos están buscando en los túneles.

—Tendremos que arriesgarnos —replico—. Es la única forma de salir de aquí.

Él aparta la mirada, aceptándolo.

—Vamos a hacer acopio —digo.

Julián se acerca a una de las baldas y se pone a inspeccionar una pila de ropa. Me lanza una camiseta.

—Toma —dice—. Parece de tu talla.

Encuentro también un par de vaqueros limpios, un sujetador deportivo y calcetines blancos. Me cambio rápidamente detrás del armario.

Aunque sigo sucia y sudorosa, me resulta asombroso ponerme ropa limpia. Julián coge una camiseta y un par de vaqueros. Le quedan demasiado grandes, así que se los sujeta con un cable eléctrico a manera de cinturón.

Llenamos la mochila con barriles de cereales y agua, guardamos dos linternas, bolsas de frutos secos y cecina. Hay una balda llena de medicamentos, así que cojo ungüento, vendas y toallitas antibacterianas. Julián me contempla sin hablar. Cuando se cruzan nuestras miradas, no tengo ni idea de lo que está pensando.

Bajo los medicamentos hay una balda en la que reposa una solitaria caja de madera. Curiosa, me agacho y levanto la tapa. El aliento se me corta en la garganta.

Tarjetas de identidad. La caja está llena de cientos y cientos de tarjetas atadas con gomas. Hay también un montón de identificaciones de la ASD que brillan en la oscuridad.

—Julián —susurro—. Mira esto.

De pie junto a mí, contempla sin hablar las tarjetas laminadas: un borrón de caras, hechos, identidades.

—Venga —dice un minuto después—. Tenemos que darnos prisa.

Elijo rápidamente media docena de tarjetas que corresponden a chicas de mi edad. Las ato con una goma y me las meto en un bolsillo. También cojo una identificación de la ASD. Puede venirnos bien en algún momento.

Por fin es el momento de las armas. Hay cajas enteras: viejos rifles que cogen polvo, amontonados como un amasijo de enormes espinas; pistolas bien engrasadas y pulidas por el uso; gruesas porras y cajas de munición. Le paso una pistola a Julián tras comprobar que esté cargada. Echo una caja de balas en la mochila.

—Nunca he disparado —admite manejándola con cautela, como si le preocupara que fuera a dispararse sola en cualquier momento—. ¿Y tú?

—Alguna vez —respondo, y él se muerde el labio inferior.

—Llévala tú —me pide, y la meto en la mochila, aunque no me gusta la idea de cargar tanto peso.

Los cuchillos, por el contrario, no solo son útiles para hacer daño a la gente. Me coloco una navaja bajo la correa del sujetador. Julián coge otra y también se la guarda.

—¿Estás lista? —me pregunta.

En este momento me doy cuenta: esa preocupación sorda que me rondaba la cabeza se hincha y explota. Esto está mal, esto está muy mal. Todo está demasiado organizado. Hay demasiados cuartos, demasiadas armas, demasiado orden.

—Han debido de tener ayuda —murmuro, como si la idea se me acabara de ocurrir—. Los carroñeros nunca podrían haber hecho esto solos.

—¿Quiénes? —pregunta impaciente Julián, lanzando una mirada ansiosa a la puerta.

Sé que tenemos que irnos, pero me siento incapaz de moverme; un cosquilleo me sube por las piernas desde los dedos de los pies. Ahora hay otra idea que parpadea en el fondo de mi mente, una impresión crece, un recuerdo de algo que he visto.

—Los carroñeros. Son no curados.

—Inválidos —sentencia Julián correctamente—. Como tú.

No. Como yo, no, ni inválidos. Distintos.

Aprieto los ojos y la imagen cristaliza: cuando hice presión con la punta del cuchillo contra la carne bajo la mandíbula del carroñero, justo ahí había una débil marca azul que de alguna forma me resultaba conocida.

—Ay, Dios mío.

Abro los ojos. Me falta el aliento, como si alguien me estuviera golpeando en el pecho.

—Lena, tenemos que irnos.

Julián hace ademán de agarrarme del brazo, pero me aparto de él.

La ASD —casi no puedo pronunciarlo—. Ese tipo, el guardia de ahí, al que atamos, tenía un tatuaje de un águila y una jeringa. Ese es el emblema de la ASD.

Julián se tensa. Es como si una corriente hubiera recorrido todo su cuerpo.

—Debe de ser una coincidencia.

Muevo la cabeza. Se me amontonan las ideas en la mente, pero todas fluyen en una dirección. Todo tiene sentido: el día de cobro, todo este equipo, el tatuaje, la caja llena de identificaciones. El complejo, la seguridad; todo esto cuesta dinero.

—Deben de estar trabajando juntos. No sé por qué o para qué.

—No —la voz de Julián es baja y gélida—. Te equivocas.

—Julián.

Me corta.

—Estás equivocada, ¿me entiendes? Es imposible.

Me obligo a sostenerle la mirada, aunque hay algo extraño en el fondo de sus ojos; un remolino, que se enturbia y me marea, como si estuviera en lo alto de un acantilado a punto de caer.

Así estamos, inmóviles como en un cuadro, cuando la puerta se abre de golpe y dos carroñeros irrumpen en el cuarto.

Durante un instante, no se mueve nadie. Me da tiempo a distinguir a un hombre (mediana edad) y una chica (pelo negro azulado, más alta que yo), ambos desconocidos. Quizá sea por el miedo, pero me centro también en los detalles más extraños: en el párpado izquierdo caído del hombre, como si la gravedad tirara de él, y en la expresión de la chica, que se queda paralizada con la boca abierta, mostrando una lengua más cereza. Debe de haber estado chupando algo, pienso. Un chupa-chup o algún dulce. Mi mente vuela hasta Grace.

Luego, la escena parece descongelarse. La chica intenta coger su arma, y ya no se puede pensar más.

Me lanzo sobre ella y le quito la pistola antes de que tenga tiempo de apuntarme con ella. Detrás de mí, Julián grita algo. Se oye un tiro. No puedo pararme a ver quién ha disparado. La chica me asesta un golpe en la mandíbula con el puño. Nunca me habían dado un puñetazo, y me aturde más la sorpresa que el dolor. En esa décima de segundo, consigue sacar la navaja y lo siguiente que veo es la hoja que se me acerca con un silbido. La esquivo, agacho la cabeza y me lanzo contra su estómago.

Suelta un gruñido. El impulso nos hace perder el equilibrio y caemos tambaleándonos sobre una caja de zapatos viejos que se hunde bajo nuestro peso. Estamos tan cerca que puedo oler su cabello y sentir el roce de su piel en mi boca. Primero consigo ponerme encima, forcejeando, luego le toca a ella: logra darme la vuelta y me doy con la cabeza contra el cemento. Siento sus duras rodillas en mis costillas; me aprietan tanto que me está vaciando de aire los pulmones. Intenta sacar otro cuchillo del cinturón y yo palpo afanosamente el suelo buscando otra arma, la que sea; pero me sujeta con demasiada fuerza, me tiene muy bien atrapada, así que lo único que encuentran mis dedos es aire y cemento.

Julián y el hombre están enzarzados en un abrazo confuso, luchando por conseguir ventaja sobre el otro, con la cabeza baja y gruñendo. Dan un giro violento y chocan contra una estantería de madera cargada de cazuelas y ollas. Se tambalea antes de caer, y al final las cazuelas se desparraman por todas partes en una cacofonía de tintineos metálicos.

La chica mira hacia atrás y esa pequeña distracción me proporciona espacio suficiente para moverme. Lanzo el puño hacia arriba con todas mis fuerzas y le doy en un lado de la cara. No creo que le haya hecho mucho daño, pero se aparta un poco y consigo quitármela de encima. Me doy la vuelta, ruedo sobre ella y le arrebato el cuchillo. Mi odio y mi miedo fluyen ahora duros, eléctricos y calientes. Sin pensar, levanto la hoja y se la clavo en el pecho con fuerza. Se estremece una vez, suelta un grito y luego se queda quieta. Mi mente entra en un bucle, en un estribillo interminable: «culpa tuya, culpa tuya, culpa tuya». Se oye un sollozo irreconocible que no sé de dónde viene. Tardo en darme cuenta de que quien llora soy yo.

Luego, todo se vuelve negro y el dolor llega una décima de segundo después de la oscuridad, cuando el otro carroñero, el hombre, me alcanza en la cabeza con una porra. Se oye un crujido atronador, caigo y todo se convierte en un borrón de imágenes inconexas: Julián de bruces cerca de la estantería caída; un reloj de pared en la esquina, que no había visto antes; grietas en el suelo de cemento que se expanden como una red para abrazarme.

Luego, nada durante varios segundos. Corte a la siguiente escena: estoy tumbada de espaldas, el cielo da vueltas a mí alrededor. Me muero. Extrañamente, pienso en Julián. Ha luchado bien.

El hombre está encima de mí y respira fuerte en mi cara. Le huele el aliento como algo que se hubiera estropeado en un lugar cerrado. Tiene un corte largo e irregular bajo el ojo —muy bien, Julián— y parte de esa sangre me cae en la cara. Noto la mordedura aguda de un cuchillo bajo la barbilla y dejo el cuerpo inmóvil. Me quedo completamente paralizada. Me mira con tal odio que de repente me siento muy serena. Voy a morir. Me va a matar. Esa certeza me relaja. Me hundo en la nieve blanca. Cierro los ojos y trato de visualizar a Álex igual que cuando solía soñar con él, de pie al final del túnel. Espero que aparezca, que me tienda las manos.

Vengo y vuelvo de la consciencia. Planeo por encima del suelo, luego vuelvo a él. Tengo en la garganta un sabor a ciénaga.

—No me has dado opción —jadea el carroñero, y abro los ojos de golpe. Hay algo en su voz, arrepentimiento quizá, o una disculpa, que no me esperaba. La esperanza vuelve a toda prisa, y también el pánico: «Por favor, por favor, quiero vivir».

Justo entonces toma aire, se tensa y la punta del cuchillo me rasga la piel y es demasiado tarde.

Entonces se convulsiona de repente encima de mí.

El arma cae de su mano. Sus ojos se giran hacia el techo, horribles, como la mirada bacía de una muñeca. Cae lentamente hacia delante, sobre mí, y me deja sin aire. Julián está de pie, respirando con dificultad, tembloroso. El mango de un cuchillo sobresale de la espalda del carroñero.

Sobre mí yace un hombre muerto. Me entra una sensación de histeria que se eleva y de repente me pongo a balbucear.

—¡Quítamelo de encima! ¡Quítamelo de encima!

Julián mueve la cabeza, mareado.

—Yo… yo no quería hacerlo.

—Por Dios bendito, Julián. ¡Quítamelo de encima! Tenemos que irnos ya.

Se sobresalta, parpadea y me mira. El peso del carroñero me está aplastando.

—Por favor, Julián.

Por fin se mueve. Se inclina y levanta el cuerpo. Me pongo de pie deprisa. Me late el corazón aceleradamente y me hormiguea la piel. Siento unas ganas desesperadas de bañarme, de quitarme toda esa muerte de encima. Los dos carroñeros yacen tan juntos que casi se tocan. Va extendiéndose en el suelo una mancha de sangre con forma de mariposa. Siento ganas de vomitar.

—Yo no quería, Lena. Solo que… le he visto encima de ti y he cogido un cuchillo y yo —mueve la cabeza—. Ha sido un accidente.

—Julián —le pongo las manos en los hombros—. Mira: me has salvado la vida.

Cierra los ojos por un instante y luego los abre de nuevo.

—Me has salvado la vida —repito—. Gracias.

Parece que va a decir algo, pero se limita a asentir y se pone la mochila. Le cojo la mano de manera impulsiva. No se aparta, y eso me alegra. Le necesito para que me sujete. Le necesito para que me ayude a mantenerme en pie.

—Hora de irse —digo, y salimos juntos del cuarto dando traspiés hasta que llegamos al fresco olor a moho de los viejos túneles, a los ecos, las sombras y la oscuridad.