ahora

Me despierta una voz que grita:

—¡Bandeja!

Me incorporo en la cama y veo que Julián se ha acercado a la puerta. Está a cuatro patas, como me puse yo ayer para echar un vistazo a nuestro captor.

—¡Cubo! —es la siguiente orden áspera, y siento alivio y tristeza a la vez cuando Julián coge del rincón el cubo metálico que hace que el cuarto huela intensamente a orina. Ayer nos turnamos para usarlo. Julián me hizo prometer que me mantendría de espaldas, con los oídos tapados, y que además cantaría. Cuando me tocó a mí, sólo le dije que se volviera, pero él se tapó los oídos y se puso a cantar igualmente. Tiene una voz horrible, totalmente desafinada, pero cantó en voz alta y alegre, como si no lo supiera o no le importara, una canción que hacía siglos que no escuchaba, una que forma parte de un juego infantil.

Aparece una nueva bandeja, seguida por un cubo limpio. Luego, la trampilla se vuelve a cerrar con un chasquido, los pasos se alejan y Julián se pone de pie.

—¿Has podido ver algo? —pregunto, aunque sé que la respuesta será negativa. Tengo la garganta ronca y me siento extrañamente avergonzada. Anoche me abrí demasiado. Los dos lo hicimos.

A Julián le vuelve a costar mirarme.

—Nada —contesta.

Compartimos la comida en silencio. Esta vez es un cuenco pequeño lleno de frutos secos y otro pedazo grande de pan.

Bajo la luz brillante de la bombilla resulta raro estar sentados en el suelo, tan juntos, así que mientras como doy vueltas por el cuarto. El silencio entre nosotros tiene un peso. Hay una tensión en la celda que no existía antes. Sin ninguna lógica, culpo a Julián por ello. Él me hizo hablar anoche y no debería haberlo hecho. Por otro lado, yo fui la que le tocó la mano. Ahora mismo, eso me parece inconcebible.

—¿Vas a estar todo el día así? —pregunta Julián con voz forzada. Me doy cuenta de que él también siente la tensión.

—Si no te gusta, no mires —replico bruscamente.

Más silencio. Luego dice:

—Mi padre me sacará de aquí. Seguro que paga enseguida.

El odio contra él vuelve a florecer en mi interior. Debe de saber que a mí no hay nadie en el mundo que me ayude a salir de este sitio. Debe de saber que cuando nuestros secuestradores, quienesquiera que sean, se den cuenta de ello, o bien me matarán o me dejarán aquí para que me pudra.

Pero no digo nada. Asciendo las verticales y lisas paredes de la torre. Me encierro en lo más profundo; elevo muros de piedra entre nosotros.

Las horas aquí son planas y redondas, discos grises que se apilan unos sobre otros. Tienen un olor agrio y almizclado, como el aliento de alguien desnutrido. Se desplazan despacio, monótonamente, hasta dar la sensación de que no se mueven en absoluto. Solo ejercen presión hacia abajo, interminablemente.

Y luego, de repente, la luz se apaga, lo que nos sume una vez más en las tinieblas. Siento un alivio tan intenso que llega casi a la alegría: he conseguido sobrevivir un día más. Con la oscuridad, parte de mi desasosiego comienza a disolverse. A la luz, Julián y yo somos aristas colocadas de forma incómoda, que chocan la una con la otra. Pero en la penumbra me reconforta oír cómo se tumba en su catre y saber que solo nos separan algunos metros. Encuentro consuelo en su presencia.

Hasta el silencio tiene un aire distinto: más cómodo, más comprensivo.

—¿Estás dormida? —pregunta Julián poco después.

Oigo que se da la vuelta para estar de cara a mí.

—¿Quieres escuchar otra historia? —pregunta.

Asiento. No puede verme, pero interpreta mi silencio como aceptación.

—Una vez hubo un tornado realmente malo —hace una pausa—. Esta es una historia inventada, por cierto.

—Vale —digo, y cierro los ojos. Pienso que estoy de vuelta en la Tierra Salvaje, que me escuecen los ojos por el humo del fuego del campamento y que a través de la neblina me llega la voz de Raven.

—Había una niña, Dorothy, que se quedó dormida en su casa, y toda la casa se elevó del suelo por el tornado y fue por el cielo dando vueltas. Cuando la niña se despertó, se encontró en una tierra extraña llena de gente pequeña, y la casa había aterrizado encima de una bruja malvada y la había aplastado. Así que todas las personas pequeñas, los munchkins, le quedaron muy agradecidos y le dieron a Dorothy un par de zapatillas mágicas.

Se queda en silencio.

—¿Y…? —pregunto—. ¿Qué pasa después?

—No sé —admite.

—¿Cómo que no sabes? —digo.

Hace un ruido al volverse en el catre.

—Solo llegué hasta ahí —explica—. Nunca leí el resto.

Me siento muy alerta de repente.

—O sea, que no te la habías inventado, ¿no?

Duda durante un segundo.

—No —contesta finalmente.

Mantengo un tono de voz sereno, plano.

—Es la primera vez que oigo esa historia —comento—. No la recuerdo de ninguna de las cartillas escolares. Creo que me acordaría si hubiera estado en el programa.

Muy pocas historias son aprobadas para Uso y Divulgación: dos o tres al año como máximo, y a veces ninguna. Si no la conozco, lo más probable es que se deba a que nunca fue aprobada.

Julián carraspea.

—No estaba. En el programa quiero decir —hace una pausa—. Estaba prohibida.

Noto un cosquilleo en la piel.

—¿Y dónde encontraste tú una historia prohibida?

—Mi padre conoce a mucha gente importante en la ASD. Gente del gobierno, sacerdotes, científicos. Así que tiene acceso a documentos confidenciales y cosas que se remontan a la época anterior. A los tiempos de la enfermedad.

Me quedo callada. Le oigo tragar saliva antes de continuar.

—Cuando era pequeño, mi padre tenía un estudio. Bueno, la verdad es que tenía dos. Un estudio normal, donde realizaba la mayor parte de su trabajo para la ASD. Mi hermano y yo nos sentábamos y le ayudábamos a doblar panfletos durante toda la noche. Hasta hoy, la medianoche siempre me huele a papel.

Me sorprende la referencia a su hermano. Nunca he oído hablar de él, nunca he visto su foto en los materiales de la ASD o en el Word, el periódico del país. Pero no quiero interrumpirle.

—Su otro estudio estaba siempre cerrado con llave. Nadie podía entrar y mi padre mantenía la llave escondida. Pero… —más ruidos—. Pero un día vi dónde la guardaba. Era tarde. Se suponía que yo tenía que estar durmiendo. Salí de mi cuarto a por un vaso de agua y le vi desde el descansillo de la escalera. Se acercó a una estantería del salón. En la balda superior había una figurita de porcelana de un gallo. Separó la cabeza del cuerpo y metió la llave dentro. Al día siguiente, fingí que estaba enfermo para no tener que ir a la escuela. Cuando mi madre y mi padre se fueron a trabajar y mi hermano a coger el autobús, bajé sin hacer ruido, cogí la llave y abrí el segundo estudio de mi padre —se ríe brevemente—. No creo haber pasado más miedo en mi vida. Me temblaban tanto las manos que se me cayó la llave tres veces antes de meterla en la cerradura. No tenía ni idea de lo que me iba a encontrar dentro. No sé lo que me imaginaba, tal vez cadáveres o inválidos encerrados.

Me tenso, como cada vez que escucho la palabra. Luego me relajo y dejo que me resbale sin tocarme.

Se ríe de nuevo.

—Cuando finalmente abrí la puerta y vi todos aquellos libros, me mosqueé. Vaya chasco. Pero luego me di cuenta de que no eran libros normales. No se parecían en nada a los libros que veíamos en la escuela ni a los que leíamos en la iglesia. Entonces me di cuenta de lo que eran: tenían que ser libros prohibidos.

No puedo remediarlo. Florece un recuerdo, largo tiempo olvidado: cuando puse el pie por primera vez en la caravana de Álex y vi decenas y decenas de títulos extraños, con los lomos estropeados, brillando a la luz de las velas; cuando escuché por primera vez la palabra poesía. Cada historia aprobada cumple un propósito, pero los libros prohibidos son mucho más que eso. Algunos de ellos son redes; puedes ir siguiendo un camino, tanteando sus hilos con las manos, hasta llegar a rincones oscuros y extraños. Otros son globos que vuelan por el cielo dando bandazos: inalcanzables y totalmente ajenos, pero es bello mirarlos.

Y algunos de ellos, los mejores, son puertas.

—A partir de entonces, bajaba al estudio cada vez que me quedaba solo en casa. Sabía que estaba mal, pero no podía evitarlo. También había música, muy diferente de los rollos aprobados por la Biblioteca de Música y Películas Autorizadas. No te lo creerías, Lena. Llena de palabras malas, toda sobre los deliria… Pero no todo era malvado o desesperado. Se supone que en la época anterior todos eran infelices, ¿verdad? Se supone que todos estaban enfermos. Pero parte de la música —se interrumpe y canturrea en voz baja—. «Todo lo que necesitas es amor».

Me recorre un escalofrío. Se me hace extraño escuchar la palabra pronunciada en voz alta. Él se queda en silencio durante un rato. Luego continúa, en voz aún más baja:

—¿Te lo puedes creer? «Todo lo que necesitas.» —su voz se aleja, como si se hubiera dado cuenta de lo cerca que estábamos tumbados y se apartara. En la oscuridad es apenas una silueta—. Bueno, la cosa es que al final mi padre me pilló. Acababa de empezar la historia que te he contado, El maravilloso Mago de Oz, se llamaba. Nunca le había visto tan enfadado. La mayor parte del tiempo es muy tranquilo, ya sabes, por la cura. Pero ese día me arrastró hasta el salón y me golpeó tanto que me desmayé.

Me lo cuenta en un tono inexpresivo, carente de sentimientos, y se me encoge el estómago de odio hacia su padre y hacia todos lo que son como él. Predican la unión y la santidad, y en su casa y en su corazón golpean, golpean, golpean.

—Me dijo que eso me enseñaría lo que podían hacer los libros prohibidos —continúa, y se queda meditabundo—. Al día siguiente tuve mi primer ataque —añade.

—Lo siento —susurro.

—Yo no le echo la culpa de nada —repone Julián rápidamente—. Los médicos dijeron que puede que aquel ataque me salvara la vida. Así fue como descubrieron el tumor. Además, él solo intentaba ayudarme. Quería mantenerme a salvo, ya sabes.

En ese momento se me rompe el corazón por él y, antes de dejarme llevar por esa marea, me acuerdo de las lisas murallas de mi odio. Me imagino que subo un tramo de escaleras y que desde mi torre apunto al padre de Julián y le veo arder.

Un rato después, Julián pregunta:

—¿Tú crees que soy una mala persona?

—No —contesto, oprimiendo la palabra para que pase junto a la roca que tengo en la garganta.

Durante algunos minutos, respiramos al unísono. Me pregunto si él se da cuenta.

—Nunca comprendí por qué aquel libro estaba prohibido —dice poco después—. La parte mala debía de venir más tarde, después de la bruja de los zapatos. Llevo preguntándomelo desde entonces. Es curioso cómo algunas cosas nunca se olvidan.

—¿Te acuerdas de alguna otra historia de las que leíste? —pregunto.

—No. Y de las canciones tampoco. Solo ese verso. «Todo lo que necesitas es amor».

Vuelve a cantar.

Nos quedamos en silencio un rato y yo empiezo a flotar a medias entre el sueño y la vigilia. Camino por la cinta color plata brillante de un río que describe curvas por el bosque, llevo zapatos que lucen al sol como si estuvieran hechos de monedas.

Paso bajo una rama y hay una maraña de hojas en mi pelo. Acerco la mano y siento una mano cálida, dedos.

Me sobresalto y recupero la consciencia. La mano de Julián merodea a unos centímetros de mi cabeza. Se ha desplazado al borde de su catre y siento la calidez de su cuerpo.

—¿Qué estás haciendo?

Me late el corazón a toda velocidad. Siento el ligero temblor de su mano cerca de mi oído derecho.

—Lo siento —susurra, pero no la aparta—. Yo... —no puedo verle la cara. Es una sombra larga, curva, inmóvil, como si estuviera hecha de madera pulida—. Tienes un pelo muy bonito —dice por fin.

Siento como si me aplastaran el pecho. El cuarto parece más caluroso que nunca.

—¿Puedo? —pregunta en voz tan baja que casi no lo oigo, y asiento con la cabeza porque no puedo hablar. También es como si me aplastaran la garganta.

Suave, tiernamente, baja la mano esos pocos centímetros. Durante un momento la deja ahí, y de nuevo oigo que exhala rápidamente, como una especie de liberación. Se me queda el cuerpo paralizado, silencioso, caliente: una estrella que explota, un estallido mudo. Luego me pasa los dedos por el pelo y yo me relajo y se me alivia la tensión, y respiro y me siento viva porque todo va bien, todo va a salir bien.

Julián continúa deslizando la mano por mi cabello, retorciéndolo entre sus dedos, rizándolo en torno a su muñeca y dejando que caiga de nuevo sobre la almohada, y esta vez, cuando cierro los ojos y veo el brillante río plateado, entro directamente en el agua y dejo que me arrastre.

Por la mañana, lo primero que veo al despertar es azul: los ojos de Julián, que me observan. Se vuelve rápidamente, pero no lo suficiente. Me ha estado mirando mientras dormía. Me da vergüenza; me siento enfadada y halagada al mismo tiempo. Me pregunto si habré dicho algo. A veces pronuncio el nombre de Álex, y estoy bastante segura de que he soñado con él la noche pasada. Ya no me acuerdo de nada, pero me he despertado con ese sentimiento de Álex, como un hueco tallado en el centro del pecho.

—¿Cuánto tiempo llevas despierto? —pregunto. Con la luz, todo parece tenso y embarazoso otra vez. Estoy a punto de creer que lo que sucedió anoche fue un sueño. Julián me puso los dedos en el pelo. Julián me tocó. Y yo dejé que me tocara.

Me gustó.

—Un rato —responde—. No podía dormir.

—¿Pesadillas? —pregunto. El aire del cuarto es sofocante. Cada palabra implica un esfuerzo.

—No —dice. Espero que añada algo más, pero el silencio se extiende entre nosotros.

Me incorporo. Hace calor en la celda y huele mal. Siento náuseas. Busco algo que decir, algo para acabar con la tensión.

Y entonces Julián dice:

—¿Crees que nos van a matar?

La tensión se deshincha de golpe. Hoy estamos del mismo lado.

—No —contesto, con más seguridad de la que siento. Cada día que pasa estoy más y más confusa. Si los carroñeros estuvieran planeando pedir rescate por él, seguramente ya lo habrían hecho. Pienso en Thomas Fineman, en el metal pulido de sus gemelos y en su sonrisa dura y brillante. Pienso en él dándole una paliza a su hijo de nueve años hasta que pierda la consciencia.

Puede que haya decidido no pagar. La idea está ahí, una duda punzante que trato de ignorar.

Pensar en Thomas Fineman hace que me acuerde de algo.

—¿Cuántos años tiene ahora tu hermano? —pregunto.

—¿Qué?

Julián se incorpora y se queda de espaldas a mí. Tiene que haberme oído, pero de todas formas repito la pregunta. Observo cómo su espalda se tensa, una pequeña contracción apenas perceptible.

—Está muerto —responde bruscamente.

—¿Cómo…? ¿Cómo murió? —pregunto con suavidad.

Una vez más, Julián casi escupe la palabra.

—Accidente.

Aunque me doy cuenta de que se siente incómodo, no quiero dejar el tema.

—¿Qué tipo de accidente?

—Sucedió hace mucho tiempo —replica secamente, y luego, de repente, se gira hacia mí—. ¿Y a ti qué te importa? ¿Por qué quieres saberlo? Yo no sé nada de ti. Y no me meto en tus asuntos ni te doy la tabarra al respecto.

Me asusta tanto su estallido que estoy a punto de contestarle en el mismo tono. Pero me he ido descuidando demasiado, así que me refugio en la suavidad, en la calma perfecta de Lena Jones: la calma de los muertos andantes, la calma de los curados.

—Solo sentí curiosidad —comento suavemente—. No tienes por qué contarme nada.

Durante un segundo, me parece distinguir el pánico en su rostro, que relampaguea como una advertencia. Luego desaparece, sustituido por la misma severidad que he visto en su padre. Asiente una vez con la cabeza, cortante, se pone de pie y empieza a dar vueltas por el cuarto. Su agitación me produce un placer perverso. Al principio estaba tan sereno. Me agrada verle perder los papeles al menos un poco. Aquí abajo, la protección y la certeza ofrecidas por la ASD no significaban nada.

Y así, sin más, estamos otra vez en lados contrarios. Hay cierto consuelo en el silencio glacial de la mañana. Así es como deberían ser las cosas. Es lo justo.

Nunca debería haber dejado que me tocara. No debería haber permitido que se me acercara. Mentalmente, repito una disculpa: «Lo siento. Voy a tener cuidado. Nada de descuidos». No estoy segura si la dirijo a Raven, a Álex o a los dos.

El agua no llega. Ni la comida. Y entonces, a mitad de la mañana, se produce un cambio sutil en el aire: ecos distintos a los sonidos del agua que gotea y el hueco fluir del aire subterráneo. Por primera vez en horas, Julián me mira.

—¿Oyes…? —empieza a decir, pero lo hago callar.

Voces en el corredor y ruido de botas pesadas: se acerca más de una persona. Se me acelera el corazón e instintivamente miro alrededor buscando un arma. Aparte del cubo, no hay gran cosa. Ya he intentado aflojar las patas metálicas de los catres sin éxito. Mi mochila está al otro lado del cuarto y, justo cuando estoy pensando en lanzarme a por ella —cualquier arma es mejor que no tener nada—, se descorren los cerrojos, la puerta gira hacia dentro y dos carroñeros armados entran en la celda.

—Tú —el primer carroñero, de mediana edad, con la piel más blanca que he visto nunca, señala a Julián con el extremo de su rifle—. Ven.

—¿A dónde vamos? —pregunta Julián, aunque debe de saber que no le van a contestar. Está de pie, con los brazos a los costados. Su voz es firme.

—Somos nosotros los que hacemos las preguntas —le espeta el hombre pálido, y sonríe. Tiene los dientes amarillos y las encías con manchas oscuras. Lleva pantalones de estilo militar y una vieja chaqueta del ejército, pero es un carroñero, sin la menor duda. En su mano izquierda distingo un tatuaje azul medio borrado y, cuando recorre el interior del cuarto dando vueltas en torno a Julián como un chacal con su presa, se me hiela la sangre. Tiene una cicatriz de la operación, pero es una chapuza de cuidado: tres trazos en el cuello, rojos como heridas abiertas. En ellas se ha tatuado un triángulo negro. Hace décadas, el procedimiento era mucho más arriesgado que ahora; cuando era pequeña, mis compañeras de clase contaban historias sobre gente que no se había curado, sino que habían enloquecido, había sufrido muerte cerebral o se había vuelto total y absolutamente despiadada, incapaz de sentir nada por nadie nunca más.

Intento combatir el pánico que se instala en mi pecho y hace que me lata el corazón con un ritmo agitado, errático. El segundo carroñero, una chica que podría tener la edad de Raven, se apoya en la jamba de la puerta, bloqueándome la salida. Es más alta que yo y está más delgada. Tiene muchos piercing en la cara: cuento cinco aros en cada ceja y piedrecitas incrustadas en la frente y en la barbilla, además de lo que parece un anillo de boda en su nariz. No quiero ni pensar de dónde lo habrá sacado. Lleva en la cadera una pistola colgada del cinturón, e intento calcular lo que tardaría en sacarla y apuntarme en la cabeza.

Sus ojos se vuelven hacia mí. Debe de leer la expresión de mi cara, porque dice:

—Ni lo pienses siquiera.

Su voz sueña extraña y arrastra las palabras. Cuando abre la boca para bostezar, veo que es porque su lengua reluce un metal. Tachuelas, aros, pinchos, todo colgado en la lengua o alrededor. Da la impresión de que se ha tragado un alambre de espino.

Julián vacila solo un momento. Se lanza hacia delante con un movimiento repentino, dislocado, y luego se recupera. Al pasar por la puerta, flanqueado por la chica de los piercings a un lado y por el albino al otro, camina con elegancia, como si se fuera de picnic.

No me mira ni siquiera una vez. Luego, la puerta vuelve a cerrarse con un chasquido, oigo cómo se deslizan los cerrojos y me quedo sola.

La espera es una agonía. Es como si me ardiera el cuerpo. Aunque tengo hambre y sed y me siento débil, soy incapaz de dejar de dar vueltas. Intento no pensar en lo que habrán hecho con Julián. Quizá, después de todo, hayan pagado el rescate por él y lo hayan liberado, pero no me ha gustado la forma en que el albino ha sonreído cuando decía: «Somos nosotros los que hacemos las preguntas».

En la Tierra Salvaje, Raven me enseñó a buscar patrones y repeticiones por todas partes: la orientación del musgo en los árboles, el nivel de sotobosque, el color del suelo. También me enseñó a fijarme en las anomalías, en lo que encajaba en el patrón: una zona donde de repente crecía vegetación podía indicar que había agua. Una calma súbita normalmente significaba que había un gran depredador cerca. ¿Y si se veían más animales de lo normal? Que había más comida.

La aparición de los carroñeros es una anomalía, y no me gusta nada.

Para mantenerme ocupada, deshago la mochila y la vuelvo a hacer. Luego la deshago una vez más y coloco el contenido en el suelo, como si esa triste colección de objetos fuera un jeroglífico que me pudiera revelar significados inéditos. Dos envoltorios de barritas de cereal. Un tubo de rímel. Una botella de agua vacía. El Manual de FSS. Un paraguas. Me levanto, doy vuelta y me vuelvo a sentar.

A través de las paredes, me parece oír un sonido amortiguado.

Me digo que es solo mi imaginación.

Me coloco el Manual de FSS en el regazo y hojeo las páginas. Aunque los salmos y las oraciones siguen siendo familiares, las palabras me resultan extrañas, de un significado indescifrable; es como volver a un sitio donde no habías estado desde la infancia y descubrir que todo es más pequeño y decepcionante.

Me recuerda a la vez que Hana sacó un vestido que en Primero se ponía todos los días. Estábamos en su habitación, aburridas, sin hacer nada, y nos reíamos como locas y ella no hacía más que repetir: «No puedo creer que haya habido un momento en que yo fuera tan pequeña».

Me duele el pecho. Parece que hiciera muchísimo tiempo, un tiempo imposible de concebir, desde aquella época en que nos sentábamos en una habitación con moqueta y nos pasábamos los días vagueando juntas, sin hacer nada. No me di cuenta del privilegio que era aquello: estar aburrida con tu mejor amiga, tener tiempo que perder.

Hacia la mitad del Manual hay una página marcada. Me detengo y veo que hay varias palabras enérgicamente subrayadas en un párrafo. El fragmento está situado en el capítulo 22: Historia Social.

«Cuando tienes en cuenta cómo la sociedad puede persistir en su ignorancia, tienes que considerar también cuánto tiempo persistirá en el error. Toda estupidez se transforma entonces en algo inevitable, y todos los males se convierten en valores (a las opciones que se las llama libertad, y al amor felicidad), y de ese modo no queda posibilidades de escapar».

Hay tres palabras subrayadas con mucho énfasis: Tienes. Que. Escapar.

Avanzo algunos capítulos más y encuentro otra página marcada. Varias palabras están rodeadas por un círculo, en apariencia al azar y de forma chapucera. El pasaje completo dice: «Las herramientas de una sociedad saludable son la obediencia, el compromiso y el acuerdo. La responsabilidad corresponde tanto al gobierno como a los ciudadanos. Las responsabilidades son tuyas».

Alguien —¿Tack? ¿Raven?— ha trazado un círculo en torno a varias palabras en el párrafo: Las herramientas. Son. Tuyas.

Ahora busco en cada página. De algún modo, ellos sabían que esto iba a ocurrir, sabían que yo podía ser secuestrada o que esto iba a suceder. No me extraña que Tack insistiera en que me trajera el Manual de FSS: me dejó claves en su interior. Me llena un sentimiento de pura alegría. No se han olvidado de mí; no me han abandonado. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo aterrorizada que estaba: sin Tack y Raven no tengo a nadie. Durante este año se han convertido en algo muy importante para mí: amigos, padres, hermanos, mentores.

Hay otra página marcada. Alguien ha dibujado una gran estrella junto al Salmo 37.

A través del viento y la tempestad,

En medio de la tormenta y la lluvia,

La calma habitará en mi interior.

Una piedra cálida, pesada y seca;

La raíz, la fuente, un arma contra el dolor.

Leo varias veces el salmo completo y la decepción llega con un sonido sordo. Yo esperaba una especie de mensaje cifrado, pero no distingo ningún significado oculto. Quizá Tack solo quería decirme que mantuviera la sangre fría. O quizá la estrella es de antes y no tiene relación, o quizá yo no he entendido nada y todas las marcas están ahí por pura chiripa, resultado del azar.

Pero no. Tack me dio el libro porque sabía que podría necesitarlo. Tanto él como Raven son minuciosos. No hacen las cosas a lo tonto ni sin una razón. Cuando se vive al borde del abismo, no se pueden hacer las cosas a tontas y a locas.

A través del viento y la tempestad,

En medio de la tormenta y la lluvia,

Lluvia.

El paraguas de Tack, el que me puso en la mano y me insistió en que cogiera en un día despejado.

Me tiemblan las manos mientras agarro el paraguas y me pongo a examinarlo con más detenimiento. Casi al momento veo una fisura diminuta, casi imperceptible si no la hubiera estado buscando, que discurre a lo largo del mango. Introduzco la uña en la estrechísima ranura y trato de abrirla, pero no se mueve.

—Mierda —exclamo en voz alta, lo que me hace sentir mejor—. Mierda, mierda, mierda.

Cada vez que lo digo, agito el paraguas en todas direcciones y le doy vueltas, pero el mango de madera sigue en su sitio, pulido y sólido.

—¡Mierda!

Algo estalla en mi interior: es la frustración, la espera, el pesado silencio. Lanzo el paraguas con fuerza contra la pared y oigo un sonido seco. Al caer, las dos mitades del mango se separan limpiamente y un cuchillo golpea contra el suelo. Cuando lo saco de su funda de acero, veo que es uno de los de Tack. La empuñadura es de hueso tallado y la hoja está muy afilada. Una vez vi a Tack destripar un ciervo completo con él, desde el cuello hasta la cola. Ahora la hoja está tan pulida que puedo reflejarme en ella.

De repente se oye un ruido en el corredor: pisadas fuertes y un sonido como si llevaran algo a rastras hacia la celda. Me tenso y aferro el arma, todavía agachada: podría salir corriendo cuando se abra la puerta, lanzarme contra los carroñeros, atacar, atacar, al menos sacarles un ojo o soltar algún tajo antes de echar a correr. Antes de que pueda planear nada, se abre la puerta y es Julián quien entra cayéndose, medio inconsciente, sangrando y tan lleno de golpes que solo lo reconozco por la camisa. La puerta vuelve a cerrarse con estrépito.

—Ay, Dios mío.

Parece como si le hubiera atacado un animal salvaje. Tiene la ropa empapada en sangre, y durante un segundo de terror vuelvo atrás en el tiempo, hasta la alambrada. Veo cómo el rojo traspasa la camiseta de Álex y sé que va a morir. Entonces esa visión se disuelve: contemplo de nuevo a Julián, a cuatro patas, tosiendo y escupiendo sangre en el suelo.

—¿Qué ha pasado? —guardo el cuchillo rápidamente bajo mi colchón y me arrodillo junto a él—. ¿Qué te han hecho?

De su garganta sale un gorgoteo, seguido de otro ataque de tos. Julián cae sobre los codos y el pecho se me llena de un temor aleteante. «Va a morir», pienso, y la certeza aparece en la cúspide de una oleada de pánico.

No. Esto es diferente. Esto puedo arreglarlo.

—Déjalo. No intentes hablar —digo. Ha ido arrastrándose hasta adoptar una postura casi fetal. Mueve el párpado izquierdo, pero no estoy segura de si me oye o me entiende. Pongo su cabeza con cuidado en mi regazo y le ayudo a girarse para que se quede tumbado de espaldas. Tengo que ahogar un grito al verle la cara: carne sin forma, una masa machacada. Y sangrienta. El ojo derecho está tan hinchado que no se abre, y le sale mucha sangre de un corte profundo por encima de la ceja.

—Mierda —murmuro.

He visto heridas graves antes, pero siempre he tenido material médico, por primitivo que fuera. Aquí no hay nada y Julián se sacude de forma extraña, agitada me preocupa que le dé un ataque.

—Quédate conmigo —susurro, intentando mantener la voz serena por sí está consciente y puede oírme—. Tengo que quitarte la camisa, ¿vale? Quédate todo lo quieto que puedas. Voy a hacer una compresa con ella. Ayudará a contener la hemorragia.

Le desabrocho la camisa mugrienta. Al menos no tiene marcas en el cuerpo, aparte de unos pocos golpes grandes y de mal aspecto. Toda la sangre debe ser de la cara. Los carroñeros le han dado una buena paliza, pero sin intención de causarle un daño serio. Al sacarle los brazos de las mangas gime de dolor, pero consigo quitarle la prenda. La presiono contra la herida de la frente, deseando tener un trapo limpio. Vuelve a quejarse.

—Chist —digo. Me late el corazón a toda velocidad. Su piel desprende olas de calor—. Estás bien. Tú respira. ¿Vale? Todo va a ir bien.

Queda un poquito de agua en la taza que nos trajeron ayer; Julián y yo lo la estábamos reservando. Humedezco la camisa y le limpio la cara con ella. Luego me acuerdo de las toallitas antibacterianas que distribuía la ASD durante la concentración y, por primera vez, les agradezco su obsesión por la limpieza. Aún conservo la mía doblada en el bolsillo trasero del pantalón. Al abrirla, el olor astringente del alcohol me provoca una mueca: sé que va a doler, pero si Julián contrae una infección será imposible que logremos salir de aquí.

—Esto te va a escocer un poco —advierto, y le acerco la toallita a la piel.

Al momento suelta una aullido. Abre los ojos todo lo que puede y se incorpora de golpe. Tengo que sujetarlo por los hombros para obligarle a que se tumbe de nuevo.

—Duele —musita, pero al menos ya está consciente y alerta. El corazón me salta en el pecho. Me doy cuenta de que estaba conteniendo el aliento.

—No seas niño —digo, y sigo limpiándole la cara mientras tensa todo el cuerpo y aprieta los dientes. Al retirar casi toda la sangre, me doy cuenta de todo el daño que le han hecho. Se le ha vuelto a abrir el corte en el labio y le han debido de dar muchos golpes en la cara, no sé si con los puños o con un objeto romo. Lo más preocupante es la herida de la frente. Sigue sangrando, pero en general podría haber sido mucho peor.

Vivirá.

—Toma —le acerco la taza metálica a los labios, al tiempo que apoyo su cabeza en mis rodillas. Queda un centímetro de agua—. Bebe esto.

Cuando se acaba el agua, cierra otra vez los ojos, pero ya respira con normalidad y se le han pasado los temblores. Cojo la camisa y rasgo una tira larga de tela, intentando contener los recuerdos que presionan y resurgen: esto lo aprendí de Álex. En algún momento, en otra vida, el me salvó cuando estaba herida. Me envolvió la pierna con una venda. Me ayudó a escapar de los reguladores.

Doblo el recuerdo con cuidado en mi interior y lo enterró muy profundamente.

—Alza un poco la cabeza.

Julián obedece, esta vez sin quejarse, así que puedo pasarle la tela alrededor. Le ato la tira en la frente y la anudo fuerte cerca de la herida para que forme una especie de torniquete.

Luego vuelvo a depositar su cabeza sobre mis muslos.

—¿Puedes hablar? —él asiente—. ¿Me puedes contar lo que ha pasado?

Tiene el lado izquierdo del labio tan hinchado que su voz suena distorsionada, como si estuviera hablando a través de una almohada.

—Querían saber cosas —tartamudea, luego inhala profundamente y continúa—. Me han preguntado cosas.

—¿Qué tipo de cosas?

—La casa de mi familia. En Charles Street. Los códigos de seguridad. Los escoltas. Cuántos y cuándo.

No digo nada. No estoy segura de que se dé cuenta de lo que esto significa y lo grave que es. Los carroñeros están desesperados. Quieren atacar su casa y le están usando para encontrar la forma de entrar. Puede que planeen matar a Thomas Fineman, o quizá solo busquen lo típico: joyas, aparatos electrónicos con los que hacer trueques en el mercado negro, dinero y, por supuesto, armas. Siempre están haciendo acopio de armas.

Esto solo puede significar una cosa: su plan de pedir un rescate por Julián ha fallado, el señor Fineman no ha picado.

—No les he contado nada —jadea Julián—. Han dicho que… dentro de pocos días… con más sesiones… hablaría.

Ya no queda ninguna duda: tenemos que salir de aquí en cuanto podamos. Cuando Julián decida hablar, y al final lo hará, ni él ni yo seremos de ninguna utilidad para los carroñeros, y no es que tengan fama de soltar a sus prisioneros sin más.

—Vale, escucha —intento mantener la voz baja, con la esperanza de que así no note mi inquietud—. Nos vamos a ir de aquí, ¿vale?

Mueve la cabeza en sentido negativo, un gesto mínimo de incredulidad.

—¿Cómo? —pregunta con un graznido.

—Tengo un plan.

No es verdad, pero supongo que algo se me ocurrirá. A la fuerza. Raven y Tack confían en mí. Al pensar en los mensajes que me dejaron y en el cuchillo, siento que me invade una sensación de calidez. No estoy sola.

—Armados —Julián traga, vuelve a intentarlo—. Están armados.

—Nosotros también.

Mi cerebro salta hacia delante y se centra en el corredor: las pisadas que bajan y vuelven a subir, una cada vez. Solo un guardia a la hora de la comida. Eso es bueno. Si conseguimos de alguna manera que abra la puerta… Me meto tanto en el plan que no me doy cuenta de lo que digo.

—Mira, ya he estado en situaciones graves antes. Tienes que confiar en mí. Una vez, en Massachusetts…

Julián me interrumpe:

—¿Cuándo… tú… Massachusetts?

Entonces me doy cuenta de que la he fastidiado. Lena Jones nunca ha estado en Massachusetts, y él lo sabe. Durante un instante pienso si contarle otra mentira, y en esa pausa Julián se apoya sobre los codos y se gira para mirarme entre gestos de dolor.

—Ten cuidado —advierto—. No te vayas a hacer daño.

—¿Cuándo has estado en Massachusetts? —repite, con una lentitud dolorosa para que se entienda cada palabra.

Quizá es el aspecto que tiene: con la tira de tela manchada de sangre alrededor de la frente y los ojos tan hinchados que están casi cerrados, como un animal apaleado. O quizá es que en este momento me doy cuenta de que los carroñeros nos van a matar, si no mañana, al día siguiente o al otro.

O tal vez es que tengo hambre, estoy cansada y harta de fingir.

De repente decido contarle la verdad.

—Escucha —digo—, yo no soy quién tú crees. Julián se queda muy quieto. De nuevo me recuerda a un animal: una vez encontramos una cría de mapache, casi hundida en un charco de todo que se había abierto tras el deshielo. Bram fue a ayudarlo, pero cuando se acercó, el animal se quedó así de quieto, con una inmovilidad eléctrica, más alerta y con más energía que si se hubiera revuelto.

—Todo lo que te conté, que me críe en Queens y que tuve que repetir un año en la escuela… No era verdad.

Una vez yo estuve del otro lado, en la posición de Julián.

Cuando Álex me dijo lo mismo: «Yo no soy quién tú crees».

Yo estaba luchando contra la corriente marina. Aún recuerdo cómo fui nadando de regreso hasta la orilla: la vez que más he nadado y más me he cansado en mi vida.

—No tienes por qué saber quién soy, ¿vale? No tienes por qué saber de dónde vengo. Pero Lena Jones es una historia inventada. Incluso esto —me toco con los dedos el cuello, pasándolos por la cicatriz de tres puntas—. Esto también es de mentira.

Julián sigue sin decir nada, aunque ha retrocedido y se apoya en la pared para incorporarse hasta quedar sentado. Mantiene las rodillas dobladas y las manos y los pies apoyados en el suelo, de manera que, si pudiera, se lanzaría hacia delante y echaría a correr.

—Sé que en este momento no tienes muchas razones para confiar en mí —continuó—. Pero de todas formas, te pido que lo hagas. Si nos quedamos aquí, nos van a matar. Yo puedo hacer que salgamos de aquí. Pero para eso voy a necesitar tu ayuda.

En mis palabras hay una pregunta y me detengo, esperando su respuesta.

Durante un largo rato hay silencio. Al final pronuncia con un graznido.

—Vosotros.

Me sorprende la malevolencia de su voz.

—¿Qué?

—Vosotros —repite—. Vosotros habéis hecho esto. Vosotros me lo habéis hecho a mí.

Mi corazón late con fuerza contra el pecho, dolorosamente.

Durante un segundo pienso que le está dando una especie de ataque, una alucinación y casi tengo la esperanza de que sea así.

—¿De qué estás hablando?

—Tu gente —dice. Y entonces me viene a la boca un sabor desagradable y me doy cuenta de que está totalmente lúcido. Sé lo que quiere decir y sé lo que está pensando—. Tu gente ha hecho esto.

—No —digo, y luego lo repito más enérgicamente—. No. Nosotros no hemos tenido nada que ver con…

—Eres una inválida. Eso es lo que me estás diciendo, ¿no? Estás infectada —le tiemblan los dedos contra el suelo, producen un sonido como el tamborileo de la lluvia. Me doy cuenta de que está furioso y, probablemente, también asustado—. Estas enferma.

Casi escupe la palabra.

—Esos de ahí fuera no son mi gente —le rebato, y lucho por conseguir que el enfado no se apodere de mí y me arrastre hacia el fondo: es una fuerza oscura, una corriente qué presiona junto a los confines de mi mente—. Esa gente no es… —casi digo: «No son humanos»—. No son inválidos.

—Mentirosa —espeta furioso. Ahí está. Justo como el mapache, cuando Bram por fin lo fue a levantar del barro: se revolvió bruscamente y le hundió los dientes en la carne de la mano derecha.

El sabor desagradable que tengo en la boca sube desde el estómago. Me pongo de pie, con la esperanza de qué Julián no se dé cuenta de que yo también estoy temblando.

—No sabes de lo que estás hablando —digo—. No sabes nada sobre nosotros y no sabes nada de mí.

—Cuéntame —ordena Julián, aún con esa corriente subterránea de rabia y de frialdad. Cada palabra suena cortante y dura—. ¿Cuándo te contagiaste?

Me río aunque no tiene nada de gracia. El mundo está al revés y todo es una mierda y mi vida ha sido partida en dos y hay dos Lenas diferentes que corren en paralelo: la antigua y la nueva, y nunca volverán a formar un todo completo. Y sé qué Julián ya no me va a ayudar. He sido una idiota al pensar que lo haría. Es un zombi, como siempre ha dicho Raven. Y los zombis hacen aquello para lo que han sido diseñados: caminan sin pensar hacia adelante, con una obediencia ciega, hasta que se pudren para siempre.

Bueno, pues yo no. Saco el cuchillo de debajo del colchón, me siento en el catre y me pongo a pasar con rapidez la hoja por el armazón metálico para afilarla, disfrutando de la forma en que capta la luz.

—No importa —le digo a Julián—. Nada importa.

—¿Cómo? —insiste—. ¿Cómo fue?

El espacio negro de mi interior se estremece levemente, se amplía un poco más.

—Vete a la mierda —respondo, pero ya estoy calmada. Mantengo la vista en el cuchillo, que destella como una señal que marca el camino para salir de la oscuridad.